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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (49 page)

BOOK: El último Catón
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—Lo que tengo que…

El pulsómetro volvió a dispararse, pero, esta vez, él mismo lo apagó.

—No puedo decírtelo porque hay tantos impedimentos, tantos obstáculos… —yo contuve la respiración—. Ayúdame, Ottavia.

No me salía la voz. Intenté detenerle, pero me ahogaba. Ahora fue mi odioso pulsómetro el que empezó a sonar. Aquello parecía una sinfonía de pitidos. Lo paré con un esfuerzo sobrehumano y Farag sonrió.

—Sabes lo que intento decirte, ¿verdad?

Mis labios se negaban a abrirse. Lo único que fui capaz de hacer fue desabrochar el pulsómetro de mi muñeca y quitármelo. De no haberlo hecho, se hubiera estado disparando continuamente. Farag, sin dejar de sonreír, me imitó.

—Has tenido una buena idea —dijo—. Yo… Verás,
Basíleia
, esto es muy difícil para mí. En mis anteriores relaciones nunca tuve que… Las cosas funcionaban de otra manera. Pero, contigo… ¡Dios, qué complicado! ¿Por qué no puede ser más sencillo? ¡Tú sabes lo que trato de decirte,
Basíleia
! ¡Ayúdame!

—No puedo ayudarte, Farag —repuse con una voz de ultratumba que incluso a mí me sorprendió.

—Ya, ya…

No volvió a decir nada más, ni yo tampoco. El silencio cayó sobre nosotros y así seguimos hasta que llegamos a Holargos, un pequeño pueblecito que, por sus altos y modernos edificios, anunciaba la cercanía de Atenas. Creo que nunca he vivido momentos tan amargos y difíciles. La presencia de Dios me impedía aceptar aquella especie de declaración que había intentado hacer Farag, pero mis sentimientos, increíblemente fuertes hacia aquel hombre tan maravilloso, me desgarraban por dentro. Lo peor no era reconocer que le amaba; lo peor era que él también me quería. ¡Hubiera sido tan fácil de haber podido! Pero yo no era libre.

Una exclamación me sobresaltó.

—¡Ottavia! ¡Son las cinco y cuarto de la mañana!

Por un momento no comprendí lo que me estaba diciendo. ¿Las cinco y cuarto? Pues bueno, ¿y qué? Pero, de repente, la luz se hizo en mi cerebro. ¡Las cinco y cuarto! ¡No podríamos llegar a Atenas antes de las seis! ¡Estábamos, por lo menos, a cuatro kilómetros!

—¡Dios mío! —grité—. ¿Qué vamos a hacer?

—¡Correr!

Me cogió de la mano y tiró de mí como un loco, iniciando una carrera salvaje que se detuvo por la fuerza a los pocos metros.

—¡No puedo, Farag! —gemí, dejándome caer sobre la carretera—. Estoy demasiado cansada.

—¡Escúchame, Ottavia! ¡Ponte de pie y corre!

El tono de su voz era autoritario, en absoluto compasivo o cariñoso.

—Me duele mucho la pierna derecha. Debo haberme lastimado algún músculo. No puedo seguirte, Farag. Vete. Corre tú. Yo iré después.

Se agachó hasta ponerse a mi altura y, cogiéndome bruscamente por los hombros, me zarandeó y me clavó la mirada.

—Si no te pones en pie ahora mismo y echas a correr hacia Atenas, voy a decirte lo que antes no te pude decir. Y, si lo hago —se inclinó suavemente hacia mí, de manera que sus labios quedaban a escasos milímetros de mi boca—, te lo diré de tal manera que no podrás volver a sentirte monja durante el resto de tu vida. Elige. Si llegas a Atenas conmigo, no insistiré nunca más.

Sentí unas ganas horribles de llorar, de esconder la cabeza contra su pecho y borrar esas cosas espantosas que acababa de decirme. Él sabía que yo le amaba y, por eso, me daba a elegir entre su amor o mi vocación. Si yo corría, le perdería para siempre; si me quedaba allí, tirada en el asfalto de la carretera, él me besaría y me haría olvidar que había entregado mi vida a Dios. Sentí la angustia más profunda, la pena más negra. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que elegir, por no haber conocido nunca a Farag Boswell. Tomé aire hasta que mis pulmones estuvieron a punto de estallar, solté mis hombros de sus manos con un ligero balanceo y, haciendo un esfuerzo sobrehumano —sólo yo sé lo que me costó, y no era ni por el cansancio físico ni por las llagas de los pies—, me incorporé, arreglé mis ropas con gesto decidido y me volví a mirarle. El seguía en la misma posición, agachado, pero ahora su mirada era infinitamente triste.

—¿Vamos? —le dije.

Me observó durante unos segundos, sin moverse, sin cambiar el gesto de la cara, y, luego, se irguió, trazó una sonrisa falsa en la boca y empezó a caminar.

—Vamos.

No recuerdo mucho de los pueblos que atravesamos, aparte de sus nombres (Halandri y Papagou), pero sé que corría mirando el reloj continuamente, intentando no sentir ni el dolor de mis piernas ni el de mi corazón. En algún momento, el frío del amanecer heló las lágrimas que resbalaban por mi cara. Entramos en Atenas, por la calle Kifissias, diez minutos antes de las seis de la mañana. Por mucho que corriéramos para llegar hasta Kapnikaréa, en el centro de la ciudad, sería imposible cumplir la prueba. Pero eso no nos detuvo, ni eso ni el punzante dolor que yo empecé a sentir en un costado y que me cortaba la respiración. Sudaba copiosamente y tenía la sensación de que iba a desmayarme de un momento a otro. Parecía, además, que tuviera cuchillas clavadas en los pies, pero seguí corriendo porque, si no lo hacía, tendría que enfrentarme con algo que no me sentía capaz de asumir. En realidad, más que correr, huía, huía de Farag y estoy segura de que él lo sabía. Se mantenía junto a mí a pesar de que hubiera podido adelantarme y, quizá, concluir con éxito la prueba de la pereza. Pero no me abandonó y yo, fiel a mi costumbre de sentirme culpable por todo, también me sentí responsable de su fracaso. Aquella hermosa noche, seguramente inolvidable, estaba terminando como una pesadilla.

No sé cuántos kilómetros tendría la gran avenida de Vassilis Sofias, pero a mí me pareció eterna. Los coches circulaban por ella mientras nosotros corríamos a la desesperada sorteando postes, farolas, papeleras, árboles, anuncios publicitarios y bancos de hierro. La hermosa capital del mundo antiguo despertaba a un nuevo día que para nosotros sólo significaba el principio del fin. Vassilis Sofias no se acababa nunca y mi reloj marcaba ya las seis de la mañana. Era demasiado tarde, pero, por mucho que mirara a derecha e izquierda, el sol no se veía por ninguna parte; continuaba siendo tan de noche como una hora antes. ¿Qué estaba pasando?

La línea azul que durante toda la noche había guiado nuestros pasos, se perdió por Vassilis Konstantinou, la travesía que, partiendo de Sofias, llevaba directamente al Estadio Olímpico. Nosotros, sin embargo, continuamos por la avenida, que terminaba en la mismísima Plateia Syntágmatos, la enorme explanada del Parlamento griego, en la misma esquina de nuestro hotel, por cuya puerta pasamos, sin detenernos, como una exhalación. Kapnikaréa se encontraba en medio de la vía Ermou, una de las arterias que nacían en el otro extremo de la plaza. En aquel momento, eran ya las seis y tres minutos.

Los pulmones y el corazón me estallaban, el dolor del costado me estaba matando. Sólo me animaba para seguir la fiel oscuridad nocturna del cielo, esa cubierta negra que no se iluminaba con ningún rayo solar. Mientras continuara de ese modo, habría esperanza. Pero nada más entrar en la peatonal calle Ermou, los músculos de mi pierna derecha decidieron que ya estaba bien de tanto correr y que había que parar. Una punzada aguda me detuvo en seco y llevé mi mano hasta el punto del dolor al tiempo que emitía un gemido. Farag se volvió, raudo como una centella y, sin mediar palabra alguna, comprendió lo que me estaba pasando. Regresó hasta donde yo me encontraba, me pasó el brazo izquierdo por debajo de los hombros y me ayudó a incorporarme. A continuación, con la respiración entrecortada, reanudamos la carrera en esta extraña posición en la cual yo avanzaba un paso con mi pierna sana y descargaba todo mi peso sobre él en el siguiente. Oscilábamos como barcos en una tormenta, pero no nos deteníamos. El reloj indicaba que eran ya las seis y cinco, pero sólo nos quedaban unos trescientos metros para llegar, porque al fondo de Ermou, como una extraña aparición incomprensible, una pequeña iglesia bizantina, medio hundida en la tierra, emergía en el centro de una reducida glorieta.

Doscientos metros… Podía oír la respiración afanosa de Farag. Mi pierna sana empezó también a resentirse de este último y supremo esfuerzo. Ciento cincuenta metros. Las seis y siete minutos. Cada vez avanzábamos más despacio. Estábamos agotados. Ciento veinticinco metros. Con un brusco impulso, Farag me alzó de nuevo y me sujetó más fuerte, cogiéndome la mano que pasaba por detrás de su cuello. Cien metros. Las seis y ocho.

—Ottavia, tienes que aguantar el dolor —farfulló sin aire; las gotas de sudor le caían a mares por la cara y el cuello—. Camina, por favor.

Kapnikaréa nos ofrecía a la vista los muros de piedra de su lado izquierdo. ¡Estábamos tan cerca! Podía ver las pequeñas cupulitas cubiertas de tejas rojas y coronadas por pequeñas cruces. Y yo sin poder respirar, sin poder correr. ¡Aquello era una tortura!

—¡Ottavia, el sol! —gritó Farag.

Ni siquiera lo busqué con la mirada, me bastó con el suave tinte azul oscuro del cielo. Aquellas tres palabras fueron el acicate que necesitaba para sacar fuerzas de donde no las tenía. Un escalofrío me recorrió entera y, al mismo tiempo, sentí tanta rabia contra el sol por fallarme de esa forma que tomé aire y me lancé contra la iglesia. Supongo que hay momentos en la vida en que la obcecación, la tozudez o el orgullo toman el control de nuestros actos y nos obligan a lanzarnos desbocados hacia la consecución de ese único objetivo que ensombrece todo lo que no sea él mismo. Imagino que el origen de esa respuesta desmandada tiene mucho que ver con el instinto de supervivencia, porque actuamos como si nos fuera la vida en ello.

Naturalmente que sentía dolor y que mi cuerpo seguía siendo un guiñapo, pero en mi cerebro se coló la idea fija de que el sol estaba saliendo y ya no pude actuar con cordura. Muy por encima de los impedimentos físicos estaba la obligación de cruzar el umbral de Kapnikaréa.

Así pues, eché a correr como no había corrido en toda la noche y Farag se puso a mi lado justo cuando, tras bajar unos escalones que nos dejaron a la altura de la iglesia, llegamos ante el precioso pórtico que protegía la puerta. Sobre ella, un impresionante mosaico bizantino de la Virgen con el Niño lanzaba destellos a la pobre luz de las farolas; sobre nuestras cabezas, un cielo de brillantes teselas doradas enmarcaba un Crismón constantineano.

—¿Llamamos? —pregunté con voz débil, poniéndome las manos en la cintura y doblándome por la mitad para poder respirar.

—¿A ti qué te parece? —exclamó Farag y, acto seguido, escuché el primero de los siete golpes que propinó furiosamente contra la recia madera. Con el último de ellos, los goznes chirriaron suavemente y la puerta se abrió.

Un joven pope ortodoxo, poseedor de una larga y poblada barba negra, apareció frente a nosotros. Con el ceño fruncido y un gesto adusto, nos dijo algo en griego moderno que no comprendimos. Ante nuestras caras desconcertadas, repitió su frase en inglés:

—La iglesia no abre hasta las ocho.

—Lo sabemos, padre, pero necesitamos entrar. Debemos purificar nuestras almas inclinándonos ante Dios como humildes suplicantes.

Miré a Farag con admiración. ¿Cómo se le habría ocurrido utilizar las palabras de la plegaria de Jerusalén? El joven pope nos examinó de los pies a la cabeza y nuestro lastimoso aspecto pareció conmoverle.

—Siendo así, pasen. Kapnikaréa es toda suya.

No me dejé engañar: aquel muchachito vestido con sotana era un staurofílax. Si hubiera puesto la mano en el fuego, con toda seguridad no me habría quemado. Farag me leyó el pensamiento.

—Por cierto, padre… —pregunté, limpiándome el sudor de la cara con la manga del chándal—. ¿Ha visto por aquí a un amigo nuestro, un corredor como nosotros, muy alto y de pelo rubio?

El cura pareció meditar. Si no hubiera sabido que era un staurofílax, a lo mejor le hubiera creído, pero, pese a ser un buen actor, no consiguió embaucarme.

—No —respondió después de pensarlo mucho—. No recuerdo a nadie de esas características. Pero, pasen, por favor. No se queden en la calle.

Desde ese instante, estábamos a su merced.

La iglesia era preciosa, una de esas maravillas que el tiempo y la civilización respetan porque no pueden acabar con su belleza sin morir también un poco. Cientos, miles de delgados cirios amarillos ardían en su interior, permitiendo vislumbrar, al fondo, a la derecha, un bello iconostasio que refulgía como el oro.

—Les dejo rezar —dijo, mientras, distraídamente, volvía a condenar la puerta pasando los cerrojos; estábamos prisioneros—. No duden en llamarme si necesitan algo.

Pero ¿qué hubiéramos podido necesitar? Apenas terminó de pronunciar esas amables palabras, un fuerte golpe en la cabeza, propinado por la espalda, me hizo tambalearme y caer desplomada al suelo. No recuerdo nada más. Sólo siento no haber podido ver mejor Kapnikaréa.

Abrí los ojos bajo el glacial resplandor de varios tubos blancos de neón e intenté mover la cabeza porque intuí que había alguien a mi lado, pero el intenso dolor que sentía me lo impidió. Una voz amable de mujer me dijo algunas palabras incomprensibles y volví a perder el conocimiento. Algún tiempo después desperté de nuevo. Varias personas vestidas de blanco se inclinaban sobre mi cama y me examinaban meticulosamente, levantándome los flácidos párpados, tomándome el pulso y movilizándome con suavidad el cuello. Entre brumas, me di cuenta de que un tubo muy fino salía de mi brazo y llegaba hasta una bolsa de plástico llena de un líquido transparente que colgaba de un palo metálico. Pero volví a dormirme y el tiempo siguió pasando. Por fin, al cabo de varias horas, recuperé la conciencia con un sentido más auténtico de la realidad. Debían haberme administrado un montón de drogas porque me encontraba bien, sin dolor, aunque un poco mareada y con el estómago revuelto.

Sentados en unas sillas de plástico verde pegadas a la pared, dos hombres extraños me observaban patibulariamente. Al verme parpadear se pusieron en pie y se acercaron hasta la cabecera de la cama.

—¿Hermana Salina? —preguntó uno de ellos en italiano y, al fijar la vista en él, descubrí que vestía sotana y alzacuellos—. Soy el padre Cardini, Ferruccio Cardini, de la embajada vaticana, y mi acompañante es Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, secretario del Sínodo Permanente de la Iglesia de Grecia. ¿Cómo se encuentra?

—Como si me hubieran golpeado con un mazo en la cabeza, padre. ¿Y mis compañeros, el profesor Boswell y el capitán Glauser-Röist?

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