Elminster en Myth Drannor (22 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Galan avanzó hacia su compañero, refunfuñando.

—¡Estoy ocupado en algo sumamente importante, Athtar, y tú me vienes con historias absurdas! ¡El Ungido jamás osaría nombrar
armathor
a un humano aun cuando alguien le trajera un centenar de humanos! ¡Se encontraría con todos los jóvenes altivos y los viejos guerreros del reino haciendo cola para escupir sobre sus espadas y arrojárselas a él!

—Eso es exactamente lo que están haciendo —replicó Athtar muy satisfecho—, ¡justo en estos momentos! Si te encaramas en ese tocón tuyo y escuchas, Gal... ¡así!... podrás...

—Athtar... ¡nooo!

Las manos crispadas de Galan descendieron con un segundo de retraso. Las cuentas saltaron, rodaron y salieron despedidas por el aire. Respirando entrecortadamente, el alto elfo tuerto se encontró con las manos cerradas alrededor de la garganta de su amigo, en tanto que éste lo contemplaba con expresión de reproche.

—Te muestras excesivamente vehemente estos días, Gal —comentó Athtar en tono herido—. Un sencillo «he descubierto que te aprecio muchísimo» habría sido suficiente.

Gal dejó caer las manos. ¿De qué serviría? Las cuentas se habían desperdigado, ahora, excepto las pocas que...

Se escuchó un crujido bajo la bota derecha de Athtar.

... seguían sobre la capa, bajo sus pies. Galan suspiró, aspiró con fuerza, y volvió a suspirar. Cuando habló de nuevo, su voz sonó fatigada.

—Has venido aquí a contarme que nuestro nuevo Ungido, mil años después de que nos hayan matado por nuestras deudas y olvidado dónde se encuentran nuestras tumbas, será un humano... ¿no es así? ¿Y se supone que eso debería afectarme mucho?

—¡No, bobo! ¡Ellos jamás permitirán que un humano sea el Ungido! El reino se hará pedazos primero —exclamó Athtar, zarandeándolo por un hombro—. ¡Y, con las leyes suprimidas y todas las Casas en dificultades, las clases bajas como tú y yo tendremos nuestra oportunidad por fin! —Blandió al aire su espada, jubiloso, y volvió a reír.

—Nunca se llegará a ese extremo —contestó Galan agriamente—. Nunca sucede. Hay demasiados magos acechando por ahí para controlar las mentes y amenazar a los poderosos para que obedezcan lo que sea que no puedan obligarlos a apoyar. Oh, desde luego que se producirá todo un alboroto. Pero ¿se hará pedazos el reino? ¿Por un humano? ¡Ja! —Se dio la vuelta para saltar del tocón, intentando liberarse de la mano de Athtar.

—Aun así —lo apremió éste, sin soltarlo, bajando la voz para subrayar su agitación—. ¡Aun así! Este humano sabe magia, dicen, y los de la corte van locos con historias de cómo conmocionará las cosas. Le suceda lo que le suceda al final... y le sucederá, no temas: los jóvenes espadachines se ocuparán de ello... ésta es la mejor oportunidad que tendremos de romper el control que la vieja guardia mantiene sobre lo que se hace y no se hace en Cormanthor ¡Ajustar viejas cuentas con los Starym y los Echorn, si es que no caemos bajo la avalancha de las otras Casas intentando hacer lo mismo! ¿A quién le debes más dinero? ¿Quién te lo está poniendo más difícil? ¿A quiénes podemos hundir en el barro del bosque, que es adonde pertenecen, para siempre?

Mientras el elfo vestido de cuero se quedaba sin aliento y su última pregunta resonaba en los árboles que los rodeaban, Galan contempló a su amigo con auténtico entusiasmo por vez primera.

—Ahora empiezas a interesarme —musitó, abrazando a Athtar—. Sentémonos, y tomemos un poco de cerveza de raíz amarga; está junto al árbol de sombra que empieza a perder la corteza... allí. Hemos de hablar.

Elminster, ayúdame.
El grito mental era débil, pero hasta cierto punto familiar. ¿Podría ser, tras todo este tiempo? Recordaba a Shandathe de Hastarl, a quien El había depositado en el dormitorio de cierto panadero, lugar donde había encontrado involuntariamente la dicha, y al que más tarde había utilizado para escuchar a escondidas, poniendo así a prueba los poderes que Mystra había aguzado en él.

El joven mago se sentó, con el entrecejo fruncido. Aunque era mediodía, el trabajo realizado entre ambos había resultado agotador, y la Srinshee dormía, flotando en el aire por la estancia, con el tenue resplandor de su hechizo para mantenerse caliente ondulando a su alrededor. ¿Le estarían gastando alguna broma los fantasmas de Dlardrageth?

Cerró los ojos y apartó de su mente la negra sala y el peso de toda su lista de conjuros recién memorizados, para conseguir que todo pensamiento errante y distracción desaparecieran, y así descender al oscuro lugar donde las voces mentales acostumbraban a resonar.

¡Elminster! Elminster, ¿me oyes?

La voz era débil y lejana, y a la vez curiosamente apagada. Extraño. Le proyectó un sencillo pensamiento:
¿Dónde?

Tras unos instantes de resonante vacío una imagen flotó hasta él, girando sobre sí misma despacio como una moneda sobre su canto. Elminster se sumergió en ella y se encontró de repente en su refulgente centro, contemplando una sombría y tempestuosa escena en algún lugar de Faerun, con el viento arrastrándose por un promontorio rocoso y las copas de los árboles a sus pies. Una mujer estaba tumbada boca abajo con los miembros extendidos sobre aquella roca, muñecas y tobillos atados a arbolillos, las facciones ocultas por los mechones de su melena. Era un lugar que no había visto antes. La mujer podía ser Shandathe.

No podía conseguir que el punto de vista variara, así que debía tomar una decisión.

El joven se encogió de hombros; como siempre, sólo existía una decisión que tomar, y seguir siendo Elminster, el hechicero loco.

Sonrió con pesarosa ironía ante este último pensamiento, y se puso en pie. Aferrándose con fuerza a la imagen del pico con la mujer atada —una trampa sorprendente, eso se lo concedía al que la había tramado—, cruzó la habitación para tocar el cristal instructor de la Srinshee. El objeto podía almacenar imágenes mentales, y por lo tanto mostrarle adónde había ido él. La piedra emitió un destello, y él le dio la espalda a su luz y se alejó, invocando el conjuro que necesitaba.

Cuando sus pies volvieron a descender, se encontraba sobre el promontorio acariciado por una fresca brisa. Estaba en el centro de un enorme bosque que se parecía sospechosamente a Cormanthor, y la mujer atada a sus pies se desvanecía y encogía, mientras la figura ondeaba como humo blanquecino. Desde luego. Elminster conjuró lo que esperaba fuera el hechizo más apropiado para la ocasión, y aguardó el ataque que sabía se produciría.

En una oscura estancia, una figura flotante se incorporó y contempló con la expresión preocupada el lugar donde había estado por última vez su pupilo humano. Algunas batallas debían llevarse a cabo a solas, pero... ¿tan pronto?

Se preguntó qué enemigo elfo había sido tan rápido en llamarlo al combate. Una vez que la noticia de la proclamación del Ungido se extendiera por el reino, sí, a El no le faltarían oponentes, pero... ¿ahora?

La Srinshee suspiró, invocó el conjuro que había lanzado con anterioridad, y agrupó su voluntad en torno a la imagen de Elminster que tenía en su mente. En cuestión de segundos empezaría a verlo. Ojalá los dioses no quisieran que presenciara su muerte ahora, antes de que su amistad —junto con el sueño del Ungido y el sendero que conducía al mejor futuro posible para Cormanthor— se hubieran iniciado realmente.

Sin mirar a su cristal, lo llamó con la mano y lo tocó cuando llegó a su lado. La imagen del montículo rocoso en medio del bosque cormanthiano saltó a su mente. La Roca de Druindar, un lugar que sólo un cormanthiano escogería para una asamblea o un duelo de hechizos. La hechicera envió allí, a toda velocidad, su conjuro visualizador, y vio la familiar figura de un joven de nariz afilada de pie junto a una mujer atada, que no era ninguna mujer atada, sino...

La mujer y los arbolillos a los que había estado atada empezaban ambos a ondear y empequeñecerse. Elminster se apartó con tranquilidad de la magia transformadora y echó una ojeada por encima del borde de la roca en la que estaba. Había un largo y empinado descenso en dos de las laderas, con una punta afilada como una proa entre ambas, en tanto que por el tercer lado las rocas se elevaban en medio de un terreno escarpado, cubierto de árboles. Fue de entre las encubridoras ramas de aquellos árboles que surgió una fría carcajada al tiempo que la dama cautiva se desvanecía para convertirse en una larga espada para jabalíes de ondulada hoja que parpadeaba y brillaba con una luz verde mientras se alzaba con suavidad del suelo, se volvía sobre su filo, y volaba hacia él con la punta por delante.

Saber qué es lo que va a matarnos no siempre hace que resulte más fácil evadir la muerte que aguarda, como había dicho en una ocasión un filósofo —muerto ya— de los proscritos de Athalantar.

No había demasiado espacio para moverse, y apenas tiempo para que El actuara. Esta hoja podía estar animada sólo por un sencillo encantamiento, o podía muy bien llevar sus propios hechizos. Si daba por supuesto lo primero y se equivocaba, estaría muerto. De modo que...

Elminster llevaba consigo tan sólo uno de los poderosos conjuros conocidos como el desenmarañador de Mystra, y no deseaba lanzarlo tan pronto al encontrarse en peligro, pero...

El arma se lanzó a su garganta; giró despacio cuando él se apartó, y siguió todos sus movimientos mientras él se balanceaba y agachaba. En el último instante pronunció la única palabra del conjuro y realizó el necesario movimiento veloz con la mano ahuecada.

La veloz espada se estremeció y se hizo pedazos en el aire ante él. Se produjo un chisporroteo verde, que saltó por doquier para desvanecerse enseguida al tiempo que la hoja se convertía en herrumbrosos pedacitos de metal. El polvo rozó el rostro del joven mago al caer junto a él... y luego no sucedió nada.

La risa de entre los árboles se convirtió bruscamente en un grito.

—¡Corellon, ayúdame! Humano, ¿qué es lo que has hecho?

Un joven señor elfo elegantemente vestido con una cabellera como la seda blanca y ojos enrojecidos de furia saltó de entre los árboles con las llamas de la magia brillando cada vez con más fuerza en sus muñecas.

Mientras el enfurecido elfo se detenía sobre la última roca situada sobre Elminster, casi llorando de rabia, el joven levantó la vista hacia él, usó un hechizo de repetición para invocar momentáneamente la imagen de la destrucción de la espada con el resplandor verde, y luego inquirió con tranquilidad:

—¿Se trata del sentido del humor elfo, o es alguna pregunta con truco?

Con un salvaje alarido de rabia el elfo saltó sobre El, mientras de sus manos brotaban llamaradas.

9
Duelos durante el día, festejos por la noche

Pocos de los que han presenciado una batalla de hechizos pueden olvidar el viejo dicho que existe entre los humanos: «Cuando los magos celebran un duelo, es mejor que la gente honrada busque un lugar donde ocultarse muy lejos de allí». Aunque los mantos convierten los duelos elfos más en una cuestión de expectación y complejidad de lento desarrollo que los enfrentamientos humanos, sigue siendo una buena idea mantenerse a buena distancia cuando los hechiceros combaten. Marcharse del reino es una buena idea, por ejemplo.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun
,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

—¡Miserable! —gruñó el elfo, arrojando fuego con las manos en una telaraña de crepitantes llamas—. ¡Esa espada era un tesoro de mi Casa! ¡Ya era antigua cuando los hombres aprendieron a hablar por vez primera!

—Vaya —respondió Elminster en tanto que su hechizo protector surtía efecto y enviaba las llamas a dar vueltas a su alrededor en un círculo—, eso es una barbaridad de jabalíes muertos. Me pregunto hasta qué edad llegaron a vivir.

—¡Insolente bárbaro humano! —masculló el otro, danzando alrededor del anillo que circundaba al joven. La clara melena ondeó sobre sus hombros mientras lo hacía, agitándose en la leve brisa como si fueran llamaradas de fuego devorador.

Elminster giró para mantenerse de cara a su enfurecido adversario, y repuso con calma:

—Tiendo a no ser demasiado amable con aquellos que intentan matarme, pero no tengo ninguna disputa con vos, señor elfo sin nombre. ¿No podríamos separarnos en paz?

—¿Paz? ¡Cuando estés
muerto
humano, tal vez, y después de que a los magos de cualquiera que sea el sucio reino sin dioses que te haya engendrado se los haya obligado a reemplazar la espada sagrada que has destruido!

El enojado elfo retrocedió, alzó ambos brazos sobre la cabeza con las manos apuntando todavía a Elminster, y escupió unas enfurecidas palabras. El joven mago murmuró una sola palabra como respuesta y agitó los dedos, con lo que transformó su hechizo protector en un escudo que enviaría toda magia hostil de vuelta por donde había venido.

Un trío de veloces rayos azules, cada uno con su propia aureola de relámpagos alrededor, brotó de las manos del elfo y se abalanzó chirriante sobre el último príncipe de Athalantar. En el interior de su escudo, El se agazapó preparado, llevando a su mente otro hechizo pero sin lanzarlo.

Los rayos cayeron sobre él, se desparramaron sobre el escudo en una muda furia de luz blanca, y regresaron a toda velocidad a su punto de origen.

Los ojos del elfo se abrieron de par en par, sorprendidos, y luego se cerraron mientras hacía una mueca cuando los rayos se estrellaron contra el escudo invisible que lo rodeaba. Desde luego, se dijo El. Todos los que manejaban la magia en Cormanthor debían de llevar un manto de magia defensiva cuando combatían.

Y esto era la guerra, pensó, en tanto que el caballero elfo retrocedía unos pasos y rugía otro encantamiento: a un lado, un atacante que había escogido el terreno y tenía un manto defensivo colocado y listo, y, al otro, el monstruoso y odiado intruso humano.

Esta vez el hechizo que atacó al joven mago consistió en tres mandíbulas sin cuerpo, cuyos largos colmillos acuchillaron el aire mientras giraban y se separaban para caer sobre él desde tres puntos diferentes. El se dejó caer sobre el estómago y levantó la mano izquierda, aguardando, mientras el primer centelleo sordo señalaba el encuentro de su escudo con la mandíbula que iba en cabeza.

Tras el estallido, ésta bailoteó en el aire, retrocedió tambaleante y partió en dirección al caballero elfo. Pero la segunda boca desgarró su escudo con el choque, y los efectos de ambos hechizos se enredaron en una violenta explosión que dejó un abrasador rastro de furiosas llamas rojas recorriendo las rocas.

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