—¡Pero ahora están rezando! —protestó Doria—. Se enojarán con nosotros. Mejor volvemos mañana.
Glauser-Röist me miro.
—No. La doctora tiene razón. Examinemos este lugar. Si lo hacemos discretamente, no molestaremos a nadie.
—Alguien debería vigilar al portero mientras lo hacemos —propuso Farag—. No nos quita los ojos de encima.
—Será el staurofílax que vigila la prueba —ironicé.
La estúpida de Doria se volvió hacia él rauda como una flecha.
—¿En serio? —exclamó casi en un grito—. ¡Un staurofílax!
—¡Doria, por favor! —la increpé—. ¡Esto no es un juego! ¡Deja de mirarle!
El portero, un anciano de barba rala y con la cabeza cubierta por un gorrito blanco que parecía una cáscara de huevo, frunció el ceño sin dejar de observarnos desde la puerta.
—Vaya usted, Doria —dispuso la Roca—. Hable con él, devuélvale los velos y distráigale todo lo que pueda.
Con una sonrisa malvada en los labios le entregué a Doria mi
türban
y me quedé con Farag y el capitán. ¡Cuántas veces habíamos jugado juntas de pequeñas, pensé viéndola marchar, y, por suerte, qué vidas tan distintas habíamos terminando teniendo!
—Dividámonos —dijo Glauser-Röist en cuanto Doria estuvo lo bastante lejos—. Que cada uno examine un tercio del patio. Usted, doctora, no se acerque a la fuente de las abluciones. Podría provocar una revolución. Nosotros nos encargaremos.
De modo que me dejaron sola y se fueron directamente hacia el
sabial
, la fuente con forma de kiosco de prensa. La sección que me tocó en el reparto, en el extremo izquierdo del limitado espacio libre, no presentaba el menor interés. El suelo era de piedra, los árboles eran de tronco estilizado, y los muros que separaban el recinto de la calle no tenían nada llamativo. Merodeando perezosamente por debajo del pórtico, me entretuve observando a Doria, que estaba enzarzada en una tonta discusión con el portero de la mezquita. El anciano la miraba como si fuera idiota —que lo era— o la encarnación de diablo —que también lo era—, y parecía más que dispuesto a echarla de allí con cajas destempladas. A saber qué majadería le estaría diciendo al pobre hombre para que este pareciera tan alterado.
Sin embargo, no tuve tiempo de averiguarlo, pues la mano de Farag me sujetó por el brazo y me obligó a girarme hacia él, que, con una sonrisa encantadora en los labios, me hizo señas con los ojos para que mirara en dirección al capitán.
—Lo hemos localizado —susurró sin dejar de sonreír—. Hay que darse prisa.
Dando un tranquilo paseo, nos dirigimos hacia el lado del
sabial
en el que se hallaba Glauser-Röist.
—¿Qué habéis encontrado? —pregunté, sonriendo a mi vez, mientras nos acercábamos.
—Un Crismón constantineano.
—¿En una fuente musulmana para las abluciones? —me pasmé—. Eso es imposible.
Antes de las cinco oraciones diarias que prescribe el Corán, los musulmanes deben realizar un complejo ritual de abluciones que consiste en lavarse la cara, las orejas, el pelo, las manos, los brazos hasta el codo, los tobillos y los pies. A tal efecto, en todas las mezquitas del mundo existe una fuente en la entrada por la que deben pasar los fieles antes de entrar en el
haram
, o sala de oración.
—Está perfectamente disimulado —me explicó Farag—. Es como un rompecabezas cuyas piezas hubieran sido desordenadas y colocadas en el fondo de la fuente.
—¿El fondo de la fuente?
—Hay doce grifos y el agua cae a un desaguadero de piedra cuyo fondo son las piezas de nuestro Crismón. Eso quiere decir que la clave está en el
sabial
. El capitán sigue investigando. Tenemos que darnos mucha prisa porque Doria no va a poder entretener eternamente al portero, así que observa con rapidez y aléjate cuanto antes.
Seguí punto por punto las indicaciones de Farag, cruzando una mirada de inteligencia con el capitán en cuanto estuve lo bastante cerca. Tenían razón en sus apreciaciones. El centro de la fuente era un cilindro de piedra del que salían doce grifos de cobre bajo los cuales había un desaguadero de poco menos de un metro de ancho, rodeado por un pequeño pretil. Allí, al fondo, casi ocultos por el agua sucia que había quedado estancada después de las recientes y masivas abluciones, podían verse los sillares de piedra con los relieves desgastados en los que se adivinaba perfectamente —una vez que se sabía lo que había que buscar— las partes inconexas de un Crismón constantineano. Muy bien, me dije frunciendo los labios, ¿dónde estaba el truco? ¿Qué había que hacer ahora? A pesar de que estaba advertida del peligro que suponía mi presencia junto al
sabial
, no me di cuenta de que, con un gesto inconsciente, acababa de abrir uno de los grifos y, aunque no provoqué ningún cataclismo cósmico, ese gesto me dio una idea que, desde luego, no dudé en poner en práctica: quitándome los zapatos ante los ojos horrorizados de Farag y del capitán, me metí en el canal del desaguadero para comprobar si lo que había que hacer era pisar las piedras. Obviamente, no sirvió para nada, pero, como el fondo estaba muy resbaladizo, al dar un paso atrás para salir patiné y choqué de costado contra el grifo que tenía delante. Lo curioso fue que el grifo se dobló hacia arriba sin romperse, dejando al descubierto un muelle que delataba que habíamos dado con algo. Farag y el capitán, viendo el resorte, decidieron imitarme y se metieron, con zapatos y todo, en el canalón, propinando empellones a todos los grifos como si se hubieran vuelto locos. Por extraño que parezca, desde que yo entré en el agua hasta que los doce grifos estuvieron levantados y el suelo se abrió bajo nuestros pies, no pudo pasar más de medio minuto como máximo, y, sin embargo, sólo puedo recordar la escena como vivida a cámara lenta.
Las doce piedras del fondo de la fuente cedieron bajo nuestro peso igual que una dentadura que recibe un puñetazo, dejándonos caer al vacío y volviendo a colocarse en su sitio mientras, al hundirnos, veíamos como se alejaba la luz y desaparecía. En otro momento de mi vida (como cuando caímos desde la cripta de Santa María in Cosmedín hasta la Cloaca Máxima) habría chillado como una loca y braceado en el aire intentando agarrarme a lo que fuera, pero a estas alturas, en el quinto círculo del purgatorio, ya sabía que cualquier cosa era posible y ni siquiera me asusté. Cuando entré de golpe y con gran estruendo en un fondo de agua que me acogió blandamente, lo único que me sobresaltó fue lo helada que estaba. Retuve el aire en los pulmones y, cuando cesó la inmersión, sacudí los pies para impulsarme hacia arriba y sacar la cabeza. Aquel sitio, además de oler fatal, estaba oscuro como la boca de un lobo. Oí chapoteos cerca de mí.
—¿Farag…? ¿Capitán…?
El eco me devolvió mi voz multiplicada.
—¡Ottavia! —gritó Boswell a mi derecha—. ¡Ottavia! ¿Dónde estás?
Un nuevo chapoteo y alguien escupió agua por la boca cerca de mí.
—¿Capitán?
—¡Maldita sea! ¡Malditos sean todos los staurofílakes del demonio! —bramó Glauser-Röist con voz potente—. ¡Me he mojado la ropa!
No pude evitar soltar una carcajada mientras batía las piernas para mantenerme a flote.
—¡Esta sí que es buena! —exclamé—. ¿Y qué vamos a hacer ahora, capitán? ¡Tiene usted la ropa mojada! ¡Qué catástrofe!
—¡Terrible, terrible! —resopló Farag.
—¡Pueden reírse todo lo que quieran, pero estoy harto de esos tipos!
—Ah, pues yo no —señalé.
En ese momento, la Roca encendió la linterna.
—¿Dónde estamos? —preguntó Farag nada más hacerse la luz y descubrir que nos hallábamos en un tanque de piedra lleno de un liquido turbio. Lo bueno de vivir aventuras como ésta y de sumergirte, cabeza y todo, en una solución usada para lavar cientos de pies sudorosos, es que los problemas de la vida real, esos que duelen de verdad, se acallan y desaparecen. Lo inmediato absorbe todos los recursos físicos y psíquicos y, en este caso, lo inmediato era no vomitar o sentir picores por todo el cuerpo, sin olvidar las infecciones que tanta suciedad podía provocarme en las heridas de los pies —las que me había dejado el maratón de Atenas—, y en las numerosas escarificaciones de mi cuerpo.
—Es una especie de mar de los sargazos, aunque aquí, en lugar de algas, hay hongos.
¡Cómo había cambiado yo, Dios mio! Farag se rió.
—¡Doctora, por favor! ¡Deje de decir asquerosidades! —tronó la Roca—. ¡Busquemos la forma de salir, rápido!
—Pues enfoque las paredes con la linterna, a ver sí vemos algo.
Los muros de piedra de aquella cisterna estaban llenos de grandes manchas de musgo negro separadas por gruesas líneas de suciedad que señalaban las diferentes alturas que había alcanzado el agua durante los últimos quinientos o mil años. Pero, aparte de la humedad y la capa de vegetación, allí no se veía nada que pudiera ayudarnos a escalar las paredes. Por otra parte, la distancia que mediaba hasta el desaguadero del
sabial
era tan enorme que hubiera sido imposible llegar hasta allá arriba sin caer de nuevo varias veces en aquel perfumado estanque. Si existía alguna salida, concluimos, estaba debajo de nosotros.
—Más que purgar la avaricia —murmuró Farag—, parece que purguemos el orgullo con este baño de humildad.
—Aún no hemos terminado, profesor —silabeó la Roca.
—Sólo tenemos una linterna —dije yo, que ya empezaba a notar el cansancio en las piernas—, de modo que, si tenemos que sumergirnos, deberíamos hacerlo juntos.
—Se equivoca, doctora, tenemos tres linternas. Ahora mismo le doy la suya.
Buscó en su húmeda mochila hasta que la extrajo con grandes dificultades y, luego, le entregó otra a Farag. Con tanta luz, aquel lugar dejó de ser siniestro y asqueroso para quedarse solamente en asqueroso. Preferí no pensar demasiado porque noté una pequeña arcada y no estaba por la labor de añadir más suciedad al agua.
—¿Listos? —preguntó la Roca y, sin más preámbulo, tomó aire, hinchó los carrillos y se hundió en la sopa.
—Vamos, Ottavia —me animó Farag, mirándome con ojos sonrientes, los mismos con los que había estado observando estúpidamente a Doria durante todo el día. Si estaba intentando reducir distancias, había topado con la persona más terca de la tierra. Sin responderle ni darme por enterada de sus palabras, llené mis pulmones con el aire infecto de la cisterna y me sumergí en pos del capitán. El agua era tan cenagosa que la linterna de Glauser-Röist apenas era un punto visible de luz algunos metros más abajo. Farag venía detrás de mí, iluminando los muros del tanque, pero allí no se veían más que largas ramas de musgo blanco que se balanceaban con la agitación que provocaba nuestro paso.
Naturalmente, fui la primera en quedarme sin aire, así que tuve que ascender rápidamente hasta la superficie. A costa de respirar dando grandes bocanadas como un pez, acabé por no notar el olor del tanque. Cada cierto tiempo, uno de nosotros giraba sobre sí mismo y comenzaba la ascensión pero, en las sucesivas inmersiones, el descenso era mucho más rápido porque ya nadábamos por zonas conocidas. Aunque el agua estaba cada vez más helada, era maravillosa la sensación de deslizarse suavemente, cabeza abajo, en medio de un silencio total. En un momento dado, Farag chocó accidentalmente conmigo y noté sus piernas pegadas a las mías durante unos segundos. El gesto de su cara era de divertida disculpa cuando nos iluminó con su linterna, pero yo me mantuve seria y me alejé de él, no sin conservar, contra mi voluntad, la sensación de aquel frugal contacto que había hecho que el agua ya no me pareciera tan fría.
Por fin, aproximadamente a unos quince metros de profundidad, al borde de la extenuación y con una presión terrible en los oídos, descubrimos la enorme boca redonda de un canal de conducción. Ascendimos para descansar unos minutos y tomar aire y, cuando estuvimos listos, buceamos rápidamente hacia la boca y entramos por ella. Por un segundo, el pensamiento de que aquel conducto podía no terminar antes de quedarme sin aire, me angustió. Además, yo nadaba entre el capitán, que iba delante, y Farag, que me seguía, de modo que estaba atrapada. Oré pidiendo ayuda y me concentré en rezar el Padrenuestro para evitar que los nervios me hicieran consumir el poco oxígeno que me quedaba. Pero, cuando ya creía que de verdad había llegado mi hora e imaginaba a Farag destrozado por mi muerte, el conducto se acabó y, sobre nuestras cabezas, a lo lejos, divisé una superficie líquida y transparente que dejaba pasar el reflejo de la luz. Con el corazón a punto de estallar, me lancé hacia arriba controlando el espasmo instintivo de respirar que mi cuerpo se obstinaba en llevar a cabo. Por fin, como una baliza que salta en el aire, saqué más de medio cuerpo del agua y boquee.
Jadeaba como una locomotora y me costaba recuperar el control de mi cuerpo agarrotado por el frío, pero, por fin, empecé a ser consciente del lugar al que habíamos llegado. Por la ley de los vasos comunicantes, a la fuerza debíamos encontrarnos a la misma altura que en la cisterna, sin embargo el paisaje era completamente distinto: una amplia explanada que se deslizaba hasta el agua como una playa de piedra, ocupaba la mitad de aquella descomunal gruta iluminada por decenas de antorchas hincadas en las paredes. Pero, sin duda, lo más extraordinario era el gigantesco Crismón cincelado en la roca y orlado de teas que podía divisarse al fondo.
—¡Dios mio! —escuché decir a Farag, profundamente impresionado.
—Parece una catedral dedicada al dios Monograma —comentó el capitán.
—No cabe duda de que nos estaban esperando —susurró—. Miren las antorchas.
El silencio del lugar, roto solamente por los lejanos chasquidos del fuego, volvía más abrumadora, si cabe, la sensación de encontrarnos en un recinto sagrado. Empezamos a bracear muy despacio hacia la orilla. Fue muy agradable sentir otra vez el suelo bajo los pies y salir del agua caminando, aunque fuera descalza. Estaba tan helada que el aire de la gruta me pareció cálido y, mientras intentaba escurrirme el agua de la falda (no había encontrado otro día mejor para ponérmela), eché una ojeada distraída al lugar. El corazón se me paró cuando descubrí, de pronto, que estaba siendo minuciosamente observada por Farag, a poca distancia de mí. Sus ojos tenían un brillo muy especial, distinto, como si su mirada desprendiera fuego. Me puse tensa y le di la espalda, pero su imagen se quedó grabada en mis retinas.
—¡Fíjense! —exclamó la Roca señalando con el dedo—. ¡La entrada de una cueva debajo del Crismón! ¡Adelante, doctora!