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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (28 page)

BOOK: El último judío
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Pero la búsqueda resultó infructuosa.

—Estrella de Aranda regresó aquí con sus hijos —informó a Yonah una de las mujeres del barrio de la antigua casa de Espina, donde Yonah inició sus pesquisas—. Cuando su esposo fue quemado en la hoguera por hereje, ninguno de sus parientes la quiso acoger. Nosotros le ofrecimos cobijo durante algún tiempo. Más tarde ingresó como monja en el convento de la Santa Cruz y poco después supimos que había muerto. La Madre Iglesia también devoró a sus hijos; Marta y Domitila se hicieron monjas y Francisco entró en un monasterio. No sé adónde se han ido —dijo la mujer. Yonah temía que Bonestruca hubiera bebido demasiado y no recordara lo que él le había contado acerca de la valiosa reliquia. Estaba seguro de que el fraile formaba parte de un grupo que compraba y robaba objetos sagrados para obtener beneficios con su venta en el extranjero. Bonestruca sabía que él estaba esperando para entregarle la armadura al conde de Tembleque y, en caso de que el fraile hubiera picado el anzuelo, Yonah estaba seguro de que alguien se acercaría a él para averiguar más detalles.

Sin embargo, transcurrieron varios días y nadie se acercó al castillo preguntando por él.

Cuando el conde regresó finalmente de su cacería, se pudo comprobar que su fornido cuerpo llenaba perfectamente la armadura. Su barba, su bigote y su cabello eran de color jengibre, tenía la coronilla calva, y sus fríos y autoritarios ojos eran los propios de alguien que ha nacido y se ha criado sabiendo que todos los hombres de su mundo eran seres inferiores creados únicamente para servirle.

Los hombres de Gibraltar lo ayudaron a ponerse la armadura y lo estudiaron mientras paseaba por el patio, sosteniendo la espada. Cuando le volvieron a quitar el vestido de acero, el conde se mostró muy complacido, pero se quejó de falta de espacio en el hombro derecho. Inmediatamente se levantó una fragua en el patio y Luis y Paco se pusieron a trabajar con un yunque y dos martillos.

Tras el retoque en la hombrera, el conde Fernán Vasca envió a su mayordomo para que llamara a Ramón Callicó a su presencia.

—¿Ha puesto su marca en el recibo? —le preguntó Yonah al mayordomo.

—El recibo os espera —contestó el mayordomo.

Yonah lo siguió hasta los aposentos del conde, atravesando toda una serie de estancias. Mientras caminaba, Yonah trató de vislumbrar alguno de los objetos de plata que su padre había realizado para el conde, pero no vio ninguno. El castillo de Tembleque era muy grande.

Se preguntó por qué razón habría sido llamado. No tenía que cobrar ningún dinero; el pago de la espada y la armadura se haría a través de unos mercaderes de Valencia que comerciaban en Gibraltar. Yonah esperaba que Fierro tuviera más suerte en el cobro de sus servicios al conde de la que había tenido su padre.

El mayordomo se detuvo delante de una puerta de madera de roble y llamó con los nudillos.

—Mi señor, ya está aquí Callicó.

—Que pase.

Era una estancia alargada y oscura. A pesar de que no hacía frío, la chimenea estaba encendida y tres lebreles permanecían tendidos sobre los juncos que cubrían el suelo. Dos de los perros miraron al recién llegado con sus gélidos ojos mientras que el tercero se levantó de un salto, se acercó a Yonah con un gruñido y se retiró sólo en el último momento, obedeciendo a la orden de su amo.

—Mi señor —saludó Yonah.

Vasca asintió con la cabeza y le entregó el recibo con su marca.

—Me complace mucho la armadura. Así se lo podéis decir a vuestro maestro Fierro.

—Mi maestro se alegrará mucho cuando lo sepa, señor.

—No me cabe la menor duda. Es agradable recibir buenas noticias. Me han dicho, por ejemplo, que vos habéis descubierto una sagrada reliquia.

Vaya. Con que aquí ha caído la flecha que yo arrojé a fray Bonestruca, pensó Yonah estremeciéndose.

—Es cierto —asintió con cierta cautela.

—¿Cuál es la naturaleza de la reliquia?

Yonah miró al conde.

—Vamos, vamos —dijo Vasca, impacientándose—. ¿Se trata de un hueso?

—Son muchos huesos. Un esqueleto entero.

—¿De quién?

—De un santo. Un santo muy famoso. Un santo local de la región de Gibraltar.

—¿Creéis que es el esqueleto de san Peregrino el Compasivo?

Yonah miró al conde con renovado respeto.

—Sí. ¿Conocéis la leyenda?

—Conozco todas las leyendas relacionadas con las reliquias —contestó Vasca—. ¿Por qué creéis que es san Peregrino?

Entonces Yonah le habló de Vicente y de la vez que éste lo había llevado a la cueva del peñón. El conde le escuchó con atención mientras él describía todo lo que había visto en la cueva.

—¿Por qué os dirigisteis a fray Bonestruca?

—Pensé que, a lo mejor, él conocería a alguien que… pudiera estar interesado.

—¿Y por qué lo pensasteis?

—Estuvimos bebiendo juntos. Me pareció más sensato preguntárselo a un fraile aficionado al vino que plantear la cuestión a un clérigo que no aprobara semejante comercio.

—Eso quiere decir que estabais buscando a un traficante de reliquias y cosas parecidas, y no simplemente a un hombre de Iglesia.

—Sí.

—¿Acaso porque pedís un elevado precio a cambio de la información?

—Tengo un precio. Para mí es alto, pero puede que para otros no lo sea. El conde Vasca se inclinó hacia delante.

—Pero ¿por qué habéis recorrido este largo camino desde Gibraltar para buscar a un traficante de reliquias? ¿Acaso no hay ninguno en el sur de España?

—Está Anselmo Lavera.

Tal como vos bien sabéis, pensó Yonah.

Después le habló al conde del asesinato de Vicente y de la visita que le había hecho Lavera.

—Sé que, si no acompaño a Lavera y a sus hombres a la cueva, me matarán. Y, sin embargo, si los acompaño, también me arrebatarán la vida. Mi impulso es huir, pero deseo con toda mi alma regresar a Gibraltar y trabajar al servicio del maestro Fierro.

—Pues, ¿qué precio pedís a cambio de la información?

—Mi vida.

Vasca asintió con la cabeza. Si la respuesta le hizo gracia, lo supo disimular muy bien.

—Es un precio aceptable —convino.

Le dio a Yonah pluma, tinta y papel.

—Trazad un mapa en el que se muestre cómo encontrar la cueva del santo.

Yonah trazó el mapa con todo el cuidado y la exactitud de que fue capaz, incluyendo todas las señales características que pudo recordar.

—La cueva se encuentra en un yermo arenoso y rocoso, totalmente invisible desde el sendero. Allí no hay más que formaciones rocosas, arbustos achaparrados y árboles escuálidos.

Vasca asintió con la cabeza.

—Haced una copia de este mapa y lleváosla a Gibraltar. Cuando vuelva Anselmo Lavera, decidle que no podéis acompañarlo a la cueva, pero entregadle el mapa. Repito: no vayáis a la cueva con él. ¿Entendido?

—Sí. Lo he entendido —contestó Yonah.

No volvió a ver al noble. El desabrido mayordomo entregó diez maravedíes a cada uno de los armeros en nombre del conde Vasca.

Siguiendo las instrucciones de Fierro, Ángel Costa vendió los asnos en Toledo y los cuatro hombres regresaron a la costa sin el engorro de las acémilas.

En Valencia, mientras esperaban para embarcar, los hombres se gastaron en bebida parte del dinero recibido como regalo. Yonah hubiera deseado unirse a ellos, pero aún estaba nervioso a causa de las amenazas del pasado y, aunque tomó parte en la jarana, bebió con mesura.

Acababan de entrar en la taberna cuando Luis recibió un involuntario empujón de un gordinflón que estaba saliendo y optó por ofenderse.

—¡Sois tan torpe como una vaca! —exclamó Luis.

El hombre le miró con asombro.

—¿Qué os ocurre, señor? —preguntó, hablando con acento francés.

La risueña mirada de sus ojos adquirió una cautelosa expresión cuando vio acercarse a Ángel con la mano apoyada en la espada.

El francés iba desarmado.

—Os pido perdón por mi torpeza —dijo fríamente, apresurándose a abandonar la taberna.

Yonah no podía soportar el orgullo del rostro de Luis y la satisfacción del de Ángel.

—¿Y si vuelve armado y con amigos?

—En tal caso, lucharemos. ¿Acaso tienes miedo de luchar, Callicó? —preguntó Ángel.

—Jamás heriré o mataré a nadie por el simple hecho de que vos y Luis queráis divertiros un poco.

—Lo que pasa es que tienes miedo. Creo que puedes aguantar un torneo, pero no una auténtica pelea entre hombres de verdad.

Paco se levantó y se interpuso entre los dos.

—Hemos conseguido cumplir el encargo del maestro sin contratiempos —dijo—. No tengo la menor intención de explicarle a Fierro la causa de una herida o una muerte.

Hizo una seña al tabernero para que les sirviera vino.

Estuvieron bebiendo hasta altas horas de la noche y a la mañana siguiente embarcaron en un bajel que zarpó con la primera marea. Durante la travesía y a instancias de Ángel, los cuatro hombres se reunieron a rezar cada mañana y al anochecer. En otros momentos, Luis y Ángel se mantenían apartados, por lo que, cuando Yonah deseaba conversar con alguien, iba en busca de Paco. Casi se alegró de desembarcar en Gibraltar. El hecho de regresar a un lugar donde se esperaba su regreso le producía una sensación extrañamente agradable.

Tras su regreso a Gibraltar, los viajeros no pudieron descansar mucho tiempo. En su ausencia, varios miembros de la corte habían hecho encargos de armaduras y espadas. Yonah recibió la orden de trabajar en el cobertizo de Paco, ayudando a pulir un peto destinado al duque de Carmona. En toda la armería resonaba el clamor de los martillos sobre el acero caliente.

A pesar de los nuevos encargos que se habían recibido, Fierro siguió trabajando en los instrumentos médicos que le estaba confeccionando a su hermano Nuño, médico en Zaragoza. Los instrumentos eran preciosos y cada uno de ellos estaba tan pulido como una joya y tan afilado como una espada.

Cuando terminaba su trabajo al término de la jornada, Yonah utilizaba los rescoldos de las llamas y la débil luz del ocaso para trabajar en un proyecto propio. Había tomado la hoja de acero de su primera arma, la azada rota, y la había calentado y moldeado. Sin un plan ni una verdadera intención y casi sin querer, los golpes de su martillo habían creado un pequeño cáliz.

Estaba trabajando con acero en lugar de hacerlo con plata y oro y, a pesar de que la pequeña copa no constituía un dechado de perfección, era una réplica del relicario que su padre había realizado para el priorato de la Asunción. La extraña y pequeña copa estaba toscamente labrada sólo con las principales figuras que adornaban el relicario. Pero le serviría como recordatorio y como copa del
kiddush
para celebrar el día de descanso judío, cuando agradecía al Creador los frutos de la viña. Trató de consolarse, pensando que, en caso de que registraran sus pertenencias, la cruz de la copa podría añadirse al breviario de Bernardo Espina como prueba de su condición de cristiano.

Menos de dos semanas después del regreso de Yonah, volvió a presentarse un mozo de la aldea con un mensaje, según el cual un pariente de Ramón Callicó lo estaba esperando cerca de la taberna.

Esta vez, Fierro frunció el ceño.

—Estamos muy ocupados —le dijo a Yonah—. Dile a tu pariente que venga aquí si quiere verte un momento.

Yonah así se lo dijo al muchacho y después esperó y vigiló mientras trabajaba. Cuando vio entrar en el recinto a dos jinetes, abandonó el cobertizo y les salió presuroso al encuentro.

Eran Anselmo Lavera y su acompañante. Lavera bajó del caballo y le arrojó las riendas a su compañero, que no desmontó.

—Dios os guarde. Regresamos para veros, pero nos dijeron que no estabais.

—Sí. Fui a entregar una armadura.

—Muy bien, eso os habrá dado tiempo para reflexionar. ¿Ya habéis recordado dónde están los huesos del santo?

—Sí —contestó Yonah, mirándole—. ¿Hay una recompensa a cambio de la información, señor?

—¿Una recompensa? Por supuesto que la hay. Acompañadnos ahora al lugar donde se encuentra el santo e inmediatamente recibiréis la recompensa.

—No puedo salir. Hay mucho trabajo que hacer. Ni siquiera me han permitido ir a la aldea.

—¿Y a quién le importa el trabajo? Si vais a ser rico, ¿por qué tenéis que trabajar? Venid conmigo, no perdamos más el tiempo.

Yonah se volvió hacia el cobertizo y vio que Fierro había interrumpido su trabajo y los estaba mirando.

—No —dijo—, si os acompañara, sería peor para vos. Los hombres de aquí me perseguirían y vos no podríais recoger los huesos. —Se sacó del sayo la copia del mapa que había trazado en Tembleque—. Aquí tenéis. La cueva donde se conservan los huesos está claramente indicada. Se encuentra en tierra firme, inmediatamente después de la salida de Gibraltar.

Lavera estudió el mapa.

—¿Se encuentra al este o al oeste del camino de tierra firme?

—Al este, a muy corta distancia.

Yonah le explicó cómo la podrían localizar.

Lavera se encaminó hacia su montura.

—Ya veremos. Regresaremos después para entregaros vuestra recompensa.

El día transcurrió muy despacio para Yonah, quien se entregó en cuerpo y alma a su trabajo.

Los hombres no regresaron.

Aquella noche Yonah permaneció solo y desvelado en la cabaña, prestando atención por si oyera un caballo o unas pisadas acercándose en la noche.

No apareció nadie.

Transcurrió un día y otro más. Y otro aún.

Los días se convirtieron en una semana.

Poco a poco Yonah comprendió que los hombres no regresarían y que el conde de Tembleque había pagado el precio estipulado.

En la armería ya estaban a punto de terminar todos los trabajos que les habían encargado. Las jornadas eran más tranquilas y Fierro decidió reanudar las justas.

Volvió a colocar a Yonah en el palenque con Ángel, una vez con armadura completa y espadas de punta roma, y otra sin armadura y floretes provistos de botón.

Costa salió vencedor en ambas ocasiones. La segunda vez, mientras ambos forcejeaban, Ángel musitó en tono despectivo:

—Lucha, cobarde miserable. Lucha, picha floja, pedazo de mierda.

Todos los presentes fueron testigos de su desprecio.

—¿Te molesta combatir contra Costa? —le preguntó a Yonah el maestro—. Tú eres el único lo bastante joven como para poder hacerlo. Y lo bastante fuerte y fornido. ¿Te molesta participar tan a menudo en los combates?

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