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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (43 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Sandra miró la foto: correspondía al retablo que estaba sobre el altar y que representaba al fraile dominico.

—Explíquese, por favor.

—Bueno, en realidad no hay mucho que contar: el cuadro fue pintado en el siglo XVII, se encuentra en la basílica de Santa María sopra Minerva.

—No, en realidad me refería al santo.

Lorieri se levantó para dirigirse a la librería. Observó los volúmenes y, sin dudar en la elección, extrajo uno de un estante. Hojeó las páginas, a continuación mostró a Sandra una reproducción del cuadro y leyó el pie de foto.

—«La
Paenintentiaria Apostólica
es un departamento de la Santa Sede que siempre se ha dedicado a los pecados, y el fraile Raimundo fue uno de sus miembros más destacados. En el siglo XIII le encargaron redactar un texto que analizara los casos de conciencia para agilizar la tarea de los confesores, de modo que escribió la
Summa de Casibus Paenitentiae.
El texto proporcionaba criterios de valoración unívocos y a cada culpa le correspondía una penitencia concreta.»

Sandra se recriminó no haber buscado antes información sobre la capilla. Alguien, pasando por debajo de la puerta de su habitación del hotel la estampa del santo con la palabra
Fred,
no había querido simplemente hacerla caer en una trampa.

Aquel lugar tenía un significado.

Por muy poco que le entusiasmara la idea de volver al lugar donde un francotirador había intentado matarla, tenía que descubrir cuál era.

18.22 h

El talento de Clemente consistía en encontrar toda la información. En los últimos días, Marcus había sido testigo de más de una confirmación de su capacidad. Imaginaba que la obtenía del archivo, pero no era su única fuente. Por encima de él debía de haber una intrincada trama secreta que recogía las noticias o las interceptaba. Históricamente, la Iglesia siempre había sido capaz de introducirse en las instituciones laicas y en los grupos organizados que pudieran amenazarla. Era un mecanismo de defensa.

Como Clemente solía repetir a menudo, el Vaticano era pacífico y estaba alerta.

Pero esta vez su amigo se había superado a sí mismo. Se encontraron en una sala de bingo desde cuyas cristaleras podían vigilar la entrada del edificio donde vivía la familia Martini. El local estaba lleno de jugadores, cada uno concentrado exclusivamente en su cartón.

—El padre de Alice ha cargado el coche con dos grandes maletas —Clemente señaló un Fiat Múltipla que se encontraba aparcado al otro lado de la calle—. Estaba muy agitado. Ha cogido una semana de vacaciones y ha retirado una cantidad de dinero considerable del banco.

—¿Crees que se prepara para huir?

—La verdad es que es un comportamiento sospechoso, ¿no crees?

—¿Y la pistola? ¿Cómo has conseguido saber que tiene una?

—El año pasado disparó a un hombre que intentaba embaucar a unos niños que jugaban en un parque infantil. No logró matarlo porque la policía intervino a tiempo. Se dio a la fuga, pero ninguno de los presentes en el tiroteo quiso testificar contra él y tampoco pudieron incriminarlo, porque al registrar su casa no encontraron la pistola. No hace falta que te diga que no tiene permiso de tenencia de armas, de modo que debe de haberla conseguido de manera ilegal.

Se llamaba Bruno Martini. Y Marcus recordó que su hija había desaparecido precisamente en un parque.

—Un justiciero —sacudió la cabeza—. Vaya, justo lo que nos faltaba.

—Después de lo ocurrido, su mujer lo abandonó y se llevó a su otro hijo con ella. El hombre nunca ha podido resignarse a la desaparición de Alice. Desde hace tres años lleva a cabo una investigación a título personal y a menudo se enfrenta a las fuerzas del orden. De día trabaja como conductor de autobús, y por la noche busca a su hija. Recorre los lugares frecuentados por pedófilos y los núcleos de prostitución clandestina, seguro de que conseguirá encontrarla.

—Creo que lo que más desea es encontrar una respuesta que le proporcione un poco de paz —Marcus comparó esa situación con la del matrimonio Rocca. Los padres de Filippo no se habían quedado parados ante la oscuridad, no le habían abierto las puertas para permitirle que invadiera su vida. No habían transformado el mal que habían recibido en uno que debían devolver—. Van a matar a Bruno Martini.

Clemente estaba de acuerdo con él. Astor Goyash era prácticamente intocable. Sus guardaespaldas abrirían fuego antes de que el hombre consiguiera disparar. Su idea de darse a la fuga inmediatamente después era pura ilusión.

Mientras esperaban a que Martini saliera de casa, Clemente puso a Marcus al corriente del resto de las novedades que se habían producido durante día.

—La policía ha empezado a buscar a Lara.

No podía creerlo.

—¿Desde cuándo?

—Han relacionado su desaparición con el caso de Jeremiah Smith. El mérito también es de una mujer policía de Milán que está colaborando con ellos.

Marcus comprendió que se trataba de la mujer con la que había hecho un pacto y no dijo nada. Pero la noticia lo consolaba.

—Y hay algo más: los médicos han descartado que Jeremiah Smith sufriera un infarto. Piensan en un envenenamiento y están realizando los análisis toxicológicos. Por tanto, tenías razón.

—Y también sé de qué sustancia se trata —añadió Marcus—, succinilcolina. Paraliza los músculos y el efecto puede confundirse con una crisis cardíaca. Además, no deja residuos en la sangre —dejó escapar una expresión de satisfacción—. Pienso que mi misterioso colega penitenciario se inspiró en el suicidio del cirujano Canestrari.

Clemente estaba admirado, su alumno estaba superando brillantemente todas las pruebas.

—¿Has decidido qué vas a hacer cuando esta historia termine?

Le gustaría dedicarse a los demás, estar en contacto con la gente, un poco como había visto hacer al sacerdote de Cáritas. Pero sólo dijo:

—Por ahora, evito pensar en ello.

Iba a añadir algo más cuando su amigo llamó su atención tocándole el brazo.

—Está saliendo.

Miraron por la cristalera y vieron a Bruno Martini dirigirse a su coche.

Clemente le entregó las llaves del Panda a Marcus.

—Buena suerte —le dijo.

La ciudad estaba vaciándose para la hora de la cena, y el Fiat Múltipla circulaba normalmente en el tráfico. Marcus podía seguirlo sin problema, manteniendo una distancia de seguridad para no hacerse notar.

Martini se dirigía a las afueras de Roma. Lo dedujo al leer los indicadores que confirmaban el trayecto. Pero primero hizo una parada en el cajero automático. A Marcus le pareció extraño, porque Clemente le había dicho que el hombre había sacado dinero del banco ese mismo día. Lo vio subir de nuevo al coche y seguir su camino. Unos diez minutos después volvió a detenerse, esta vez para tomar un café en un bar atestado de parroquianos que asistían a la retransmisión de un partido. No parecía que Bruno Martini tuviera ningún conocido allí, no saludó a nadie y nadie pareció reconocerlo. Después de tomarse el café, pagó y se puso de nuevo en camino. Se dirigió a una zona de tráfico limitado: un letrero luminoso indicaba la prohibición pero, sin preocuparse de la multa que le pondrían, pasó ante la videocámara, que registró su matrícula. Marcus no pudo hacer otra cosa que seguirlo. A continuación, Martini tomó la ronda que conducía a la periferia norte de Roma. Llegó al peaje de la autopista y retiró la tarjeta de entrada. Pocos minutos después, hizo una tercera parada para repostar. Marcus lo esperó en la glorieta que había después de la gasolinera y lo observó por el retrovisor mientras se abastecía tranquilamente en uno de los surtidores y pagaba con tarjeta de crédito. Volvió a ponerse en marcha, manteniendo una velocidad moderada y constante.

«¿Adónde va?», se preguntó Marcus. Empezaba a no entender lo que estaba sucediendo. Algo se le escapaba.

Tomó dirección a Florencia, pero tras recorrer una decena de kilómetros, volvió a pararse en una estación de servicio. Esta vez, Marcus decidió seguirlo al interior. Aparcó y entró en el Autogrill. Bruno Martini compró un paquete de tabaco y pidió un segundo café. Marcus fingió mirar unas revistas mientras, parapetado tras un expositor, observaba cómo se tomaba la consumición en la barra. Cuando terminó, el hombre hizo un gesto que en ese momento Marcus no supo interpretar.

Levantó la mirada hasta interceptar el objetivo de una cámara de seguridad situada encima de la caja y se quedó quieto durante unos segundos.

«Lo ha hecho para que se le vea bien», pensó Marcus.

A continuación, Martini dejó la taza y se dirigió a la escalera que bajaba a los servicios, situados en la planta inferior. Marcus lo siguió. Después de cruzar una puerta abatible y comprobar que estaban solos, llegó hasta él mientras se enjabonaba las manos. Se situó a un par de lavabos de él y abrió el grifo. El hombre lo escrutó a través del espejo, pero sin una especial curiosidad.

—¿Necesita una coartada, señor Martini?

Las palabras le llegaron inesperadamente.

—¿Habla conmigo?

—El cajero automático, el surtidor de gasolina, la estación de servicio: todos esos lugares tienen cámaras de vigilancia. Y alguno de los hinchas reunidos en el bar para el partido también se habrá fijado en usted. Ha sido muy astuto haciendo que le pongan una multa. Y la idea de pasar por la autopista: en los peajes queda grabada la hora de entrada y de salida. Va dejando rastros para que todos sus movimientos queden registrados. Pero ¿adónde va exactamente?

El hombre se le acercó con aire amenazador. En sus ojos podía verse la rabia de haber sido desenmascarado.

—¿Qué quiere de mí?

Marcus le devolvió la mirada, sin temor.

—Sólo quiero ayudarlo.

El hombre estaba a punto de golpearlo, pero se retuvo. Su carácter irascible se evidenciaba por la manera en que movía las fuertes manos, así como por la postura de los hombros: como los de un león a punto de atacar.

—¿Es de la policía?

Marcus dejó que lo creyera evitando contestar.

—Alberto Canestrari, Astor Goyash. ¿Conoce estos nombres?

Martini no reaccionó de ninguna manera, no vaciló, sólo parecía desorientado.

—¿Los conoce o no?

—¿Quién coño eres, si puede saberse?

—Sólo estás escapando, ¿no es así? No eres distinto a mí: tú también intentas ayudar a alguien. ¿A quién?

Bruno Martini retrocedió un paso, como si le hubieran golpeado en plena cara.

—No puedo.

—Debes decírmelo, en otro caso todo será inútil. Esa persona no conseguirá hacer justicia. Esta noche morirá —se acercó a él, repitiéndole—: ¿Quién es?

El hombre se apoyó en uno de los lavabos y se llevó una mano a la frente.

—Vino ayer a mi casa, me dijo que su hijo desaparecido en realidad estaba muerto y que tenía la posibilidad de encontrar al asesino.

—Camilla Rocca —Marcus no se lo esperaba.

Martini asintió.

—Lo que nos sucedió a ambas familias hace tres años nos unió. Después de su desaparición, Alice y Filippo eran como hermanos, Camilla y yo nos conocimos en una comisaría y desde entonces el dolor nos ha mantenido ligados. Ella estuvo a mi lado cuando mi mujer me abandonó. Era la única que podía comprenderme. Por eso no supe decirle que no cuando me pidió la pistola.

Marcus no podía creerlo. La familia que había sabido reaccionar, que mientras tanto había tenido otro hijo para intentar seguir adelante. Era todo una ilusión. Y podía adivinar la trama del plan de Camilla. No había dicho nada a su marido, aprovechando que estaba fuera de la ciudad. Se lo había ocultado porque, en el caso de que ocurriera algo, uno de ellos tenía que quedarse para cuidar del niño. Ahora entendía la razón por la que esa tarde el niño no estaba con ella. Seguramente lo había dejado al cuidado de alguien.

—Camilla sabía que tenías una pistola ilegalmente. Se la entregaste y ahora intentabas construirte una coartada, en caso de que las cosas no fueran bien y la policía relacionara el arma contigo, teniendo en cuenta que ya la habías usado cuando te metiste en la cabeza la idea de hacer de justiciero —Marcus sabía que lo había atrapado, ya no podía negarle la verdad—. ¿Te ha dicho Camila qué intenciones tiene?

—Hace unos días recibió una llamada. Una voz anónima le reveló que para encontrar al hombre que había ordenado matar a su hijo Filippo sólo tenía que ir a una habitación de hotel, esta noche. La persona que encargó el homicidio se llama Astor Goyash.

—¿Qué habitación, qué hotel? —preguntó Marcus en seguida.

Martini seguía mirándose los pies.

—Pensé en lo que habría hecho yo. Nada garantizaba que fuera verdad y no una broma de mal gusto. Pero la duda te hace creer cualquier cosa. Ese silencio es insoportable. Sólo quieres que pare. Nadie más puede oírlo, pero para ti es una tortura, hace que pierdas la cabeza.

—Unos disparos no harán que cese… Dime dónde está ahora Camilla Rocca, te lo ruego.

—Hotel Exedra, habitación 303.

20.00 h

La temperatura había descendido varios grados, la oscilación térmica respecto a la mañana había dejado una ligera neblina que las farolas teñían de naranja. Era como ir en busca de un incendio. Sandra esperaba ver las llamas de un momento a otro.

En la plaza del obelisco y el elefante, los fieles se entretenían hablando después de la misa. Pasó entre ellos y entró en Santa María sopra Minerva. A diferencia de la primera vez que estuvo allí, la iglesia no estaba desierta. Turistas, o simples creyentes, deambulaban por la basílica. Sandra se sintió aliviada por su presencia. Se dirigió rápidamente hacia la capilla de San Raimundo de Peñafort. Quería saber.

En cuanto estuvo ante el mísero altar, se encontró de nuevo frente al retrato del santo. A su derecha, el fresco del
Cristo juez entre dos ángeles,
asediado de cirios votivos y velas. A saber por qué plegarias estarían ardiendo o qué pecados se expiaban en aquellas llamas. Esta vez, Sandra comprendió el sentido de los símbolos que tenía a su alrededor. Era la síntesis de un lugar de justicia.

«El Tribunal de las Almas», pensó.

La sencillez de la capilla respecto a las otras que ornaban la basílica confería la justa austeridad al lugar. La iconografía describía un verdadero proceso: Cristo era el único juez, asistido por sus ángeles, mientras que san Raimundo —el penitenciario— le exponía el caso.

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