Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
—¿Usted lo ha conseguido? —le pregunté, tratando a mi vez de sorprenderla.
—Nunca he necesitado de él y no me pondría a su alcance.
La lección era un tanto dura de tragar. Ilona me miró con alarma fugaz pero evidente. Pensé que era mejor llegar hasta el fondo. Ya iba sabiendo con quién tenía que habérmelas:
—En cierto momento me vi obligado a trabajar para él. Pero gracias a nuestro común amigo Álex, conseguí escapar a tiempo y me fui a vivir a otra parte.
—Sí —dijo, mientras seguían cayendo a su lado las flores de cámbulo—, al Hotel Miramar. Buena persona la ecuatoriana. Estuve allí un par de semanas, mientras hacían unos arreglos en el lugar en donde vivo.
Era evidente que debía callarme. Sin que se hubiera planteado una rivalidad con la mujer, ni siquiera un roce notorio, por una de esas subterráneas pero inconfundibles disparidades de carácter, el enfrentamiento con esta hembra del Chaco, tan informada como cautelosa, era desaconsejable e inútil. Si iba a trabajar con nosotros, era mejor mantener un terreno neutral para circular sin problemas. Ilona, que evidentemente seguía con interés nuestro diálogo, lo derivó con toda naturalidad hacia ciertos detalles relacionados con el uniforme que usaría Larissa y con la historia a inventar sobre su trabajo de azafata.
—No quisiera usar ningún uniforme —comentó la chaqueña con tan decidida energía que nos quedamos en espera de una explicación—. Pueden decir que soy inspectora de servicio. Que viajo regularmente para verificar que se cumpla el reglamento de atención a los pasajeros. Insinuaré que trabajo para el Civil Aeronautic Board y que debo viajar de incógnito por obvias razones.
Lo del CAB me pareció un tanto insensato. Le aclaré que quien más riesgo podía correr con eso era ella. Estuvo de acuerdo con facilidad que me desconcertó un poco. Había en la mujer algo que se me escapaba a cada instante. No porque se propusiera ocultarlo sino, más bien, porque pertenecía a un mundo que yo no conocía, y que, sin ser hostil, representaba fuerzas, corrientes, regiones que eran para mí tierra incógnita.
Cuando Larissa se puso de pie para despedirse, Ilona también lo hizo y la acompañó hasta la escalera. Cruzaron la alcoba conversando en voz baja, mientras Ilona le pasaba el brazo por encima del hombro, en un gesto que nunca le había visto con ninguna de las muchachas. Quería parecer protector pero era más bien como si buscara apoyo en alguien más fuerte que ella.
Al comienzo, la presencia de Larissa no fue muy notoria ni trajo cambios mayores en la rutina de Villa Rosa. Venía a menudo por las mañanas y nos acompañaba a tomar el sol en la terraza. Ella, siempre en la sombra, sentada en la silla que escogió el primer día, rodeada de las flores de cámbulo que caían constantemente a su alrededor; nosotros, leyendo o continuando un diálogo en el que, por lo regular, pasábamos revista a ciudades y lugares conocidos. Los juicios de Larissa eran siempre un tanto vagos, como envueltos en una niebla que no acababa de dar a los recuerdos un perfil exacto, un volumen definido. Ésta era, en cambio, una de las cualidades más notorias en los relatos y remembranzas de Ilona. Con un trazo evocaba una ciudad, un paisaje, una isla, un país. En el caso de Larissa su vaguedad de noticias se extendía a la existencia que llevaba en Panamá. No conseguíamos saber en dónde vivía. Lo único cierto era que no tenía teléfono. Siempre llamaba desde el bar que los dos habíamos frecuentado. Allí, también, le dejábamos los recados de las citas que se concertaban para ella. Otra singularidad suya era la selección de sus clientes con meticuloso ajuste a ciertas condiciones de edad, educación y origen. Después de sus primeras visitas, nos lo explicó con su voz de barítono en celo y su aire ausente:
—Por favor, les voy a pedir que no me arreglen citas con hombres jóvenes. Prefiero estar con hombres maduros que hayan recibido, al menos, una formación en otras tierras y no tengan esas maneras exuberantes y atropelladas de la gente de estos países. Tampoco, por ningún motivo, quisiera ver a norteamericanos ni a orientales. Ya sé que no es muy fácil enterarse de esos detalles a través de una llamada por teléfono, pero si ustedes me ayudan un poco y Longinos colabora, del resto me encargo con el tiempo. Ya iré formando mi clientela exclusiva. Hay cierto tipo de hombres con los que me entiendo muy bien y éstos siempre vuelven —Ilona iba a comentar algo, pero Larissa no la dejó hablar—: Sí, ya sé —dijo con una sonrisa que quería ser amable y sólo consiguió parecer condescendiente—, tal vez estoy pidiendo mucho y no debe estar entre las reglas de la casa esta clase de imposiciones. Lo entiendo. Pero, ya verán que, en muy poco tiempo, no será problema para ustedes y, en cambio, para mí será la única manera de trabajar en esto con buenos resultados para todos.
Ilona guardó silencio. Yo seguí mirando las nubes que pasaban por el cielo empujadas por una brisa anunciadora de las lluvias.
Por Longinos nos enteramos en dónde vivía nuestra nueva adquisición. Un día llamaron por teléfono del bar para decirme que había cartas para mí. Algunos amigos seguían enviándome allí su correspondencia. Longinos fue a recogerla y, al regresar, después de largo rato, subió a dármela. Traía un gesto en donde alternaban el humor y la extrañeza.
—Cuando llegué a recoger las cartas —dijo— Álex me pidió que llevara a la señora Larissa un paquete que habían dejado allí para ella. Parecía ropa de mujer. Me explicó que era para entregarlo donde ella vivía y no aquí. Le indiqué que no conocía la dirección y me miró incrédulo. Dudó un momento y, al fin, me dijo que bajara hasta la Avenida Balboa y que a unas pocas cuadras hacia el norte iba a encontrar, al borde del mar, en una pequeña playa de piedras y vigas de cemento tiradas en el suelo como para detener la marea, un barco pesquero que estaba allí a medio desmantelar recostado contra el muro de la calzada. Me explicó que desde la acera llamara a la señora. Ella saldría a recoger el paquete. Así lo hice. Cuando la llamé asomó la cabeza por el ojo de buey del único camarote que se veía más o menos habitable y me preguntó qué traía y quién me había dicho dónde vivía. Le expliqué cómo me había enterado y salió a recibir el paquete. Estaba en ropa interior y con un mal genio de todos los diablos. «No andes por ahí contando en dónde vivo. Eso a nadie le importa. No vuelvas por aquí nunca más. A tus patrones diles lo que quieras. Ya hablaré con ellos. ¡Lárgate, muchachito de porra!». Hablaba en voz baja, como para que no nos oyeran. Nadie pasaba en ese momento por allí. Pero qué hembra tan furiosa. A ver con qué cuento les viene a ustedes.
—No te preocupes —lo tranquilizó Ilona—, no es culpa tuya. Si ella no advirtió en el bar que no dijeran dónde vive, es cosa suya. No vuelvas más y se acabó.
Longinos nos dejó solos. Estuvimos un buen rato en silencio. Recordé perfectamente el barco en ruinas, escorado sobre la playita de cascajo y trozos de concreto. Desde mi ventana de la Pensión Astor lo veía todos los días. Me vino a la memoria algo que había olvidado y que, entonces, me llamó la atención: por las noches, de vez en cuando, se veía una luz mortecina en uno de los camarotes contiguos al puente de mando que se caía a pedazos. Recordé también el nombre de la embarcación. En un letrero de bronce ennegrecido que se mantenía atornillado a una baranda de estribor, se podía leer aún la palabra
Lepanto
. Me intrigó la discrepancia entre un nombre tan sonoro y cargado de leyenda y los despojos de un humilde navío de cabotaje que yacía oxidado y casi informe, en esa estrecha playa convertida en basurero desde tiempos inmemoriales. Longinos lo había confundido con los barcos pesqueros que suelen anclar más al fondo de la bahía. Por ciertas características de diseño, por la forma de los ojos de buey y de dos conductos de ventilación, que aún se sostenían por un milagro de equilibrio, era fácil establecer el origen del barco. Debió salir de los astilleros de Toulon, de Génova o de Cádiz. Cómo había venido a parar aquí, derrumbado contra un malecón de Panamá, fue algo que, si me lo pregunté entonces, no volvió luego a preocuparme. Ahora, la imagen de los tristes despojos del
Lepanto
surgía del inmediato pasado, rescatada del olvido bienhechor. Torturante evidencia que pedía ser descifrada con el pavor de los misterios délficos.
Pocos días después de la visita que le hizo Longinos, Larissa pidió hablar con nosotros. Había despachado a uno de sus clientes habituales. Subió a nuestras habitaciones con aspecto cansado y una contenida irritación que no hallaba dónde desfogar para justificarla. Ilona la fue tranquilizando poco a poco, hasta dejarla en un manso agotamiento propicio al diálogo. Era notable la influencia que mi amiga ejercía sobre la inescrutable mujer del Chaco. Con algunas palabras dichas al azar, le transmitía un sosiego, un equilibrio apacible que podía durar días enteros. Ya serena y dispuesta a contarnos el enigma de su habitación, Larissa comenzó a hablar. Su historia tenía ciertos rincones, laberintos y atajos que lindaban con un mundo visionario que se prestaba a conjeturas teñidas de un esoterismo del que he salido preservarme siempre por un ciego instinto de evitar el caos, que es uno de los rostros de la muerte para mí menos tolerables y más letales.
—Subí al
Lepanto
en Palermo —comenzó Larissa—. Había vivido allí varios años como señorita de compañía de una dama de la nobleza siciliana, la Princesa de la Vega y Hoyos, último vástago de una familia de grandes de España que se quedaron en Sicilia cuando la isla dejó de pertenecer a la corona española. La anciana cuidaba una mediocre fortuna con la parsimonia de quien sabe que, de un momento a otro, puede caer en la miseria. Era dueña de una cultura deslumbrante. Leía en varios idiomas toda clase de libros pero, de preferencia, clásicos y grandes textos de historia. Estaba un poco loca. Cuando me contrató, había empezado a interesarse por el espiritismo y toda clase de experimentos esotéricos. Mantenía conmigo una amabilidad distante, debida, quizás, a suspicacia por mi origen latinoamericano y a su poca costumbre en el trato diario con otras personas. Vivía sola en una inmensa quinta, en las afueras de la ciudad. Una vez a la semana iba un jardinero a cuidar del parque que rodeaba la residencia cuyo aspecto de desolación y ruina despertaba una tristeza muy grande. La vieja cocinera, sorda como una tapia, se encargaba de preparar dos comidas diarias en donde la imaginación estaba tan ausente como el sentido culinario más elemental. La princesa se había roto una pierna al bajar la escalera principal y por esa razón puso un anuncio en el periódico solicitando una dama de compañía. Fui a verla y me contrató. Cuando ya pudo caminar, me pidió que siguiera a su lado: «Me he acostumbrado a usted. Si se va me hará falta su compañía», me dijo con esa mezcla muy suya de distraída insolencia aristocrática y brusquedad de solitario que no sabe cómo tratar a los demás. Resolví quedarme aunque me pagaba con tal irregularidad que nunca supe, al fin, cuál era exactamente mi sueldo ni cuándo se cumplía el plazo en que debía dármelo. Me aficioné a la lectura a fuerza de hacerla en voz alta para la princesa. Tenía que ser de noche, en su cuarto. Muchas veces me sorprendió la madrugada todavía leyéndole. Dormíamos toda la mañana. Después de la comida dábamos una vuelta por el parque. Me contaba viejas leyendas de su familia. Complicadas hazañas amatorias de los varones de la casa, cuya fama en Sicilia, en ese aspecto, aún se mantenía con agregados populares de una crudeza un tanto rústica. La Princesa de la Vega y Hoyos amaneció un día muerta. Había sufrido un paro cardíaco fulminante. Al levantar el acta de defunción se encontró que había cumplido noventa y cuatro años. Nunca imaginé que fuera tan vieja. Le había calculado poco más de setenta. El notario que se encargó de liquidar los asuntos de la dama me entregó una suma de dinero que la princesa me había dejado en su testamento. Era, de todos modos, muy inferior a lo que calculé que me debía como salario, si bien es cierto que yo me había enredado a tal punto con fechas y pagos parciales, que tampoco mis cuentas eran muy de fiar. El notario me dijo que mientras decidía qué hacer podría quedarme en la casa. No quise aceptar. Ya sin la compañía de la princesa, el destartalado desamparo de la quinta me agobiaba terriblemente. Bajé al puerto en busca de algún barco que partiera no importaba adónde. Allí estaba el
Lepanto
. Hablé con el capitán, un gaditano ladino y mal hablado con el que, después de una laboriosa discusión, me puse de acuerdo en el precio del pasaje. Me acomodó en un rincón de la bodega donde habían instalado una litera provisional. Se disculpó diciéndome que el único camarote disponible lo estaba arreglando para servir de oficina a no sé qué funcionario de una agencia naviera copropietaria de la nave. El
Lepanto
debía haber tenido días mejores. Cuando subí a él ya amenazaba irse a pique al menor temporal que lo sorprendiera en alta mar. Parece que esa fragilidad era engañosa, pues lo vi afrontar las tormentas del golfo de León sin que sufriera ningún percance. El gaditano me dijo que iba primero a Génova y de allí a Mallorca donde yo desembarcaría. Estuve de acuerdo y fui a traer las pocas pertenencias que tenía ya empacadas en la quinta. Cuando me instalé en el camastro de la bodega del
Lepanto
, ni por un instante me pasó por la mente que habría de vivir allí hasta hoy. Las cosas que me han sucedido en ese lugar son de tal condición y vienen de tan recónditos y oscuros rincones de lo innombrable que ya las iré contando poco a poco. Es muy tarde y hay para varias sesiones. Por ahora es suficiente con que sepan que, en efecto, vivo en lo que son los restos del
Lepanto
. Cuando me necesiten les pido que me dejen recado en el bar. Paso por allí todos los días. Deseo que nadie vaya a buscarme al barco ni intente ponerse en contacto conmigo allí. No quiero llamar la atención y trato de pasar lo más desapercibida posible. Muy pocos son los que saben que ese despojo del mar está habitado. La luz que se percibe de vez en cuando suele atribuirse a alguna pareja refugiada allí para hacer el amor. Si supieran lo que en verdad ocurre, el asombro les cambiaría la vida.
Al salir Larissa, nos quedamos en silencio, asimilando, escrutando, no sólo la parte de su historia que nos acababa de contar, sino lo que adivinábamos detrás de sus últimas palabras. Éstas nos dejaron una impresión de vago malestar que, con la noche y entre la sombra vegetal del abandonado parque vecino, fue creciendo en forma que llegó a ser casi insoportable.