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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (45 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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—¿El señor Goyash está aquí?

—Está en el baño, si quiere voy a llamarlo.

Marcus ignoró el ofrecimiento y se dirigió a la habitación de al lado.

La chica lo siguió contrariada, olvidando cerrar la puerta.

—Eh, ¿adónde va?

Había una gran cama deshecha. En una mesilla vislumbró un espejo con rayas de cocaína y un billete enrollado. El televisor estaba encendido y en la pantalla aparecían vídeos musicales; el volumen estaba alto.

—Salga en seguida —lo conminó la chica.

Marcus le puso una mano en la boca y la miró fijamente para que entendiera que no era el momento de protestar. Ella pareció calmarse, pero estaba asustada. Marcus se acercó a la puerta del baño y se la señaló a la chica. Ella asintió: Goyash estaba allí dentro. El volumen del televisor le impedía oír lo que sucedía al otro lado.

—¿Está armado?

La chica negó con la cabeza. Marcus comprendió que la menor que tenía delante era la razón por la cual el anciano malhechor búlgaro se había librado temporalmente de su escolta. Un pequeño regalito a base de sexo y cocaína antes de la fiesta de cumpleaños.

Iba a decirle a la chica que se fuera cuando se volvió y vio a Camilla Rocca quieta en la puerta. Junto a sus pies tenía la caja de un regalo abierta. Entre sus manos, una pistola. En sus ojos, el oscuro resplandor del odio.

Instintivamente, levantó una mano, como para detenerla. La chica lanzó un grito que se perdió entre las notas ensordecedoras de una canción
rock.
Marcus la apartó de un empujón, y la niña de catorce años fue a esconderse tras la cama, aterrorizada.

Camilla respiraba profundamente para infundirse valor.

—¿Astor Goyash?

Obviamente sabía que tenía que encontrarse frente a un hombre de setenta años.

Marcus intentó mantener la calma y quiso hacerla razonar.

—Conozco tu historia, pero no resolverás nada de este modo.

La mujer advirtió la luz que se filtraba por debajo de la puerta del baño.

—¿Quién hay ahí dentro?

Levantó la pistola en aquella dirección.

Marcus era consciente de que, en cuanto se abriera, dispararía.

—Escúchame. Piensa en tu nuevo hijo. ¿Cómo se llama? —Intentaba ganar tiempo, desviar la atención hacia algo que generara en ella un titubeo, al menos que vacilara. Pero Camilla no le contestaba y no apartaba la mirada de la puerta. Volvió a intentarlo—: Piensa en tu marido. No puedes dejarlos solos tú también.

En los ojos de Camilla empezaron a aflorar las primeras lágrimas.

—Filippo era un niño muy dulce.

Marcus decidió ser duro:

—¿Qué crees que sucederá cuando hayas apretado el gatillo? ¿Cómo crees que te sentirás después? Yo te lo diré: no cambiará nada, todo continuará como ahora. No te espera ningún consuelo. Seguirá siendo difícil. ¿Y qué habrás obtenido?

—No existe otro modo de hacer justicia.

Marcus sabía que la mujer tenía razón. No había pruebas que relacionaran a Astor Goyash y a Canestrari con Filippo. La única, el hueso que encontró en la clínica, se la habían arrebatado los hombres del búlgaro.

—Nunca se hará justicia —dijo con tono firme pero comprensivo, bajo el que afloraba una vena de resignación, porque temía que no podría evitar lo peor—. La venganza no es la única opción que te queda.

Reconoció en ella la misma mirada de Raffaele Altieri antes de que disparara a su padre, después de haber sospechado siempre de él. La misma determinación de Pietro Zini cuando ajustició a Federico Noni en vez de denunciarlo. Por eso, esta vez también era todo inútil, la puerta del baño se abriría y Camilla apretaría el gatillo.

Vieron bajar la manija. La luz del interior se apagó y la puerta se abrió. La chiquilla gritó desde la cama. El objetivo apareció en el marco de la puerta. Llevaba un albornoz blanco, miró el cañón de la pistola con repentina perplejidad y sus ojos de hielo se derritieron en un instante. Pero no era un viejo de setenta años.

Era un chico de quince.

En la habitación todos se quedaron igual de confusos y desorientados. Marcus observó a Camilla, que se quedó mirando al joven.

—¿Dónde está Astor Goyash?

Él contestó con un hilo de voz, pero nadie consiguió oírlo.

—¿Dónde está Astor Goyash? —repitió Camilla con cólera, blandiendo el arma en su dirección.

El chico sólo acertó a decir:

—Soy yo.

—No, no eres tú —replicó ella, como si no quisiera creer en la evidencia.

—Entonces… tal vez mi abuelo… Arriba se celebra la fiesta de mi cumpleaños, él está allí ahora.

Camilla se dio cuenta de su error y vaciló. Marcus lo aprovechó para acercarse y poner una mano sobre la pistola, hasta que hizo que la bajara lentamente. Los ojos transidos de dolor se plegaron a la vez que el arma.

—Vámonos —le dijo—. No hay nada más que hacer aquí. No querrás matar al chico sólo porque su abuelo, por algún oscuro motivo, está implicado en la muerte de tu hijo, ¿verdad? Ni siquiera serviría como venganza, sería crueldad gratuita. Y yo sé que no eres capaz de hacerlo.

Camilla lo pensó. Estaba haciéndole caso cuando se paró de repente. Había notado algo.

Marcus siguió la dirección de su mirada y vio que observaba de nuevo al chico. Miraba hacia la abertura de su albornoz, exactamente a la altura del pecho. Se acercó y él retrocedió, hasta que quedó con la espalda pegada a la pared. Camilla apartó con dulzura los bordes de rizo, descubriendo la larga cicatriz que tenía en el esternón.

Un escalofrío recorrió a Marcus, dejándolo sin respiración durante un largo instante. «Dios mío, qué han hecho.»

Tres años antes, el nieto de Astor Goyash tenía la misma edad que Filippo Rocca. Alberto Canestrari era cirujano. Había matado por encargo para obtener un corazón.

Pero Camilla no podía conocer esa verdad, se dijo Marcus. Sin embargo, algo, un presentimiento, el instinto maternal, un sexto sentido, la había empujado a hacer ese gesto, a pesar de que la mujer no parecía comprender del todo la razón.

Posó una mano en el pecho del chico, que la dejó hacer. Se quedó escuchando el compás del latido de aquel órgano ajeno. Un sonido procedente de otro lugar, de otra vida.

Camilla y el chico se miraron. En el fondo de sus ojos, ¿aquella madre buscaba una luz que le dijera que allí estaba también su hijo? ¿O tal vez la revelación de que Filippo, de algún modo, también podía verla en ese momento?

Marcus no lo sabía, pero se dio cuenta de que la única prueba que había para relacionar al viejo Astor Goyash con la muerte del niño se encerraba en el pecho de su nieto. Habría bastado una biopsia del corazón y la comparación del ADN con la de los familiares de Filippo para incriminarlo. Pero Marcus no estaba seguro de que la justicia esta vez cumpliera la función de consuelo para aquella pobre y apenada madre. El dolor habría sido desgarrador, así que decidió mantenerse en silencio. Sólo quería llevarse a Camilla de aquella habitación, la mujer tenía otro niño en el que pensar.

Encontró el valor de interrumpir el contacto entre ella y el joven Goyash. La cogió de los hombros con la intención de conducirla a la salida.

Camilla se despidió separando dulcemente la palma de la mano del pecho del chico, como en una última caricia de adiós.

Después se encaminó hacia la puerta junto a Marcus. Recorrieron el pasillo del hotel, directos al ascensor. Inesperadamente, Camilla se volvió hacia su salvador y pareció que lo veía por primera vez.

—Yo te conozco. Tú eres cura, ¿no es cierto?

Marcus estaba perplejo y no fue capaz de contradecirla. Solamente asintió, esperando el resto.

—Él me ha hablado de ti —continuó la mujer.

Marcus entendió que se refería al misterioso penitenciario, y la dejó proseguir.

—Hace una semana me avisó por teléfono de que te encontraría aquí —Camilla agachó la cabeza y lo miró con una extraña expresión: parecía tener miedo de él—. Me pidió que te dijera que os encontraréis donde todo empezó.
Pero que esta vez tendrás que buscar al diablo.

22.07 h

Cogió el 52 en su inicio, en la piazza San Silvestro, y dejó luego el autobús a la altura de la via Paisiello. Desde allí, con el 911 llegó a la piazza Euclide. Bajó en la estación subterránea y tomó el tren que desde Viterbo llegaba hasta Roma y que en el último tramo se sumergía en el subsuelo, conectando la zona norte de la ciudad con el centro. Única parada, piazzale Flaminio. Allí enlazó con el metro y prosiguió en dirección a Anagnina. Una vez en la parada de Furio Camillo, volvió a salir a la superficie y paró un taxi.

Empleó pocos segundos en hacer cada transbordo, siguiendo un recorrido dictado por la casualidad, sólo para despistar en caso de que estuvieran siguiéndola.

Sandra no se fiaba de Shalber. El funcionario de la Interpol había demostrado cierta destreza a la hora de prever sus movimientos. Por mucho que hubiera podido escapársele a la salida de Santa María sopra Minerva, estaba segura de que se había quedado agazapado en los alrededores, intentando volver a seguirle los pasos. Pero las precauciones que había tomado debían ser suficientes para que perdiera su rastro. Porque todavía tenía algo que hacer esa noche, antes de regresar al hotel.

Visitar a un nuevo conocido.

El taxi la dejó delante de la entrada principal del gran centro sanitario. Sandra recorrió a pie el último tramo, siguiendo las indicaciones de los letreros. Hasta que llegó al edificio que albergaba la Unidad Operativa Compleja.

Aunque, entre los trabajadores del Gemelli, se conocía como
la frontera.

Cruzó una primera puerta corredera y se encontró en una sala de espera con cuatro filas de sillas de plástico, una pegada a la otra, azules, como las paredes que las circundaban. Los radiadores eran del mismo color, así como las batas de los médicos y los enfermeros, e incluso el expendedor de agua potable. El efecto era una incomprensible monotonía cromática.

La segunda puerta tenía el acceso restringido. Para llegar al corazón de la instalación, cuidados intensivos, era necesario disponer del correspondiente distintivo que accionaba electrónicamente la cerradura. Además, había un policía de guardia. Una presencia formal para recordar que un sujeto peligroso, aunque ahora imposibilitado para hacer daño a nadie, estaba ingresado en la unidad. Sandra mostró su placa al agente, y una enfermera le indicó el procedimiento preliminar para la visita. Hizo que se pusiera cubre— zapatos, bata estéril y cofia para el pelo. Después accionó el resorte de la puerta para que pudiera entrar.

El largo pasillo que se encontró delante le recordaba un acuario. Como el que había visitado un par de veces con David en Génova. A ella le encantaban los peces, se dejaba hipnotizar por su movimiento, podía mirarlos durante horas. Ahora tenía ante sí una sucesión de peceras, que en realidad eran los cristales divisorios de las salas de reanimación. Las luces estaban bajas y dominaba un silencio extraño. Sin embargo, si uno lo escuchaba con atención, descubría que estaba formado de sonidos. Bajos y débiles como respiraciones, rítmicos y constantes como un latido profundo.

Parecía que el lugar estuviera durmiendo.

Avanzó por el suelo de linóleo, pasando junto a la zona reservada donde se encontraban dos enfermeras sentadas en la penumbra ante un panel de control: en sus rostros se reflejaba el resplandor de los monitores que reportaban los parámetros vitales de los pacientes ingresados en la unidad. A su espalda, un joven médico estaba escribiendo sentado a una mesa de acero inoxidable.

Dos enfermeras y un médico: era el personal necesario para ocuparse de la unidad por la noche. Sandra se presentó, pidió indicaciones y ellos se las dieron.

Al pasar por delante de los acuarios de los hombres-pez, los observó inmóviles en las camas, mientras nadaban en ese mar de silencio.

Se dirigió a la última cristalera. Mientras se acercaba, notó que alguien la miraba desde el otro lado. Era una chica menuda que llevaba una bata blanca, podían ser de la misma edad. Se puso a su lado. En la habitación había seis camas. Pero sólo una estaba ocupada. Por Jeremiah Smith. Estaba intubado y su pecho se movía arriba y abajo, siempre con la misma cadencia. Aparentaba más de los cincuenta años que tenía.

En ese momento la chica se volvió a mirarla. Al ver su rostro, Sandra tuvo una sensación de
déjá vu.
Un instante después se acordó de dónde la había visto, y el recuerdo le provocó un escalofrío. A la cabecera de ese monstruo estaba el fantasma de una de sus víctimas.

—Teresa —dijo.

Ella sonrió.

—Soy Mónica, su hermana gemela.

La chica que tenía enfrente no sólo era la hermana de una de las pobres inocentes asesinadas por Jeremiah, también era la doctora que le había salvado la vida al acudir con la ambulancia después de que el hombre se sintiera mal.

—Me llamo Sandra Vega, soy de la policía —le tendió la mano para presentarse.

La chica se la estrechó.

—¿Es la primera vez que vienes aquí?

—¿Por qué se nota?

—Por la manera en que lo estabas mirando.

Sandra volvió a observar a Jeremiah Smith.

—¿Por qué, cómo lo miraba?

—No lo sé. Pero diría que del mismo modo en que se observa a un pez rojo dentro de un acuario.

Sandra sacudió la cabeza, divertida.

—¿He dicho algo inconveniente?

—No, nada. No te preocupes.

—Yo, en cambio, vengo todas las tardes. Antes de empezar la guardia de la noche o cuando termino la de día. Me quedo aquí durante quince minutos y después me voy. No sé por qué lo hago. Lo hago sin más.

Sandra admiraba el coraje de Mónica.

—¿Por qué lo salvaste?

—¿Y por qué todo el mundo me pregunta lo mismo? —La chica, sin embargo, no estaba molesta—. La pregunta correcta sería: ¿por qué no lo dejé morir? Son dos cosas distintas, ¿no crees?

Sí, no lo había pensado.

—Si ahora me preguntaras si me gustaría matarlo, te contestaría que lo haría si no temiera las consecuencias. Pero ¿qué sentido tenía dejarlo morir sin intervenir? Como si fuera una persona normal que llega al final de su vida y se apaga de manera natural. Él no es como los demás. Él no se lo merece. Mi hermana no tuvo esa posibilidad.

Sandra tenía que reflexionar. Ella buscaba al asesino de David y seguía repitiéndose que era para saber la verdad, para dar sentido a la muerte de su marido. Para hacer justicia. Si se hubiera encontrado en el lugar de Mónica, ¿cómo se habría comportado?

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