Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (20 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Al día siguiente fuimos, en efecto, al Hotel Miramar, pagamos la cuenta y recogí un par de camisas, unos zapatos tenis intransitables y unos pantalones de mezclilla, informes y manchados de aceite, que guardaba, más por agüero y cariño que con intención de usarlos. Era de mis días de New Orleans y del
Hansa Stern
y no quería salir de ellos. Hay prendas que adquieren el valor de amuletos. Suponemos que nos protegen contra el desastre y por eso jamás me desprendo de ellas y de sus hipotéticos poderes propicios nunca probados.

La vida con Ilona se cumplía indefectiblemente, en dos niveles o, mejor, en dos sentidos simultáneos y paralelos. Por un lado, había un estar siempre con los pies en la tierra, en una vigilancia inteligente pero nunca obsesiva de lo que nos va proponiendo cada día como solución al rutinario interrogante de ir viviendo. Por otra, una imaginación, una desbocada fantasía que instauraba, en forma sucesiva, espontánea y por sorpresa, escenarios, horizontes siempre orientados hacia una radical sedición contra toda norma escrita y establecida. Se trataba de una subversión permanente, orgánica y rigurosa, que nunca permitía transitar caminos trillados, sendas gratas a la mayoría de las gentes, moldes tradicionales en los que se refugian los que Ilona llamaba, sin énfasis ni soberbia, pero también sin concesiones, «los otros». ¡Ay de aquel que, a su lado, mostrara la más leve señal de ajustarse a esos modelos! En ese instante cortaba todo nexo, toda relación, todo compromiso con quien hubiera caído en tan imperdonable debilidad y jamás volvía a ser mencionado. Iba a sumarse a «los otros», es decir, no existía. Para quienes habíamos vivido con ella algún tiempo, una mirada suya bastaba para indicarnos que estábamos acercándonos a la zona de peligro. Abdul contaba, al respecto, una anécdota que ilustra muy bien este principio de nuestra amiga: en cierta ocasión en que viajaban juntos, Abdul quiso enviar a un socio suyo, en un negocio en donde todas las ventajas habían sido para éste, una tarjeta postal para agradecerle la hospitalidad en una quinta de veraneo que les había facilitado en la isla de Khyros para pasar el verano. Cuando le alargó la postal a Ilona para que ella también pusiera su firma, ésta lo miró a los ojos un instante y regresó al baño en donde se estaba peinando. No dijo una palabra, Abdul rompió la postal y tiró los pedazos en el escusado. El asunto no se comentó sino varios meses después, cuando los encontré en Marsella. Comíamos en el puerto una langosta preparada con aceite de oliva y ajos, acompañada de un humilde Muscadet que tenía, sin embargo, una alegría reconfortante, marina y escueta. Abdul relató el incidente en tono regocijado y burlón. Ilona reía también, pero cuando Bashur terminó, se nos quedó mirando con expresión de Minerva enojada y se limitó a comentar:

—Estuvo en peligro muy grave este libanés con su cortesía
mal placée
. Se jugó la cabeza.

—Lo supe al instante —dijo Bashur ya un poco menos regocijado, tomando un buen trago de vino para disimular el fugaz pánico que sembraron las palabras de Ilona.

Los días iban pasando tranquilamente. Las lluvias se fueron espaciando y entramos de lleno al verano soberbio del istmo que tiene para mí secretas y muy eficaces virtudes de exaltación. Mencioné un día el asunto de nuestras economías e Ilona comentó: «Mira, vamos a olvidar por ahora el asunto. Si nos preocupamos por esto, ya sabes de sobra que no va a aparecer la solución. No hay prisa, además. Sí, ya sé, éste no es lugar para quedarse toda la vida. No existe, por lo demás, semejante sitio. Al menos para nosotros. Lo malo de las crisis como la que acabas de sufrir, es que minan esa confianza en el azar, esa fe en lo inesperado, que son condiciones esenciales para encontrar la salida. Deja que pasen las cosas, ellas traen escondida la clave. Si se busca, se pierde la facultad de descubrirla». Tenía razón. Me di cuenta, entonces, de lo profundo de mi caída y de hasta dónde ésta había entorpecido y paralizado los resortes del mecanismo que otorga una ciega confianza en nuestro sino. Esa certeza propicia que tantas veces me había rescatado de tremedales aún peores que este del que escapaba gracias a Ilona y a la lluvia que la había traído como siempre.

Hacíamos el amor por las tardes, con la lenta y minuciosa paciencia de quien levanta castillos de naipes. Después del torrencial y liberador derrumbe de las cartas, nos lanzábamos a evocaciones de comunes amigos, de lugares compartidos y disfrutados en otras épocas, de platos inolvidables saboreados en rincones sólo por nosotros conocidos y de tempestuosas borracheras que habían terminado, indefectiblemente, en las estaciones de policía o en las capitanías de los puertos. En ambos lugares, todo se arreglaba gracias a una eficaz y alternada sucesión de sofismas en los que éramos maestros. Una noche nos atacó una crisis de risa incontenible al recordar esa madrugada en Amberes en la que fuimos a parar a la delegación de policía. Allí, un apacible gendarme belga, de grandes bigotes cobrizos y entrecanos, miraba a Ilona con ojos atónitos y trasnochados, mientras ésta le explicaba, muy seria, que yo era hermano suyo y que acababa de rescatarme de un sanatorio psiquiátrico en el que me habían recluido los patrones del barco en donde era maquinista segundo. Trataban de quedarse con la indemnización a que tenía derecho terminado mi contrato. El pobre flamenco se rascaba la cabeza con un lápiz, mientras nos observaba con una incredulidad que podía resolverse, de un momento a otro, en una multa considerable o en varios días tras las rejas. Al fin nos pidió que nos largáramos y no volviéramos a aparecer por allí. Cosa que obedecimos, desde luego, al menos en parte. No volver a Amberes era impensable porque entonces usábamos ese puerto como base de nuestras incursiones por la costa bretona y el Cantábrico. Y así, una tarde tras otra, íbamos recorriendo nuestros días en común o con amigos como Abdul a los que nos unía la solidaridad imbatible de quienes no quieren el mundo como se lo dan sino como ellos se proponen acomodarlo.

Si bien el pacto de no hablar ni ocuparnos de nuestras finanzas era respetado rigurosamente, los dos sabíamos que la cuenta del Indian Trade National Bank se iba mermando sin remedio. No era para alarmarse, pero llegaría el momento en que el saldo restante representara, precisamente, el último recurso para salir de Panamá. Antes de que tal cosa sucediera, había que encontrar esa solución mágica que siempre nos había salvado y en la que teníamos, Ilona sobre todo, una fe muy semejante a la que sostiene al equilibrista en mitad de su trayecto. Fugaces alusiones, breves silencios, comentarios que rozaban la tangente de lo inmencionable, indicaban que a los dos nos preocupaba el asunto, a tiempo que conseguíamos que no interfiriera el ritmo de vacaciones sin término que le habíamos impuesto a nuestros días. En la mañana, horas de sol en la piscina del hotel, al mediodía, almuerzo en La Casa del Marisco o en el Matsuei, cuyo surtido de sushi era algo más que estimable; tarde de siesta y erotismo diluido en nostalgias regocijantes y, en la noche, recorrido por casinos de los grandes hoteles, más para ver a la ávida clientela de orientales y suramericanos perder su dinero como si estuvieran en Montecarlo pero con maneras de metecos irredentos. La noche terminaba en algún cabaretucho de segunda clase en donde, con un esfuerzo de imaginación bastante estético, se desnudaban mujeres cuya nacionalidad jugábamos a adivinar, casi siempre sin éxito: la «despampanante chilena» que anunciaba el presentador, resultaba una muy trajinada pupila de un burdel de Maracaibo, la «sensual argentina», irremediablemente confesaba ser de Ambato o de Cuenca y, a veces, de Guayaquil, pero siempre ecuatoriana. El colmo de nuestro despiste fue la noche en que apostamos que la «picante uruguaya» era colombiana y resultó ser, en efecto, de Tacuarembó. La variedad de lugares no era mucha, es cierto, y, menos aún, la de mujeres en el escenario. Nuestras incursiones en ese mundo se fueron espaciando y preferíamos quedarnos en algún tranquilo bar del Hilton o del Roosevelt, tomando, sin prisa y sin pausa, cócteles que sometíamos a una ligera modificación de su fórmula original. El heterodoxo resultado era sometido a una meticulosa escala de valores. Allí nació el vodka martini bautizado como Panamá Trail y al que, en vez de Noilly Prat, le agregábamos kirsch. Producía una lenta euforia que nos llevó a consagrarlo como uno de los más logrados hallazgos en nuestra larga carrera de alcohólicos confesos, fieles a una ya más que probada doctrina de gustos y reglas laboriosamente conquistados.

Los primeros y apenas perceptibles signos de la necesidad de cambio en la rutina que estaba haciéndose ya más larga de lo tolerable, comenzaron a surgir en forma soterrada pero cada vez más evidente. En vez de bajar a la piscina, nos quedábamos en la cama prolongando un sueño improbable, con caricias eficaces pero hasta cierto punto invocadas como pretexto para permanecer en el cuarto. Los bares no tenían la barroca densidad de posibilidades que espera quien ha frecuentado lospuertos del Mediterráneo. Hay un momento en que la falta de un buen
blanc cassis
o de un auténtico
negroni
puede llegar a perturbar el ánimo. Igual sucede cuando se nos antoja ese oportuno
arak
con hielo, que tratábamos de substituir con sucedáneos que sólo sirven para irritar aún más la frustrada apetencia. Antes de que la situación alcanzara un grado crítico que nos hubiera puesto ante la necesidad de una solución radical, Ilona tuvo una de sus iluminaciones.

VILLA ROSA Y SU GENTE

E
STÁBAMOS una tarde en la terraza que prolonga el vestíbulo del Panamá Hilton, tomando cervezas Tuborg que un mesero, con el que estábamos en los mejores términos, nos consiguió merced a un sortilegio muy infrecuente en ese lugar. El calor reverberaba en el pavimento hasta deformar la imagen de los taxis que esperaban algún posible cliente con ánimo para salir de compras bajo semejante sol de justicia. Dos minibuses se detuvieron en la entrada y de ellos bajó la tripulación completa del DC-10 de Iberia que hace escala en Panamá. Nos quedamos mirando esos tipos tan inconfundiblemente españoles a los que el uniforme no acaba de sentar. «Ningún uniforme puede irle bien a un español —comentó Ilona, siguiendo alguna observación que hice al respecto—. Tienen demasiado carácter, son demasiado romanos de la época de Trajano, para conseguir enfundarlos en esas ropas que llevan tan bien, en cambio, los sajones, que acaban pareciéndose todos entre sí con esa monotonía que los hace anónimos. Esta jefa de aeromozas, por ejemplo, te apuesto a que se llama Maite, vive en Madrid, que no le gusta, tiene un hermano en la marina mercante y otro pelotari». Le comenté que tal vez exageraba un poco. De todos modos, no había manera de confirmar sus conjeturas. No iba a ser yo quien fuera a preguntar a la espigada y elegante trigueña de tez tostada y anchos hombros cosas tan personales. Ilona sonrió vagamente sin ponerme mucha atención. De pronto había adquirido ese aire de concentrada ausencia, anuncio indefectible de que empezaba a tramar alguna de sus famosas conspiraciones. Terminamos la cerveza y nos fuimos al Matsuei para intentar un buen Buta Dofu que nos alejara del ya demasiado familiar sushi. Hablamos poco durante la comida y menos al regresar al hotel. Nos tendimos en la cama, desnudos, con las ventanas abiertas en busca de una improbable brisa. Por el silencio de Ilona me di cuenta que no era tiempo de ejercicios amatorios. Me interné en un sueño profundo, inducido por la cerveza del Hilton y el sake del restaurante japonés. Cuando me desperté, caía la tarde y los grillos empezaban a ensayar sus indescifrables señales vespertinas. Ilona estaba en la ducha. Intentaba cantar una canción polaca reemplazando las palabras olvidadas con un tarareo aproximado. Salió envuelta en una toalla con jeroglíficos egipcios que había comprado en el Bazar Ben-Rabí y que resultó hecha en San Salvador. «De todas maneras la calidad es excelente», comentó con la convicción de quien no se resigna a haber sido engañado. Se sentó a los pies de la cama, como siempre que quería plantear algo serio y, mientras se pasaba un cepillo por el pelo, comenzó a exponer el plan forjado durante la comida y madurado, seguramente, mientras yo dormía:

—Maqroll —me dijo—, tengo ya la idea de cómo vamos a salir de aquí con dinero suficiente y sin mucho trabajo. Es decir, sin mucho trabajo del que no nos gusta ni vale la pena intentar hacer. Ponme atención y no me interrumpas. Cuando termine, me dices qué te parece. Escucha: se trata de poner una casa de citas a la que asistirán exclusivamente aeromozas de las compañías de aviación que pasan por Panamá y de otras muy conocidas. No, no pongas esa cara. Ya sé en lo que estás pensando. Desde luego que no serían verdaderas azafatas. Todavía no estoy tan mal de la cabeza. Reclutaremos muchachas dispuestas a entrar en el negocio y cuya apariencia pueda hacerlas pasar por auténticas
stewardess
. Mandaremos hacer uniformes. Se las someterá a cierta preparación previa: vocabulario del oficio, rutas de su compañía, personas que componen la tripulación, anécdotas de la rutina del servicio y de la vida en tierra, etcétera. Para conseguir las primeras candidatas, dispongo de una lista de dientas de la boutique que teníamos con Erzsébet Pásztory. Había algunas que estaban ya en la vida galante, como decía mi padre, y otras con una marcada vocación para ello. Para atraer a los clientes contamos con dos grupos de colaboradores, listos a participar mediante una suma de dinero que periódicamente les daremos: los barman de los hoteles a quienes hemos sometido a la heterodoxia alcohólica y los capitanes de botones de los mismos hoteles, muchos de los cuales ya prestan ese servicio de información a los huéspedes. Sí, ya sé, todo se haría con una discreción rigurosa. De todos modos, tarde o temprano aparecerá la policía. También en la boutique adquirí cierta experiencia al respecto. Algunas de las muchachas tendrán que sacrificarse en aras del negocio. Algún dinero, estratégicamente colocado, hará el resto. La casa hay que buscarla cerca de los hoteles, en una zona que, siendo residencial, cuente ya con almacenes, restaurantes y uno que otro club nocturno. Cerca de este hotel he visto varias calles que cumplen con ese requisito. Buscaremos con cuidado. Sí, los propietarios, cuando se enteren de qué se trata, van a quejarse. Yo preferiría encontrar un dueño con el cual se pueda hablar francamente. El movimiento de la casa será sumamente discreto. Dos o, a lo máximo, tres chicas a la vez. Desde luego no habrá baile y la música en cada cuarto tendrá volumen controlado por nosotros. Las muchachas se vestirán dentro de la casa, antes de llegar los clientes. Éstos asistirán siempre con cita previa hecha por teléfono. Ellas no descenderán del taxi o del automóvil frente a la casa, sino en la esquina más cercana. Siempre una a la vez, nunca en parejas, ni acompañadas por amigos, maridos o lo que sea. Habrá que prever, a la larga, alguna queja de las compañías aéreas. No pueden ir muy lejos y te voy a decir por qué: los uniformes no serán exactamente iguales a los que usan las
stewardess
auténticas. Se harán algunas modificaciones. Si el cliente pregunta, se le explica que es un nuevo uniforme que se está ensayando en ciertas rutas. El pago. La muchacha recibe lo que el cliente quiera darle, como es obvio. Pero el cliente, al llegar a la cita y antes de pasar a la habitación, tendrá que dar a la casa cien dólares. La chica nos pagará a su vez una mensualidad fija, no importa el número de clientes que haya tenido. Si un cliente se encapricha con una de las pupilas, trataremos, en lo posible, de inventar dificultades para una nueva cita con ella: le asignaron otra ruta, está de vacaciones, asiste a un curso de entrenamiento en Miami o en Tampa, cualquier disculpa que suene muy profesional y lógica. Se trata de espaciar los encuentros, no de impedirlos rigurosamente. Si el cliente quiere estar con dos mujeres, se le dirá que eso es imposible porque ellas cuidan mucho el secreto de sus escapadas y no querrán ser vistas por compañeras, así sean de otra compañía. Esto, en principio. Un cliente conocido y ya de confianza podrá gozar de ventajas excepcionales. Ahora, te escucho.

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