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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (23 page)

BOOK: El último judío
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Yonah lanzó un suspiro de alivio cuando lo enviaron a buscar suministros a las tiendas y talleres de la localidad.

En el taller de suministros navales, mientras Tadeo Deza despachaba el pedido de Fierro, Yonah le comentó al anciano que su primo Vicente había sufrido unas fiebres muy graves.

Tadeo interrumpió su tarea.

—¿Se está acercando a su fin?

—No. La fiebre le bajó y le volvió a subir varias veces, pero ahora parece que ya se está recuperando.

Tadeo Deza soltó un bufido de desprecio.

—Éste es demasiado estúpido para morir —dijo.

Cuando ya se estaba marchando con las compras, Yonah recordó de pronto una cosa y se volvió.

—Tadeo, ¿sabéis algo de san Peregrino el Compasivo?

—Sí, es un santo local.

—Qué nombre tan extraño.

—Vivió en esta región hace varios cientos de años. Dicen que era un forastero, puede que de Francia o Alemania. En cualquier caso, había visitado Santiago de Compostela para venerar las santas reliquias. ¿Acaso tú también has hecho la peregrinación a Santiago de Compostela?

—No.

—Pues algún día tienes que ir. Santiago fue el tercer apóstol elegido por Nuestro Señor. Estuvo presente en la Transfiguración y por eso el emperador Carlomagno decretó que todos sus súbditos ofrecieran agua, cobijo y fuego a cuantos peregrinos viajaran para venerar las reliquias del santo.

—En cualquier caso, el peregrino extranjero de quien estamos hablando se transformó tras pasarse varios días rezando ante las reliquias del apóstol. En lugar de regresar a la vida que había llevado antes de la peregrinación, viajó hacia el sur y vino a parar a esta región. Y aquí pasó el resto de sus días, atendiendo las necesidades de los enfermos.

—¿Cómo se llamaba?

Tadeo se encogió de hombros.

—No se sabe. Por eso lo llaman san Peregrino el Compasivo. Tampoco sabemos dónde está enterrado. Un día, cuando ya era muy anciano, se alejó tal como había venido. Otros dicen que se fue a vivir solo y que murió cerca de aquí y, en todas las generaciones, los hombres han tratado infructuosamente de localizar su sepulcro. ¿Cómo supiste de la existencia de nuestro santo local? —preguntó Tadeo.

Yonah no quiso mencionar a Vicente para no dar ocasión a que su primo siguiera despotricando contra él.

—Oí que alguien hablaba de él y sentí curiosidad.

Tadeo esbozó una sonrisa.

—Alguien de la taberna, sin duda, pues el vino suele agudizar en los hombres la conciencia del pecado y despertar en ellos el deseo de la gracia salvadora de los ángeles.

Yonah se alegró mucho de que Fierro le encomendara la tarea de trabajar como ayudante en el cobertizo de Paco Parmiento, el espadero. Paco lo puso inmediatamente a trabajar, afilando y puliendo los cortos sables de caballería y las largas y preciosas espadas de doble filo que se ahusaban desde la empuñadura hasta la punta y que eran propias de los nobles y los caballeros. Tres veces Paco devolvió la primera espada que Yonah había afilado.

—El brazo del espadachín hace el trabajo, pero la espada lo tiene que ayudar. Cada filo tiene que estar todo lo pulido que permita el acero.

A pesar de lo exigente que era Paco, Yonah lo apreciaba. Si Luis le recordaba a una raposa, Paco más bien le parecía un oso bonachón. Lejos de su banco de trabajo, era un hombre torpe y olvidadizo, pero, en cuanto se sentaba a trabajar, sus movimientos eran seguros y precisos. El maestro le había dicho a Yonah que las hojas de Parmiento tenían mucha demanda.

En el cobertizo de Luis, Yonah trabajaba prácticamente en silencio mientras que en el de Paco, éste contestaba de buen grado a sus preguntas.

—¿Fuisteis aprendiz con el maestro y Luis? —le preguntó Yonah.

Paco sacudió la cabeza.

—Yo soy más viejo que ellos. Cuando ellos eran aprendices, yo ya era un oficial adelantado en Palma. El maestro se puso en contacto conmigo y me trajo aquí.

—¿Qué hace Ángel en este taller?

Paco se encogió de hombros.

—El maestro lo encontró cuando había abandonado el ejercicio de las armas y lo hizo venir aquí como oficial de orden, pues es un auténtico soldado y un experto en toda suerte de armas. Tratamos de enseñarle a moldear el acero, pero, como no tiene capacidad para el trabajo, el señor Fierro le encomendó el mantenimiento del orden entre los peones.

En el cobertizo ambos trabajaban muy a gusto. Cuando el maestro estaba presente, procuraban hablar menos. En una cercana mesa del cobertizo del espadero, Manuel Fierro trabajaba a menudo en un proyecto en el que tenía mucho empeño. Su hermano, Nuño Fierro, que trabajaba como médico en Zaragoza, le había enviado a través de unos mercaderes toda una serie de dibujos de instrumentos quirúrgicos.

El maestro utilizaba un acero muy duro procedente del minera1 especial que él y Yonah habían sacado de la cueva de Gibraltar y moldeaba con sus propias manos los distintos instrumentos: escalpelos, lancetas, sierras, raspadores, sondas y pinzas.

Cuando el maestro no estaba, Paco le mostraba a Yonah los instrumentos como ejemplo de excelencia en el trabajo del metal.

—Trabaja cada uno de los pequeños instrumentos con el mismo esmero que aplicaría a una espada o una lanza. Es una tarea muy grata. —Añadió con orgullo que él había ayudado a Fierro a forjar una espada de acero especial que éste se había hecho para su propio uso—. Tenía que ser una hoja singular, pues Manuel Fierro domina la espada mejor que nadie que yo jamás haya conocido.

Yonah se detuvo un instante en su tarea.

—¿Es mejor que Ángel Costa?

—La guerra ha enseñado a Ángel a matar de una forma insuperable. En el uso de todas las demás armas no tiene parangón. Pero en el manejo de la espada, el maestro lo supera.

Sus magulladas costillas apenas habían tenido tiempo de recuperarse, cuando Yonah recibió una vez más la orden de participar en un enfrentamiento contra Ángel Costa. Esta vez, nuevamente protegido con una armadura completa, tuvo que montar en un caballo árabe de batalla y, blandiendo una lanza con la punta envuelta en una bola de lana, galopar hacia Ángel, quien blandía una espada similar y estaba galopando hacia él a lomos de un lustroso caballo de batalla alazán.

Yonah no estaba acostumbrado a montar un caballo tan fogoso, por lo que centró todos sus esfuerzos en mantenerse en la silla. La bola de lana del extremo de su descontrolada lanza se movía hacia todos lados mientras él resbalaba y brincaba a lomos de su montura.

Los caballos estaban protegidos por un muro de madera tendido entre los contendientes, pero no así los jinetes.

No hubo tiempo para prepararse, sólo un breve retumbo de cascos antes de que ambos se enfrentaran. Yonah vio que la bola de la lanza de Costa aumentaba de tamaño hasta asumir el de una luna llena y, finalmente, el de una vida entera antes de estrellarse contra él, desarzonarlo y derribarlo al suelo en una estremecedora e ignominiosa derrota.

Costa no gozaba de muchas simpatías. Casi nadie lo vitoreó, pero Luis disfrutó enormemente. Mientras Paco y otros hombres liberaban al trastornado Yonah de su armadura, éste vio que Luis lo señalaba con el dedo y se reía hasta que las mejillas le quedaron humedecidas con las lágrimas de regocijo que se escapaban de sus ojos.

Aquella tarde, Yonah trató de disimular la ligera cojera que sufría. Se dirigió a la Casa del Humo y encontró a Ángel Costa, que estaba afilando las puntas de unas flechas en una rueda de piedra.

—Buenas tardes os dé Dios —le dijo, pero Costa siguió trabajando sin devolverle el saludo.

—No sé combatir.

Costa soltó una carcajada que parecía un ladrido.

—No —convino.

—Me gustaría aprender el manejo de las armas. ¿Estaríais vos dispuesto a adiestrarme, tal vez?

Costa le miró con los ojos entornados.

—Yo no adiestro a nadie. —Examinó cuidadosamente con el dedo la punta de una flecha—. Te diré lo que tienes que hacer para adquirir mis conocimientos. Tienes que convertirte en soldado y pasarte veinte años combatiendo contra el moro. Tienes que matar sin descanso, utilizando todo tipo de armas y a veces incluso las manos desnudas y, siempre que sea posible, deberás cortar la verga del muerto. Cuando te hayas cobrado de esta guisa más de cien vergas circuncidadas, podrás regresar y desafiarme, apostando tu colección de vergas contra la mía. Y entonces yo te mataré en un santiamén.

Cuando se tropezó con el maestro delante del establo, Fierro se mostró más amable con él.

—Menudo desastre, ¿verdad, Ramón? —le dijo jovialmente Fierro—. ¿Estás herido?

—Sólo en mi amor propio, maestro.

—Te daré un pequeño consejo. En cuanto empieces a cabalgar, tienes que sujetar la lanza con más firmeza y con ambas manos, apretarla fuertemente entre el codo y el cuerpo. Tienes que clavar inmediatamente los ojos en tu contrincante y no apartarlos de él en ningún momento, siguiéndolo con la punta de la lanza para que ésta se junte con su cuerpo como si el encuentro estuviera preordinado.

—Si, señor —dijo Yonah, pero en un tono tan resignado que Fierro no tuvo más remedio que sonreír.

—Tu caso no es desesperado, lo que ocurre es que cabalgas sin confianza. Tú y tu caballo tenéis que convertiros en un solo ser para que puedas soltar las riendas y centrar toda tu atención en la lanza. En los días en que no te necesiten demasiado en el taller, saca el caballo tordo de los establos y ejercítate con él, después almoházalo y dale de comer y beber. Creo que eso será beneficioso tanto para ti como para el animal.

Yonah estaba cansado y dolorido cuando regresó a la cabaña y se desplomó en el jergón.

Vicente le miró desde su jergón.

—Por lo menos, has sobrevivido. Ángel tiene un alma miserable.

Vicente hablaba con normalidad y aparente racionalidad.

—¿No os ha vuelto la fiebre?

—Parece ser que no.

—Muy bien, Vicente, me alegro.

—Te agradezco que me hayas cuidado en mi enfermedad, Ramón Callicó. —Vicente tosió y carraspeó—. Tuve unos sueños terribles bajo el efecto de la fiebre.

—¿Dije algún disparate?

Yonah le miró, sonriendo.

—Sólo alguna vez. A veces, le rezabais a san Peregrino.

—¿De veras le recé a san Peregrino?

Ambos guardaron silencio un instante. Después, Vicente trató de incorporarse.

—Hay algo que quisiera decirte, Ramón. Algo que desearía compartir contigo por haber sido el único que ha cuidado de mi.

Yonah le miró con inquietud, deduciendo por su nerviosismo y su agudo tono de voz que le había vuelto a subir la fiebre.

—¿Qué es, Vicente?

—Lo he descubierto.

—¿A quién…?

—A san Peregrino el Compasivo. He descubierto al santo de las peregrinaciones —dijo Vicente Deza.

—¿Qué estáis diciendo, Vicente? —preguntó Yonah, mirando tristemente al anciano.

Hacía sólo tres días que había sufrido el delirio nocturno.

—Crees que chocheo y no me extraña.

Vicente tenía razón. Yonah pensaba que el anciano era un loco inofensivo.

Las manos de Vicente rebuscaron bajo el jergón. Después, sosteniendo algo en su puño cerrado, se acercó a Yonah gateando como un bebé.

—Tómalo —le dijo.

Yonah se encontró de repente un objeto en la mano. Era pequeño y delgado. Lo sostuvo en alto, tratando de verlo en medio de la semipenumbra.

—¿Qué es?

—Es un hueso del dedo del santo. —Vicente asió el brazo de Yonah—. Tienes que acompañarme, Ramón, y verlo con tus propios ojos. Vamos el domingo por la mañana.

Maldición. Los domingos por la mañana los obreros disfrutaban de medio día libre para asistir a las funciones religiosas. Yonah lamentaba tener que malgastar aquellas pocas horas de asueto. Quería seguir el consejo del maestro y sacar al tordo árabe, pero mucho se temía que no podría disfrutar de un solo momento de paz si no cedía a los requerimientos de Vicente.

—Iremos el domingo si, para entonces, los dos estamos en condiciones de caminar —respondió, devolviéndole el hueso a Vicente.

Estaba muy preocupado por Vicente, que le seguía hablando en febriles susurros. En todos los demás sentidos, Vicente daba la impresión de haberse restablecido de su enfermedad. Se mostraba activo y vigoroso, y había recuperado prodigiosamente el apetito.

El domingo por la mañana, ambos recorrieron la estrecha lengua de tierra que unía Gibraltar con la península. Una vez allí, echaron a andar en dirección este y, al cabo de media hora, Vicente levantó la mano.

—Hemos llegado.

Yonah sólo veía un lugar arenoso y desierto, interrumpido por numerosas formaciones de granito. A pesar de que nada de todo aquello le parecía insólito, siguió a Vicente, quien ya había empezado a trepar por las rocas como si no hubiera estado ni un solo día enfermo.

Al poco rato, muy cerca del sendero, Vicente encontró las rocas que estaba buscando y Yonah observó que en el centro de la formación había una ancha grieta. Una rocosa rampa natural bajaba hacia la abertura, pero sólo resultaba visible si uno se situaba directamente por encima de ella.

Vicente llevaba un poco de carbón encendido en una cajita metálica y Yonah dedicó unos instantes a soplar sobre el carbón y encender un par de gruesas velas.

El agua de lluvia debía de penetrar a través de la abertura, bajando por la rampa rocosa que terminaba en el arenoso suelo de la cueva del interior, la cual estaba seca, tenía aproximadamente el mismo tamaño que el de la cueva de Mingo en el Sacromonte y terminaba en una estrecha grieta que debía de comunicar con la superficie, pues Yonah percibió un soplo de aire.

—Fíjate en eso —dijo Vicente.

Bajo la trémula luz, Yonah vio un esqueleto. Los huesos de la parte superior del cuerpo parecían intactos, pero tanto los de las piernas como los de los pies habían sido apartados a un lado y, cuando Yonah se inclinó sobre ellos con la vela en la mano, vio que habían sido mordisqueados por un animal. De las prendas que cubrían el cuerpo sólo quedaban algunos restos dispersos de tejido. Yonah pensó que los animales, atraídos por la sal del sudor, se las habrían comido mucho tiempo atrás.

—¡Y mira aquí!

Era un tosco altar, formado por tres ramas. Delante de él había tres cuencos de barro.

El contenido habría sido devorado tal vez por la misma criatura que había mordisqueado los huesos.

—Ofrendas —dijo Yonah—. Tal vez a un dios pagano.

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