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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (17 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Tan mal llegaron a estar las cosas que Cornelius, en un aparte confidencial que tuvo conmigo en el segundo cuarto de guardia de la noche, cuando navegábamos rumbo a Martinica para recoger unas familias hindúes que iban a trabajar a Guayana, me confesó alarmado: «Wito está pagando el combustible con cheques sin fondos. Usted sabe que con la Esso no hay bromas. Cuando lleguemos a Aruba para cargar diésel, nos van a caer encima. Estamos al final de la soga, Gaviero, yo se lo digo, al final de la soga». No se cumplieron las predicciones delcontramaestre. Es decir, se cumplieron sólo en parte. En efecto, en Aruba le esperaban a Wito dos cheques que no habían podido cobrar por falta de fondos. Logró cubrirlos con dinero que, como arte de magia, consiguió en un plazo de tres horas después de la penosa escena en la planta de abastecimiento de la Esso. Ya en alta mar, nos confesó que había empeñado las joyas de Susana, que guardaba como reliquias entrañables y propicias, y un reloj de bolsillo, regalo de su padre cuando pasó los exámenes de práctico en Dantzig. Ahora no cabía ya ninguna duda. Éste era el final de la soga que con tanta razón anunciaba Cornelius.

La idea de poner rumbo hacia Panamá le surgió a Wito de repente. Nunca supimos la razón. Una mañana, cuando estábamos Cornelius y yo en el puente de mando, irrumpió en pijama, a medio despertar, y ordenó con voz opaca y trasnochada: «Cambie el rumbo, Cornelius, vamos a Cristóbal». Y regresó a su camarote donde lo esperaban el té y las tostadas con mermelada de
blueberry
que todas las mañanas le traía el cocinero. Nos quedamos un rato en silencio. El contramaestre cambió el rumbo y cargó su pipa con minucioso desgano. Luego, se limitó a comentar: «Claro, ya lo entiendo, vamos a Cristóbal porque a Panamá ni hay que pensarlo. No debe tener dinero para pagar los derechos del Canal. A Panamá iremos en tren y por nuestra cuenta». Una risa desmayada trató de abrirse paso por su garganta pedregosa de empecinado fumador de tabacos anónimos y execrables. Desde ese momento supimos a qué atenernos. La decisión de atracar en Cristóbal significaba, sencillamente, el final del viaje. Al unísono nos invadió una sensación de alivio que luego derivó en pena por haber gastado largos meses de frustrados intentos para salvar el
Hansa Stern
y su dueño: el asmático jadear de las máquinas y el golpeteo apagado de las bielas parecían subrayar nuestro desaliento.

Wito siguió cumpliendo con su diaria rutina, más encerrado cada día en una especie de ausencia hecha de conformidad y desapego. En la mesa extremaba la cortesía, como disculpándose de la responsabilidad que pudiera caberle en la situación catastrófica que compartíamos sin la menor sombra de reproche. En vano tratamos de convencerlo que lo acompañábamos por nuestra propia voluntad y a sabiendas de que los negocios andaban mal. Nuestra familiaridad con crisis semejantes nos habíahecho, desde hacía muchos años, del todo inmunes a sus consecuencias. Era inútil. Él se ensimismaba y no parecía prestar atención a nuestras aclaraciones.

Llegamos a Cristóbal al atardecer, bajo un cielo espléndido en donde las estrellas parecían acercarse a la Tierra movidas por una curiosidad juguetona. Las luces del puerto teñían el cielo con un halo rosáceo. Hasta nosotros llegaba el sincopado estruendo de las orquestas que animaban, con un ritmo afroantillano más bien espurio, la vida de los cabaretuchos y bares de mala muerte que pululaban en las calles. Yo estaba acostumbrado a ese bullicio monótono y tristón, que lo tenía ya confundido con el ánimo de final de viaje que solía traerme siempre una ligera ansiedad, un vago pánico a lo desconocido que pudiera depararme el bajar a tierra.

PANAMÁ

D
ESPUÉS de la muerte de Wito, preferí bajar en Cristóbal y seguir a Panamá en tren. Cornelius quedó en el barco. El capitán que recibió el
Hansa Stern
por orden de los bancos, le hizo una propuesta que el holandés encontró más interesante que empezar a conseguir trabajo en un medio que no conocía muy bien. Habíamos buscado en los papeles de Wito una posible pista del paradero de la hija. Queríamos informarle del fallecimiento de su padre. Lo único que conseguimos fue la dirección de la iglesia a la que perteneció el pastor y allí enviamos un telegrama con la noticia. Lo más probable, sin embargo, era que el cadáver fuera a parar de la
morgue
al anfiteatro de la Facultad de Medicina de Panamá, para servir en las clases de anatomía. Había en ello una cierta aunque macabra lógica, si recordamos las maneras y gestos de prefecto de estudios que identificaron toda su vida al pobre Wito de Dantzig, con su pausada manera de hablar como quien da una clase ya sabida de memoria desde siempre.

El viaje en tren duró varias horas. Me acomodé como pude en un coche de tercera en el que se amontonaban familias y trabajadores del puerto. Una algarabía incontenible me fue arrullando lentamente. Anécdotas de barrio, chismes de vecindad, hechos de sangre, sucesos procaces y brutales, gritos y llantos infantiles, la eterna y desvaída materia de esas vidas sin nombre y sin rostro que resume siempre para mí eso que las gentes de mar llaman «estar en tierra firme» y que acaba provocándome un fastidio abrumador. El paisaje tropical de la Zona, con su vegetación de hojas relucientes de un oscuro verde metálico, el calor que entraba por las ventanillas abiertas para buscar un improbable aire refrescante y el vocerío del pasaje, me trasladaron a alguna colonia europea del Asia. Hubo un momento en que hubiera jurado que viajaba a través de la península de Malaca, entre Singapore y Kuala Lumpur. Allí disfruté tiempos de una relativa prosperidad, gracias al comercio de la teca y a otras actividades aledañas no tan fácilmente definibles. El rodar del tren, con su ritmo tan característico, y el ligero bamboleo del vagón, me dejaron en un duermevela donde sólo una delgada porción de la conciencia seguía vigilante y despierta. La emisión pastosa y sin forma del lenguaje que escuchaba, la ausencia de sonidos como los de la ese y la erre y los tonos agudos en que se mantenía el diálogo de las mujeres y los niños, me llegaba como un griterío de aves que se perdían en los platanales. «Ya va llegando la hora —pensaba— en que suelo preguntarme: ¿Qué hago aquí? ¿Quién diablos me ha traído aquí? Son las preguntas adonde va a parar esta mezcla de hastío sin fondo y de vago miedo cuando sé que me espera una larga permanencia en tierra. Malo está esto y no veo que tenga visos de arreglarse. Panamá. No he permanecido más de una semana aquí, pero he estado en tan repetidas ocasiones, que ha terminado por convertirse en un sitio familiar en medio de los incontables desplazamientos de mi vida sin asidero ni destino. La ciudad no es particularmente acogedora ni interesante, pero proporciona esa tonificante impresión de absoluta irresponsabilidad, donde todo puede suceder en medio de una auténtica y anónima libertad para disponer de nuestra vida, por lo que resulta sedante y llena de gratas, aunque siempre incumplidas, promesas de una sorpresa en donde nos espera, agazapada, la felicidad». Pero en esa ocasión las cosas se presentaban distintas. Iba a tener para muchos meses en ese istmo de aguaceros interminables y pausadas olas de temperatura de baño turco. No conocía a nadie. Siempre había estado de paso. Ninguno de mis conocidos había dejado huella alguna. Señal bien elocuente de esto era el que aquí había venido a recalar con Wito y Cornelius, ninguno de los dos auténtico compañero de mis dichas y descalabros. Apenas amigos de ocasión, pero extraños a ese tránsito por las regiones oscuras de la aventura de vivir, esa danza descabellada de los raros instantes de dicha compartida con aquellos que en verdad podemos llamar nuestros amigos. Sabía, de antemano, que no iba a encontrar a ninguno de ellos en Panamá. El dinero recibido al dejar el Hansa Stern, me alcanzaría para ir tirando por unos meses. Pero, como ya me conocía de sobra, a las pocas semanas iba a andar con los bolsillos y el estómago vacíos. No me preocupaba esa perspectiva. Un vodka a tiempo y una amiga ocasional, que no volvería a encontrar jamás, eran bastantes para salvar ese momento en que pensamos que hemos tocado el fondo del pozo. Y ambas cosas no necesariamente se consiguen sólo con dinero. Ya sabía cómo sortear esos recodos en que la trampa parece cerrarse ineludible. Y así un día y otro hasta que una mañana logre zarpar o invente otra locura como la mina de Cocora o el trabajo en el Hospital de los Soberbios. Da lo mismo, todo da igual. Lo que no da igual es otra cosa: es eso que llevamos adentro, esa hélice desbocada que no para. Allí está el secreto, eso es lo que no debe fallar nunca. Me quedé dormido en un sueño profundo. Cuando desperté el tren entraba a la estación. De pronto sentí que lo que necesitaba con urgencia inaplazable era, precisamente, un vodka bien helado. En el primer bar que encontrara convocaría a mis dioses tutelares, a los ciegos consejeros que sólo se presentan cuando alcanzamos ese estado de gracia que el vodka sabe dar con tan sabia e inexorable fidelidad. Allí estaba la respuesta salvadora, la verdad revelada, la otra orilla donde se pulen los símbolos y suceden las lentas celebraciones que disuelven toda perplejidad y ahogan toda duda.

Bajé, en medio de un concierto de bocinas desatadas y el aullido de una sirena que se alejaba con el último fulgor de la tarde. Me eché al hombro el saco y me dirigí al centro de la ciudad. Los grillos iniciaban su orquestada gritería y las luces de neón se encendían con la vulgar estridencia de colores que uniforman todas las noches de todas las ciudades de la Tierra. Pensé que antes de cumplir con la ceremonia del vodka, indispensable para poner en orden ciertas ideas y aplacar otros tantos demonios que empiezan a rondarme siempre que dejo el mar, debía buscar un hotel modesto para alojarme. Por una de las callejuelas que llevan de la Avenida Balboa hacia la Avenida Central encontré algo que se parecía mucho a lo que buscaba. Tenía el improbable nombre de Pensión de lujo Astor. En la recepción dormitaba un viejo de barba asiria y entrecana, con facciones de cochero judío de la Viena de Franz Joseph. No cuadraban su corpulencia y aspecto imponente con su permanecer detrás de un mostrador para el que tanta energía en franca exposición se antojaba un desperdicio. Cuando se incorporó para entregarme las llaves del cuarto, me di cuenta que usaba una pierna ortopédica. Los inquietantes chirridos de resortes oxidados dejaban una impresión de tristeza y desamparo imposible de armonizar con el coloso hebreo que se le enfrentaba a uno sin una sonrisa y con la adusta expresión de quien no habla bien el idioma del lugar en donde vive. La habitación, en el cuarto piso, daba hacia la bahía. Unas gaviotas despistadas giraban sobre el agua lodosa y casi inmóvil, idéntica a la que había visto en Cristóbal. Ese mar mancillado infundía en el ánimo un sabor de fracaso y mezquindad que no era precisamente lo que hacía falta para levantarme la moral. Los automóviles pasaban por la calzada con la desbocada premura que siempre me sorprende cuando he navegado durante mucho tiempo. El familiarizarse con las cosas de la tierra requiere un plazo con el que nunca contamos al desembarcar. Un camastro de resortes vencidos, cubierto con una colcha de un lila desteñido y salpicada de manchas que más valía no examinar con detenimiento, una mesa que cojeaba peligrosamente y un cromo con un perro San Bernardo cuidando a un niño dormido en la nieve, creaban ese ambiente impersonal e insípido característico de todos los hoteles que me han tocado en la vida. Al fondo del corredor estaban el baño y dos sanitarios. Un caballero tocado de sombrero de copa y una dama de los años treinta indicaban con innecesaria elocuencia, en cada puerta, a quién estaba destinado cada cubículo. Me di cuenta de que no resistiría mucho más la sordidez que se me acumulaba hacía tanto tiempo. Salí a la calle en busca de un bar. Inquirir con el cochero vienés dónde estaba el más cercano, se me antojó una compleja operación lingüística con alguien con quien, por lo demás, no era aconsejable establecer otros nexos que los estrictamente relacionados con sus funciones de portero. Después de recorrer algunas calles donde reinaba una relativa calma de barrio residencial bastante venido a menos, desemboqué en una donde había varios bares, uno tras otro, con su correspondiente letrero de neón y su música sonando a todo volumen. Entré en el que me pareció menos ruidoso y pedí un vodka doble con hielo.

Me convertí en cliente asiduo del bar. Resultó ser no solamente el más tranquilo sino también el que tenía la clientela más fiel y constante. El dueño se llamaba Alejandro, pero todos le decían Álex. Era un panameño delgado, de ojos saltones, que pertenecía a esa clase de cantineros que no hacen preguntas pero que tienen una memoria infalible respecto a las preferenciasy caprichos alcohólicos de sus parroquianos. El barman ideal. Resolví enviar a mis amigos esa dirección para que allí me fuera guardada la correspondencia. No intenté siquiera lanzarme a buscar trabajo. La experiencia me había enseñado que, mientras no se familiarice uno con ese secreto ritmo propio de cada ciudad, es inútil empeñarse en buscar un oficio que valga la pena. Esa ansiedad con la que, en otra época, me lanzaba a la calle a la caza de un trabajo, sólo servía para engañar la conciencia. Terminaba de recogedor de basura, de portero de burdel o descargando barcos en los muelles. Por esa razón, esta vez decidí tomarlo con calma y sondear con paciencia lo que Panamá podía ofrecer para salir del mal paso de una vez, en lugar de un sórdido ir viviendo. Cuando el panorama se nublaba y empezaban a bullir allá adentro las dudas y el desánimo, el vodka seguía siendo eficaz para aplacar tales síntomas y seguir en acecho.

Un sábado, en que la dosis acostumbrada no fue bastante para cumplir con su tarea de rescate, terminé una botella lentamente y me fui a la cama envuelto en las brumas de la altamar del alcohol. El domingo en la mañana vi, con sorpresa, que, a mi lado, dormía una negra enorme y desnuda, con una cabellera de guerrero zulú. La sacudí hasta despertarla y se me quedó mirando entre asombrada y furiosa. De su boca desdentada salían airadas palabras en un dialecto antillano, mezcla de papiamento e inglés de Granada. La obligué a vestirse y con unos pocos dólares me la quité de encima. Hasta donde yo recordaba, había salido solo del bar, con pasos más que inseguros, y llegado hasta el hotel sin ninguna compañía. No pensé más en el asunto. Algunos días después también me pasé un tanto de copas, sin llegar a lo de la vez anterior. También, a la mañana siguiente, me despertó la mirada medio idiota y aterrada de una mujeruca de cabellos teñidos de un rubio casi blanco y cuerpo esquelético lleno de pequeñas manchas rosadas bastante inquietantes. Salí de ella, esta vez sin remuneración alguna. Estaba seguro de no haberla visto nunca antes. Hubo un tercer episodio de este tipo con una india que debía venir de Taboga o de alguna isla cercana. Apenas hablaba español y trató de atacarme con una navaja. La saqué a empellones hasta el corredor y regresé al cuarto. Llamé a la portería para que me trajeran sábanas limpias. Contestó el portero, simulando no entender muy bien mis palabras. En ese instante me di cuenta delo que había pasado y de cuál era el origen de las visitas de marras. Me vestí y bajé a la recepción. Pedí mi cuenta y, al examinarla, vi que me habían cargado el precio de una persona más en los días correspondientes a las apariciones femeninas. Sin quitar mis ojos de los suyos, le exigí al cojo, con palabras lentas y tranquilas y en un alemán bien comprensible, que borrara de la cuenta las sumas que había puesto de más y lo hiciera en ese instante en mi presencia. Así lo hizo, sin decir palabra, con parsimonia que escondía un cinismo de siglos. Luego le previne que si volvía a subir una mujer a mi cuarto haría un escándalo con la policía y las autoridades sanitarias para que le clausuraran su famosa pensión de lujo. «No volverá a suceder» —comentó mientras regresaba los papeles al archivero de madera empotrado debajo de las casillas con las llaves—. «Descuide. Debió ser un error» —musitó mientras una sonrisa de sus gruesos labios mojados en saliva trataba de insinuarse por entre la ira de sus facciones de auriga hambriento.

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