—¿Dónde? ¿Adónde vas?
Sentí vergüenza.
—A Honolulu, para ser exactos.
—
¡Ho-no-lu-lu
! —lo repitió con nostalgia.
—Lo siento.
—No, no, está bien. Perfecto. Gracias por venir, Michael.
—Me ayudaste una vez. ¿Lo recuerdas? —dije.
Mi prima no respondió. Tanto si se acordaba de aquella mañana en su camarote como si no, el caso fue que guardó silencio y que yo no insistí.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —pregunté, y me miró acompañándose de una sonrisa con la que reconocía que la vida que llevaba no era la que hubiera esperado ni elegido.
—Nada, Michael. No vas a conseguir que entienda todo lo que me ha pasado. No creo que puedas salvarme con tu amor.
Nos agachamos para pasar bajo las ramas de los cedros, bajamos por unos escalones de madera y entramos en el chalé por la puerta de atrás, pintada de verde. Los dos estábamos cansados, pero queríamos seguir despiertos. Salimos de nuevo a la terraza.
—Sin los transbordadores me perdería. Desaparecería por completo la noción del tiempo…
Guardó silencio un momento.
—Murió, ¿sabes?
—¿Quién?
—Mi padre.
—Lo siento.
—Sólo necesitaba decírselo a alguien que lo hubiera conocido…, alguien que supiera cómo era. Estaba previsto que volviera para el funeral. Pero tampoco soy ya de Sri Lanka. Más o menos como tú.
—No somos de ningún sitio, imagino.
—¿Te acuerdas de él? ¿Aunque sea poco?
—Sí. Nada de lo que hicieras le parecía bien. Recuerdo su mal genio. Pero te quería.
—Pasé miedo durante toda mi infancia. La última vez que lo vi fue cuando me embarqué para Inglaterra, ya adolescente…
—Recuerdo que me contabas tus pesadillas.
Dejó de mirarme, como si quisiera pensar sobre aquello a solas. Se apartaba de mí, pero yo no quería que abandonara el pasado. De manera que una vez más traté de hablar de nuestro viaje en el
Oronsay
, de lo que sucedió casi al final.
—Durante nuestra travesía, ¿crees que te viste reflejada de algún modo en aquella chica con la que intimaste? La hija del preso. También a ella la atrapó la vida de su padre.
—Es posible. Pero me parece que sólo quería ayudarla, ¿sabes?
—Aquella noche, cuando estabas junto al bote salvavidas con Perera, el policía que viajaba de incógnito, os estuve oyendo. Oí lo que sucedió.
—¿Lo oíste? ¿Por qué no me lo contaste?
—Te lo conté. Fui a tu camarote a la mañana siguiente. No te acordabas de nada. Parecías drogada, medio dormida.
—Me habían pedido que tratara de sonsacarle algo… para ellos. Pero estaba muy desorientada.
—A aquel hombre lo mataron esa noche. ¿Tenías tú la navaja?
Emily guardó silencio.
—No había nadie más allí.
Estábamos muy cerca el uno del otro, arrebujados en nuestros abrigos. En la oscuridad oíamos las olas que se estrellaban contra la orilla.
—Sí; había más gente —dijo—. Estaban Asuntha, la hija, y Sunil, muy cerca. Los dos me estaban protegiendo…
—¿Así que eran
ellos
los que tenían la navaja? ¿Te la pasaron?
—No lo sé. Ése es el problema. No estoy segura de qué fue lo que sucedió. ¡Qué desastre! ¿Verdad? —dijo, alzando la barbilla.
Esperé a que dijera algo más.
—Tengo frío. Vayamos dentro.
Pero una vez en el interior, se mostró preocupada.
—¿Qué querían que le quitaras al muerto? ¿Qué querían que le quitases a Perera?
Emily se levantó del sofá y fue al frigorífico, lo abrió, se quedó quieta un momento y no sacó nada. Quedó claro que tenía los nervios de punta.
—Al parecer sólo había dos llaves en el barco que pudieran abrir el candado del preso. Giggs, el oficial inglés, tenía una. El señor Perera tenía la otra. Sunil sospechaba que al individuo que resultó ser Perera le interesaba yo, y por eso me pidió que me citase con él junto al bote salvavidas. Para entonces, por supuesto, Sunil me sabía dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Era su esclava. E iba a servirle de cebo, supongo.
—¿Y quién era en realidad Perera? Estaba convencido de que nadie sabía quién era el policía de la secreta que viajaba en el
Oronsay
.
—Era un pasajero que nunca hablaba con nadie. Gunesekera, el sastre de vuestra mesa.
—¡Pero no hablaba porque no
podía
hablar! Y yo oí hablar al hombre que estaba contigo junto al bote salvavidas.
—Sunil descubrió de algún modo su identidad. Debió de verlo conversar con el oficial inglés. De manera que
hablaba
.
«Creí que podía salvarte —había escrito la señorita Lasqueti en algún lugar de su carta para mí—. Pero en realidad era a Emily a quien hubiera querido salvar. Porque me había tropezado con ella y con aquel tipo de la compañía Jankla unas cuantas veces y su relación con él me parecía llena de peligros».
Con el paso de los años, fragmentos confusos, rincones perdidos de historias adquieren un significado más claro si se ven con una nueva luz, en un sitio distinto. Me acordé de cómo el señor Nevil hablaba de separar los restos de los vapores —una vez terminados sus años de servicio— en un astillero de desguaces para darles un nuevo cometido y una nueva utilidad. Así que me encontré con que ya no estaba con Emily en Bowen Island, sino dentro de aquellos acontecimientos del pasado, y trataba de recordar la tarde en que mi prima era parte de un número circense de acrobacia y le regalaron un brazalete que le cortó la piel de la muñeca. También me acordé de aquel hombre silencioso que llevaba una bufanda roja, el hombre que creíamos sastre, y de cómo no lo habíamos vuelto a ver en nuestra mesa durante los días finales del viaje.
—¿Sabes lo que recuerdo del señor Gunesekera? —dije—. Recuerdo lo
amable
que era. El día en que te acercaste a nuestra mesa con un moratón junto al ojo; te habían golpeado con una raqueta de bádminton, dijiste. Y él extendió la mano y lo tocó. Quizás imaginaba cómo podías haberte hecho daño, que no se trataba en absoluto de un accidente, sino que era obra de alguien, Sunil quizá, cuando te pidió que hicieras lo que él quería. Pensaste que le gustabas, pero quizás sólo estaba preocupado por ti.
—Aquella noche junto al bote salvavidas (ahora no lo recuerdo bien) creo que hizo un gesto en mi dirección, que me agarró una mano. Parecía peligroso. Y de repente Sunil y Asuntha se acercaron… Vamos a dejarlo. Por favor, Michael, no puedo seguir con esto. ¿De acuerdo?
—Quizá no te estaba atacando. Creo que quería ver el corte que te habías hecho en la muñeca. Debió de ver cómo Sunil te ponía el brazalete después del número de la pirámide humana, el corte en la piel y cómo luego te puso algo en la herida. De hecho, era él quien estaba intentando protegerte. Y lo mataron.
Emily no dijo nada.
—A la mañana siguiente, como no conseguía despertarte, te zarandeé muchas veces y dijiste que te sentías envenenada. Quizás habían encontrado algo en el jardín del señor Daniels para drogarte o confundirte. Y que no recordases. Había venenos allí, no sé si lo sabes.
—¿En aquel jardín tan hermoso?
Emily había estado mirándose las manos. De repente clavó los ojos en mí, como si todo lo que había creído, todos sus apoyos durante años, hubieran sido una mentira.
—Durante todo este tiempo he creído que fui yo quien lo mató —dijo en voz baja—. Quizá fuese yo.
—Cassius y yo pensamos que lo habías matado tú —dije—. Vimos el cadáver. Pero no creo que fueras tú.
Emily se inclinó hacia delante en el sofá y se tapó la cara con las manos. Se quedó así unos momentos. La estuve mirando, sin decir nada.
—Gracias.
—Pero los estabas ayudando a escapar. Y el resultado fue que Niemeyer y la chica murieron.
—Quizás.
—¿Qué quieres decir con
quizás
?
—Sólo quizás.
Me enfadé de repente.
—La chica, Asuntha, tenía toda una vida por delante. No era más que una niña.
—Diecisiete años. También yo tenía diecisiete. Todos nos hicimos adultos antes de serlo. ¿Lo has pensado alguna vez?
—Asuntha ni siquiera gritó.
—No podía. Llevaba la llave en la boca. Era donde la guardaba. Después de quitársela a Perera. Era lo que necesitaban para escapar.
Me desperté en el sofá cama, y con la sala de estar, que no tenía visillos, llena de luz. Emily, sentada en el sillón, me miraba como para tomar nota de en quién me había convertido con el paso de los años, rectificando su valoración sobre el chico desobediente con el que había convivido durante cierto tiempo. En algún momento de la noche anterior me dijo que había leído mis libros y que cada vez que volvía a ojearlos, inevitablemente buscaba parecidos: trataba de relacionar algún incidente de la ficción con el drama real que había sucedido en su presencia, o un episodio en un jardín que era sin duda el jardín de mi tío el juez junto a la High Level Road. Habíamos intercambiado los papeles. Emily no era ya el centro de atención de unos mozalbetes obsesionados. Tampoco yo me sentaba ya en la mesa del
Oronsay
. Emily, de todos modos, seguía siendo para mí el rostro inalcanzable.
Un escritor, no recuerdo quién, hablaba de una persona que tenía «un encanto confuso». Emily ha sido siempre para mí una presencia cálida aunque insegura. Tú confiabas en ella, pero ella no se fiaba de sí misma. Era «buena», pero no se sentía así. Aquellas cualidades, de algún modo, no habían llegado a alcanzar su equilibrio, ni a conciliarse unas con otras.
Estaba en el sofá con el pelo recogido y se abrazaba las rodillas. Su rostro, con la luz de la mañana, era hermoso de una manera más humana. ¿Qué quiere decir eso? Supongo que significa que me era posible leer todos los aspectos de su belleza. Se sentía a gusto, su rostro reflejaba una mayor parte de sí misma. Y entendí cómo los aspectos más oscuros estaban incluidos dentro de aquella generosidad. Y no negaban la realidad de una cercanía. Me doy cuenta de que, durante la mayor parte de mi vida, la persona a la que nunca he sido capaz de renunciar es Emily, a pesar de nuestras ausencias y separaciones.
—Tienes que coger el transbordador.
—Sí.
—Ahora ya sabes dónde vivo, ven a verme.
—Vendré.
Emily me llevó en su coche hasta el puerto y subí al transbordador con los demás pasajeros. Se había despedido de mí en el automóvil, pero no se apeó, pese a que el coche continuara allí, y debió de seguir mis movimientos a través del parabrisas, aunque el brillo del cristal me la hiciera invisible. Subí los dos tramos de escalones hasta la cubierta superior y me volví para ver la isla, los chalés que manchaban la colina y, junto al muelle, el automóvil rojo donde estaba Emily. El transbordador se estremeció y nos pusimos en marcha. Hacía frío pero me quedé en cubierta. Un viaje de veinte minutos de transbordador que sentí como un eco, como un único verso de un poema que regresaba del pasado, de la misma manera que lo había sido mi prima Emily durante el día y la noche precedentes.
Tuve un amigo cuyo corazón «se movió» a raíz de un incidente traumático que él se negó a reconocer. Algunos años después, cuando su médico lo sometió a un reconocimiento por una dolencia poco importante, se descubrió aquel cambio. Y me pregunté entonces, cuando mi amigo me lo contó, a cuántos de nosotros se nos ha movido el corazón hasta colocarse en un ángulo distinto, un milímetro o incluso menos, del lugar que en un principio era el suyo, un cambio de posición que nosotros desconocemos. Emily. Yo. Quizá incluso Cassius. ¿En qué medida desde ese momento nuestras emociones han rebotado, en lugar de enfrentarse directamente con otras personas, lo que produce un resultado de simple ignorancia y, en algunos casos, de una despiadada autosuficiencia que nos perjudica? ¿Es eso lo que nos ha dejado, todavía inseguros, en una mesa del gato, volviendo, una y otra vez, la vista atrás, en busca de aquellos con los que viajamos o que nos han formado, incluso ahora, en nuestra edad madura?
Y luego pensé, por primera vez desde hacía años, en el caprichoso corazón de Ramadhin, con su fibrilación, de la que era bien consciente, y de la que tan pendiente estuvo durante aquel viaje, comportándose como alguien metido en una incubadora mientras Cassius y yo corríamos a su alrededor, alegres y peligrosos. Había pasado mucho tiempo desde aquel viaje y desde aquellas tardes con Ramadhin en Mill Hill. Pero fue él, el jovencito responsable, quien no sobrevivió. Por lo tanto, ¿qué era mejor para todos nosotros: la ignorancia o tratar nuestro corazón con una cautela como la suya?
Estaba todavía en la cubierta del transbordador, contemplando por encima de la popa la isla verde. Me imaginé a Emily regresando a su nuevo hogar, tan distante del país donde había nacido. Poco más que una cabaña, en una costa donde el clima era templado, que a veces compartía con un hombre. Después de todos aquellos años se había trasladado a otra isla. Pero una isla te puede encarcelar al mismo tiempo que te protege. «No creo que puedas salvarme con tu amor», me había dicho.
Y entonces, desde aquel ángulo y con una fría perspectiva, me los imaginé a los dos, Niemeyer y su hija, en la oscuridad del agua —aquel hombre todavía peligroso y para nosotros nunca perdonado que sería eternamente eso: un Magwitch
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y su hija—, forcejeando en medio del estruendo de las olas y luchando a brazo partido para alejarse de la hélice del buque que los ha abandonado allí. No se ven y él apenas siente a su hija entre los brazos a causa del frío. Y necesitan respirar… Se les está acabando el tiempo, salen a la superficie, a la oscuridad exterior, inhalan lo más posible y, entre jadeos, se llenan de aire los pulmones. Todo lo que Niemeyer tiene que hacer es no soltar todavía a esta hija que no ve, que apenas siente con sus dedos embotados. Pero al menos están ya en contacto con el aire, en la superficie, la piel del Mediterráneo, un atisbo de luna, un barrunto de luces en una orilla distante.
Niemeyer sostiene la cabeza de su hija entre las manos encadenadas, como lo hizo durante aquel segundo final sobre la barandilla del buque para señalar su marcha. Pone su boca sobre la de ella, que la abre y empuja hacia delante con la lengua la llave que sostenía entre los dientes para entregársela. Les resulta difícil mantenerse unidos, sus cuerpos están siendo zarandeados y, en la inmensidad y oscuridad del mar, la llave es algo demasiado pequeño y delicado para pasarla de mano en mano. Como las corrientes son fuertes y amenazan con apartarlos, él se sacará la llave de la boca e intentará abrir el candado. De manera que suelta a la chica, abandona la superficie y se hunde con la llave, él solo, centrado únicamente en abrir el candado con unos dedos que ya se están quedando rígidos a causa del frío. Es el momento en que seguirá para siempre siendo un preso o dejará de serlo.