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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (30 page)

BOOK: El último judío
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Fierro asintió en señal de gratitud.

—Tenemos que prepararnos de inmediato para abandonar Gibraltar —dijo.

En mitad de la noche y mientras los demás dormían, Yonah se dirigió a la casa del maestro siguiendo sus instrucciones y ambos reunieron lo preciso para el viaje: comida y otros elementos necesarios para el camino, unas recias botas, espuelas y cota de malla para cada uno. Una espada para Yonah, y para Fierro una espada que le cortó a Yonah la respiración. No llevaba incrustaciones de piedras preciosas ni adornos como las que se hacían para los nobles, pero estaba tan bien forjada y tenía un equilibrio tan extraordinario que su aspecto resultaba impresionante.

Fierro envolvió en lienzos cada uno de los instrumentos quirúrgicos que tan cuidadosamente le había hecho a su hermano y los guardó en un cofre pequeño.

Él y Yonah entraron en los establos y condujeron a un resistente mulo a uno de los cobertizos de suministros que había al fondo del recinto de la armería. Estaba cerrado, como todos los cobertizos de suministros, pero Fierro abrió la puerta con una llave. Dentro, la mitad del cobertizo estaba ocupada por piezas de acero, viejas y oxidadas armaduras, y otras escorias metálicas. En la otra mitad se almacenaba la leña que usaban como combustible en la fragua. El maestro le dijo a Yonah que apartara los zoquetes y él mismo lo ayudó en la tarea. Cuando ya habían retirado una considerable parte de la pila, apareció un cofrecito de cuero.

No era mayor que la cajita donde el armero había guardado los instrumentos quirúrgicos, pero, cuando fue a tomarlo, Yonah se llevó una sorpresa, pues pesaba mucho. Entonces comprendió la necesidad del mulo. Cargaron el cofre en la grupa del animal y cerraron el cobertizo.

—No quisiera que un relincho despertara a todo el mundo —dijo Fierro, por lo que, mientras Yonah conducía de nuevo a la bestia a la casa, el maestro dio unas palmadas al mulo y le habló con dulzura.

Una vez depositado el cofre en el suelo, el maestro le dijo a Yonah que devolviera el mulo al establo y que él regresara a la cabaña, y Yonah así lo hizo. El joven se acostó de inmediato en su jergón, pero aunque estaba muy cansado, permaneció tendido en la oscuridad sin poder conciliar el sueño, turbado por sus pensamientos.

Pese a todas las precauciones, a la mañana siguiente Costa comprendió que algo ocurría. Cuando se levantó al romper el alba para salir de caza, observó excremento reciente en el patio de los establos a pesar de que todos los animales estaban en su correspondiente cuadra.

—¿Quién ha utilizado un caballo o una acémila esta noche? —preguntó como sin darle importancia a cada uno, sin que nadie le diera una respuesta.

Paco se encogió de hombros.

—Un jinete se habrá extraviado esta noche y, al ver que esto es un callejón sin salida que termina en el estrecho, habrá desandado el camino —contestó, bostezando.

Costa asintió a regañadientes.

A Yonah le parecía que, cada vez que levantaba la vista, veía los ojos de Ángel clavados en él.

Estaba deseando marcharse, pero Fierro no quería irse hasta haber resuelto un último asunto. El maestro le dejó un bulto a un viejo amigo suyo que era el magistrado real del pueblo para que lo abriera pasadas dos semanas. Contenía una cantidad de dinero que debería repartirse entre los hombres que habían trabajado para él según el tiempo que llevaran a su servicio, y una carta, otorgándoles a todos la propiedad colectiva del taller y de la fundición, junto con su deseo de que, echando mano de los considerables conocimientos adquiridos, se ganaran la vida construyendo armaduras y otros objetos.

—Ya ha llegado la hora —dijo aquella noche Fierro, y Yonah lanzó un profundo suspiro de alivio. Esperaron a que transcurriera casi toda la noche, para que ya fuera de día cuando se encontraran en territorio desconocido. En los establos, Fierro sacó de su cuadra su montura de costumbre, una yegua negra que, según decían, era la mejor cabalgadura de allí. —Toma el tordo árabe para ti —le dijo a Yonah y éste lo hizo con sumo agrado. Ensillaron los caballos, los volvieron a colocar en sus cuadras y volvieron a conducir por última vez el mulo a la casa de Fierro.

Se vistieron para el camino, se armaron y cargaron el mulo con todas las cosas que habían reunido. Después regresaron a los establos, recogieron las monturas y condujeron los tres animales a través del recinto de la fundición en medio de la grisácea luz de una nueva mañana.

No pronunciaron palabra.

Yonah lamentaba no haberse podido despedir de Paco.

Sabía lo que era abandonar el propio hogar y por esta razón podía imaginar lo que debía de sentir Fierro. Al oír un suave gemido, lo tomó por una pequeña manifestación de pesar, pero, cuando se volvió hacia el maestro, vio que una emplumada asta había florecido en la garganta de su amo justo por encima de la cota de malla. Una sangre intensamente roja bajó desde la garganta de Manuel Fierro y goteo desde la cota de malla al caballo.

Ángel Costa se encontraba a unos cuarenta pasos de distancia y el disparo que había efectuado bajo la escasa luz del amanecer le hubiera valido una moneda de oro por parte del maestro si lo hubiera realizado durante unas prácticas.

Yonah sabía que Ángel había atacado primero a Fierro porque temía la espada del maestro. En cambio, la pericia de Yonah no le inspiraba ningún temor, por lo que arrojó el arco al suelo y desenvainó la espada mientras corría hacia él.

El primer pensamiento de Yonah, tan aterrorizado que borró cualquier otra idea que tuviera en la mente, fue saltar a la grupa de su montura y alejarse al galope. Pero quizás aún podía hacer algo por Fierro…

No tuvo tiempo para pensar, sólo para desenvainar la espada y adelantarse. Costa se le echó encima y las armas se cruzaron y resonaron en el aire.

Yonah no abrigaba apenas esperanza alguna. Costa lo había vencido una y otra vez. La expresión del rostro de Ángel, absorta y despectiva, era la misma que él conocía tan bien. Costa estaba estudiando qué serie de golpes podrían acabar rápidamente con él, de entre la docena de movimientos que en otras ocasiones había utilizado con éxito contra el neófito.

Con una fuerza nacida de la desesperación, Yonah inmovilizó la espada de Costa, empuñadura contra empuñadura, mientras ambos forcejeaban. Fue como si oyera mentalmente la voz de Mingo, diciéndole exactamente lo que tenía que hacer.

Su mano izquierda se deslizó hacia la pequeña funda que llevaba colgada del cinto y desenvainó la daga. La clavó. Desgarró la carne, imprimiendo al arma un movimiento ascendente.

Ambos se miraron con la misma estupefacción, conscientes de que la contienda no hubiera tenido que terminar de aquella manera. Mientras, Costa se desplomó al suelo.

Fierro ya había muerto cuando Yonah regresó junto a él. Yonah trató de extraer la flecha, pero ésta se había clavado profundamente y la punta ofrecía resistencia, por lo que quebró el asta lo más cerca que pudo de la pobre garganta ensangrentada.

No podía permitir que encontraran el cadáver de Fierro, sabiendo que éste sería declarado culpable y, como indignidad final, sería quemado junto con los condenados vivos en el siguiente auto de fe que se celebrara.

Tomó el cuerpo del maestro, lo apartó a una considerable distancia del camino y utilizó la espada para cavar una tumba superficial en el suelo arenoso, sacando la tierra con las manos desnudas.

El terreno estaba lleno de piedras y la utilización de la espada como pala estropeó la hoja, hasta el punto que quedó convertida en un arma inservible. La cambió por la espléndida espada de Fierro. Dejó las espuelas de plata en las botas del maestro, pero tomó su bolsa y le quitó el cordel que llevaba alrededor del cuello, con las llaves de los cofres.

Tardó mucho rato y tuvo que hacer un gran esfuerzo para cubrir el cuerpo de Fierro con unas pesadas rocas para protegerlo de los animales; después tapó las rocas con un palmo de tierra y extendió por la superficie de la sepultura multitud de piedrecitas, ramas y una piedra de gran tamaño para que, desde el camino, la tierra no se viera removida.

Unas cuantas moscas ya estaban volando alrededor del cuerpo de Costa y no tardaría en haber todo un enjambre, pero, tras comprobar que estaba muerto, Yonah dejó a Ángel en el suelo.

Al final, se alejó de aquel lugar, lanzando al tordo árabe a un trote rápido mientras sujetaba las riendas de la acémila y de la yegua negra de Fierro. No aflojó las riendas de los animales tras haber cruzado el estrecho istmo que unía Gibraltar con la tierra firme mientras cabalgaba por delante del saqueado hogar del santo peregrino sin verlo tan siquiera. Cuando el sol ya se había elevado en el cielo, él se encontraba una vez más en la solitaria seguridad de las altas montañas, donde se pasó un buen rato llorando como un niño por Fierro, lleno de tristeza y de algo más. Había enviado a la muerte a dos hombres y ahora se había cobrado una vida humana con sus propias manos. La carga de todo lo que con ello había perdido le pesaba más que lo que llevaba la acémila sobre su grupa.

Cuando tuvo la certeza de que no lo perseguían, aflojó las riendas de los animales y a lo largo de cinco días los condujo hacia el este por senderos de montaña muy poco transitados. Después se desvió hacia el nordeste, sin apartarse de las colinas, hasta que ya estuvo muy cerca de Murcia.

Abrió el cofre de cuero sólo una vez. Por su peso, el cofre sólo podía contener una cosa, por lo que la contemplación de las monedas de oro fue una simple confirmación de que el contenido del cofre eran las ganancias del maestro a lo largo de dos décadas dedicadas a la construcción de unas armaduras extremadamente apreciadas por los ricos y poderosos. Eran unos recursos que a Yonah no le parecían verdaderos, por lo que no tocó las monedas antes de volver a cerrar el cofre y guardarlo de nuevo en la bolsa de tela. Fierro le había encomendado su custodia.

El cabello y la barba le crecieron rápidamente y se le enredaron una vez más, y tanto las espuelas como la cota de malla quedaron cubiertas por una fina capa de herrumbre a causa de la hierba mojada por el rocío, sobre la cual solía dormir. Se detuvo un par de veces para comprar provisiones en remotas aldeas que le parecieron seguras, pero, por lo demás, evitaba cualquier contacto humano. En realidad, casi todas las situaciones eran seguras, pues su temible aspecto era la viva imagen de un caballero bribón y asesino, cuya espléndida espada y cuyos caballos de guerrero no invitaban ni al ataque ni al trato social.

Después de Murcia, viró al norte, atravesando Valencia para entrar en Aragón.

Había dejado Gibraltar a finales de verano. Los días eran más frescos y las noches muy frías. Le compró a un pastor una manta de piel de oveja y durmió envuelto en ella. Hacía demasiado frío como para lavarse, y la mal curtida piel de oveja contribuía a intensificar el mal olor de su cuerpo.

La mañana en que llegó a Zaragoza estaba muerto de cansancio.

—¿Conocéis al médico de este lugar? ¿Un tal Fierro? —le preguntó a un hombre que estaba cargando leña en un carretón tirado por un asno en la plaza Mayor.

—Si, claro —contestó el hombre, mirándole con cierto recelo.

Después le dijo a Yonah que volviera sobre sus pasos y saliera de la ciudad y, una vez allí, se dirigiera a una pequeña y apartada hacienda, por delante de cuyo camino de entrada él había pasado sin darse cuenta. Junto a la casa había un establo, pero no se veía ningún animal, aparte de un caballo que estaba rozando la parda y mísera hierba invernal.

Respondiendo a su llamada, una mujer abrió la puerta, de la cual se escapaba el aroma del pan recién hecho. La mujer entornó la hoja apenas un resquicio, por lo que lo único que pudo ver Yonah de ella fue la mitad de un dulce rostro de campesina, la redondez de un hombro y el nacimiento de un seno.

—¿Queréis ver al médico?

—Sí.

Nuño Fierro resultó ser un hombre medio calvo de prominente barriga y apacibles ojos ensimismados. A pesar de que el día estaba nublado, entrecerró los ojos como si le deslumbrara el sol. Era mayor que el maestro, tenía una nariz recta y no se parecía casi en nada a su hermano, el cual rebosaba de vitalidad y era mucho más vigoroso que él. Pero, al cabo de un momento, cuando el hombre salió de la casa, Yonah vio un parecido en su forma de mantener la cabeza, su manera de andar y las distintas expresiones de su rostro.

El hombre encorvó los hombros y permaneció en silencio cuando Yonah le comunicó la noticia de la muerte de su hermano.

—¿Muerte natural? —preguntó finalmente.

—No. Lo abatieron.

—¿Queréis decir que lo mataron?

—Sí, lo mataron.., y le robaron todo lo que tenía —contestó repentinamente Yonah.

La decisión de no entregarle a aquel hombre el dinero de su hermano no fue premeditada, sino el fruto del súbito impulso de no hacerlo. Yonah regresó junto a la acémila y desató el bulto que contenía el cofre del instrumental médico.

Nuño Fierro abrió la caja y acarició los escalpelos, las sondas y las pinzas.

—Los hizo uno por uno con sus propias manos. Me permitió pulir algunos, pero los hizo todos él.

El médico acarició suavemente los objetos realizados por su hermano, sumido en un terrible momento de angustia. Después miró a Yonah y, al ver en él las huellas del viaje y probablemente, pensó Yonah, al aspirar su olor, le dijo:

—Os ruego que entréis.

—No.

—Pero tendríais que…

—No, os lo agradezco. Os deseo mucha suerte —dijo Yonah en tono casi desabrido. Regresó junto a su tordo árabe y montó de inmediato en él.

Tuvo que hacer un esfuerzo para huir muy despacio de aquel lugar, con los animales caminando al paso mientras Nuño Fierro se quedaba allí en medio de la polvareda, mirándole perplejo.

Yonah decidió subir un poco más al norte, pero sin apenas saber adónde.

Pensó que el médico era un anciano visiblemente próspero que no necesitaba para nada la fortuna de su hermano.

Sin ser consciente de la tentación, ahora se daba cuenta de que llevaba mucho tiempo pensando en el dinero y comprendía lo que supondría para él disponer de unos recursos económicos ilimitados.

¿Por qué no? Estaba claro que Dios se los había enviado. El Inefable le había comunicado un mensaje celestial de esperanza.

Al cabo de un rato, sentado en la silla de montar que ya se había convertido en otra capa de piel de su trasero, experimentó una sensación de mareo de sólo pensar en la cantidad de oportunidades que se le ofrecerían gracias al oro y en los lugares a los que podría dirigirse para iniciar una nueva vida. Había llegado a unas estribaciones montañosas y se alegraba de poder viajar hacia el consolador refugio de las montañas, pero aquella noche no pudo conciliar el sueño. Brillaba en el cielo una delgada raja de luna y las mismas estrellas que iluminaban el firmamento cuando era un pastor. Encendió una hoguera en un claro de una boscosa cuesta y, mientras permanecía sentado contemplando las llamas, pensó en las muchas cosas que podría hacer.

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