—¡Pero bueno…! ¿Por qué siempre tengo que abrir yo la marcha? —protesté no sin cierta aprensión.
—Es usted una mujer valiente —añadió con una sonrisa, para darme ánimos.
—No lo veo claro, capitán.
Pero obedecí y emprendí el camino porque sabía que, más allá de aquella entrada, nos esperaba la auténtica prueba de los staurofílakes. Caminando con precaución —iba sin zapatos—, me puse a darle vueltas a cómo habría resuelto Dante Alighieri lo de la cisterna. Un hombre tan serio y tan severo como él, tan circunspecto, debía haberse enfadado muchísimo después de la décima inmersión en aquel agua repugnante. ¿Alguien había imaginado alguna vez a Dante nadando? Una actividad así no parecía casar en absoluto con su imagen y, sin embargo, no cabía ninguna duda de que lo había hecho.
El trecho de caverna que tuvimos que franquear no era muy grande, unos doscientos o trescientos metros a lo sumo, pero los recorrí con los cinco sentidos alerta porque no convenía fiarse de quienes encienden decenas de antorchas y se marchan sin despedirse. De sobra había aprendido con los guardianes de las pruebas anteriores que ninguno era persona de confianza.
Por fin advertimos una luz al final del túnel. Cuando llegamos hasta allí, vimos un enorme espacio circular, una especie de circo romano, cubierto por una cúpula de piedra que se elevaba muy arriba por encima de nuestras cabezas. En el centro exacto de aquel recinto, un solitario sarcófago de pórfido —rojo como la sangre y capaz de albergar a una familia entera— descansaba sobre cuatro hermosos leones blancos de tamaño natural que, pese a su temible apariencia, parecían estar pidiéndonos a gritos que nos acercáramos hasta ellos para examinar su carga.
—¡Vaya sitio! —farfulló Farag, y sus palabras fueron coronadas por un ruido ensordecedor que nos hizo girar de golpe, espantados, ciento ochenta grados. Una verja de hierro había caído desde lo alto y había clausurado la cueva.
—¡Pues sí que estamos bien! —exclamé, indignada—. ¡Con esta gente no hay manera!
—Deje de protestar, doctora, y concéntrese en lo que tenemos que hacer.
Sin darme cuenta, miré a Farag, buscando su complicidad y, de repente, el velo con el que había ocultado mis sentimientos se levantó y un caudal de emociones me sacudió como una descarga eléctrica. El profesor Boswell tenía el pelo pegado a la cara, la barba húmeda y sus ojos estaban hundidos y cercados por un halo negro que me preocupo. A pesar de todo, le encontré muy guapo y le sentí tan mío como si le hubiera amado durante toda mi vida, como si siempre hubiera estado a su lado, cogida de su mano, pegada a su cuerpo, fundida con él. Una conmoción inexplicable me sacudió entera. ¿Por qué ciertas imágenes mentales tienen el poder de hacer temblar la tierra? Jamás había experimentado nada parecido y lo que más me sorprendía eran los cambios constantes de temperatura que, según los pensamientos, experimentaba mi cuerpo. Aquello no podía seguir así, me dije, y, preocupada, me cuestioné si no habría llegado al extremo de confundir ambición con vocación, si no habría estado llamando entrega y amor a lo que sólo era un trabajo y una forma de vida. En el fondo, casi sería lo mejor, porque sólo esa equivocación podría justificar ante mi conciencia lo que sentía por aquel hombre guapo e inteligente y, de igual modo, disculpar un hipotético abandono de la vida religiosa… ¡Pero, bueno! ¿En qué estaba pensando? ¿Es que no le había visto tontear todo el día con Doria Sciarra…? Le eché una última mirada despectiva y me volví de espaldas justo cuando él empezaba a sonreírme, así que o bien pensó que me había vuelto loca o que todo había sido un espejismo. Sintiendo un dolor agudo en el corazón, abrasándome a fuego lento, caminé hacia el sarcófago seguida por la Roca. Como si no tuviera bastante con mi familia y con lo que estábamos pasando, yo, encima, me buscaba más problemas. ¿Es que no podría concederme nunca un poco de paz?
En torno al círculo de mármol que formaba el suelo de aquella sala, y a esa misma altura, se distribuían doce extrañas cavidades con forma de bóveda de cañón. Si no hubiéramos estado en manos de una secta cristiana como los staurofílakes, habría jurado que se trataba de unos siniestros
bothroi
, aberturas en la pared por las que se vertían las libaciones para los muertos y en las que se degollaban las víctimas para los dioses infernales. No eran excesivamente grandes, más bien parecían madrigueras de pequeñas alimañas, perfectamente distribuidas y dispuestas, y tenían, sobre el arco, unos extraños grabados a los que, en un primer momento, no presté demasiada atención. Entre ellas, colgadas de antorcheros de hierro, resplandecían las teas.
Los impresionantes leones que soportaban el gigantesco sarcófago estaban cincelados en mármol blanco. Según me acercaba al féretro, mi asombro iba en aumento, pues no sólo tenía sus lados admirablemente labrados con increíbles escenas en altorrelieve, sino que todos sus adornos e incrustaciones eran de oro puro, incluso las dos argollas, gruesas como mi puño, que, en teoría al menos, deberían servir para mover aquel mazacote. También las garras de los leones, sus ojos y sus dientes eran de dicho metal precioso, e igualmente las molduras de la cubierta y los motivos en forma de hojas de laurel que enmarcaban las tallas del pórfido. Se trataba, sin duda, de un sarcófago digno de un rey y, cuando estuve lo bastante cerca —la cubierta, o lauda, quedaba por encima de mi cabeza—, confirmé mis sospechas al examinar la escena representada en uno de sus lados: dividido en dos niveles, en el inferior se veía una muchedumbre que elevaba suplicante las manos hacia una destacada figura central que vestía los ropajes imperiales bizantinos. Esta figura repartía puñados de monedas y estaba flanqueada por importantes dignatarios de la corte y funcionarios de alto nivel.
Di un rodeo para situarme a los pies del féretro y vi, esculpido, un medallón con la misma figura imperial, a caballo, escoltada por otras dos figuras mucho más pequeñas que portaban coronas, palmas y escudos. Incrédula, observé que la cabeza de aquel emperador aparecía rodeada por el nimbo de los santos y que los escudos llevaban tallado en su interior el Monograma de Constantino. Sin poderme creer la absurda idea que estaba empezando a brotar en mi cerebro, continué con el rodeo para colocarme frente al otro gran lateral. La escena allí descrita era la de un Cristo Pantocrátor sentado en su trono ante el cual el mencionado monarca hacía
proskinesis
, es decir, llevaba a cabo el acto tradicional de homenaje a los emperadores bizantinos que consistía en arrodillarse y tocar el suelo con la frente extendiendo las manos en ademán de súplica. De nuevo la figura tenía la cabeza nimbada y los rasgos de su cara eran los mismos que en las dos escenas anteriores, así que estaba claro que todas representaban al mismo emperador y que los restos de ese emperador estaban contenidos en aquella cápsula de piedra.
—¡Caramba, esto es increíble! —dijo en ese momento la voz de Farag a mi espalda y, luego, soltó un largo silbido de admiración—. Ottavia, ¿a que no sabes quién es este viejo Hércules alado con cara de mal genio?
—¿Qué dices, Farag? —repuse, molesta, volviéndome hacia él. Sobre la boca de uno de los
bothroi
, el Hércules del que hablaba Farag se empeñaba en lanzar soplidos por la boca mientras sujetaba a una joven doncella entre los brazos.
—¡Es Bóreas! ¿No lo reconoces? La personificación del frío viento del norte. Mira cómo sopla a través de la caracola y cómo la nieve cubre sus cabellos.
—¿Por qué estás tan seguro? —le increpé acercándome, pero obtuve la respuesta al leer la cartela que había debajo de la figura: «Βορεας»—. Vale, no me lo digas, ya lo sé.
—Y aquel de allí enfrente es Noto, seguro —dijo mientras se apresuraba a comprobarlo—. En efecto, Noto, el viento cálido y lluvioso del sur.
—O sea, que cada una de esas doce cavidades semicirculares tiene un viento en la parte superior —comentó la Roca sin moverse del sitio.
En efecto, allí estaban los doce hijos del temible Eolo, adorados en la Antigüedad como dioses por ser la manifestación más poderosa de la Naturaleza. Para los griegos, y no sólo para ellos, los vientos eran las divinidades que mudaban las estaciones favoreciendo la vida, las que formaban las nubes y provocaban las tempestades, las que movían los mares y enviaban las lluvias, y era cosa de ellas, además, que los rayos del sol calentaran la tierra o la quemaran. Pero, por si esto no era suficiente, tomaron conciencia de que el ser humano se extinguía si el viento no entraba en su cuerpo a través de la respiración, de modo que de estos dioses dependía enteramente la vida.
Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, podía verse, en primer lugar, al viejo Bóreas en toda su rudeza, tal y como lo había descrito Farag; a continuación a Helespontio —simbolizado por una tormenta—; luego a Afeliotes —un campo lleno de frutas y grano—; al benéfico Euro —«el viento bueno» del este, «el que fluye bien», que aparecía como un hombre de edad madura con una incipiente calvicie—; a Euronoto; a Noto —el viento del sur, presentado como un joven cuyas alas goteaban rocío—; a Libanoto; a Libs —un adolescente imberbe de hinchados carrillos que portaba un
aphlaston
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—; al joven Zéfiro, el viento del oeste, quien, junto con su amante, la ninfa Cloris, derramaba flores sobre su negro
bothros
; a Argestes —mostrado como una estrella—; a Trascias, coronado de nubes; y, por último, al horrible Aparctias, con su cara barbuda y su ceño fruncido. Entre estos dos, se hallaba la boca condenada de la caverna por la que habíamos llegado hasta allí.
Los cuatro vientos cardinales, Bóreas, Euro, Noto y Zéfiro, estaban representados por las figuras más grandes y acabadas; los demás, por figuras menores y de inferior calidad. La belleza de las imágenes, de nuevo de factura bizantina, era comparable a la de los relieves del suelo de la Cloaca Máxima, aquellos que hablaban de la soberbia. Sin duda el artista había sido el mismo y era una pena que su nombre no hubiera quedado registrado para la historia, pues su trabajo estaba a la altura de los mejores. Era posible, incluso —aunque eso habría que estudiarlo—, que sólo hubiera trabajado para la hermandad, lo que confería un valor exclusivo y añadido a su obra.
—¿Y el sarcófago? —preguntó de pronto Glauser-Röist, abandonando el examen de los vientos.
—Es impresionante, ¿verdad? —murmuré, acercándome—. Las dimensiones son descomunales. Observe, capitán, que la lauda queda a la altura de su cabeza.
—Pero ¿quién está enterrado dentro?
—No estoy segura. Necesito examinar el altorrelieve del lateral superior.
Farag se aproximó también a la mole de pórfido, observándola con curiosidad. Yo me dirigí hacia la cabecera para contemplar e] último de los grabados antes de atreverme a aventurar la delirante hipótesis que tenía en la cabeza. Pero todas mis dudas se vinieron abajo en cuanto reconocí el perfil clásico que aparecía delicadamente tallado en el
lauraton
de la roca púrpura: rodeado por una corona de laurel, podía distinguirse el mismo rostro de ojos elevados y cuello de toro que aparecía en los
solidus
, la pieza de oro conocida actualmente entre los historiadores como el dólar medieval, la poderosa moneda creada en el siglo
IV
por el emperador Constantino el Grande.
—¡No es posible! —gritó Farag, haciéndome dar un brinco—. ¡Ottavia no vas a creerte lo que pone aquí!
Busqué inútilmente a Farag con la mirada, intentando localizar el origen de su voz, pero no lo conseguí hasta que su siguiente grito, justo encima de mí, me hizo levantar la cabeza. Allá arriba, a cuatro patas sobre la lauda del sarcófago, estaba el mismísimo profesor Boswell, con los ojos abiertos de par en par y un rictus de estupor en la cara.
—¡Ottavia, te juro que no me vas a creer! —seguía gritando—. ¡Te juro que no me vas a creer pero es cierto, Ottavia!
—¡Deje de decir tonterías, profesor! —vibró la voz del capitán a mi derecha—. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
Pero Farag siguió ignorándole y mirándome a mí con cara de loco.
—¡
Basíleia
, te lo aseguro, es increíble! ¿Sabes lo que pone aquí encima? ¿Sabes lo que pone?
Mi corazón se disparó al oír que, de nuevo, me llamaba
Basíleia
.
—Si no me lo dices —vacilé, tragando saliva—, dudo que pueda adivinarlo, aunque tengo una ligera sospecha.
—¡No, no, no la tienes! ¡Imposible! ¡Ni en un millón de años averiguarías el nombre del muerto que está aquí dentro!
—¿Cuánto te apuestas? —le dije, burlona.
—¡Lo que quieras! —exclamó muy convencido—. ¡Pero no subas mucho la oferta porque vas a perder!
—El emperador Constantino el Grande —afirmé—, hijo de la emperatriz santa Helena, la que descubrió la Vera Cruz.
Su cara reflejó una sorpresa mayúscula. Se quedó en suspenso unos segundos y luego balbució:
—¿Cómo lo has adivinado?
—Por las escenas grabadas en el pórfido. Una de ellas exhibe la cara del emperador.
—¡Menos mal que no apostamos nada!
Según Farag, en la lauda, además del Crismón del emperador, había una sencilla inscripción que rezaba
Konstantinos enesti
, es decir, «Constantino está aquí». Aquel era el descubrimiento más grande de la historia, el hallazgo más importante de cuántos se habían producido en los últimos siglos. En algún momento, entre el año 1000 y el 1400, la tumba de Constantino se perdió para siempre bajo el polvo de las sandalias de los cruzados, los persas o los árabes. Sin embargo, nosotros, ahora, nos encontrábamos junto al sarcófago del primer emperador cristiano, del fundador de Constantinopla, y esto venía a demostrar, una vez más, que los staurofílakes estuvieron siempre dispuestos a salvar cualquier cosa que tuviera que ver con la Vera Cruz. En cuanto esta dichosa alegoría del Purgatorio estuviera resuelta y tras terminar, como pensaba, con mis muchos años de trabajo en el Archivo Secreto, me encerraría en la casa irlandesa de Connaught y prepararía una serie de artículos sobre la Verdadera Cruz, los staurofílakes, Dante Alighieri, santa Helena y Constantino el Grande, y daría a conocer al mundo entero el emplazamiento de los importantes restos del emperador. No albergaba la menor duda de que ganaría todos los premios académicos conocidos y eso me ayudaría mucho a restañar mi vanidad, herida tras dejar el todopoderoso Vaticano.