En nuestra mesa se hablaba de arte italiano. La señorita Lasqueti, que había vivido algunos años en Italia, estaba en el uso de la palabra:
—Lo que sucede con las madonas es que tienen esa
expresión
porque
saben
que Él va a morir joven… pese a todos los ángeles que se ciernen y que rodean al niño con esas llamas de aspecto sangriento que les brotan de la cabeza. Gracias a la sabiduría concedida a la Virgen, está en condiciones de ver el mapa completo, el final de la vida de su hijo. Da lo mismo que la joven de la zona utilizada por el artista no esté capacitada para adoptar esa expresión de persona informada. Es posible incluso que tampoco el artista sea capaz de retratarla. De manera que somos sólo nosotros, los espectadores, quienes leemos ese rostro como el de alguien que conoce el futuro. Porque lo que le sucederá a su hijo nos lo cuenta la historia. El reconocimiento de esa aflicción lo pone el espectador.
Vuelvo a pensar no sólo en esta conversación durante una comida en el buque, sino también en mis noches de adolescente en Mill Hill. Massi, Ramadhin y yo hemos consumido a toda prisa una cena con curri en su casa y corremos para no perder el tren de las siete y cinco que nos llevará al centro de Londres. Hemos oído hablar de un club de jazz. Tenemos dieciséis y diecisiete años. Esa misma sería la expresión, la mirada de larga distancia dirigida hacia su hijo, con su frágil corazón, que yo habría visto entonces en el rostro de la señora Ramadhin.
Anoche, mi primer sueño con Massi. Hace años que nos separamos. Me hallaba entre casas en una región alpina, las viviendas en el primer piso, porque el bajo se destina a los animales. No la he visto en un sueño, y menos aún en la vida real, desde hace mucho tiempo.
Estaba escondido cuando ella salió. Llevaba el pelo corto y muy oscuro, lo que la hacía parecer distinta de cuando vivía conmigo. Su rostro resultaba más luminoso, creaba nuevos ángulos interesantes. Parecía disfrutar de buena salud. Supe que me podía haber vuelto a enamorar, algo que no habría sido posible si Massi siguiera como en el pasado, y si nos rodeara nuestra historia compartida y un inevitable aire de familiaridad.
Aparecía un hombre, que la ayudaba a sentarse a la mesa, y me percataba de que Massi estaba al comienzo de un embarazo. Oían algo y venían hacia mí. Yo saltaba por encima de un seto, caía de rodillas y luego echaba a correr por una calle donde había comerciantes, herreros y carpinteros, todos trabajando. El ruido de sus herramientas era como de armas, pero se transformó en música de repente y me di cuenta de que no era yo quien corría, sino Massi, entre los peligrosos ritmos de yunques y hojas de sierras. En cuanto a mí, me había vuelto incorpóreo, ya no formaba parte de la escena, quedaba excluido de su existencia. Ella, en cambio, recién embarazada, se hallaba en pleno
élan vital
y era quien corría para escapar de los peligros que la acechaban. Massi, con sus cabellos cortos, oscuros, y decidida a alcanzar algo situado más allá de donde se encontraba en aquel momento.
Me debieron de enseñar, o aprendí de algún modo en una edad temprana, a romper fácilmente cualquier situación de intimidad. Cuando Massi y yo nos separamos, sin preocuparme por el dolor que fuese a sentir, no luché. Nos despedimos de una manera casi demasiado despreocupada. Así que, mucho después de que terminara mi relación con ella, pero todavía dentro del torbellino que provocó, me encontré buscando algo que explicara o excusase lo sucedido. Despojé nuestra historia hasta lo que creí que era la verdad esencial. Si bien, por supuesto, se trataba sólo de una verdad parcial. Massi decía que a veces, cuando las cosas me abrumaban, yo recurría a un truco o a una costumbre mía: me convertía en algo sin raíces en ningún sitio. No me fiaba de nada de lo que se me decía, ni siquiera de lo que presenciaba.
Era, aseguraba, como si me hubiera criado convencido de la peligrosidad de todo. Un desengaño tenía que haber sido el responsable. «De manera que sólo concedías tu amistad, tu intimidad, a quienes estaban lejos de ti». Después me preguntó si aún creía que mi prima había participado en un asesinato. Si, en caso de que me sincerara y dijera la verdad sobre lo que sabía, Emily seguiría estando en peligro. «Tu condenado corazón cauteloso. ¿A quién quisiste que te hizo esto?»
—Te quise a ti.
—¿Cómo?
—He dicho que te quise.
—Creo que no. Alguien te hizo daño. Cuéntame lo que te sucedió cuando llegaste a Inglaterra.
—Fui al colegio.
—No; hablo de cuando
llegaste
. Porque tuvo que pasarte algo. Creí que ya estabas bien cuando volví a verte, después de que muriera Ramadhin. Pero me parece que no era cierto. ¿Cómo?
—He dicho que te quería.
—Sí, que
me querías
. Estás saliendo de mi vida, ¿no es eso?
De esa manera, válida o no, quemamos las pocas cosas buenas que quedaban entre nosotros.
Todas las tardes, desde que salimos de Port Said, la orquesta, con su habitual uniforme de color ciruela, tocaba valses en la cubierta de paseo, y todo el mundo salía a tomar el sol del Mediterráneo, más clemente. El señor Giggs caminaba entre nosotros y estrechaba manos. Y también estaba el señor Gunesekera, con su pañuelo rojo en torno al cuello, que inclinaba la cabeza al pasar. La señorita Lasqueti lucía su chaqueta con los diez bolsillos almohadillados, cada uno de ellos con una paloma acróbata o una jacobina, que asomaban la cabeza mientras ella recorría las cubiertas para que sus aves tomaran el aire de mar. Pero faltaba el señor Mazappa. Su humor estridente, indómito, había desaparecido. Escaseaban las emociones, y la más importante era el convencimiento de que el weimaraner había saltado del barco y había nadado hasta tierra más o menos en el momento en que abandonábamos Port Said. De todos modos, estábamos seguros de que si el perro se hubiera lanzado al mar, el señor Invernio habría saltado tras él. En cualquier caso, nos agradaba que con la desaparición del animal que había ganado en dos ocasiones el campeonato internacional Crufts, nuestro capitán se encontrara con otro problema entre las manos. De momento no estaba resultando ser su travesía más brillante. Una crisis más, dijo la señorita Lasqueti, y podría ser la última. En la intimidad de nuestro camarote, el señor Hastie insinuó que Invernio había escondido al weimaraner, porque si bien estaba loco por el animal, no parecía preocuparle mucho su desaparición. Hastie dijo que no le sorprendería que, al cabo de unas semanas, se viera a la señora Invernio —si es que existía una señora Invernio— paseando a aquel perro con tanto pedigrí por Battersea Park.
En la cubierta de paseo se dio una noche un concierto al aire libre, con el sonido del mar llenándonos los oídos. Se trataba de música clásica, algo de lo que Cassius, Ramadhin y yo no habíamos oído hablar nunca, y como los tres nos habíamos asegurado asientos en la primera fila, no estábamos en condiciones de levantarnos y marcharnos, a no ser que nos fingiéramos atacados de repentina enfermedad. Yo, en realidad, no escuchaba, tratando de inventar una salida espectacular a base de agarrarme la tripa con las dos manos. Pero de cuando en cuando oía algo que me resultaba familiar. Los sonidos procedían de una pelirroja que agitaba el pelo de aquí para allá, y que tocaba el violín mientras los otros músicos esperaban. Había algo muy familiar en ella. Quizás la había visto en la piscina. Desde detrás, una mano me apretó el hombro e hizo que me volviera.
—Creo que podría ser tu violinista —me susurró al oído la señorita Lasqueti.
Me había lamentado ante ella de los ruidos en el camarote vecino al mío a la hora de la siesta. Repasé el programa que me habían dejado sobre el asiento. Luego miré a la mujer que se echaba para atrás el pelo indómito cada vez que encontraba una pausa en la música. Y es que no era su rostro lo que me resultaba familiar, sino las notas y los quejidos que empezaban ya a relacionarse con la música que producían los restantes miembros de la orquesta. Era como si se fueran uniendo de manera fortuita en una melodía similar. A la pelirroja tenía que parecerle una cosa maravillosa, después de todas aquellas horribles horas de padecer las altas temperaturas de su camarote.
Delitos cometidos (hasta el momento) por el capitán del
Oronsay
1. El señor De Silva mordido por un animal con resultado de muerte
.
2. La falta completa de seguridad para los niños durante una peligrosa tempestad
.
3. Malas palabras y expresiones groseras delante de niños
.
4. Destitución injusta del señor Hastie, cuidador jefe de la perrera
.
5. Un poema muy insultante recitado al final de una cena de gala
.
6. La desaparición de una valiosa estatua de bronce del señor De Silva
.
7. La pérdida de un perro weimaraner galardonado en distintos concursos
.
No hace mucho asistí a una clase magistral impartida por Luc Dardenne, el director y productor de cine belga. Habló de que los espectadores de sus películas nunca deberían dar por sentado que lo han entendido todo acerca de los personajes. En nuestra calidad de público nunca deberíamos sentirnos más sabios que los personajes, porque no sabemos más de lo que ellos saben sobre sí mismos. No deberíamos sentirnos seguros sobre sus motivos ni superiores a ellos. Creo que tiene razón. Lo reconozco como un principio fundamental del arte, aunque albergo la sospecha de que no es así para muchos.
Según nuestras primeras impresiones, nos había parecido que la señorita Lasqueti tenía aire de solterona y que era muy cauta. Los mundos de los que hablaba carecían de interés para nosotros. Se entusiasmaba con los calcos obtenidos pasando carboncillo sobre imágenes en metal y monedas y también le interesaban mucho los tapices. Pero más adelante se nos reveló como responsable de dos docenas de palomas mensajeras alojadas en algún lugar del buque y que ella «transportaba hasta Inglaterra para entregárselas a un plutócrata», vecino suyo en Carmarthenshire. ¿Para qué querría, nos preguntábamos, aquellas palomas un plutócrata? «Silencio radiofónico», había respondido ella enigmáticamente. Más tarde, cuando nos enteramos de sus contactos con Whitehall, entendimos mejor su relación con las palomas. El plutócrata había sido una ficción.
Pero en aquel momento nos interesaba más lo que parecía ser su afecto por el señor Mazappa. Nos dábamos menos cuenta de su curiosidad creciente por el preso y por los dos funcionarios de la policía (uno de ellos todavía invisible) que escoltaban a Niemeyer camino de Inglaterra. «El preso no es más que mi equipaje», había señalado el señor Giggs a un grupo de admiradores durante una cena, reivindicando con falsa modestia su papel de protagonista. Pero ¿cuál era el «equipaje» de la señorita Lasqueti? No lo sabíamos. ¿Era algo que quizá había presenciado yo durante una visita a su camarote en una etapa anterior del viaje, cuando quiso que habláramos de mis relaciones con el barón? Porque si había existido un momento fuera de lo corriente en mi trato con la señorita Lasqueti, había sido una tarde en que me pidió que fuese a su camarote a la hora del té.
Recorro por tanto una senda casi olvidada hasta aquella tarde indeleble. Me sorprende encontrar a Emily con ella, como si la señorita Lasqueti la hubiese invitado a unirse a nosotros para analizar algo serio conmigo. En la mesa hay té y pastas. Emily y yo nos sentamos muy erguidos en las dos únicas sillas, mientras la señorita Lasqueti se instala a los pies de la cama, inclinándose hacia delante para hablar. El camarote es mucho más grande que el mío y está lleno de objetos poco corrientes. Junto a la señorita Lasqueti hay algo que parece una pesada alfombra. Más tarde me explican que se trata de un tapiz.
—Le estaba diciendo a Emily que mi nombre de pila es Perinetta. Creo que es un tipo de manzana que se encuentra en los Países Bajos —repite el nombre en voz baja, como si apenas lo hubiera utilizado nadie en su presencia. Luego empieza a hablar. De sí misma cuando era joven, de su amor por los idiomas, de cómo tuvo problemas en sus primeros tiempos, «hasta que sucedió algo que me permitió salvarme». Cuando Emily quiere saber más detalles, la señorita Lasqueti dice: «Te lo contaré en otra ocasión».
De manera retrospectiva, veo que la descripción de su pasado nos ha sido presentada con el fin de facilitar la tarea de advertirme sobre mi relación con el barón, de la que, de algún modo, está enterada. A su lado, la expresión seria de Emily y su constante asentir con la cabeza parecen resaltar que se trata de algo muy importante. Pero yo apenas escucho. No me canso de mirar otro rostro, en un rincón del camarote. Pertenece a una estatua con aspecto de maniquí, con algunas prendas de ropa de la señorita Lasqueti extendidas sobre los hombros desnudos y los brazos. Mientras ella sigue hablando, descubro una cicatriz en el vientre alabastrino, que parece haber sido dibujada o pintada hace poco. Pero es el rostro el que me interroga, el que me mira con total sinceridad, como si no tuviera defensa. Es como una versión juvenil y menos controlada de la señorita Lasqueti, aunque, por supuesto, con una herida. Sólo ahora, cuando escribo esto, me doy cuenta de que puede haberse tratado de la estatua de un
bodhisattva
. Me pregunto si aquel rostro secular tan receptivo… La conversación de la señorita Lasqueti prosigue. Y si dejé de prestarle atención, mientras hablaba de mi relación con el barón, fue sólo porque quedé prendido de aquella mirada interrogadora. Quizás la señorita Lasqueti se había colocado adrede en la cama para que la estatua me hiciera señas desde detrás de ella.
Más tarde, cuando nos marchábamos, me llevó hasta donde estaba lo que me había preocupado y retiró la prenda casi transparente que cubría la herida.
—¿Ves esto? Con el tiempo se superan cosas así. Aprendes a cambiar de vida.
Aquella frase no significaba nada para mí, pero todavía recuerdo las palabras. Y vi aquel corte tan realista desde muy cerca durante un momento antes de que la tela lo cubriese de nuevo. Todo estaba a la vista.
La señorita Lasqueti era una persona con una autoridad que yo no había sospechado. Al volver la vista atrás, creo que fue ella quien persuadió al barón para que abandonara el buque en Port Said, amenazándolo con que sería desenmascarado si seguía a bordo. Luego hubo un momento tan alucinatorio que de hecho podría ser un recuerdo sacado de un sueño, en el que no sé si Cassius o yo caminábamos hacia ella, al anochecer. Aumentaba la oscuridad, y quien fuera de nosotros dos tuvo la impresión de que la veía limpiar, con el faldón de la blusa, algo que parecía ser una pistola de poco tamaño. Aquello era un ejemplo de arrojo que no acabábamos de creernos en nuestro retrato de la señorita Lasqueti. Siendo, como éramos, niños, nos imaginábamos y aceptábamos toda clase de cosas. Sabíamos que nos tenía cariño. Pasó algunas tardes con Cassius, que había manifestado interés por su cuaderno de apuntes. No costaba ningún trabajo hablar con ella.