El último Catón (52 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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Observé que, mientras al otro lado de la mesa el capitán iba perdiendo la paciencia por segundos, a medio camino Farag parecía encantando con la exposición de Doria, asintiendo con la cabeza cuando ella hablaba y sonriendo como un bobo cuando le miraba.

—¿Podrían comentarnos cómo era la iglesia? —preguntó la Roca para ir centrando el tema.

Doria abrió un cuaderno que tenía delante de ella y repartió a derecha e izquierda unas cuantas láminas grandes.

—La planta de la basílica era de cruz griega y tenía cinco enormes cúpulas azules, una en cada extremo de los cuatro brazos y otra más, gigantesca, en el centro. Justo debajo de esta se situaba el altar, que estaba fabricado enteramente de plata y cubierto por un baldaquino de mármol con forma piramidal. Unas filas de columnas a lo largo de los muros interiores formaban una galería en el piso superior llamada
Catechumena
, accesible sólo a través de una escalera de caracol.

—Si no queda nada del templo, ¿cómo sabe usted todo eso?

La Roca, a veces, era maravillosamente suspicaz. Me sentí en deuda con él por poner en tela de juicio los conocimientos de Doria. En ese instante, llegó hasta mis manos la primera de las láminas, que representaba una reconstrucción virtual del
Apostoleíon
, en blanco y negro, con sus cinco cúpulas y sus numerosas ventanas a lo largo y ancho de los muros.

—¡Pero, capitán…! —protestó Doria con un timbre encantadoramente gracioso—. ¡No querrá que le enumere las fuentes!

—Sí, sí quiero —rezongó Glauser-Röist.

—Bueno, pues para empezar le diré que se conservan en la actualidad dos iglesias que fueron construidas imitando al
Apostoleíon
: San Marcos de Venecia y Saint-Front, en Périgeux, Francia. Tenemos, además, las descripciones hechas por Eusebio, Philostorgio, Procopio y Teodoro Anagnostes. Disponemos también de un largo poema del siglo
X
llamado
Descripción del edificio de los Apóstoles
, compuesto por un tal Constantino de Rodas en honor del emperador Constantino VII Porfirogeníto.

—Por cierto… —la corté en seco—, este emperador escribió un magnifico tratado sobre normas de comportamiento cortesano que fue el manual adoptado por las cortes europeas a finales de la Edad Media. ¿Lo has leído, Doria?

—No —dijo suavemente—, no he tenido oportunidad.

—Pues hazlo en cuanto puedas. Es muy interesante.

Como sospechaba, sus lustrosos conocimientos sobre Bizancio se reducían al aspecto arquitectónico. Su cultura no era tan amplia como quería darnos a entender.

—Por supuesto, Ottavia. Pero volviendo a lo que nos interesa —me ignoró por completo a partir de ese momento—, debo decirle, capitán, que dispongo de muchas más fuentes, aunque sería ocioso enumerarlas. De todos modos, si lo desea, estaré encantada de pasarle mis notas.

La Roca rechazó la oferta con un brusco monosílabo y se hundió en su asiento.

—Háblenos de su ubicación, Doria, por favor —pidió sonriente Farag, que se inclinaba sobre la mesa con las manos cruzadas, como un escolar lisonjero.

—¿De la mía? —dijo la muy idiota con una sonrisita, sin dejar de mirarle.

Farag le rió la broma muy a gusto.

—¡No, no, por supuesto! Del
Apostoleíon
.

—¡Ah, ya decía yo! —sentí ganas de levantarme y matarla, pero me contuve—. Por lo que sabemos, Constantino el Grande mandó construir su mausoleo sobre la colina más alta de la ciudad de Constantinopla. Alrededor de esta edificación circular se erigió la primitiva Iglesia de los Santos Apóstoles. Luego, con los siglos, el templo fue ampliándose hasta alcanzar las mismas dimensiones que Santa Sofía y, a partir de aquí, comenzó su decadencia. Mehmet II no dejó ningún resto cuando levantó la mezquita.

—¿Podemos visitar Fatih Camii? —quiso saber la Roca.

—Naturalmente —le respondió el Patriarca—. Pero no deben molestar a los fieles musulmanes porque serían expulsados sin contemplaciones.

—¿Las mujeres también podemos entrar? —pregunté con curiosidad. No estaba yo muy versada en cuestiones islámicas.

—Sí —me contestó rápidamente Doria, con una encantadora sonrisa—, pero sólo por las zonas permitidas. Yo iré contigo, Ottavia.

Miré de reojo al capitán y él me respondió con un leve gesto de hombros que venía a significar que no podíamos evitarlo. Si quería venir, vendría.

La segunda lámina llegó hasta mis manos justo en ese momento y vi una soberbia iluminación bizantina en la cual se distinguían perfectamente los colores de las cúpulas y de los muros —dorados y rojos— tal y como debieron ser en su momento de mayor esplendor. Dentro de la iglesia, tan altos como las columnas y los muros, María y los doce Apóstoles contemplaban la Ascensión de Jesús a los cielos. No pude evitar una exclamación admirativa:

—¡Es una miniatura preciosa!

—Pues es tuya, Ottavia —repuso Doria con retintín—. Pertenece a un códice bizantino de 1162 que se encuentra en la Biblioteca Vaticana.

No valía la pena responderle; si pensaba que también iba a sentirme culpable por las rapiñas históricas de la Iglesia Católica, estaba servida.

—Recapacitemos —resolvió Glauser-Röist, echándose hacia delante en el asiento mientras se ajustaba su elegante aunque arrugada chaqueta—. Tenemos una ciudad conocida por ser la más rica y espléndida del mundo antiguo, dueña de innumerables riquezas y tesoros; en esa ciudad debemos purgar, no sabemos cómo, el pecado de la avaricia y debemos hacerlo en una iglesia que ya no existe y que estuvo dedicada a los Apóstoles. ¿Es eso?

—Exactamente eso, Kaspar —convino Farag, acicalándose la barba.

—¿Cuándo desean visitar Fatih Camii? —inquirió Monseñor Lewis.

—Inmediatamente —respondió la Roca—, salvo que la doctora y el profesor Boswell deseen saber algo más.

Ambos denegamos suavemente con la cabeza.

—Muy bien. Pues vámonos.

—¡Pero, capitán…! —¿Por qué se empeñaba Doria en utilizar ese ridículo y agudo soniquete?—. ¡Si es la hora de comer! ¿No está usted de acuerdo conmigo, profesor Boswell, en que deberíamos tomar algo antes de salir?

En serio que iba a matarla.

—Por favor, Doria, llámeme Farag.

Un mar de olas gigantescas estalló en mi interior, desmenuzándome en fragmentos microscópicos y venenosos. ¿Qué estaba pasando allí?

Arrastrando el alma, me encaminé junto al padre Kallistos hacia el comedor del Patriarcado donde un par de ancianas griegas, con las cabezas cubiertas a la turca, nos sirvieron una espléndida comida que apenas pude probar. Doria se había sentado a mi derecha, entre Farag y yo, de modo que tuve que soportar su absurda cháchara mucho más de lo que hubiera deseado. Creo que fue eso lo que me quitó el apetito, a pesar de lo cual, por no llamar la atención, comí un poco de pescado y otro poco de una mezcla de verduras rellenas y pastas picantes que me recordó bastante a la sabrosa
caponatina
siciliana. Aquella coincidencia me llevó a pensar que la comida bien podía considerarse una especie de cultura común a todos los países mediterráneos, pues por todas partes estaba encontrando los mismos ingredientes preparados de manera parecida. En el postre, el Patriarca Ecuménico devoró tres o cuatro pequeños púdines de leche tan blancos como su pelo, y todos los presentes siguieron su ejemplo menos yo, que preferí una suave cuajada de leche de oveja para aliviar mi más que segura indigestión.

Durante el café —dulce, oscuro y con muchos posos—, Doria decidió que ya era hora de soltar un rato a Farag y de entablar conversación conmigo. Mientras los hombres discutían sobre las peculiaridades de los staurofílakes y su increíble historia y organización, mi
amiga
se lanzó en picado sobre nuestros lejanos recuerdos de infancia y me sorprendió con una insaciable curiosidad por los miembros de mi familia. Parecía saber bastante acerca de ellos, pero siempre le faltaba algún detalle para completar el puzzle. Al final, aburrida de ella y de sus obsesivas preguntas, zanjé la conversación de malos modos:

—¿Cómo es posible, Doria, que viviendo en Turquía te mantengas tan informada sobre lo que hacemos los Salina de Palermo?

—Concetta me habla mucho de vosotros por teléfono.

—Pues no lo comprendo, porque entre nuestras familias existe una situación muy tensa en estos momentos.

—Bueno, Ottavia —protestó dulcemente—, nosotras no somos rencorosas. La muerte de nuestro padre nos dolió mucho, pero ya os la hemos perdonado.

¿De qué estaba hablando aquella loca?

—Perdóname, Doria, pero estás diciendo tonterías. ¿Por qué tendríais que perdonamos a nosotros la muerte de vuestro padre?

—Concetta siempre dice que tu madre hace muy mal ocultándoos a Pierantonio, a Lucia y a ti las actividades de la familia. ¿De verdad no sabes nada, Ottavia?

Su cándida mirada y esa sonrisa sibilina que puso en los labios me indicaron que, si yo no lo sabía, ella estaba dispuesta a contármelo. Me sentí tan irritada que opté por beber un largo trago de café y, no sé qué tipo de asociación inconsciente de ideas hizo mi cabeza, que, cuando terminé, le solté a bocajarro una de las habituales frases de mi madre:

—Paso largo y boca corta, Doria.
[41]

—¡Vaya! —se sorprendió—. ¡Pero si sabes perfectamente de lo que estamos hablando!

La miré atónita.

—¿Pedirte que te calles es saber de lo que estamos hablando?

—¡Oh, venga, Ottavia! ¡No vengas con niñerías! ¿Cómo puedes ignorar que tu padre era un
campieri
?

¿Por qué la comprendí? No lo sé.

—¡Mi padre no era un
campieri
[42]
! ¡Estás insultando su memoria y el buen nombre de los Salina!

—Bueno —suspiró, resignada—. No hay nada más absurdo que un ciego que no quiere ver. De todas formas, Pierantonio conoce la verdad.

—Mira, Doria, siempre has sido muy rara, pero creo que te has vuelto definitivamente loca y no voy a consentir que insultes a mi familia.

—¿Los Salina de Palermo? —preguntó muy sonriente—. ¿Los dueños de Cinisi, la empresa de construcción más importante de Sicilia? ¿Los únicos accionistas de Chiementin, que domina en exclusiva el millonario negocio del cemento? ¿Los amos de los yacimientos de piedra de Biliemi, con la que se levantan los edificios públicos? ¿Los propietarios del paquete completo de acciones de la Financiera de Sicilia, que blanquea el dinero negro de la droga y la prostitución? ¿Los poseedores de casi todas las tierras productivas de la isla, que controlan las flotas de camiones, las redes de distribución y la seguridad de los comerciantes y vendedores?… ¿Esos Salina de Palermo? ¿Esa familia?

—¡Somos empresarios!

—¡Naturalmente, querida! ¡Y nosotros, los Sciarra de Catania, también! El problema es que, en Sicilia, hay ciento ochenta y cuatro clanes mafiosos organizados en torno a dos únicas familias: los Sciarra y los Salina, la
Doble S
, como nos llaman las autoridades antimafia. Mi padre, Bernardo Sciarra, fue durante veinte años el
Don
[43]
de la isla, hasta que tu padre, un
campieri
leal que jamás había dado problemas, fue adueñándose lentamente de los principales negocios y asesinando a los
capos
[44]
más destacados.

—¡Estás loca, Doria! Te suplico, por el amor de Dios, que te calles.

—¿No quieres saber cómo mató tu padre al gran Bernardo Sciarra y como sometió a los
capos
y
campieris
fieles a mi familia?

—¡Cállate, Doria!

—Pues verás, utilizó el mismo método que usamos nosotros para terminar con tu padre y con tu hermano Giuseppe: un supuesto accidente de tráfico.

—¡Mi hermano tenía cuatro hijos! ¿Cómo pudisteis hacer algo así?

—¿Es que todavía no te has enterado, querida Ottavia? ¡Somos la mafia, la Cosa Nostra! ¡El mundo nos pertenece! Nuestros bisabuelos ya eran
mafiosi
. Nosotros matamos, controlamos gobiernos, colocamos bombas, disparamos con Luparas
[45]
y respetamos la
Omertà
. Nadie puede saltarse las reglas e ignorar la
vendetta
. Tu padre, Giuseppe Salina, la ignoró y se equivocó. ¿Y sabes lo más gracioso?

La oía mientras apretaba las mandíbulas hasta hacerme daño, mientras intentaba respirar y contener las lágrimas, mientras crispaba los músculos de la cara hasta dibujar una mueca de dolor que a ella parecía encantarle porque sonreía con esa felicidad de los niños cuando reciben un regalo. Mi vida entera se estaba desmoronando. Cerré los ojos porque me escocían y porque el nudo de la garganta me estaba ahogando. Doria era maligna, era la perversidad encarnada, pero quizá yo merecía todo aquello porque me había encerrado en un mundo de sueños para no ver la realidad. Había levantado un castillo en el aire y me había recluido en él de manera que nada pudiera herirme. Y, al final, tanto esfuerzo no había servido para nada.

—Lo más gracioso es que tu padre nunca tuvo el carácter suficiente para ser un
Don
. El era un
campieri
, y le gustaba ser sólo un
campieri
, pero detrás tenía a alguien que si disponía de la fuerza y la ambición necesarias para empezar una guerra por el control. ¿Sabes de quién te hablo, querida Ottavia? ¿No…? De tu madre, amiga mía, de tu madre. Filippa Zafferano, la mujer que, en este momento, es… ¡el
Don
de Sicilia!

Y estalló en alegres carcajadas, moviendo las manos en el aire para expresar lo divertida que resultaba la idea. La miré sin parpadear, sin borrar el gesto triste de mi cara, sin hacer otra cosa que tragarme las lágrimas y fruncir los labios. En algún momento de mi vida, me decía, tenía que haber hecho algo terrible para recoger tal cosecha de odio.

—Filippa, tu madre, se siente fuerte y segura en Villa Salina, así que dile que se quede allí dentro, que no salga porque fuera hay muchos peligros.

Y diciendo esto, me dio la espalda, volviéndose hacia Farag, que hablaba con Su Divinísima Santidad. Mi cuerpo entero estaba paralizado, sin vida. Mi cabeza, por el contrario, era un torbellino de pensamientos: ahora entendía por qué me habían mandado al internado cuando era pequeña (igual que a Pierantonio y a Lucia); ahora entendía por qué mi madre jamás consentía que nosotros tres participáramos de ciertos asuntos familiares; ahora entendía por qué nos había animado siempre a permanecer lo más lejos posible de casa y a llegar a lo más alto dentro de la Iglesia. Todo encajaba perfectamente. Las piezas sueltas de ese rompecabezas que era mi vida tenían ahora su sitio y remataban el cuadro: la ambición de mi madre nos había seleccionado para ser su contrapeso, su garantía tanto espiritual como terrenal. Pierantonio, Lucia y yo éramos sus joyas, su obra, su justificación. En la mentalidad antigua de mi madre cabía perfectamente esa absurda idea compensatoria. Poco importaba que los Salina fueran unos asesinos mientras tres de nosotros estuviéramos cerca de Dios, rezando por los demás y ocupando puestos de responsabilidad o de prestigio dentro de la Iglesia, a modo de espulgo del apellido. Sí, todo eso respondía muy bien a su forma de pensar y de ser. De repente, el gran respeto y la admiración que siempre había sentido por ella se transformaron en una inmensa pena ante lo descomunal de sus pecados. Me hubiera gustado llamarla y hablar con ella, pedirle que me explicara por qué había actuado así, por qué nos había mentido toda la vida a Pierantonio, a Lucia y a mí, por qué había utilizado a mi padre como instrumento de su codicia, por qué tenía otros seis hijos —ahora sólo cinco, pues Giuseppe había muerto— matando, extorsionando y robando, por qué consentía que sus nietos, a los que tanto decía querer, crecieran en ese ambiente, por qué deseaba hasta ese punto ser la cabeza de una organización que iba contra las leyes de Dios y de los hombres. Sin embargo, no podía pedirle esas explicaciones porque, si lo hacía, rápidamente averiguaría cómo había llegado yo a la verdad y la guerra entre los Salina y los Sciarra dejaría demasiados muertos en las cunetas de Sicilia. Se había acabado el tiempo del engaño y, en el fondo, debía reconocer que yo no era tan inocente como me hubiera gustado, ni tampoco Pierantonio, que, con sus negocios sucios dentro de la Iglesia, no hacía otra cosa que seguir la tradición familiar, ni mucho menos la buena de Lucia, siempre tan al margen de todo, tan ajena y cándida. Los tres vivíamos felizmente una mentira en la cual nuestra familia era como de cuento de hadas, una familia perfecta con los armarios llenos de cadáveres.

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