Elminster en Myth Drannor (23 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Las mandíbulas que regresaban a su punto de origen desaparecieron al chocar con el manto del elfo casi al mismo tiempo que la tercera se abalanzaba sobre Elminster, abriendo la boca en un vuelo rasante para asegurarse de levantarlo y lanzarlo fuera de las rocas.

De la mano de El, que aguardaba pacientemente, surgió una docena de centelleantes bolas de luz que dejaban un reguero de diminutas chispas a su paso. La primera hizo estallar las mandíbulas en medio de una luz verde y dorada, y las otras se abrieron paso por entre las llamaradas de aquella explosión y saltaron hasta el elfo situado al otro extremo como una mortífera lluvia.

El atacante elfo pareció nervioso por vez primera, y tejió apresuradamente un conjuro mientras las esferas corrían hacia él. Retrocedió unos cuantos pasos más para obtener tiempo con el que finalizar su hechizo... y de este modo probó la primera trampa de su adversario.

Los globos que no resultaron alcanzados por la magia defensiva del elfo dieron contra el invisible manto y estallaron inofensivos, desplegando una cortina de luz. Aquellos que el elfo sí acertó se hicieron pedazos en forma de rayos triples que acuchillaron con la misma energía rocas, árboles y al cercano caballero elfo.

Con un gemido de dolor el elfo se tambaleó hacia atrás; una columna de humo se elevaba de su cuerpo.

—No ha sido una mala defensa para un elfo sin nombre —observó Elminster con calma.

La incitación no tardó en tener el efecto deseado.

—No soy alguien sin nombre, humano —rugió el otro, los brazos alrededor del cuerpo a causa del dolor—, soy Delmuth Echorn, ¡una de las Casas más importantes de Cormanthor! ¡Soy el heredero de los Echorn, y mi rango en términos humanos sería el de «emperador»! ¡Perro inculto!

—¿Usáis «perro inculto» como un título? —inquirió Elminster con fingida inocencia—. Os queda bien, sí, pero debo advertiros que nosotros los humanos no esperamos tal franqueza del pueblo elfo. ¡Podéis provocar una hilaridad no deseada en vuestros tratos con los de mi raza!

Delmuth rugió con renovada furia, pero entonces sus ojos se entrecerraron y siseó como una serpiente:

—¡Intentas dominarme a través de mi genio! ¡No te concederé tal suerte, humano sin nombre!

—Me llamo Elminster Aumar —respondió éste con afabilidad—. Príncipe de Athalant... ah, pero a vos no os interesarán los títulos de las pocilgas que son los reinos humanos, ¿verdad?

—¡Sí, exactamente! —le espetó Delmuth—. Eh, quiero decir: ¡no! —En sus brazos volvían a aparecer llamas. Círculos llameantes se perseguían incesantemente en sus muñecas, indicando que se había invocado antigua magia élfica de combate, si bien aún no la había lanzado.

¿Habría desaparecido por completo el manto del elfo, o todavía persistía? Elminster doblegó en silencio su voluntad para que tejiera otro escudo y aguardó, sospechando que Delmuth intentaría arruinar el siguiente hechizo visible que su enemigo humano se dispusiera a lanzar enviando su propio encantamiento al mismo tiempo.

Cuando el escudo de El estuvo finalizado, éste hizo como si fuera a lanzar un conjuro. Como ya esperaba, unos rayos de color esmeralda cayeron sobre él en mitad del falso conjuro y, tras arañar el escudo, rebotaron. Delmuth sonrió triunfal, y, por las chispas que rebotaban en el manto del elfo, el joven comprobó que éste persistía o había sido renovado. Se encogió de hombros, sonrió, y empezó su siguiente encantamiento, mientras el sonriente elfo se disponía a llevar a cabo el suyo.

Sin que ninguno de los dos se hubiera dado cuenta, uno de los árboles golpeados por los rayos de Elminster se desplomó sobre el borde del pico y arrancando en su caída una serie de rocas sueltas, descendió imparable por los aires.

—¡Oh, ten cuidado, Elminster! —musitó lady Oluevaera Estelda, mientras permanecía sentada en el aire en una oscura y polvorienta estancia del castillo de Dlardrageth. Sus ojos contemplaban un lejano pico y a dos figuras que combatían entre sí allí, mientras sus conjuros centelleaban y rugían a su alrededor. Uno podía muy bien ser el futuro de Cormanthor, en tanto que el otro era miembro de la más altanera y testaruda de sus más antiguas y orgullosas Casas... y su heredero, por añadidura.

Algunos tildarían de traición al Pueblo la intervención en cualquier duelo de hechizos; pero, bien mirado, aquello no era un duelo exactamente, sino un hombre atraído a una trampa por el engaño de un elfo. Muchos más considerarían traidor al Pueblo a cualquiera que ayudara a un humano contra un elfo, en cualquier situación. Y sin embargo ella lo haría, si podía. La Srinshee había visto con mucho más veranos —y más inviernos— que cualquier otro elfo que respirara el límpido aire de Cormanthor hoy en día. Era una de aquellas personas a cuyo juicio la gente se remitía, en cualquier disputa importante entre Casas. Muy bien, pues; su decisión tendría que respetarse del mismo modo en esta cuestión más personal.

Aunque en aquellas ruinas rehuidas por todos no había nadie, excepto los fantasmas, que fuera a impedírselo.

El único vínculo rápido que poseía con la Roca de Druindar era a través del mismo Elminster, y podría muy bien resultar fatal para él crear cualquier distracción en su mente en el momento equivocado. No obstante, podía «viajar» a través de él, exponiéndose a la misma magia a la que él se enfrentaba durante el proceso, hasta que él posara la mirada en alguna parte de lo que lo rodeaba que no estuviera llena de magia en erupción o con un caballero elfo en pleno ataque, momento que ella aprovecharía para lanzarse a aquel punto y materializarse allí.

El hechizo era poderoso pero sencillo. La Srinshee murmuró las palabras que lo liberaban sin apartar los ojos del combate mágico, y sintió que se deslizaba al interior de la mente del joven, como si se introdujera en aguas cálidas y hormigueantes que la transportaron veloces por un oscuro túnel estrecho en dirección a una luz lejana.

La luz creció en tamaño y fuerza a una velocidad aterradora, hasta convertirse en un rostro de serena belleza que la hechicera conocía. Las largas trenzas se agitaban y revolvían como serpientes inquietas, y sus ojos eran severos cuando se alzó como un enorme e interminable muro ante ella, un muro contra el que iba a estrellarse sin poder evitarlo.

—¡Oh, señora diosa, otra vez no! —La Srinshee lanzó su grito un instante antes de golpear contra los gigantescos labios fruncidos—. ¿No ves que intento ayudar...?

Cuando el mundo dejó de girar como un torbellino, Oluevaera se encontró mirando un oscuro techo cubierto de telarañas situado a pocos centímetros por encima de ella. Estaba tumbada de espaldas sobre un lecho de voraces llamas negras que cosquilleaban sobre su piel desnuda —¿su piel desnuda? ¿qué había sido de su vestido?— como si se tratara de un millar de plumas en movimiento, pero sin quemarla.

Las llamas parecían alejarse poco a poco del techo; ¿habría aparecido ella
a través
Ili de él? Llena de curiosidad se pasó las manos por todo el cuerpo; el vestido, con sus amuletos y gemas hechizadas —sí, incluso las que llevaba trenzadas en los cabellos— habían desaparecido, ¡pero su cuerpo era terso y rotundo y joven otra vez!

¡Gran Corellon, Labelas y Hanali! ¿Qué había ocur...? Pero no. ¡Gran Mystra! ¡Era la diosa humana quien había hecho esto!

Se incorporó bruscamente, en medio de las llamas que descendían. ¿Por qué? ¿Como pago por ayudar al muchacho, o como una disculpa por dejarla fuera? ¿Sería duradero?, ¿o tan sólo una burla que le ofrecía una efímera juventud? Seguía poseyendo sus conjuros, sus recuerdos, los...

—¡De modo, vieja zorra, que has cambiado tu lealtad al reino por un hechizo de juventud que el humano conoce! ¡Me preguntaba por qué lo ayudabas!

La Srinshee volvió la cabeza para mirar al que hablaba, a la vez que alzaba las manos de modo instintivo para cubrirse los pechos. Conocía esa voz gélida, pero ¿cómo había llegado hasta allí?

—¡Cormanthor sabe cómo tratar a los traidores! —rugió él, y un rayo voraz de luz crepitó por la habitación, se hundió en las negras llamas y fue absorbido sin un sonido. El fuego negro se llevó hasta la última chispa de las manos del atónito mago de la corte, Ilimitar. Éste se quedó mirando a la ahora juvenil hechicera.

Ella le devolvió la mirada con un triste reproche en los ojos y le habló con suavidad, usando el viejo apodo que le había dado.

—¿Cómo es, Limi, que pasas de ser mi alumno, y aprender de mis labios el amor por Cormanthor, a atreverte a hablar por todo el reino mientras intentas asesinarme?

—¡No intentes doblegar mi voluntad con palabras, bruja! —le espetó Ilimitar, alzando el cetro para amenazarla. Las negras llamas rozaron el suelo de piedra de la sala y se desvanecieron, y la Srinshee permaneció de pie frente a él, extendiendo las manos para mostrar que estaba desnuda y desarmada.

Él le apuntó con el cetro sin una vacilación y dijo con indiferencia:

—¡Ruega a los dioses que te perdonen, traidora!

Un fuego esmeralda salió disparado de él cuando aquella última, hiriente palabra abandonó sus labios; la Srinshee giró para saltar a un lado, tropezó —hacía mucho tiempo desde que había tenido un cuerpo que podía obedecer a movimientos veloces— y cayó cuan larga era y con violencia sobre las piedras, al tiempo que la muerte enviada por el cetro pasaba rugiendo sobre su cabeza.

Su antiguo alumno dirigió el cetro más abajo, pero la Srinshee había pronunciado ya las palabras que precisaba, y la furia de su magia se tornó en algo inútil sobre un escudo invisible.

El manto protector estaba activado ahora, y dudó que todos los cetros que él poseyera consiguieran hacerlo caer. Sería hechizo contra hechizo, a menos que pudiera disuadirlo. El mago del tribunal supremo a quien ella había instruido... No la habría sorprendido un ataque por parte de Earynspieir, ya que jamás había sido su amigo; pero nunca hubiera creído que Ilimitar lo hiciera tan rápidamente.

Oluevaera se incorporó y se enfrentó al enfurecido mago, al que no llegaba más arriba del hombro.

—¿Por qué me buscaste aquí, Ilimitar? —preguntó.

—Esta tumba de traidores siempre fue uno de tus lugares favoritos, ¿recuerdas? —le escupió.

Dioses, sí, había llevado a Ilimitar allí, al castillo Dlardrageth, en dos ocasiones. Las lágrimas afloraron a sus ojos al recordarlo. El mago tiró al suelo el cetro y empezó a tejer un hechizo para hacer caer el techo sobre su cabeza.

—Lamentas tu estupidez ahora, ¿eh? —le espetó—. ¡Demasiado tarde, vieja bruja! ¡Tu traición es muy clara, y debes morir!

En respuesta a esto último, lady Estelda se limitó a mover la cabeza y tejió con calma la magia que despertaría los antiguos hechizos que los Dlardrageth habían usado para levantar aquellos aposentos. Cuando el conjuro de Ilimitar se estrelló contra el techo, su magia se convirtió en fuego que cayó sobre él.

El mago retrocedió dando traspiés, entre toses y estremecimientos —su manto protector debía de ser flojo, pensó ella— y aulló:

—¡No intentes escapar de mí, Oluevaera! ¡Ningún lugar del reino es seguro para ti ahora!

—¿Por decreto de quién? —exclamó ella, mientras nuevas lágrimas corrían por sus mejillas—. ¿Has asesinado también a Eltargrim?

—Su locura no es aún traición declarada para Cormanthor, pero es algo que puede corregirse una vez que el humano y tú con tu lengua mentirosa hayáis desaparecido. ¡Te perseguiré allí adonde huyas! —Masculló un encantamiento nada más lanzado el grito.

—¡No tengo intención de huir a ninguna parte, Ilimitar! —le indicó la Srinshee, enojada—. ¡Este reino es mi hogar!

El aire estalló en llamas ante ella, y de cada nueva bola de fuego que se creaba surgía un rayo que iba a unirse a las otras. Oluevaera esquivó una que amenazaba con quemarle el hombro y musitó las palabras de un conjuro que reforzaría su manto.

—¿Es ése el motivo —vociferó el mago del tribunal supremo como respuesta— por el que protegiste a un humano, lo mantuviste con vida y le aconsejaste que halagara al Ungido lo suficiente para conseguir que el viejo chocho lo nombrara armathor? ¡Él será sólo el primero de una intrigante y codiciosa hueste de seres peludos, si dejamos que viva! ¿Es que no te das cuenta?

—¡No! —chilló ella, por encima del estruendo del nuevo ataque mágico del mago—. No alcanzo a ver por qué amar a Cormanthor y trabajar para reforzarlo tiene que colocarme en la situación de tener que matar a un hombre honrado, ¡que vino aquí a mantener la promesa dada a un heredero moribundo, y a entregar un kiira a una Casa de vieja raigambre, Ilimitar!, o ser asesinada por ti, a menos que te destruya; un mago en quien desperté el dominio de la magia, ¡y del que he estado orgullosa durante estos últimos seis siglos!

—¡Siempre manipulas a la gente con tus astutas palabras! —replicó él, y pasó a mascullar el conjuro de otro hechizo.

La Srinshee volvió a llorar.

—¿Por qué? —sollozó—. ¿Por qué me fuerzas a hacer esta elección?

Su manto se estremeció entonces, cuando rayos purpúreos de energía mágica intentaron absorber su vitalidad. Por entre el tumulto provocado por las losas del suelo que se agrietaban bajo sus pies, su recién hallado adversario le chilló:

—¡Tu buen juicio se ha podrido por culpa del amor, viejo esperpento, y lo han corrompido los sueños del Ungido! ¿No comprendes que la seguridad del reino debe estar por encima de todo lo demás?

La Srinshee apretó los dientes y contraatacó con rayos propios; el manto protector del mago se iluminó brevemente bajo el ataque, e Ilimitar se tambaleó.

—¿Y tú no comprendes —le gritó ella— que este hombre es la seguridad de nuestro reino, si lo protegemos y dejamos que madure para convertirse en lo que Eltargrim intuye?

—¡Bah! —escupió el hechicero con sorna—. ¡El Ungido está tan corrompido como tú! ¡Tú y él, los dos juntos, mancháis el buen nombre de nuestra corte, y la confianza que la gente ha depositado en vosotros! —La sala se bamboleó a su alrededor cuando su último hechizo sacudió cada centímetro del manto de la mujer, pero sin conseguir romperlo.

—Ilimitar —dijo ella con tristeza—, ¿te has vuelto loco?

La habitación se sumió en un repentino silencio; la humareda se arremolinaba en torno a sus pies, mientras él la contemplaba con genuino asombro.

—No —respondió por fin, casi como si sostuvieran una apacible conversación—, pero creo que sí he estado loco durante años al no ver el juego al que tú y el Ungido habéis estado jugando con destreza, como los astutos ancianitos que sois, para que llegara el día en que los humanos habitaran entre nosotros, se aparearan con nosotros, y finalmente nos aplastaran, sin dejar un Cormanthor al que servir o del que enorgullecernos. ¿Cuánto te ofrecieron? ¿Conjuros que no podías encontrar en otra parte? ¿Un reino que gobernar? ¿O no ha sido más que este retorno a la juventud?

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