Read El viaje de los siete demonios Online
Authors: Manuel Mújica Láinez
Metió ambas manos en la cesta, y fue extrayendo la gloria de las longanizas, de los salchichones, de los quesos, de los vinos italianos, ante el espanto y la admiración de Madama Catalina y sus hidalgas servidoras que, sin hacerse rogar demasiado, pusieron en funcionamiento las mandíbulas.
A su vez, repitió la fórmula Satanás:
—Permítanme las señoras…
Se avecinó al fuego, removió las agónicas brasas, y en breve chisporroteó en el hogar el regocijo de una lumbrarada que iluminó la habitación afligente, comunicándole un bienestar que en los segundos previos se hubiera considerado más que improbable. A su resplandor, los demonios examinaron con holgura a la descendiente de los Vizcondes de Thouars.
Lo que por encima de todo impresionaba era su terrible palidez. Si su cara parecía una marchita magnolia, sus manos semejaban resecos lirios. Lo último que aparentaba vivir en su rostro eran sus ojos de pálido acero, pero ellos también se dijeran fronterizos del desmayo. Su cabellera gris se empinaba en descuidadas y desflecadas volutas. Vestía de rojo, lo mismo que sus damas, porque el color del luto, en la Francia medieval, fue el blanco, y la Baronesa lo rehuía, como a cuanto le recordase al Barón. No obstante el abandono, se advertía que había sido hermosa. Se advertía, por lo demás, el rigor de su dieta.
Creyó Lucifer que le convenía proseguir el razonamiento y anunció, rotundo:
—Nuestro propósito es obtener la canonización del Barón Gilles de Rais.
De haber estallado en Tiffauges una bomba —no una bomba de la Edad Media, sino una de las que inventó, siglos más tarde, la inspiración bélica del jefe de los diablos—, no hubiera sido mayor la estupefacción justificada que experimentó Madama Catalina. Había seguido de pie, como sus visitantes (con lo cual el prescindente obispo resultó el único privilegiado), así que le flaquearon las débiles piernas, y sobre sus asentaderas cayó en el duro piso, murmurando: Mon Dieu! Apresuráronse, galantemente, los demonios a levantarla, y Belcebú le ofreció unos sorbos de Chianti, que con avidez ingirió. Reanimada por el alcohol oportuno y por su gusto recuperado, tras años abstemios, la Mariscala se ubicó en el solitario taburete y pidió al Diácono Lucifer que repitiese sus palabras, pues no daba, lógicamente, crédito a sus oídos. Lo hizo, deletreando, el demonio de la soberbia:
—Nos proponemos obtener la canonización de Messire de Rais. Monsignore Belfega —agregó, volviéndose con respeto hacia la inanimada figura que relampagueaba como un escaparate de joyería— es el alma de esta empresa reivindicatoria. Merced a él, se encamina al éxito y tenemos la certidumbre de coronarla.
Se le ocurrió a la Baronesa que su postrer castillo había sido ocupado por dementes, pero la augusta presencia de Monsignore, que aprobaba con rítmicas oscilaciones de cráneo, le hizo descartar esa desazón. Por otra parte, el diácono altivo, de físico tan atrayente, proseguía su perorata.
—Es fuerza que agradezcamos al Mariscal de Rais, Señor de Laval y Conde de Brienne, su contribución a poblar el Cielo. El Cielo, Illustrissima Signora, está escaso de querubines. La época es mala; la juventud se pierde; la guerra de Cien Años ha sido fecunda en tentaciones; los niños juegan solamente a la guerra y a ser grandes; sueñan con matar, con forzar, con raptar, con violar, con estuprar. Decae la provisión angélica, como resultado. No hay querubines nuevos, flamantes. La producción está en baja. Y el Barón ha facilitado, en mínimo tiempo, unos doscientos cincuenta querubines. De sus manos ascendieron, directamente, a los predios divinos. ¿Cómo no manifestarle nuestra gratitud por su aporte valioso? Función de santo, es la de colonizar el Cielo con almas puras. Si no hubiera actuado él con tan veloz eficacia, tengamos la seguridad de que hubiesen caído, a su debido tiempo, en las garras crueles del Diablo. Hubieran llegado, sin duda, a la madurez y a la edad senecta, y se hubieran despedido del mundo henchidos de légamo pecaminoso. Lo evitó la caridad comprensiva de Messire de Rais. Él los ofreció, no puedo decir que corporalmente intactos pero sí intactos espiritualmente (que es lo que importa) a los escuadrones del Cielo. Ha sido un reclutador incomparable y un proveedor refinado, y gracias a él las milicias bienaventuradas se enriquecieron con un dulce enjambre de adolescentes, que hoy ciñen alas tersas y las utilizan para ir y venir en el Paraíso y agradar a Dios. El Barón Gilles de Rais procedió con singular sabiduría. Pueden algunos, errados (y entre ellos sobresalen quienes lo sometieron a inicuos tribunales), criticar sus métodos. No así Monsignore Belfega. Monsignore Belfega es un maestro. No hay más que mirarlo para admirarlo. Monsignore Belfega desenredó, con exquisita perseverancia, la urdimbre del proceso y de la vida del óptimo amigo de la que será Santa Juana. En su inteligencia insomne se engendró el pensamiento de la canonización del Señor de Laval, ínclito despensero celeste. Ese pensamiento ha encontrado la más cálida de las acogidas, en los lugares que hemos visitado ya, y la imagen de San Gilles de Rais comienza a pintarse, a grabarse, a esculpirse y a repartirse en las casas discretas y devotas. Como es natural, un proyecto tan grandioso no aspira a concretarse de inmediato. Transcurrirá tiempo, todavía, antes de que sedimente con la solidez de una roca. Pero nosotros no cejaremos; antes bien proseguiremos, como sus apóstoles, con el auxilio inmaterial de nuestros querubines, andando por la vasta tierra, y recopilando más y más firmas, que avalen nuestra feliz demanda. Estas son, Signora Baronesa, las que hasta ahora hemos reunido.
Golpeó las manos, y Leviatán y Belcebú desplegaron a la distancia, un larguísimo pergamino cuyo rollo rodó por el aposento, y en el cual el propio Lucifer se había entretenido en garabatear enredadas rúbricas.
Se oscurecía la habitación y las damas trajeron tres cirios, que le agregaron una claridad indecisa.
—Nunca, nunca tres velas —protestó Mammón—; por nada, pues entrañan un mal presagio. En la Antigüedad se reconocía en ellas al símbolo de las Parcas. Además, significan un gasto inútil.
Dio unos pasos y apagó dos.
Madama Catalina de Thouars se retorcía los dedos exangües. Su palidez había sido suplantada por el rubor que le encendía las facciones. Notándolo, los demonios la abanicaron con los flabelos de avestruz.
—Lo que el Señor Diácono me dice, en nombre de Monseigneur Belfega, es tan especial, tan inesperado, que me cuesta digerirlo inmediatamente. Ruego a Uds. que acepten la hospitalidad de Tiffauges, por mezquina que sea, para que conversemos sobre el asunto. Desde ya, les aseguro que estoy conmovida. ¡Ya decía yo que no desbarré al casarme con Gilles! ¡Me dejé raptar por él a los dieciséis años! ¡Esos jueces! ¡Ese Obispo de Nantes! ¡Ese Duque maldito de Bretaña! Por ahora me siento débil y próxima al síncope…
—Nos instalaremos aquí el tiempo necesario.
La dama besó el guante yerto, una vez más, y los demonios se retiraron, precedidos por los alabarderos. Antes pudieron observar que la Baronesa requería el espejo y el peine. Dedicaron la noche al turismo castellano, porque les pareció utópico dormir en las habitaciones, llenas de escombros y huérfanas de muebles, que les fueron asignadas. En uno de los desvanes, encontraron un pequeño húmero, un pequeño peroné y un delicado metacarpo, que Leviatán recogió para hacerse un collar, pues supuso que traerían suerte. Luego los príncipes infernales emborracharon a los alabarderos y jugaron con ellos a los dados, ganándoles lo poco que poseían.
Por la mañana, Madama Catalina requirió su presencia y allá acudieron, sin haber pegado el ojo, pero con igual pompa. Belfegor no había despertado; no despertó desde que abandonaron el bosque.
Se encontraron con que la Baronesa había introducido ciertas modificaciones en su aspecto. Ella y sus viejas damas habían trocado los rojos vestidos por otros blancos, los de la viudez, y Madama había desenterrado, vaya a saber de dónde, unas modestas alhajas, hurtadas a la rapiña de los usureros. Había distribuido su cabellera en trenzas enroscadas y se advertía que usó de afeites para combatir la languidez.
Ubicáronse los demonios como el día anterior; Belcebú facilitó un opíparo desayuno; alimentó Satanás la chimenea; las moscas demoníacas se posaron sobre la mitra de Belfegor a la que disfrazaron de colmena verde; y Lucifer, a requerimiento de la Mariscala, reiteró su oratoria, adornándola con algunos anexos.
—Es incalculable —señaló— a qué límites fastuosos hubiera alcanzado el seráfico acopio del Barón, si no hubiera intervenido la mano impía del verdugo, cortando su carrera equipadora. Quizás a mil, a dos mil tiernos infantes alígeros. Lo impidió la baja envidia —aquí Lucifer miró de reojo a Leviatán— de sus enemigos. No le perdonaron ni su hábil provecho ni su alta intención. ¿Qué? Además de haber bebido el viento de la gloria en Orleáns, en Patay, en Jargeau; además de haber presidido la coronación de Carlos VIII, con Santa Juana; además de haber poseído y desembolsado a su gusto la fortuna más prodigiosa del reino; además de haber casado con la señora más ilustre de la tierra francesa; y de haber dispuesto, según su antojo, de las más bellas criaturas de tres provincias: ¿todavía iba a ser suya la aureola inmarcesible de la santidad? No, no, había que poner término cuanto antes al brillo de esa biografía. Había que eliminarlo, que estorbar que continuase acumulando méritos. Y por celos, lo ejecutaron. No quisiéramos estar dentro de la ropa de fantasmas de sus acusadores, de sus jueces, cuando les toque rendir cuentas ante Dios.
Madama de Thouars devoraba sus palabras. Se enderezaba en el taburete; sin proponérselo, adoptaba actitudes pictóricas; la sangre fluía, cálida, en sus venas; centelleaba el acero de sus ojos. Entre tanto, en el salón principal, se oían las toses y los rezongos de los dos soldados quienes, valiéndose de altos plumeros, combatían las telarañas. Se oía también los golpes de los baldes, el atronar de los chorros, los chillidos de los roedores. Adecentaban el aposento; limpiaban los escudos, bruñían las panoplias, higienizaban las esculturas de los condestables antepasados.
—Esta plática —dijo la Baronesa— me hace un enorme bien.
—Sírvase unos bocadillos —le sugirió Belcebú.
Los días siguientes, los demonios fueron testigos de la maduración y del florecimiento de la planta de la soberbia, en el ánimo de la señora. Coincidió dicho progreso con la intensificación del colorete. Se pintaba los ojos, las mejillas, la boca. Complicaba su peinado. Había hecho subir de la bodega la negra armadura que Gilles lució en Reims, cuando condujo la Santa Ampolla de Saint Rémy. La mandó frotar y lustrar hasta que arrojó chispas, y en torno, como en un altar, se prendieron largos cirios. También dispuso que trajeran el trono dorado que Gilles encargó para que el Rey lo ocupase, durante el estreno del «Misterio del sitio de Orleáns», y en él se sentó, arropándose en unos armiños que festoneaba la polilla. Madama Catalina echaba lumbre, como la armadura, o como si estuviera hecha de esmaltes, de amatistas, de lapislázuli, de ópalos. Deliraba de orgullo. Ya no besaba los anillos de Monsignore Belfega; los demonios, al entrar, debían besarle las manos.
—¡Santo, santo, santo —cantaba—, santo es el Señor de Rais! ¡Benditos los que esclarecen su nombre!
—Y santa asimismo —le propuso Lucifer— Madama de Thouars.
—¡También santa! Los Thouars hemos contribuido a las cruzadas con tres vizcondes. Las flores de lis siembran nuestro blasón. ¡Santos todos! ¡Pero más santo que ninguno, Gilles de Rais!
La vanidad la ahogaba. No cabía en sí. Había que hablarle de rodillas. Respiraba, ensanchando las narices y mareándose, el delicioso aroma del desquite, de la venganza.
A esa altura, Lucifer opinó que se había dado suficientemente en el blanco. Había transcurrido en Tiffauges una semana entera y convenía reanudar el viaje. Acudieron, pues, a despedirse. Casi tuvo lugar entonces un incidente ingrato, algo que hubiera deslucido la cortesanía de la escena. Belfegor, sin contenerse y sin despertar, soltó un ruido que procedía de lo más profundo de las entrañas. Pusiéronse los demonios a estornudar, a taconear, a mover los leños; luego, serenados, desfilaron delante de la señora. Ella quiso retenerlos. No le daba abasto la retórica ponderativa de Lucifer; exigía más y más. Parecía un ídolo, en su trono que envolvían las bocanadas del incienso. Le significaron que debían partir, pues lo exigía su misión.
—Antes —solicitó la Baronesa— les ruego que asistan a un corto espectáculo ineludible.
Alzó la voz, dio una orden, y entraron los alabarderos. Arrastraban a las octogenarias damas de honor por los cabellos y desnudas de la cintura arriba.
—Estas dos hechiceras, estas dos erinias, estas dos furias hipócritas, me han atormentado durante tres años, exactamente desde que el cuerpo de San Gilles se inmovilizó en la horca. Me acosaron con sus lloriqueos y suspiros; me enloquecieron con sus silencios lamentosos; pretendieron reducirme a su repugnante condición de villanas plañideras; me hicieron sentir miserable, a mí, a la Baronesa de Rais, Condesa de Brienne, Señora de Laval, de Tiffauges… Ahora recibirán su castigo.
Blandieron los de alabarda unas disciplinas —acaso empleadas por el Barón sobre carnes más jóvenes— y se entregaron al deleite de azotarlas. Fue evidente, por su entusiasmo, que satisfacían así un antiguo deseo. Los gritos de las viejas, mezclados con la risa estridente de Madama Catalina, escoltaron a los demonios, mientras descendían la tortuosa escalera de caracol. En el patio, felicitaron efusivamente a Lucifer (Leviatán fue el más sobrio). Después retomaron la senda que conducía al claro del bosque en el cual habían dejado sus cabalgaduras. De camino, Belfegor se despabiló; llevó las manos a la cabeza; tocó, en vez de los cuernos, la mitra; se vio rodeado de eclesiásticos; e inquirió, sorprendido y todavía embotado:
—¿Qué es esto? ¿quiénes son ustedes?
—
Buona sera
, Monsignore Belfega —le dijo Lucifer.
V
ueltos ya a sus habituales trazas, ocupáronse los siete demonios de sus medios de transporte. Los encontraron donde los dejaran. El grifo seguía paciendo, pacientemente. Aunque era mitad águila y mitad león, prefería el régimen vegetariano. La sierpe, enroscada en un tronco, jugaba a la tentación del Edén, ondulando y silbando con incitante empeño, mientras que el sapo jugaba al sapo consigo mismo y atrapaba guijarros en el aire. Soledoso, el Vellocino a motor añoraba un combustible sin mezcla. La novedad era ofrecida por las caballerías de Asmodeo y Belcebú. Fue manifiesto que la intimidad de la sirena y del toro había dado su fruto. La gestación, entre las sirenas, es, por lo que se vio, muy rápida, pues nuestra ninfa amamantaba cariñosamente a un vástago, con sirenio cuerpo, que había sacado las barbas y la nariz asiria de su padre.