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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (27 page)

BOOK: El último judío
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Cuando la mujer se volvió, Yonah vio que era Lucía Martín, a la que él había amado de muchacho.

La mirada de la mujer le resbaló por encima, pasó de largo y volvió a posarse en él. Pero la mujer no se entretuvo antes de irse y se alejó con su cesto de pan quemado.

Yonah bajó muy despacio por la angosta callejuela para no darle alcance. Pero, cuando acababa de dejar atrás las casas y las miradas indiscretas, ella salió de detrás de un árbol, donde se había ocultado para esperarle.

—¿De veras eres tú? —le preguntó.

Lucía se acercó a su montura y levantó los ojos hacia él.

Yonah sabía que debía negar que la conociera, sonreír por el error de identificación, despedirse cortésmente de ella y seguir adelante. Pero, en lugar de eso, desmontó.

—¿Qué ha sido de ti, Lucía?

Ella tomó su mano y abrió triunfalmente los ojos.

—Oh, Yonah. Me parece increíble que seas tú. ¿Adónde te fuiste y por qué, pudiendo haber sido el hijo de mi padre? Y mi hermano.

Lucía era la primera mujer que él había visto desnuda. Recordó que era una muchacha muy dulce y el recuerdo le provocó un estremecimiento de emoción.

—No quería ser tu hermano.

Sosteniendo fuertemente su mano en la suya, Lucía le contó rápidamente que llevaba tres años casada.

—Con Tomás Cabrerizo, cuya familia posee unos viñedos al otro lado del río.

—¿No te acuerdas de Tomás Cabrerizo?

Yonah recordaba vagamente a un hosco muchacho que solía lanzar piedras a los judíos y burlarse de ellos.

—Tengo dos hijitas y vuelvo a estar preñada. Le pido a la Santísima Virgen que sea un varón —dijo Lucía. Le miró con asombro, estudiando su montura, su ropa y las armas que llevaba—. Yonah. ¡Yonah! Yonah, ¿adónde te fuiste? ¿Cómo vives?

—Mejor que no me lo preguntes —contestó cortésmente Yonah, cambiando de tema—. ¿Cómo está tu padre?

—Murió hace dos años. Rebosaba de salud, pero una mañana murió de repente.

—Ah, que descanse en paz —dijo Yonah, sinceramente apenado. Benito Martín siempre había sido bueno con él.

—Que su alma descanse con el Salvador. —Lucía se santiguó. Su hermano Enrique había ingresado en la orden de los dominicos, le dijo a Yonah con visible orgullo.

—¿Y tu madre?

—Mi madre vive. No vayas a verla, Yonah. Te denunciaría.

Su vehemencia inquietó a Yonah.

—Y tú, ¿no vas a denunciarme?

—¡Jamás, ni entonces ni ahora!

Lucía le miró con furia, a pesar de que las lágrimas habían asomado a sus ojos. Yonah sucumbió a la necesidad de huir.

—Ve con Dios, Lucía.

—Que él te acompañe, amigo de mi infancia.

Yonah le soltó la mano, pero no pudo resistir la tentación de volverse para hacerle una última pregunta.

—Mi hermano Eleazar. ¿Lo has vuelto a ver por aquí?

—No.

—¿Nunca supiste nada de su paradero o su destino?

Lucía sacudió la cabeza.

—No he sabido ni una sola palabra de Eleazar. Ni una sola palabra de ninguno de ellos. Tú eres el único judío que ha regresado aquí, Yonah Toledano. Yonah sabía lo que tenía que hacer y a quién tenía que buscar para salvarse de Lavera.

Cabalgó muy despacio por el centro de la ciudad. La muralla que rodeaba la Judería aún se mantenía en pie, pero las puertas estaban abiertas de par en par y en todas las casas vivían cristianos. La imponente mole de la catedral de Toledo lo dominaba todo.

Cuánta gente por todas partes.

Allí, en la plaza Mayor, detrás de la catedral, podía haber alguien que lo reconociera tal como lo había reconocido Lucía. Pensando en ella, se dio cuenta de que su amiga ya tenía tiempo de haberlo traicionado. En aquellos momentos, cabía la posibilidad de que el cruel brazo de la Inquisición se estuviera alargando hacia él, tal como se alarga la mano de un hombre para atrapar una mosca. En la plaza había soldados y miembros de la guardia. Yonah tuvo que hacer un esfuerzo para cabalgar despacio por delante de ellos, pero nadie le dirigió más que una fugaz mirada.

Le prometió una moneda a un chico desdentado a cambio de que le vigilara la yegua.

Eligió para entrar en la catedral la llamada Puerta del Gozo. De niño se había preguntado si la puerta cumplía la promesa que encerraba su nombre, pero en ese momento no experimentaba la menor sensación de arrobamiento. Delante de él, un hombre envuelto en andrajos mojó los dedos en una pila de agua bendita e hizo una genuflexión. Yonah esperó a que no hubiera nadie a la vista y entró subrepticiamente en la catedral. El interior era inmenso, con un alto techo abovedado sostenido por unas columnas de piedra que dividían el espacio en cinco naves. La catedral parecía desierta porque era muy grande, pero había mucha gente repartida por todas partes y también muchos clérigos envueltos en ropajes negros. Sus plegarias se elevaban hacia las alturas y el murmullo resonaba por todo el templo. Yonah se preguntó si la combinación de todas las voces que se elevaban a Dios en las catedrales e iglesias de España estaría ahogando su propia voz cuando hablaba con Dios.

Tardó un buen rato en abrirse camino por el centro de la catedral, pero no vio a la persona que estaba buscando.

Cuando salió bajo la cegadora luz del sol, le entregó al muchacho la moneda prometida y le preguntó si conocía a un fraile jorobado.

La sonrisa del muchacho se esfumó.

—Sí. Es el que llaman Bonestruca.

—¿Dónde podría encontrarle?

El muchacho se encogió de hombros.

—Hay muchos en la casa de los dominicos.

Unos mugrientos dedos se doblaron sobre la moneda y el muchacho huyó como alma que lleva el diablo.

En una mísera taberna —tres tablones de madera colocados sobre unos toneles—, Yonah se sentó a beber vino amargo mientras contemplaba el convento de la orden dominica, situado al otro lado de la calle. Al final, salió un fraile y, al cabo de mucho rato, dos sacerdotes discutiendo acaloradamente entre sí.

Cuando apareció fray Lorenzo de Bonestruca, éste se estaba acercando al convento, no saliendo de él. Yonah lo vio acercarse desde el final de la calle y, sin embargo, lo reconoció enseguida por su estatura, su enjuto cuerpo y la parte superior de su tronco ligeramente desviada con respecto a la inferior. Su esfuerzo por mantenerse erguido hacía que la enorme joroba tirara de la cabeza y los hombros hacia atrás.

Bonestruca entró en el convento y permaneció dentro el tiempo suficiente como para que Yonah le pidiera al tabernero que le volviera a llenar una copa que dejó medio llena de buen grado cuando el fraile volvió a salir del edificio y echó a andar calle abajo. Yonah le siguió muy despacio a caballo, procurando mantenerse a una distancia prudente sin perderlo de vista.

Al final, Bonestruca entró en una pequeña taberna frecuentada por jornaleros. Para cuando Yonah hubo atado a la yegua y hubo entrado en el pequeño y oscuro local, el fraile ya se había sentado en la parte de atrás y estaba discutiendo con el tabernero.

—¿No podríais pagarme una pequeña parte de la deuda?

—¿Cómo os atrevéis? ¡Sois un miserable malnacido!

Yonah vio que el tabernero estaba muy asustado. Su terror le impedía mirar al inquisidor.

—Os suplico que no os ofendáis, padre —dijo, profundamente angustiado—, enseguida os sirvo el vino, faltaría más. No quería faltaros al respeto con mi impertinencia.

—Sois un gusano inmundo.

Por encima de su largo y retorcido cuerpo, los rasgos de Bonestruca seguían siendo tan hermosos como Yonah recordaba: la frente aristocrática, los pronunciados pómulos, la larga y fina nariz y la ancha boca de carnosos labios sobre su firme y bien cincelada mandíbula. El rostro era traicionado por unos grandes ojos grises, llenos de gélido desprecio por el mundo.

El tabernero se había retirado presuroso, pero ahora ya había regresado con una copa que depositó delante de Bonestruca antes de dedicar su atención a Yonah.

—Una copa de vino para mí. Y otra para el buen fraile.

—Sí, señor.

Los pétreos ojos de Bonestruca se clavaron en Yonah.

—Jesús os bendiga —murmuró, al tiempo que pagaba la bebida con una bendición.

—Gracias. ¿Me dais permiso para sentarme a vuestra mesa? —preguntó Yonah.

Bonestruca asintió con indiferencia.

Yonah se sentó a la mesa del hombre que había sido el causante de las muertes de su padre, de su hermano y de Bernardo Espina, y sin duda de muchas más.

—Me llamo Ramón Callicó.

—Yo soy fray Lorenzo de Bonestruca.

Era evidente que el fraile tenía mucha sed. Apuró rápidamente su copa de vino y la que Yonah le había ofrecido y asintió con la cabeza cuando Yonah pidió otras dos.

—¡Esta vez en unos cuencos, señor!

—He tenido el placer de rezar en la catedral, de la cual la ciudad de Toledo tiene que sentirse justamente orgullosa —comentó Yonah.

Bonestruca asintió con la adustez propia de quien no soporta que unas palabras inoportunas interrumpan su intimidad.

El tabernero sirvió los cuencos.

—¿Qué clase de obras están haciendo en la estructura de la catedral?

Bonestruca se encogió de hombros con gesto cansado.

—Sé que están haciendo algo en las puertas.

—¿Cumplís la obra de Dios en el recinto de la catedral, mi buen fraile?

—No, la obra de Dios la cumplo en otro lugar —contestó el clérigo, tomando un trago tan grande que Yonah no pudo por menos que preguntarse si las monedas que llevaba en la bolsa serían suficiente para apagar la sed de aquel hombre. Pero sería un dinero bien gastado, pues, mientras él lo miraba, el fraile se volvió más locuaz, sus ojos adquirieron nueva vida y su retorcido cuerpo se relajó como una flor que se abriera después de la lluvia.

—¿Lleváis mucho tiempo al servicio de Dios, padre?

—Desde que era muchacho.

Cuando se le calentó la cabeza y soltó la lengua, el fraile se puso a hablar de la gracias hereditarias.

Le dijo a Yonah con displicencia que era el segundón de una noble familia de Madrid.

—Bonestruca es un apellido catalán. Hace muchas generaciones, mi familia se trasladó a Madrid desde Barcelona. Mi linaje es muy antiguo. En nosotros no hay sangre de cerdo, ¿comprendéis? Nuestra limpieza de sangre es absoluta. —Lo habían enviado a los dominicos a la edad de doce años—. Menos mal que no me enviaron a los frugales franciscanos, a los que no puedo soportar. Mi santa madre tenía un hermano en Barcelona, pero mi padre tenía entre sus parientes a varios frailes dominicos.

Los penetrantes ojos grises que tan bien recordaba Yonah se clavaron en el rostro del muchacho que por un momento tuvo la certeza de que Bonestruca podría leer sus secretos y sus transgresiones.

—¿Y vos? ¿De dónde venís?

—Vengo del sur. Soy aprendiz de Manuel Fierro, el armero de Gibraltar.

—¡Gibraltar! Por la pasión de Cristo que venís de muy lejos, armero. —El fraile se inclinó hacia delante—. ¿Acaso sois portador de la armadura que con tanta ansia lleva esperando un noble caballero de estos parajes desde hace cuatro años?

—¿Queréis que adivine su nombre?

Yonah no confirmó las suposiciones del fraile, pero se abstuvo de negarlas y optó por tomar un sorbo de vino con una sonrisa en los labios.

—He venido aquí con una partida de hombres —dijo muy cortésmente.

Bonestruca se encogió de hombros y se tocó la nariz con un dedo, burlándose de la reticencia de Yonah.

Había llegado el momento, pensó Yonah, de arrojar una flecha al aíre y ver dónde caía.

—Busco a un hombre de iglesia dispuesto a darme un consejo.

El fraile le miró con expresión de hastío y permaneció en impasible silencio, confundiendo evidentemente aquella insinuación con el preludio de una de las muchas confesiones cotidianas, que para algunos clérigos son objeto de ávido interés mientras que para otros constituyen un engorro.

—Si una persona descubriera.., digamos, algo de gran valor sagrado… ¿Adónde debería llevar semejante objeto para asegurarse de que éste fuera tratado con el debido respeto y colocado en el lugar que le corresponde?

Los ojos grises se abrieron con súbito interés y le miraron directamente a la cara. —¿Una reliquia, tal vez?

—Bueno, sí. Una reliquia —contestó cautelosamente Yonah.

—Supongo que no será un fragmento de la verdadera Cruz, ¿verdad? —preguntó el fraile en tono de chanza.

—No.

—Pues entonces, ¿a quién le puede interesar? —replicó Bonestruca, gastando una pequeña broma y esbozando por primera vez una gélida sonrisa.

Yonah le devolvió la sonrisa y apartó la mirada.

—Señor —llamó al tabernero para pedirle otras dos escudillas de vino.

—Permitidme suponer que es el hueso de alguien a quien vos consideráis santo —dijo el fraile—. Permitidme deciros que, si es el hueso de una mano, será casi con toda certeza el hueso de la mano de algún pobre desgraciado asesinado, de un pecador que tal vez fuera un cochero o un porquero. Y, si es el hueso de un pie, lo más probable es que sea el hueso del pie de algún bribón difunto o un alcahuete que no fue precisamente un mártir cristiano.

—Es posible, mi buen fraile —asintió humildemente Yonah.

Bonestruca soltó un bufido.

—Más que posible, probable.

Llegaron los nuevos cuencos de vino y Bonestruca siguió bebiendo. Era la clase de bebedor más peligrosa que existe, pues se mantenía sereno como si el vino no le hiciera el menor efecto. Pero éste no podía por menos que haberle embotado las reacciones, pensó Yonah; ahora resultaría más fácil acabar con aquel fraile asesino. Pero Yonah no perdía la calma y sabía que Bonestruca tenía que vivir para que él pudiera regresar a Gibraltar sin que lo mataran a la vuelta.

Le pidió la cuenta al tabernero. Tras haber cobrado, el tabernero los invitó a un plato de pan y aceitunas en aceite, y Yonah le comentó el detalle al fraile.

Bonestruca seguía enojado con el tabernero.

—Es un cristiano descarriado que gustará el sabor de la justicia —murmuró—. Es un monstruoso y marrano judío.

Yonah llevó el terrible peso de aquellas palabras mientras conducía a la yegua por la brida a través de las calles silenciosas.

CAPÍTULO 26

Las bombardas

El conde Vasca hizo esperar cuatro días más a los hombres de Gibraltar.

Yonah aprovechó el tiempo para buscar a la viuda de Bernardo Espina, en la esperanza de poder entregar el breviario a su hijo, tal como le había prometido al médico antes del auto de fe que le había arrebatado la vida.

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