Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (63 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»—Me llamo Antonia. Mis padres murieron cuando era muy niña. Una creciente del río se los llevó con todo y rancho. Yo había bajado al pueblo con unos tíos que me llevaron para que me viera el doctor, porque tenía lombrices. Entonces me gustaba mucho comer tierra. Mis tíos me criaron. Pero cuando me hice mujer, a los quince años, mi tía me botó de la casa porque su marido había comenzado a enamorarme. Trabajé lavando platos en el café de San Miguel y allí llegó después Dora Estela. Ella, me dijo que éramos parientas, no sé de dónde, y me ayudó a salir adelante. Un chofer de camión entró una noche en el cuarto donde dormía, al fondo del patio, donde están las habitaciones baratas, y me convenció con promesas y halagos de que le dejara pasar la noche conmigo. Nos hicimos amantes y pocos meses después me llevó al Alto del Guairo y allí me puso a trabajar. Me enteré luego de que era casado y tenía otras mujeres en el llano y hasta en el puerto de la costa. Un día no volvió a pasar por allí y yo me quedé trabajando para la patrona del negocio que me tomó cariño. No sé si la conoce, se llama Flor Estévez. Tiene un carácter muy jodido pero es buena persona. Por fortuna no quedé preñada del chofer. A eso le tengo mucho miedo. Una mujer que hacía rezos en San Miguel me dijo un día que si me embarazaba me moriría en el parto. Dora Estela me fue a buscar hace dos días y me dijo que viniera para ayudarle mientras se cura Eulogio. Habló con Flor. No sé qué le dijo pero ella estuvo de acuerdo y aquí me tiene. Por el trabajo no se preocupe, no será peor que el que me tocaba hacer en casa de Flor. Pero es como usted quiera, tampoco se trata de que me tome sin querer porque después vienen las dificultades.

»Antes de continuar, vale la pena que les cuente que fue entonces la primera vez que escuché el nombre de Flor Estévez, esa mujer inolvidable que iba a ser tan importante en mi vida y me acogió años después, para cuidarme de un mal que me estaba matando, precisamente en esa fonda donde trabajaba Antonia y que se llamaba La Nieve del Almirante. Nada en la vida sucede en forma gratuita y todo está encadenado. Es bueno saberlo. Pero sigamos con Antonia y Amirbar, que es lo que ahora nos interesa.

»No quise responder en ese momento a su oferta. La sopa ya estaba lista y la tomé con apetito voraz. Hacía varios días que sólo comía de vez en cuando algún pedazo de pan de maíz con carne cecina. La mujer me despertaba no sé qué reflejo de reserva, de prevención, que no logré concretar en un juicio cierto. A ello contribuían, desde luego, sus rasgos orientales. Pero, justamente, por la relación que he tenido con mujeres asiáticas, en la península de Malasia, en Macao y en otros sitios semejantes, me consta que son de una confianza absoluta y de una gentileza ponderada pero cariñosa. Había algo en su aparición sorpresiva, en el ambiente de cautela y temor que me rodeaba a partir de la historia de Eulogio, en fin, un no sé qué flotaba alrededor de ella que me impedía decidirme a aceptar su oferta. Cuando terminamos de comer, salió para lavar la olla y los platos de peltre. Me dio la impresión de que lo hacía para dejarme en libertad de considerar su propuesta. Finalmente, resolví dejar de lado las prevenciones y temores, atribuibles a la brutal captura de mi socio, al exotismo de las facciones de Antonia y a la semana de soledad e incertidumbre que acababa de padecer. Decidí aceptar la ayuda que me ofrecía y que me era indispensable para continuar la explotación de la veta que habíamos descubierto. Así se lo hice saber cuando regresó de lavar los trastos. No manifestó ni agrado ni sorpresa por mi resolución y, de inmediato, empezó a extender las alfombras que pertenecían al lecho de Eulogio y a disponer en la cabecera algunas cosas que había traído envueltas en un gran pañuelo. Todo esto lo colocó a mayor distancia aún del sitio ocupado por mi compañero. Era elocuente su deseo de establecer así el tácito arreglo de que se trataba de una relación de trabajo y nada más. Esto me produjo cierta tranquilidad y alejó un poco los imprecisos temores que sintiera hasta ese momento.

»La mujer resultó ser una trabajadora incansable y eficaz. La forma como lavaba el material que salía del molino me llamó la atención. Los movimientos tenían un ritmo y una exactitud tan notables que no pude menos de preguntarle si lo había hecho antes. Me contestó que, en efecto, un canadiense con el que vivió una corta temporada le había enseñado a lavar las arenas del río, en un charco que estaba más abajo del cafetal de Eulogio.

»—Al hombre ese —dijo— se lo llevaron unas fiebres malignas que le dieron por tomar un guarapo pasado que se empeñó en preparar él mismo con cáscaras de piña cortadas en luna llena. Cuando se quiere hacer guarapo, la fruta debe ser recogida en menguante y al mediodía. Si no se hace así, quedan vivos los huevos de las moscas y por eso dan las fiebres.

»No quise, como es obvio, discutir tan inusitada teoría médica. Porque, además, la enunciaba con una convicción sin lugar a mayor réplica.

»En pocas semanas reunimos otro tanto de lo vendido por Eulogio en la capital y que se había gastado en conseguir su libertad. Antonia se ofreció para ir a vender el oro. Estuve de acuerdo y con ella envié a la Regidora una breve razón escrita pidiéndole noticias de su hermano e insinuándole me diera más detalles sobre su amiga. Resolví ir con ella hasta donde doña Claudia para dejar allí las bestias que nos causaban mucho estorbo y de nada servían por ahora. Así lo hicimos y regresé a la mina a pie.

»Antonia cumplió su misión con la mayor puntualidad. Le recomendé que la mitad del dinero, producto, de la venta, se lo diera a Dora Estela para que ésta lo guardase. De la otra mitad podía disponer ella como quisiera: Regresó con una carta de Dora Estela y me indicó que le había dejado a ésta el total de la suma. Le pregunté por qué no había seguido mis instrucciones y me contestó que su mitad era para Eulogio y que así se lo manifestó a la Regidora.

»—Pero ¿vas a trabajar, entonces, de balde? —le pregunté—. Esto no me parece justo. Trabajas muy bien y quiero que tengas el salario que mereces.

»Entrecerrando los ojos hasta casi hacerlos desaparecer y volviendo el rostro hacia otro lado me contestó:

»—No entiendes nada, Gaviero —era la primera vez que me tuteaba, aunque yo lo hice desde el primer momento—. Ese dinero es de Eulogio, así lo gane con mi trabajo. Ellos han hecho tanto por mí, sobre todo la Regidora, que no voy ahora a dejarlos sin esa ayuda que necesitan más que nunca. Hay que pegarle al médico, comprar las medicinas y el rancho no les está dando nada. No me vengas ahora con cuentos de salarios y vainas de ésas. El dinero es mío, está bien, yo quiero dárselo a ellos y eso es todo. ¿Te quedó claro?

»Le respondí que sí y no pude menos de reír ante el énfasis con el que expresaba su opinión.

»—La cosa no es de risa —comentó—. Si todos andamos más jodidos que nada. Tú el primero: ¿o es que no te das cuenta?

»No supe qué contestarle. Dos cosas me habían llamado la atención en sus palabras: un tono de femenina autoridad de reserva, que no había escuchado desde hacía muchos años —sólo mi amiga Ilona Grabowska usó conmigo esa desenvuelta autoridad que siempre me produjo regocijada satisfacción—, y, consecuencia de lo anterior, el tuteo que se estableció entre nosotros. Nunca ha sido muy usual en mi trato con las mujeres, sin que corresponda a ello principio alguno de mi parte. El usted se me ha dado siempre en forma espontánea y natural al dirigirme a ellas, no importa el grado de relación que exista.

»La carta de Dora Estela retrataba el carácter impar y colorido de la Regidora. La forma como se dirigía a mí, al comienzo de la misiva, no pudo menos de hacerme sonreír».

Maqroll se llevó la mano al bolsillo del pecho de su camisa, sacó con cuidado un pliego mugriento a punto de deshacerse y comenzó a leer:

«Señor don Gaviero:

Las cosas por aquí se van aclarando un poco, pero no lo suficiente como para dejar de preocuparse. Al fin supimos por qué cargaron los milicos con el pobre Eulogio. Parece que allá abajo por el río grande volaron una estación del oleoducto y dos barcos que estaban descargando en la terminal que se llama Estación de los Santos. Alguien les dijo que por aquí se escondían los que habían hecho la cosa y les pareció fácil recoger gente como si fuera ganado. Eulogio está bien. Parece que sólo le quebraron una pierna y la muñeca izquierda, el resto son tronchaduras que no llegaron a partir el hueso. Lo de los vómitos de sangre ya se le quitó y el médico dice que no hay ningún órgano lastimado, sino que le partieron una costilla y el hueso rompió un pulmón. El pobre pregunta mucho por usted y está muy preocupado con el trabajo en la mina porque dice que usted solo no puede hacerlo. Ya la semana entrante lo van a llevar a la finca. La familia que lo tiene aquí espera que se vaya pronto, porque no quieren tener problemas con su esposa que se dio cuenta ya de que una de las muchachas tenía relaciones con mi hermano. Eulogio le manda decir que los militares que lo interrogaron le preguntaban mucho sobre quién era su compañero de trabajo en la mina. Él quiere que no se preocupe porque les dijo que era alguien de la costa que andaba de paso y ya se había largado porque no encontraron nada. Le preguntaron si era un extranjero y les dijo que no y dice que le creyeron. No era eso lo que les interesaba más. Que quede tranquilo porque a los que hicieron la voladura ya los encontraron escondidos en el mismo puerto del río y ya los quebraron y ahí termina. Lo de Antonia fue ocurrencia mía, aunque Eulogio no estaba muy de acuerdo porque dice que las mujeres en las minas complican mucho las cosas y siempre acaban con algún desvarío. No lo dirá por mí que nunca me he metido en esas cuevas porque de topo no tengo nada, como ya se lo dije una vez. Ella ha vivido siempre arriba en el páramo y es persona que no creo que vaya a darle problemas. Su única obsesión es el miedo de quedar preñada y eso lo arregla a su manera; a unos les va y a otros no. Ya le dije que la maldición del oro se quita al lado de una mujer si se hace con cariño. Si quiere alguna vez estar con ella, sólo tiene que proponérselo. No se preocupe que no lo va a tomar a mal. Si no quiere estar con usted se lo va a decir. Para el trabajo es muy buena y aguanta más que una mula. No sé cómo le haya parecido mi idea de mandársela pero entre que esté allá solo, sin hacer nada y con el riesgo de que le vuelva el delirio, y tenga compañía y pueda avanzar en el trabajo del molino, me parece mejor esto. Ella sabe lavar la arena y estoy segura de que ya le demostró lo bien que lo hace. Bueno, esto era todo y por aquí se le extraña mucho y le guardamos las cosas que nos ha encargado con la formalidad que usted sabe. Muchos saludos de todos aquí y que le vaya muy bien.

Su amiga y servidora Dora Estela».

El Gaviero dobló cuidadosamente el pliego de papel y lo regresó al bolsillo de su camisa mientras nos explicaba:

—Esta carta la guardo porque es el único recuerdo que tengo de Dora Estela y la sola misiva que conservo escrita por una mujer. Otras que guardaba he tenido que destruirlas en momentos en que, de caer en manos ajenas, podían comprometer a alguien. Bien —continuó después de servirse otra cerveza y comentar que era imperdonable que Estados Unidos no haya podido producir aún una como esa que estábamos tomando, hecha en Dinamarca—. Para seguir con la historia de Antonia, les cuento que la mujer se ajustó perfectamente a mi rutina de trabajo y a mi modo de vida frugal, sembrado de largos silencios y horas de lectura que me servían para escapar del ambiente opresivo de los socavones, de donde iba sacando, a fuerza de pico, los trozos de veta que amontonaba sobre un costal. Cuando éste se llenaba, ella lo jalaba por el suelo hasta la salida y allí ponía a funcionar la pequeña y rudimentaria rueda Pelton, que giraba con el agua de la cascada y movía el molino. La mujer bajaba de vez en cuando al pueblo para traer provisiones y noticias de Eulogio, que se recobraba muy lentamente. La pérdida de sangre lo había debilitado en extremo y la costilla se negaba a soldar en firme y seguía dificultándole la respiración. El diálogo con Antonia se concretaba siempre a detalles del trabajo y jamás me interrumpía cuando me sentaba afuera, recostado en la pared del precipicio, a pensar en episodios de mi pasado y en quienes han compartido épocas de mi vida tan encontrada y errante. No me gustaba permanecer mucho tiempo en la gruta, cuyo ambiente poblado de un vago esoterismo acababa inquietándome. Sólo para dormir era propicia por la condición ya mencionada de su mullido y tibio piso de arena y del murmullo adormecedor de la cascada. Algo me decía que no todo podría continuar dentro de esa normalidad tan parecida a lo que siempre he rechazado como una de las más notorias antesalas de la muerte: los días transcurriendo por cauces regulares, en donde toda sorpresa ha sido descartada de antemano. La forma como estábamos explotando el mineral de filón era tan primitiva que su rendimiento apenas servía para atender el tratamiento de mi socio y dejar en reserva una suma que, en un caso de urgencia, me permitiría salir del país en busca de otros horizontes que, para mí, siempre serían marinos. Hacía tiempo que soñaba con la idea de comprar una goleta para comerciar entre la isla de Fernando de Noronha y la costa de Pernambuco. Las halagadoras posibilidades de hacer este tráfico con buenas ganancias me las había planteado un judío egipcio amigo mío, de apellido Waba, que tenía una inventiva inagotable para encontrar maneras de hacer dinero sin pasar mayores penalidades. La navegación en esa zona era casi todo el año muy tranquila y el llevar a la isla provisiones de las que sus habitantes carecían y estaban dispuestos a pagar a precios muy altos era una perspectiva bastante prometedora. Haciendo planes y trazando rutas en la mente, pasaba horas al borde del abismo de cuya vegetación enana y recia partían bandadas de aves de un colorido sorprendente y cuyos gritos resonaban entre las paredes verticales de la roca con un eco agorero y melancólico.

»El cambio que vagamente había comenzado a insinuarse allá en un rincón de mi conciencia, del que partían siempre las señales de alarma de una inminente caída en la rutina gris y sosegada, se presentó, como siempre ocurre en esos casos, con la aleve máscara de inocencia de un hecho más que previsible y normal. Una noche, en la que me fue difícil encontrar el sueño, a causa del dolor de espalda que no quería desaparecer y que me venía siempre después de haber estado cavando en la veta en una posición forzada y sin alivio, Antonia vino a mi lado y me preguntó qué me sucedía. Le expliqué de lo que se trataba y ella se ofreció a frotar la zona dolorida con el aceite de palma que usaba para cocinar. Acepté y comenzó a darme masaje en la espalda y la cintura con movimientos rotativos e intensos que me aliviaron de inmediato. Le pregunté quién le había enseñado esto y me contestó que la tía donde había pasado la infancia componía huesos y era muy sabida en esta clase de cosas. Seguimos conversando y ella continuó frotándome el cuerpo hasta cuando me di cuenta de que ya no se trataba de masaje alguno sino de caricias cuya intensidad y propósito anunciaban otra cosa. La fui desvistiendo lentamente y, ya desnudos los dos, comenzamos a besarnos en silencio, cada vez más excitados. En un momento en que estaba encima y listo para entrar en ella, Antonia se dio vuelta bruscamente y quedó boca abajo.

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