Un reflector movió despacio su círculo de luz hacia las dos figuras.
Soplaba un viento cada vez más fuerte del que no nos habíamos dado cuenta hasta entonces. Yo me mantenía pegado a Ramadhin, pero Cassius se había acercado más a Niemeyer y a Asuntha, la chica por la que siempre se había preocupado, que había querido proteger. Pocos pasos por delante de mí veía a Emily. La voz que había advertido a todo el mundo sobre la llave procedía del señor Giggs, situado por encima de nosotros en el puente, rodeado de luces. Y el arma de fuego que había disparado al aire apuntaba ahora al preso y a la chica en sus brazos. Él, y el capitán a su lado, gritaban órdenes a la tripulación, y el buque se estremeció y redujo la velocidad. Pudimos oír el ruido de las olas contra el casco. Nada se movía. Sólo había algunas luces distantes que marcaban la presencia de una costa por el lado de estribor.
Durante aquellos instantes, con la chica entre los brazos de su padre, miré una y otra vez al señor Giggs en el puente. Era evidente que lo que sucediera a continuación dependería de él.
—¡Bájese! —gritó. Pero Niemeyer no obedeció. Se quedó donde estaba. Miró al mar que tenía debajo. La chica no miraba a ningún sitio. Giggs siguió apuntando al preso. Se oyó un disparo. Como si fuera una señal, el buque se puso de nuevo en marcha con una sacudida.
Me estaba volviendo para mirar a Niemeyer cuando me fijé en Emily. Miraba con gran atención algo en el extremo más alejado de la cubierta. Me volví hacia allí y precisamente en aquel momento vi a la señorita Lasqueti arrojar al mar lo que llevaba en las manos. Si me hubiera vuelto nada más que un segundo después, si hubiese hecho una pausa, no lo habría visto.
Niemeyer estaba muy quieto, como esperando a sentir el dolor. La cadena de medio metro que le sujetaba las manos colgaba por delante de él. ¿El disparo no le había alcanzado? Alzó los ojos hacia Giggs, que parecía sujetarse el brazo. ¿Había fallado la pistola? El arma de Giggs cayó sobre la cubierta debajo del puente y disparó una vez hacia la oscuridad. Casi todo el mundo miraba a Niemeyer y a la chica o al puente. Pero yo seguí con los ojos clavados en la señorita Lasqueti y presencié su rápido regreso a la inocencia, como si sólo fuera otra más entre los espectadores, de manera que lo que yo había presenciado adquirió aires de alucinación. El gesto de un brazo arrojando algo, un objeto, al mar, podía no haber significado nada. Excepto que Emily también la miraba. Podía haber sido uno de sus libros a medio leer, o podría haber sido su pistola.
Giggs se sujetaba el brazo herido. Y Niemeyer se mantenía en equilibrio sobre la barandilla de popa. Luego el preso, sin dejar nunca de abrazar a la chica con las manos esposadas, saltó al mar.
Los ojos de Emily debían de haber visto todo lo sucedido y entendieron muy bien lo que estaba pasando. Pero después no dijo nada. Durante todo el ir y venir a raíz de aquel doble salto a la muerte de Niemeyer y de su hija al intentar escapar, Emily no dijo ni una palabra. A lo largo de la semana precedente la había visto con frecuencia inclinada hacia Asuntha para decirle alguna cosa o para escucharla, así como repetidas veces en compañía de Sunil. Pero fuera cual fuese el papel de Emily en aquel acontecimiento, estaba destinado a permanecer inexplicado durante la mayor parte de nuestras vidas. ¿Fui testigo de algo más por debajo de la superficie de lo que había sucedido aquella noche? ¿Era todo parte de la imaginación desbocada de un niño? Me di la vuelta, buscando a Cassius, y luego me dirigí hacia él, pero mi amigo parecía abrumado por lo sucedido y se apartó de mí como si yo fuera un desconocido.
Aquel viaje tenía que ser una historia inocente dentro de los reducidos límites de mi adolescencia, le expliqué una vez a alguien. Con sólo tres o cuatro niños en su centro, en un viaje cuyo mapa preciso y destino sin sorpresas no sugeriría nada que temer o que desenredar. Durante años apenas lo recordé.
Me embarqué en el
Queen of Capilano
, que zarpaba de Horseshoe Bay a eso de las dos menos cuarto, y, mientras el transbordador abandonaba Vancouver, subí las escaleras hasta la cubierta superior. Llevaba una parka y dejé que el viento me golpeara con violencia mientras el barco se dirigía con estruendo hacia un paisaje azul de estuarios y montañas. Era un transbordador pequeño con una lista de advertencias colocada en lugares estratégicos y en la que se te decía lo que podías y no podías hacer. Había incluso un cartel que prohibía las actuaciones de payasos en el barco, al parecer como resultado de algún altercado pocos meses antes. El transbordador entró por el canal, y permanecí allí arriba dejándome golpear por los vientos y mirando hacia Bowen Island. Era un viaje muy breve. Al cabo de veinte minutos atracamos, y dejaron que salieran primero los pasajeros sin vehículo. Cuál sería ahora el aspecto de Emily, me preguntaba yo. De vez en cuando había oído historias sobre sus aventuras, porque se había juntado con un grupo de amigos de espíritu rebelde durante sus dos últimos cursos en Londres. Resultó que nos movíamos en mundos diferentes, y distantes entre sí. Nuestro último encuentro se había producido con motivo de su boda con un individuo llamado Desmond; durante la fiesta que siguió bebí más de la cuenta y no me quedé mucho rato.
No reconocí a nadie mientras salía del transbordador por la rampa metálica. Emily no estaba en el muelle para recibirme. Esperé a que salieran los automóviles. Al cabo de cinco minutos me puse en camino carretera adelante.
Había una mujer sola en el parquecito situado enfrente; una mujer que se apartó del árbol en el que se apoyaba. Reconocí la manera de andar, los gestos, mientras se me acercaba sin prisa. Emily sonrió.
—Ven. El coche está allí. Bienvenido a estos pagos. Me gusta esa frase. El tono arcaico —estaba tratando de no mostrarse cohibida. Pero, por supuesto, los dos lo estábamos, y no dijimos nada más mientras caminábamos hasta su automóvil. Comprendí que con toda probabilidad me había estado examinando mientras miraba alrededor buscándola en el muelle, para asegurarse de que era yo la persona que estaba esperando.
Nos marchamos enseguida y, después de atravesar el pueblo, Emily redujo la velocidad para meterse en el arcén y apagó el motor del coche. Luego se inclinó hacia mí y me besó.
—Gracias por venir.
—¡A la una de la madrugada! ¿Siempre llamas a la gente a la una de la madrugada?
—Siempre. No. Me pasé todo el día tratando de localizarte. Probé al menos con diez hoteles antes de dar contigo. Luego debías de haber salido. Tuve miedo de que te marcharas sin que nos hubiéramos visto. ¿Estás bien?
—Sí. Hambriento. Sorprendido por todo esto.
—Podemos comer en casa. Tengo algo preparado para el almuerzo.
Seguimos por la carretera y luego torcimos por un camino estrecho en dirección al mar. Íbamos cuesta abajo y Emily se metió por otra senda todavía más estrecha llamada Wanless Road. No se merecía tener nombre, desde luego. Había cuatro o cinco chalés con vistas al mar y Emily aparcó el coche al lado de uno de ellos. Parecía un lugar muy solitario, aunque no nos separaban más de veinte metros de uno de sus vecinos. Dentro, el chalé resultaba todavía más pequeño, pero la terraza daba al mar y al infinito.
Emily hizo sándwiches, abrió un par de cervezas y me señaló el único sillón para que lo ocupara. Luego se tumbó en el sofá. Y empezamos a hablar de inmediato, sobre nuestras vidas, sobre sus años en América Central y después en América del Sur con su marido. La carrera nomádica de Desmond como experto en electrónica significaba que los amigos cambiaban cada muy pocos años. Luego Emily había dejado a Desmond. Me dijo que el suyo había sido un matrimonio juicioso, pero que terminó por marcharse reconociendo que era «un edificio demasiado frío» para pasar en él el resto de su vida. Habían transcurrido ya varios años desde la ruptura, de manera que podía hablar con notable despego de lo sucedido, esbozando con las manos en el aire por encima de ella las situaciones por las que habían pasado, los paisajes que habían habitado. Era como si lo remoto de mi relación con ella le permitiera sincerarse conmigo. Así que dibujó su vida en beneficio mío mientras hablaba. Y después guardó silencio y nos limitamos a mirarnos.
Me acordaba de algo acerca de Emily en la época de su matrimonio. La boda fue, como parecían serlo todas en aquellos días, una culminación, la claridad de una meta compartida. Desmond era un hombre apuesto, y Emily, un buen partido. En aquellos días se tenía en cuenta muy poco más para confiar en el éxito de un matrimonio. De todos modos, en algún momento antes de marcharme de la fiesta, sucedió que me fijé en Emily. Estaba apoyada en una puerta y miraba a Desmond. Había una distancia en sus ojos, como si lo que estaba haciendo fuese algo que había que hacer. Luego volvió muy deprisa al optimismo de la fiesta. ¿Quién recordaría aquellos pocos segundos durante la boda? Pero era en lo que yo pensaba siempre cuando recordaba su matrimonio: que había sido un modo de escapar quizás al desorden, igual que en una época anterior había escapado a un padre inestable y tormentoso yéndose a estudiar a otro país. De manera que aquella expresión en sus ojos era real. Como si estuviera sopesando el valor de algo que acababa de comprar o que le habían regalado.
En Bowen Island seguí mirando a Emily, la persona que había sido durante cierto tiempo en mi juventud una especie de déspota en razón de su belleza. A pesar de que también la conocía como tranquila y cauta, incluso aunque a veces estuviese envuelta en aquel aire de aventurera. Pero las historias de su vida de casada, en los diferentes destinos de Desmond, y los asuntos del corazón que se habían sucedido parecían una versión de mi prima que me resultaba familiar y que coincidía con su comportamiento en el
Oronsay
.
¿Se había convertido en la persona adulta que ya era en razón de lo sucedido en aquel viaje? No lo sabía. Nunca sabría hasta qué punto la había cambiado. Simplemente lo estuve pensando en aquel momento en el sobrio chalé de Emily en una de las islas del Golfo, donde al parecer vivía sola, dando la sensación de que se escondía.
—¿Te acuerdas de las semanas en el
Oronsay
, el buque en el que viajamos los dos? —le pregunté por fin.
No habíamos hablado nunca de nuestra travesía común. Estaba convencido de que Emily había enterrado o de que negaba sinceramente todo lo sucedido aquella noche junto al bote salvavidas. Hasta donde a mí se me alcanzaba, el viaje en el
Oronsay
no parecía haber sido para Emily más que un paréntesis de tres semanas que la condujo a una vida muy intensa en Inglaterra. Resultaba extraño lo poco que nuestra travesía parecía significar para ella.
—Sí, claro —exclamó como si le sorprendiera que se le preguntara por algo que sin duda recordaba bien. Luego añadió—: Tú fuiste, no se me olvida, todo un
yakka
, un verdadero demonio.
—Era muy pequeño —respondí. Me miró pensativa con los ojos entornados. Noté que estaba empezando a acercarse a sus reminiscencias de entonces, que repasaba unos cuantos incidentes.
—Recuerdo que diste muchos problemas. Flavia tenía de verdad mucho trabajo contigo. Dios santo, Flavia Prins. Me pregunto si todavía vive…
—Creo que se instaló en Alemania —dije.
—Aah… —alargó la exclamación. Estaba profundizando cada vez más en sus recuerdos.
Seguimos en su sala de estar con paredes de madera de pino hasta que se hizo de noche. De cuando en cuando se volvía para seguir con la vista los transbordadores que iban y venían entre Snug Cove y Horseshoe Bay. Todos dejaban escapar un largo gemido a mitad del canal. Para entonces eran ya los únicos objetos iluminados que se movían en la oscuridad azul grisácea. Dijo que si se despertaba a las seis, veía el transbordador del alba deslizándose a lo largo del horizonte. Me di cuenta de que aquello se había convertido en el mundo de Emily, el paisaje de todos sus días, sus veladas y sus noches.
—Anda. Vamos a darnos un paseo —dijo.
Empezamos a trepar por la abrupta pendiente por la que habíamos descendido en coche horas antes, caminando sobre hojas que revoloteaban.
—¿Cómo has terminado aquí? No me lo has dicho. ¿Desde cuándo vives en Canadá?
—Desde hace cosa de tres años. Vine cuando me separé de mi marido y compré este chalé.
—¿Pensaste alguna vez en ponerte en contacto conmigo?
—¿Sabes, Michael? Tu mundo… Mi mundo…
—Bueno, ahora nos hemos visto.
—Sí.
—Así que vives sola.
—Siempre has sido inquisitivo. Sí, veo a alguien. Qué debería decir… Esa persona ha tenido una vida muy difícil.
Recordé que siempre había conocido a gente con problemas, peligrosa. Había una larga lista de ejemplos en su trayectoria. Recordé que al llegar a Inglaterra estuvo interna en el Cheltenham Ladies’ College. La veía durante las vacaciones, todavía parte de la comunidad de Sri Lanka en Londres, con algún novio a su alrededor. Sus nuevos amigos daban sensación de anarquía. Y un fin de semana durante su último año de internado, Emily había dejado atrás las verjas del internado, se había sentado en una motocicleta detrás del conductor y había recorrido a todo gas los paisajes de Gloucestershire. En el accidente que tuvieron se rompió un brazo y, como resultado de su escapada, la expulsaron. A partir de entonces dejó de disfrutar de la total confianza de una comunidad asiática que estaba muy unida. A la larga se libró de todo aquello al casarse con Desmond. Fueron novios muy poco tiempo: a él le habían ofrecido un puesto en el extranjero, un trabajo que le estaba esperando, y se marcharon poco después de la boda. Luego, al poner punto final a su matrimonio, Emily eligió, por algún motivo melancólico, vivir una especie de exilio en aquella isla tranquila en la costa oeste de Canadá.
No parecía del todo una existencia vivida en plenitud si se la comparaba con lo que, probablemente, tanto ella como yo imaginábamos de jóvenes. Aún me quedaban recuerdos de nosotros dos en bicicleta azotados por la lluvia de un monzón, o de Emily sentada en una cama con las piernas cruzadas mientras hablaba de aquel colegio en la India, así como de sus delicados brazos morenos moviéndose rítmicamente durante uno de nuestros bailes. Ahora pensaba en aquellos momentos mientras caminaba a su lado.
—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí, en el oeste?
—Sólo un día más —dije—. Me marcho mañana en avión.