—Estoy de acuerdo —me adherí, entusiasta—. Vamos, capitán. Es hora de parar.
—Bajen ustedes —dijo la Roca—. Yo tengo cosas que hacer.
—¿Por ejemplo? —pregunté, recuperando mi chaqueta del sillón.
—Podría decirle que es asunto mío —me contestó, con tono desagradable—, pero quiero investigar sobre esos atenienses y su recaudador.
Mientras descendíamos hacia el comedor por la escalera, no pude evitar recordar todo lo que mi hermano me había contado sobre el capitán Glauser-Röist. Estuve a punto de comentárselo a Farag, pero pensé que no debía hacerlo, que ese tipo de información no debía circular o, al menos, no a través de mí. Para ciertas cosas, prefería ser una estación término que una de tránsito.
Cuando salí de mis pensamientos, sentados ya a la mesa, los ojos azul turquesa del profesor me contemplaban de tal forma que no pude sostenerle la mirada. Durante toda la cena los estuve esquivando como si quemaran, aunque intenté que mi conversación y mi voz fueran completamente normales. Debo reconocer, sin embargo, que, pese a luchar con todas mis fuerzas, aquella noche le encontré… muy guapo. Sí, ya lo he dicho. Muy atractivo. No sé cómo le caía el pelo sobre la frente, ni cómo gesticulaba, ni cómo sonreía, pero el caso es que tenía algo… ¡Vaya, que estaba guapísimo! Mientras deshacíamos el camino y volvíamos al despacho donde nos esperaba el simpático Glauser-Röist —Farag llevaba un plato para él con algo de cena—, sentí que las piernas me flaqueaban y deseé huir, volver a casa, salir corriendo y no volver a verle nunca más. Cerré los ojos en un intento desesperado por refugiarme en Dios, pero no pude.
—¿Estás bien,
Basíleia
?
—¡Quiero terminar de una vez con esta odiosa aventura y volver a Roma! —exclamé con toda mi alma.
—¡Caramba! —su voz sonaba triste—. ¡Esa respuesta era lo último que me esperaba!
Cuando entramos en el despacho, Glauser-Röist tecleaba velozmente instrucciones al ordenador.
—¿Cómo ha ido, Kaspar?
—Algo tengo… —masculló sin dejar de mirar la pantalla—. Vean esas hojas. Les va a encantar.
Cogí el puñado de papeles que descansaba en la bandeja de salida de la impresora y empecé a leer los títulos: «El túmulo de Maratón», «La ruta original del Maratón», «La carrera de Fidípides», «La ciudad de Pikermi» y, para mi sorpresa, dos páginas en griego, «
Tímbos Maratános
» y «
Maratonas
».
—¿Qué significa todo esto? —pregunté, alarmada.
—Significa que va a tener que correr el maratón en Grecia, doctora.
—¿Cuarenta y dos kilómetros corriendo? —el tono de mi voz no podía sonar más agudo.
—En realidad, no —dijo la Roca, frunciendo la frente y apretando los labios—. Sólo treinta y nueve. He descubierto que la carrera que se corre hoy día no se corresponde con la que corrió Fidípides en el año 490 antes de nuestra era para anunciar a los atenienses la victoria sobre los persas en las llanuras de Maratón. Según explica el Comité Olímpico Internacional en una de sus páginas web, el trayecto moderno de cuarenta y dos kilómetros se estableció en 1908, en los Juegos Olímpicos de Londres, y es la distancia que existe entre el castillo de Windsor y el estadio de White City, al oeste de la ciudad, donde se celebraron los Juegos. Entre el pueblo de Maratón y la ciudad de Atenas, sólo hay treinta y nueve kilómetros.
—No quisiera ser desagradable —empezó a decir Farag, recuperando el marcado acento árabe que casi había perdido durante las últimas semanas—, pero creo que el tal Fidípides murió nada más dar la buena noticia.
—Sí, pero no por la carrera, profesor, sino por las heridas de la batalla. Al parecer, Fidípides ya había recorrido varias veces los ciento sesenta y seis kilómetros que separan Atenas de Esparta para llevar mensajes de una ciudad a otra.
—Bueno, pero, a ver… ¿Qué tiene que ver todo esto con los ciento noventa y dos atenienses?
—En Maratón existen dos tumbas gigantes, o túmulos —explicó la Roca mientras consultaba las nuevas páginas que salían de la impresora—. Esos túmulos, al parecer, contienen los cadáveres de los que murieron en la famosa batalla: seis mil cuatrocientos persas por un lado, y ciento noventa y dos atenienses por otro. Esas son, además, las cifras que menciona Heródoto. Según eso, debemos partir, al anochecer, desde el túmulo de los atenienses y llegar, antes del amanecer, a la ciudad de Atenas. Lo que sigo sin tener claro es el destino en Atenas: el recaudador.
—O sea, que la resolución de la prueba de Jerusalén es la pista de la prueba de Atenas.
—En efecto, doctora. Por eso Dante funde los dos círculos en mitad del Canto XVII.
—¿Y no van a marcarnos con la cruz?
—No se preocupe por eso. Ya lo harán.
—¡O sea, que nos vamos corriendo a Grecia! —rió Farag.
—En cuanto resolvamos lo del recaudador.
—Me lo temía —rezongué, tomando asiento y leyendo los papeles que aún conservaba en las manos. Conociendo al capitán, no iba a poder despedirme de mi hermano.
—¿Ha probado a buscar la palabra «recaudador» en griego, Kaspar?
—No. El teclado del ordenador no me deja. Tendría que bajar alguna actualización del navegador que me permitiera escribir las búsquedas en otros alfabetos.
Se afanó a la tarea durante un rato, mientras mordisqueaba la cena que le habíamos subido. Farag y yo, entretanto, leímos las páginas impresas sobre la carrera de Maratón. Yo, que jamás hacía el menor ejercicio físico, que llevaba la vida más sedentaria del mundo y que nunca me había sentido atraída por ningún tipo de deporte, estudiaba ahora con atención los detalles de la histórica carrera que muy pronto iba a tener que afrontar. ¡Pero si no sabía correr!, me repetía, angustiada. ¡Estúpidos staurofílakes! ¿Cómo pretendían que hiciera treinta y nueve kilómetros en una noche? ¡Y a oscuras! ¿Es que creían que cualquiera podía ser Abebe Bikila
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? Lo más probable es que muriera abandonada en alguna colina solitaria, a la fría luz de la luna, con la única compañía de animales peligrosos. ¿Y todo eso para qué? ¿Para conseguir otra bonita escarificación en mi cuerpo?
Por fin, el capitán anunció que estaba listo para introducir texto griego en los buscadores de Internet que lo admitieran, de modo que me desplacé hasta el ordenador y ocupé su puesto. Era difícil porque las letras latinas que pulsaba no se correspondían exactamente con las letras griegas virtuales que se dibujaban en la pantalla, pero, en poco tiempo, empecé a dominar los trucos y pude manejarme con bastante soltura. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, porque, en cuanto tecleaba καπνικαρειας
(kapnicareías)
, el capitán me quitaba del sillón y volvía a tomar las riendas del ordenador; pero, como seguía necesitándome para saber qué decían las páginas que aparecían en el monitor, acabó pareciendo que estábamos jugando al juego de las sillas.
Como el griego clásico y el bizantino presentan diferencias importantes con respecto al griego moderno, había muchas palabras, o construcciones enteras, que yo no comprendía, así que pedí ayuda a Farag y, entre los dos, intentamos traducir, aproximadamente, lo que salía en pantalla. Por fin, cerca ya de la medianoche, un buscador griego llamado
Hellas
, nos proporcionó una pista que resultó fundamental: una breve nota a pie de página (virtual) nos indicaba que no había encontrado más referencias que las que nos mostraba pero que, por similitud, tenía doce páginas más que también podíamos consultar si queríamos. Naturalmente, aceptamos. Una de reseñas afines era la página de una preciosa iglesita bizantina, situada en el corazón de Atenas, llamada Kapnikaréa. La página explicaba que la iglesia Kapnikaréa era conocida como la iglesia de la Princesa porque se atribuía su fundación a la emperatriz Irene, que reinó en Bizancio entre los años 797 y 802 de nuestra era. Sin embargo, el verdadero fundador había sido un rico recaudador de impuestos sobre bienes inmuebles que había decidido darle el nombre de su lucrativa profesión:
Kapnikaréas
, recaudador.
Origen y destino estaban ya en nuestro poder; sólo nos faltaba viajar a Grecia, a la hermosa ciudad de Atenas, cuna del pensamiento humano. Pero eso lo hicimos al día siguiente, después de que Glauser-Röist se pasara toda la noche colgado al teléfono dando instrucciones, pidiendo información y organizando los próximos días de nuestra vida con la ayuda del Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia. Abandonábamos definitivamente el territorio que aún podía considerarse latino y católico para entrar de lleno en el mundo cristiano oriental. Si todo discurría como era de esperar, después de Atenas, la ciudad en la que superaríamos a la carrera el pecado de la pereza, visitaríamos la avara Constantinopla, la glotona Alejandría y la lujuriosa Antioquía.
El vuelo desde Tel-Aviv hasta el aeropuerto Hellinikon de Atenas en el pequeño Westwind de Alitalia duró apenas tres horas, durante las cuales trabajamos tenazmente preparando el cuarto círculo, la cuarta cornisa purgatorial que se encontraba ya a sólo medio camino de la cumbre.
Dante Alighieri, eximido por el tercer ángel de una nueva «P», camina libre del peso del pecado de la ira y se siente mucho más ligero y con ganas de hacer un montón de preguntas a su guía. Como en el círculo anterior, el contenido concreto referente a la prueba era mínimo, destinándose la mitad del Canto XVII y el Canto XVIII completo a dilucidar graves cuestiones relativas al amor. Virgilio le explica a Dante que los tres grandes círculos por los que ya han pasado —soberbia, envidia e ira— son lugares donde se purgan los pecados en los cuales se desea el mal del prójimo, pues los tres están relacionados con la alegría que produce la humillación y el dolor de los demás. Por el contrario, en los tres círculos que aún quedan sobre ellos, en las tres pequeñas cornisas superiores —avaricia, gula y lujuria—, se purgan los pecados en los que sólo se hace daño uno mismo.
Mi dulce padre, dime, ¿y qué pecado
se purga en este círculo? Si quedos
están los pies, no lo estén las palabras.
Y él me dijo: «El amor del bien escaso
de sus deberes, aquí se repara;
aquí se arregla el remo perezoso».
Tras esto, y mientras vagan por la cornisa, vuelven a enzarzarse en otra larga discusión sobre la naturaleza del amor y sus efectos positivos y negativos sobre los hombres y, sólo transcurridos cuarenta y cinco tercetos, después de que Virgilio zanje el argumento hablando del libre albedrío del ser humano, aparece la turba de penitentes perezosos:
y yo, que la razón abierta y llana
tenía ya después de mis preguntas,
divagaba cual hombre adormilado;
mas fue esta soñolencia interrumpida
súbitamente por gentes que a espaldas
nuestras, hacia nosotros caminaban.
[…]
Enseguida llegaron, pues corriendo
aquella magna turba se movía,
y dos gritaban llorando delante:
«Corrió María apresurada al monte;
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y para sojuzgar Lérida, César
voló a Marsella y luego corrió a España.»
«Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda
por poco amor —gritaban los demás—;
que el anhelo de obrar bien torne la gracia.»
Como siempre, el maestro Virgilio pregunta a las almas dónde se encuentra la abertura que da paso a la siguiente cornisa, y una de ellas que, con las demás, pasa corriendo por delante sin detenerse, les anima a que las sigan, pues, siguiéndolas, hallarán el pasaje. Pero los poetas se quedan donde están, contemplando asombrados cómo los espíritus que en vida fueron perezosos, se pierden ahora en la distancia veloces como el viento. Dante, agotado por la caminata de todo el día, se queda profundamente dormido pensando en lo que ha visto y, con este sueño que sirve de transición entre Cantos y círculos, termina la cuarta cornisa del
Purgatorio
.
En el aeropuerto Hellinikon, al que llegamos cerca de las doce del mediodía, nos esperaba el coche oficial de Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, que nos condujo hasta la puerta del hotel en el que íbamos a alojarnos, el Grande Bretagne, en la mismísima Plateía Syntágmatos, junto al Parlamento griego. El viaje desde el aeropuerto fue largo y la entrada en la ciudad sorprendente. Atenas era como un viejo pueblo de grandes dimensiones que no deseaba desvelar su condición de capital histórica y europea hasta que no se descubría lo más profundo de su corazón. Sólo entonces, con el Partenón saludando al viajero desde lo alto de la Acrópolis, se caía en la cuenta de que aquella era la ciudad de la diosa Atenea, la ciudad de Pericles, Sócrates, Platón y Fidias; la ciudad amada por el emperador romano Adriano y por el poeta inglés lord Byron. Hasta el aire parecía distinto, cargado de aromas inimaginables —aromas de historia, belleza y cultura—, que tornaban invisible lo que de ajado y mustio pudiera tener Atenas.
Un portero con librea de color verde y gorra de plato nos abrió amablemente las puertas del vehículo y se ocupó de nuestros equipajes. El hotel era antiguo y espectacular, con una enorme recepción de mármoles de colores y lámparas de plata. Fuimos recibidos por el director en persona que, como si fuéramos grandes jefes de Estado, nos acompañó deferentemente hasta una sala de reuniones en la primera planta en cuya puerta nos esperaba un nutrido grupo de altos prelados ortodoxos de largas barbas e impresionantes medalleros sobre el pecho. En el interior, cómodamente sentado en un rincón, nos estaba esperando Su Beatitud Christodoulos.
Me sorprendió el buen aspecto y lozanía del Arzobispo, que no tendría más allá de sesenta años y, además, muy bien llevados. Su barba era todavía bastante oscura y su mirada simpática y afable. Se puso en pie en cuanto nos vio y se acercó a nosotros con una amplia sonrisa:
—¡Estoy encantado de recibirles en Grecia! —nos espetó a modo de saludo en un correctísimo italiano—. Deseo que conozcan nuestro profundo agradecimiento por lo que están ustedes haciendo por las Iglesias cristianas.
El Arzobispo Christodoulos, saltándose el protocolo, nos presentó él mismo al resto de los popes presentes, entre los que se encontraba buena parte del Sínodo de la Iglesia de Grecia (fui consciente de mi ignorancia para diferenciar, por las vestiduras y las medallas, los diferentes rangos ortodoxos): Su Eminencia el metropolita de Stagoi y Meteora, Serapheim (tampoco era costumbre, al parecer, mencionar el apellido cuando se ocupaba un alto puesto religioso); el metropolita de Kaisariani, Vyron e Ymittos, Daniel; el metropolita de Mesogaia y Lavreotiki, Agathonikos; Sus Eminencias los metropolitas de Megara y Salamis, de Chalkis, de Thessaliotis y Fanariofarsala, de Mitilene, Eressos y Plomarion, de… En fin, una larga lista de venerables metropolitas, archimandritas y obispos de nombres majestuosos. Si la reunión que mantuvimos en Jerusalén el día de nuestra llegada me había parecido una exageración producto de la curiosidad de los Patriarcas, la de aquella sala en el Grande Bretagne aún me parecía más desmedida. Sin pretenderlo, nos habíamos convertido en héroes.