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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (25 page)

BOOK: El último judío
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¿Sería posible que hubiera por allí cerca un Ramón Callicó y que él, Yonah Toledano, estuviera a punto de reunirse con el pariente de aquel hombre?

Dos desconocidos esperaban delante de la taberna en compañía del mozo que había transmitido el mensaje. Yonah vio que el muchacho lo señalaba a los hombres, aceptaba una moneda y se alejaba corriendo.

Cuando estuvo un poco más cerca, observó que uno de ellos iba vestido como un caballero, con cota de malla y prendas de calidad. Lucía una barbita muy bien cuidada. El otro llevaba una alborotada barba y prendas más toscas, pero también iba armado con espada. Dos espléndidos caballos permanecían atados al postigo de la entrada.

—¿Señor Callicó? —dijo el hombre de la barbita.

—Sí.

—Vamos a pasear conversando, pues estamos muy cansados de la silla de montar.

—¿Cómo os llamáis, caballeros? ¿Y cuál de vosotros es mi pariente?

El hombre esbozó una sonrisa.

—Todos los hijos de Dios son parientes, ¿no os parece?

Yonah los estudió.

—Me llamo Anselmo Lavera.

Yonah recordó el nombre. Mingo le había dicho que Lavera era el hombre que controlaba la venta de reliquias robadas en el sur de España.

Lavera no presentó al otro hombre, quien permaneció en silencio.

—El señor Vicente Deza nos dijo que viniéramos a veros.

—Vicente Deza ha muerto.

—Qué lástima. ¿Un accidente acaso?

—Se ahogó y lo acaban de enterrar.

—Una lástima. Nos dijo que vos conocéis la ubicación de cierta cueva.

Yonah tuvo la absoluta certeza de que ellos habían matado a Vicente.

—¿Buscáis una de las cuevas del peñón de Gibraltar?

—No está en el peñón. De eso estamos seguros, porque Deza nos dijo que se encuentra en un lugar un poco apartado de Gibraltar.

—Yo no conozco esta cueva, señor.

—Ah, ya entiendo; a veces es difícil recordar, pero nosotros os refrescaremos la memoria. Y os recompensaremos muy bien el recuerdo.

—… Si Vicente os dio mi nombre, ¿por qué no os comunicó también las señas que buscáis?

—Tal como ya he dicho, su muerte fue muy lamentable. Le estábamos refrescando la memoria, pero lo hicimos con torpeza y con excesivo entusiasmo.

Yonah se estremeció ante el hecho de que Lavera pudiera hacer semejante confesión con tanta frialdad.

—Yo no estaba allí, ¿comprendéis? Yo lo hubiera hecho mejor. Cuando Vicente ya estaba dispuesto a dar las indicaciones necesarias, no pudo hacerlo. Sin embargo, cuando le invitaron a decir qué otra persona nos podría ayudar, pronunció inmediatamente vuestro nombre.

—Preguntaré si alguien sabe algo acerca de una cueva que Vicente conocía —dijo Yonah.

El hombre de la barbita asintió con un gesto.

—¿Tuvisteis ocasión de ver a Vicente antes de que lo enterraran?

—Sí.

—El pobre se ahogó. ¿Se encontraba en muy malas condiciones?

—Si.

—Terrible. El mar no tiene piedad. —Anselmo Lavera miró fijamente a Yonah—. Tenemos que trasladarnos urgentemente a otro lugar, pero volveremos a pasar por aquí dentro de diez días. Pensad en la recompensa y en lo que el pobre Vicente hubiera deseado que vos hicierais.

Yonah comprendió que tendría que estar muy lejos de Gibraltar cuando ellos regresaran. Sabía que, si no revelaba la situación de la cueva del santo, aquellos hombres lo matarían y, si la revelaba, lo harían igualmente para que no pudiera declarar contra ellos.

Lo sintió mucho porque, por primera vez desde que dejara Toledo, le gustaba su trabajo y el lugar en el que se encontraba. Fierro era un hombre amable y bondadoso, un amo muy poco frecuente.

—Queremos que lo penséis bien para que podáis recordar lo que nosotros tenemos que averiguar. ¿De acuerdo, amigo mío?

Lavera le había hablado en todo momento en un tono extremadamente cordial, pero Yonah recordó la herida de la cabeza de Vicente y el terrible estado de su rostro y su cuerpo.

—Haré todo lo posible por recordarlo, señor —contestó cortésmente.

—¿Te has reunido con tu pariente? —le preguntó Fierro a la vuelta.

—Sí, maestro. Era un pariente lejano por parte de madre.

—La familia es muy importante. Es una suerte que haya venido en este momento, pues dentro de unos días tú tendrás que irte de aquí. —Fierro añadió que había decidido enviarle a entregar la armadura del conde Vasca en compañía de Paco Parmiento, Luis Planas y Ángel Costa—. Paco y Luis se encargarán de hacer los retoques necesarios una vez entregada la armadura. Ángel será el jefe de vuestra pequeña caravana. —El maestro quería que él se encargara de hacer la presentación de la armadura al conde—. Porque tú hablas un castellano más puro que el de ellos, y además sabes leer y escribir. Quiero una confirmación por escrito de la recepción de la armadura por parte del conde de Tembleque. ¿Entendido?

Yonah tardó un momento en contestar porque estaba recitando una plegaria de acción de gracias.

—Si, señor, entendido —asintió.

A pesar del alivio que sentía tras haberse enterado de que estaría lejos de Gibraltar cuando regresara Anselmo Lavera, a Yonah le preocupaba su vuelta a la zona de Toledo, pero pensaba que había abandonado la ciudad siendo un mozo mientras que ahora era un hombre corpulento con los rasgos alterados por la madurez y la nariz rota, la poblada barba y el largo cabello y su nueva y ya consolidada identidad.

Fierro reunió a los cuatro miembros de la expedición para darles instrucciones.

—Es peligroso viajar a lugares desconocidos, por lo que os ordeno que actuéis de común acuerdo y sin oposición. Ángel es el jefe de la expedición, estará a cargo de la defensa y será responsable ante mi de la seguridad de cada uno de vosotros. Luis y Paco son los responsables del estado de la armadura y la espada. Ramón Callicó entregará la pieza al conde Vasca, se cerciorará de que el conde quede satisfecho antes de que os vayáis de allí y será el depositario y el responsable de devolverme un recibo por escrito de la entrega.

Después, Fierro les preguntó uno por uno si habían comprendido sus instrucciones y todos contestaron que sí.

El maestro supervisó todos los cuidadosos preparativos del viaje. Para comer, sólo se llevarían unos cuantos sacos de guisantes secos y galletas.

—Ángel deberá cazar por el camino para proporcionaros carne fresca —explicó.

A cada uno de los cuatro hombres de la expedición se le asignó un caballo. La armadura del conde Vasca sería transportada por cuatro acémilas. Para no avergonzar a su amo con su aspecto, los cuatro trabajadores recibieron ropa nueva, con la severa orden de no ponérsela hasta que estuvieran cerca de Tembleque. A los cuatro se les facilitaron espadas, y a Costa y Ramón les entregaron unas cotas de malla. Costa ajustó unas grandes y oxidadas espuelas a sus botas y cargó en su equipaje un arco y varios haces de flechas.

Paco esbozó una sonrisa.

—Ángel pone el permanente ceño que le distingue como jefe —le dijo en un susurro a Yonah, quien se alegraba de que éste le acompañara en el viaje junto con los otros dos.

Cuando todo estuvo a punto, los cuatro viajeros subieron con sus monturas por la plancha del primer barco costero que arribaba a Gibraltar y que, para gran sorpresa de Yonah, resultó ser La Lleona. El capitán del barco saludó a cada uno de los pasajeros con unas cordiales palabras.

—¡Vaya! Sois vos —le dijo el capitán a Yonah. A pesar de que jamás le había dirigido la palabra cuando éste formaba parte de la tripulación, ahora se inclinó ante él con una sonrisa en los labios—. Bienvenido a
La Lleona
, señor.

Paco, Ángel y Luis contemplaron con asombro cómo los tripulantes saludaban a Yonah.

Los animales fueron atados a la barandilla de la cubierta de popa. En su calidad de aprendiz, a Yonah se le encomendó la tarea de subirles cada día heno de la bodega para alimentarlos.

A los dos días de haber zarpado de Gibraltar, el mar se agitó y Luis empezó a marearse y a vomitar. Los movimientos del barco no les causaron a Ángel y Paco la menor molestia y, para su sorpresa y deleite, a Yonah tampoco. Cuando el capitán dio la orden de plegar la vela, Yonah corrió impulsivamente a la escala de cuerda del palo mayor y se encaramó para ayudar a los marineros a recoger y asegurar la vela. Cuando bajó de nuevo a cubierta, el tripulante Josep cuya enfermedad había dado a Yonah la oportunidad de incorporarse a la tripulación, le miró con una sonrisa y le dio una palmada en la espalda. Pero, cuando más tarde lo pensó, Yonah comprendió que, si hubiera caído al mar, la cota de malla lo hubiera arrastrado al fondo, por lo que, durante el resto de la travesía, recordó que era un simple pasajero.

Para los cuatro viajeros, los días de navegación constituyeron un período muy aburrido. A primera hora de la mañana del quinto día, Ángel sacó su arco y un haz de flechas para disparar contra las aves.

Los demás se dispusieron a contemplar el espectáculo.

—Ángel es tan hábil con el arco como un inglés —le dijo Paco a Yonah—. Es natural de una pequeña aldea de Andalucía famosa por sus arqueros y combatió por primera vez como arquero en el ejército.

Sin embargo, Gaspar Gatuelles se acercó corriendo a Costa.

—¿Qué vais a hacer señor?

—Voy a matar unas cuantas aves marinas —contestó tranquilamente Ángel, colocando una flecha en la correspondiente muesca del arco.

El maestro lo miró, consternado.

—No, señor. No, no vais a matar ninguna ave marina en
La Lleona
, pues, si lo hicierais, atraeríais con toda certeza la desgracia sobre el barco y sobre nosotros.

Costa miró enfurecido a Gatuelles, pero Paco corrió a calmarlo.

—Pronto estaremos en tierra, Ángel, y entonces podrás cazar cuanto se te antoje. Necesitaremos tus dotes de cazador para conseguir carne.

Para alivio de todo el mundo, Costa destensó el arco y lo guardó.

Los pasajeros se sentaron a contemplar el cielo y el mar.

—Cuéntanos cosas de la guerra, Ángel —dijo Luis.

Costa aún estaba enfurruñado, pero Luis siguió insistiendo hasta que lo convenció. Al principio, los otros tres escucharon con atención sus recuerdos de soldado, pues ninguno de ellos había participado jamás en ninguna batalla. Sin embargo, muy pronto se cansaron de los relatos de derramamientos de sangre y matanzas, aldeas incendiadas, ganado sacrificado y mujeres violadas. Se cansaron mucho antes de que Ángel hubiera terminado de hablar.

Los cuatro pasajeros permanecieron nueve días a bordo de
La Lleona
. La monotonía de las jornadas influía en su estado de ánimo y, a veces, perdían los estribos y discutían. Obedeciendo a un acuerdo tácito, cada uno de los hombres procuró mantenerse apartado de los demás a lo largo de varias horas seguidas. Yonah le daba incesantes vueltas a un problema. Si regresaba a Gibraltar, no cabía la menor duda de que Anselmo Lavera lo mataría. Sin embargo, el enfrentamiento de Costa con Gaspar Gatuelles le había permitido ver su problema de otra manera. La autoridad de Ángel había sido vencida por la autoridad superior que ejercía el capitán a bordo del barco. Una fuerza había sido refrenada por una fuerza superior.

Yonah pensó que tendría que encontrar una fuerza superior a la de Anselmo Lavera, una fuerza capaz de librarle de la amenaza del ladrón de reliquias. Al principio, le pareció absurdo, pero, mientras permanecía sentado hora tras hora contemplando el mar, su mente empezó a forjar un plan.

Cada vez que el barco tocaba puerto y era amarrado al muelle, los cuatro hombres bajaban a tierra con sus animales para que éstos hicieran ejercicio, por lo que, cuando
La Lleona
arribó finalmente al puerto de Valencia, tanto los caballos como las acémilas gozaban de un excelente estado de salud.

Yonah había oído contar terribles historias sobre el puerto de Valencia durante los días de la expulsión. Le habían dicho que el puerto estaba lleno de barcos, algunos de ellos en muy mal estado y con unas velas que les habían colocado con el exclusivo propósito de aprovechar el lucrativo negocio de los pasajes de los judíos desplazados. Que los hombres, las mujeres y los niños se hacinaban en las bodegas. Y que, en cuanto perdían de vista tierra firme, algunas tripulaciones mataban a los pasajeros y arrojaban sus cuerpos al mar.

Pero el día en que Ángel encabezó el cortejo que desembarcó de
La Lleona
, el sol brillaba en el cielo y el puerto de Valencia estaba muy tranquilo y sosegado.

Yonah sabía que sus tíos y su hermano menor se habrían dirigido a alguna aldea costera cercana en busca de pasaje. Tal vez hubieran logrado zarpar y en aquellos momentos se encontraban ya en tierra extranjera. Sabía en lo más hondo de su corazón que jamás volvería a verlos, pero cada vez que pasaba junto a un muchacho de una edad apropiada, lo miraba, buscando en su rostro los conocidos rasgos de Eleazar. Su hermano tendría trece años en aquellos momentos. En caso de que estuviera vivo y siguiera siendo judío, ya podría formar parte de los hombres del
minyan
.

Pero sólo veía rostros extraños.

Los viajeros emprendieron su camino hacia el oeste y dejaron Valencia a sus espaldas. Ninguno de los caballos se podía comparar con el semental árabe que Yonah utilizaba en los torneos. Su montura era una yegua parda de gran tamaño, orejas aplanadas y una delgada cola caída entre sus enormes nalgas equinas. La yegua no le permitía lucirse como jinete, pero se mostraba dócil e incansable, virtudes que Yonah le agradecía. Ángel cabalgaba en cabeza, seguido por Paco con dos de las acémilas y Luis con las otras dos. Yonah cerraba la comitiva, encantado de que así fuera. Cada uno de ellos tenía su propia manera de viajar. De vez en cuando, Ángel se ponía a cantar y lo mismo podía entonar un himno religioso que una canción obscena. Paco se unía a los himnos con su sonora voz de bajo. Luis dormitaba en la silla y Yonah se pasaba el rato pensando en infinidad de cosas. A veces rumiaba lo que tendría que hacer para llevar a efecto su plan contra Anselmo Lavera. Cerca de Toledo había unos hombres que traficaban con reliquias sagradas y le hacían la competencia a Lavera en aquella actividad ilícita. Pensaba que, si lograba convencerles de que eliminaran a Lavera, él estaría a salvo.

A menudo se pasaba largas horas tratando de recordar pasajes hebreos que había olvidado, el bello idioma que se había alejado de su mente, las palabras y las melodías que lo habían abandonado al cabo de tan pocos años.

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