El último Catón (31 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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—¿Tocarlos…? —aquello me parecía una irreverencia mayúscula y, desde otro ángulo, una asquerosidad—. ¿Tocar las reliquias con las manos?

—¡Yo lo haré! —vociferó Glauser-Röist. Se dirigió hacia la primera calavera que tenía una marca de hollín y la levantó por los aires, sacudiéndola con poco respeto—. ¡Hay algo dentro! ¡Tiene algo!

Farag y yo saltamos como empujados por un resorte. El capitán estudiaba el cráneo cuidadosamente.

—Está sellado. Tiene todos los orificios sellados: el agujero del cuello, las fosas nasales y las cuencas de los ojos. ¡Es un recipiente!

—Vamos a vaciarlo en alguna parte —dijo Farag, mirando a nuestro alrededor.

—En el altar —propuse—. Es cóncavo como un plato.

Resultó que Valerio y Ovinio contenían azufre (inconfundible por su olor y color); Marcela y Octaviano, una goma resinosa de color negro que identificamos como pez; Volusia y Marcial, dos pegotes de manteca fresca; Miniato y Odenata, un polvo blanquinoso que le quemó ligeramente la mano al capitán, por lo que dedujimos que se trataba de cal viva, con la que había que llevar mucho cuidado; Varrón y Mauricio, una espesa y brillante grasa negra que, por su intenso olor, era, sin duda, petróleo en bruto, sin refinar, o sea, nafta; y, por último, Vero y Olimpia contenían un polvillo muy fino de color ocre que no logramos identificar. Pusimos todas aquellas sustancias en montoncitos separados y el altar se convirtió en una mesa de laboratorio.

—Creo que no me equivoco —anunció Farag con el gesto reconcentrado de quien ha llegado a una conclusión preocupante tras mucho pensar—, si les digo que estamos frente a los elementos del Fuego Griego.

—¡Dios mío! —me llevé la mano a la boca, horrorizada.

El Fuego Griego había sido el arma más letal y peligrosa de los ejércitos bizantinos. Gracias a ella consiguieron mantener a raya a los musulmanes desde el siglo
VII
hasta el
XV
. Durante centenares de años la fórmula del Fuego Griego fue el secreto mejor guardado de la historia, e incluso hoy no podíamos estar totalmente seguros de conocer la naturaleza de su composición. Una leyenda refería que, en el año 673, hallándose Constantinopla asediada por los árabes y a punto de claudicar, un hombre misterioso llamado Calínico apareció cierto día en la ciudad ofreciendo al apurado emperador Constantino IV el arma más poderosa del mundo: el Fuego Griego, que tenía la particularidad de incendiarse en contacto con el agua y de arder poderosamente sin que nada pudiera apagarlo. Los bizantinos arrojaron la mezcla preparada por Calínico a través de tubos instalados en sus barcos y destruyeron totalmente la flota árabe. Los musulmanes supervivientes huyeron espantados ante aquellas llamas que ardían incluso debajo del agua.

—¿Está seguro, profesor? ¿No podría ser cualquier otra cosa?

—¿Otra cosa, Kaspar? No. De ninguna manera. Estos son todos los elementos que los estudios más recientes dan como ingredientes del Fuego Griego: nafta, o petróleo en bruto, que tiene la peculiaridad de flotar sobre el agua; óxido de calcio, o cal viva, que prende en contacto con el agua; azufre, que, al quemarse, emite vapores tóxicos; pez, o resina, para activar la combustión y grasa para aglutinar los elementos. El polvo de color ocre que no hemos podido identificar es, sin duda, nitrato potásico, es decir, salitre, que, al entrar en combustión, desprende oxigeno y permite que el fuego siga ardiendo bajo el agua. Leí un artículo sobre este tema no hace mucho, en la revista
Byzantine Studies
.

—¿Y para qué nos puede servir el Fuego Griego a nosotros? —pregunté, recordando que también yo había leído el mismo artículo en la misma revista.

—En esta mesa sólo falta un elemento —anuncio Farag, mirándome—. Podríamos mezclar todo esto y no pasaría absolutamente anda. A ver si adivinas qué ingrediente prendería la mixtura.

—El agua, por supuesto.

—¿Y dónde hay agua en este lugar?

—¿Te refieres al agua del ramal? —me sobresalté.

—¡Exacto! Si preparamos el Fuego Griego y lo echamos al agua, esta se incendiará con una potencia increíble. Es muy probable que las compuertas se abran por efecto del calor.

—Si no es mucha molestia —le interrumpió la Roca, con cara de preocupación—, antes de llevar a cabo una acción tan peligrosa me gustaría saber por qué debería el calor abrir las compuertas.

—Ottavia, corrígeme si me equivoco: ¿eran o no eran los bizantinos aficionados a la mecánica, a los juguetes articulados y a las máquinas automáticas?

—Cierto. Los más aficionados de la historia. Hubo un emperador que hacía desfilar delante de los embajadores de otros países un par de leones mecánicos que caminaban solos emitiendo rugidos. Otros tenían dispositivos en sus tronos mediante los cuales desencadenaban rayos y truenos a su alrededor provocando el espanto de los cortesanos. Por supuesto, era célebre, aunque hoy casi se ha olvidado, el fantástico Árbol de Oro del jardín real, con sus pájaros cantores mecánicos. Había sacerdotes, por ejemplo, y hablo de sacerdotes cristianos, que hacían «milagros» durante la Santa Misa, como abrir y cerrar las puertas del templo a voluntad y cosas así. Por toda Constantinopla había fuentes dispensadoras de agua que funcionaban con monedas. En fin, sería interminable… Hay un libro muy bueno que habla de esto.


Bizancio y los juguetes
, de Donald Davis.

—Ese mismo. Creo que tenemos aficiones y lecturas muy parecidas, profesor Boswell —exclamé con una amplia sonrisa.

—Cierto, doctora Salina —me replicó, sonriendo también.

—Vale, vale… Son ustedes almas gemelas, de acuerdo. Pero ¿les importaría ir al grano, por favor? Hemos de salir de aquí.

—Ottavia se lo ha dicho, Kaspar: había sacerdotes que abrían y cerraban las puertas de los templos a voluntad. Los fieles creían que aquello era un milagro, pero en realidad era un truco muy simple. La cosa estaba en que…

—… al encender un fuego —le quité la palabra de la boca a Farag porque yo conocía muy bien el tema; la mecánica bizantina siempre me había interesado muchísimo—, el calor dilataba el aire de un recipiente que también contenía agua. El aire dilatado, empujaba el agua y la hacía salir por un sifón que iba a dar a otro recipiente suspendido de unas cuerdas. Este segundo recipiente comenzaba a descender por el peso del agua y las cuerdas que lo sujetaban hacían girar unos cilindros que movían los ejes de las puertas. ¿Qué le parece, eh?

—¡Me parece una bobada! —replicó el capitán—. ¿Vamos a preparar una bomba incendiaria sólo por si se abren las compuertas? ¡Ustedes están locos!

—Bueno, presente otra alternativa si puede —le desafié con voz gélida.

—Pero ¿no lo entienden? —repitió desolado—. El riesgo es enorme.

—¿Acaso no era yo, capitán, precisamente por ser mujer, la única de este grupo que tenía miedo a la muerte?

Masculló unas cuantas abominaciones y le vi tragarse la rabia. Aquel hombre estaba perdiendo, poco a poco, el control de sus emociones. Del flemático y frío capitán de la Guardia Suiza, al visceral y expresivo ser humano que ahora tenía delante, mediaba una inmensidad.

—¡Está bien! ¡Adelante! ¡Háganlo de una vez! ¡Deprisa!

Farag y yo no esperábamos otras palabras. Mientras la Roca Agrietada nos iluminaba con la linterna, utilizamos las antorchas apagadas como palas para remover y amalgamar todos aquellos elementos. Noté cierta irritación en los ojos, en la nariz y en la garganta por culpa del polvillo de cal viva, pero tan ligera que no me alarmé. Al poco, una masa grisácea y viscosa, muy parecida a la masa del pan antes de hornear, se adhería a la madera de nuestras rudimentarias espátulas.

—¿Deberíamos partirla en varios pedazos o echamos todo esto en un bloque al canal? —preguntó Farag, indeciso.

—Quizá deberíamos partirla. Así abarcaríamos más superficie. No sabemos cómo funciona exactamente el mecanismo de las compuertas.

—Pues, adelante. Sujeta firmemente tu palo como si fuera una cuchara y vamos.

Aquella masa pesaba poco, pero entre los dos era mucho más fácil de transportar. Salimos de la capilla y avanzamos hacia las compuertas. Una vez allí, dejamos nuestro proyectil en el suelo —cuidando que estuviera bien seco— y lo partimos en tres pedazos idénticos. La Roca cogió uno de ellos con otra tea apagada y, una vez listos, lanzamos al centro del riachuelo aquellos proyectiles pringosos y repugnantes. Probablemente, éramos de las pocas personas que, en los últimos cinco o seis siglos, tenían la oportunidad de ver en acción el famoso Fuego Griego de los bizantinos, y algo así, desde luego, no dejaba de ser apasionante.

Unas furiosas llamaradas se elevaron hacia la bóveda de piedra en cuestión de décimas de segundo. El agua empezó a arder con un poder de combustión tan extraordinario que un huracán de aire caliente nos empujó contra el muro como un puñetazo. En medio de aquella luminosidad cegadora, de aquel horrible rugido del fuego y del denso humo negro que se estaba formando sobre nuestras cabezas, los tres mirábamos obsesionados las compuertas por ver si se abrían, pero no se movían ni un milímetro.

—¡Se lo advertí, doctora! —gritó la Roca a pleno pulmón para hacerse oír—. ¡Le advertí que era una locura!

—¡El mecanismo se pondrá en marcha! —le respondí. Iba a decirle también que sólo había que esperar un poco, cuando un acceso de tos me dejó sin aire en los pulmones. El humo negro estaba ya a la altura de nuestras caras.

—¡Abajo! —gritó Farag, dejando caer todo su peso sobre mi hombro para derribarme. El aire todavía estaba limpio a ras de suelo, de modo que respiré afanosamente, como si acabara de sacar la cabeza de debajo del agua.

Entonces oímos un crujido, un chasquido que se fue haciendo más y más fuerte hasta superar el bramido del fuego. Eran los ejes de las compuertas, que giraban, y la fricción de la piedra contra la piedra. Nos pusimos rápidamente en pie y, de un salto, descendimos hasta el borde seco del cauce, por el que corrimos en dirección a la estrecha abertura a través de la cual empezaba a colarse el agua hacia el otro lado. El fuego, que flotaba sobre el líquido, se acercaba a nosotros peligrosamente. Creo que no he corrido más rápido en toda mi vida. Medio cegada por el humo y las lágrimas, sin aire para respirar y suplicándole a Dios que volviera ligeras mis piernas para cruzar aquel umbral lo antes posible, llegué al otro lado al borde de un ataque al corazón.

—¡No se detengan! —gritó el capitán—. ¡Sigan corriendo!

El fuego y el humo también cruzaron las compuertas, pero nosotros, por lo que nos iba en ello, éramos mucho más rápidos. Al cabo de tres o cuatro minutos, nos habíamos alejado lo suficiente del peligro y fuimos disminuyendo la velocidad hasta detenernos por completo. Resoplando y con los brazos en jarras como los atletas cuando culminan una carrera, nos volvimos a contemplar el largo camino que habíamos dejado atrás. Un lejano resplandor se adivinaba al fondo.

—¡Miren, hay luz al final del túnel! —exclamó Glauser-Röist.

—Ya lo sabemos, capitán. La estamos viendo.

—¡Esa no, doctora, por el amor de Dios! ¡La del otro lado!

Giré sobre mis pies como una peonza mecánica y vi, efectivamente, la claridad que anunciaba el capitán.

—¡Oh, Señor! —dejé escapar, de nuevo al borde de las lágrimas, aunque estas de auténtica emoción—. ¡La salida, por fin! ¡Vamos, por favor, vamos!

Caminamos apresuradamente, alternando los pasos con las carreras. No podía creer que el sol y las calles de Roma estuvieran al otro lado de aquella bocamina. La sola idea de poder volver a casa ponía cohetes en mis zapatos. ¡La libertad estaba allí delante! ¡Allí mismo, a menos de veinte metros!

Y esto fue lo último que pensé, porque un golpe seco en la cabeza me dejó inconsciente en un abrir y cerrar de ojos.

Percibí luces dentro de mi propia cabeza antes de volver completamente a la vida. Pero, además, aquellas luces se acompañaban de intensas punzadas dolorosas. Cada vez que una de ellas se encendía, yo notaba crepitar los huesos de mi cráneo, como si un tractor lo estuviera aplastando.

Lentamente, aquella desagradable sensación fue aminorando para dejarme percibir otra de similar encanto: una quemazón como de fuego al rojo vivo tiraba de mi desde mi antebrazo derecho para devolverme a la cruda realidad. Con gran esfuerzo, y acompañando el movimiento con algunos gemidos, me llevé la mano izquierda al lugar del intenso escozor pero, nada más tocar la lana del jersey, sentí un dolor tan violento que aparté la mano con un grito y abrí los ojos de par en par.

—¿Ottavia…?

La voz de Farag sonaba muy lejana, como si estuviera a una gran distancia de mí.

—¿Ottavia? ¿Estás… estás bien?

—¡Oh, Dios mío, no lo sé! ¿Y tú?

—Me… me duele… bastante la cabeza.

Divisé su figura a varios metros, tirada como un pelele sobre el suelo. Un poco más allá, el capitán seguía inconsciente. A gatas, como un cuadrúpedo, me acerqué hasta el profesor intentando mantener la cabeza erguida.

—Déjame ver, Farag.

Hizo el intento de girarse para enseñarme la parte de la cabeza donde había recibido el golpe, pero entonces gimió bruscamente y se llevó la mano al antebrazo derecho.

—¡Dioses! —aulló. Me quedé unos instantes en suspenso ante aquella exclamación pagana. Iba a tener que hablar muy en serio con Farag. Y pronto.

Le pasé la mano por el pelo de la nuca y, a pesar de sus gemidos y de que se apartaba de mí, noté un considerable chichón.

—Nos han golpeado con saña —susurré, sentándome a su lado.

—Y nos han marcado con la primera cruz, ¿no es cierto?

—Me temo que sí.

Él sonrió mientras me cogía la mano y la apretaba.

—¡Eres valiente como una
Augusta Basíleia
!

—¿Las emperatrices bizantinas eran valientes?

—¡Oh, sí! ¡Mucho!

—No había oído yo nada de eso… —murmuré, soltándole la mano y tratando de levantarme para ir a ver cómo estaba el capitán.

Glauser-Röist había recibido un golpe mucho más fuerte que nosotros. Los staurofílakes debían haber pensando que para derribar a aquel inmenso suizo había que atizarle con ganas. Una mancha de sangre seca se distinguía perfectamente en su cabeza rubia.

—Ojalá cambiaran de método en las próximas ocasiones… —murmuró Farag, incorporándose—. Si van a golpearnos seis veces más, acabarán con nosotros.

—Creo que con el capitán ya han terminado.

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