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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (25 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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—Vamos a tomar un trago a alguna parte —propuso Ilona—. Aquí no se puede estar.

Recorrimos varios de los sitios que habíamos frecuentado en nuestra época del Hotel Sans Souci. Los sirvientes y los encargados del bar nos recibieron con cordialidad un tanto sorprendida. Regresamos a la casa ebrios de alcohol y de sueño, sin haber conseguido alejar la sombría inquietud que nos dejaron las palabras de Larissa. Durante los días que siguieron continuamos con los trámites para la liquidación del negocio. Bashur nos confirmó el recibo del dinero que le habíamos enviado. En sus palabras, el alivio se mezclaba con la gratitud. Esa gratitud que, en los hombres de su raza, tiene la intensidad y la hondura de un acto religioso. Había salido a flote de todas sus dificultades y estaba acondicionando un buque tanque para transporte de materias químicas y colorantes. No era improbable, anunciaba con notorio júbilo, que nos encontráramos en Panamá. Enviaría noticias al respecto cuando estuviera listo el barco en los astilleros de Amberes. Ya tenía escogido el nombre:
Fairy of Trieste
.

—Estos levantinos no tienen remedio —comentó Ilona, ocultando la ternura que le causaba el gesto de Abdul—. Cuando salen de las mil y una noches se dedican a poner bombas y a luchar en las montañas. No te imagino, Maqroll, bautizando así un barco tuyo.

Le contesté que, primero, lo de poseer un barco era algo altamente improbable y, luego, que el papel de darle nombre a las cosas y a las gentes era tarea que corría por cuenta suya y no mía. Nos quedaba el problema de Longinos. Se había apegado tanto a nosotros, en especial a Ilona, que sabíamos lo dolorosa que sería para él la confirmación de nuestra partida.

—Yo me encargo de hablarle —prometió Ilona—. De lo contrario tú acabarás llevándotelo y de eso no se trata.

Como siempre, tenía razón.

Una noche, pocas semanas después de la conversación con Larissa, ésta llegó a cumplir una cita con uno de sus clientes. Era el gerente de un consorcio de bancos escandinavos con sucursal en Panamá. Un vikingo gigantesco y manso que saludaba muy ceremoniosamente y parecía a punto de quedarse dormido en todas partes. Al salir, me mandó llamar con Longinos. Deseaba conversar un instante conmigo algo personal. Bajé a la sala. Sin tomar asiento, con el sombrero de paja en la mano, el noruego se limitó a comentarme:

—Creo que nuestra amiga no se encuentra bien. No es asunto de médico. Es otra cosa. Por qué no hablan un poco con ella. Estoy seguro de que podrían ayudarle.

Eso era todo. Se despidió como hipnotizado. La noche del trópico se lo tragó de inmediato entre la algarabía de los grillos y el canto sincopado e intrascendente de los grandes sapos escondidos en la hierba.

Esa misma noche Larissa nos relató la continuación de su historia. Igual que cuando la vi por primera vez, tornó a perturbarme, ahora con la evidencia de su testimonio, esa zona torturada y en tinieblas que sentía acechando detrás de su presencia, de sus palabras, de sus más mínimos gestos. Pero, en esta ocasión, vino a sumarse un nuevo elemento que me inquietó mucho y no supe cómo manejar: me di cuenta de que Ilona estaba, en mayor proporción de lo que yo creía, envuelta en la torva red tendida por Larissa. Que respiraba, con alarmante naturalidad, la atmósfera que, como un halo letal, despedía la presencia de esta mujer llegada a Villa Rosa como un heraldo del Hades. Es por esto que me parece necesario transcribir en detalle su turbadora historia. Cuando comuniqué a Ilona el temor del escandinavo que acababa de estar con Larissa, aquélla la mandó llamar. Estábamos en la terraza, disfrutando una noche de leve brisa que, a tiempo que refrescaba el ambiente, había despejado el cielo hasta acercar el firmamento, dándonos la impresión de que esa vasta cúpula titilante, animada por una actividad sin sosiego, estaba al alcance de nuestras manos. Larissa llegó directamente a derrumbarse en una silla de playa, la primera que encontró a su paso, y permaneció un buen rato en silencio. Su rostro mostraba un agotamiento extremo. Su cuerpo adquirió una quietud desmayada como si se le estuviera escapando el último soplo de vida. Cuando comenzó a hablar nos intrigó la ronca firmeza de su voz que denotaba una secreta e intensa energía, una energía nacida en un lugar más recóndito, intocado e inconcebible, que esa presencia física a punto de extinguirse.

«Debo contarles —comenzó diciendo— los hechos desde el principio. El
Lepanto
tuvo que permanecer en Palermo dos días después de la fecha indicada por el gaditano para la partida. Esperaba no sé qué papeles de Palma de Mallorca, sin los cuales no podía zarpar. Como yo no quería volver a la quinta y ya tenía mis cosas en el barco, preferí quedarme allí. La primera noche dormí profundamente, a pesar del olor a sentina que reinaba en el lugar. Durante el día fui al puerto para comprar algunas cosas indispensables para mi aseo personal. Tenía que compartir el baño con el patrón y éste había prescindido hacía mucho tiempo del uso del mismo. No había toallas ni jabón en el sucinto lugar que pretendía cumplir con las funciones de baño. También adquirí algunas provisiones para reforzar la comida de a bordo que no se anunciaba muy apetecible. Regresé al anochecer. El capitán intentó entablar un diálogo con finalidades bien evidentes. Me pareció que era el momento de indicarle, de una vez por todas, que olvidase por completo todo intento en ese sentido, y que era absolutamente inútil que insistiera en el futuro. Lo entendió sin oponer mayores argumentos y hablamos de otra cosa. Le pedí me facilitase una lámpara para alumbrarme durante la noche. Me explicó que al fondo de la bodega había un interruptor para encender una bombilla eléctrica, la cual, seguramente, yo no había advertido porque la ocultaba una viga de acero encima de la litera. Cuando bajé para acostarme, me di cuenta de que tenía que recorrer casi toda la extensión del lugar para encender o apagar la luz. Volví a subir y, sin esperar mi reclamo, el patrón me dio una linterna de pilas. Lo hizo en forma impersonal y poco amable que indicaba la poca gracia que le había producido mi rechazo a sus proposiciones. Pero era mejor así y no hice caso de su mal humor. Me dormí casi de inmediato y olvidé apagar la luz. Ya me había acostumbrado al olor del sitio y el suave balanceo del barco amarrado al muelle me ayudaba a disfrutar de un sueño profundo y reparador. Me despertó, de repente, una presencia que se interponía entre la luz de la bombilla y mi camastro. Aún medio dormida, creí que fuera el gaditano que intentaba volver a sus andadas. La figura se acercó lentamente y vino a sentarse a los pies de la cama. Lo que vi me dejó totalmente despierta y en un asombro indecible. Un oficial de los Chevaulégers de la Garde del Imperio napoleónico me miraba fijamente. Sus ojos, de un gris acerado, se destacaban bajo el arco de las cejas entrecanas que hacían juego con el gran bigote rubio de puntas cuidadosamente retorcidas y con las dos trenzas que salían del chacó con galones dorados y las insignias de su regimiento. Las manos fuertes, nervudas pero bien cuidadas, descansaban en las rodillas del robusto jinete, imprimiendo un aire de natural familiaridad a su presencia. "No se espante —me dijo en francés con acento de Reims y un tono de voz impostado en las notas altas, característico de militares acostumbrados a dar órdenes en campo abierto—, sólo deseo conversar un rato con usted. Perdone que la haya despertado, pero paso temporadas muy largas sin hablar con nadie y su inesperada presencia en estos lugares resulta una oportunidad muy grata para mí". No recuerdo lo que le respondí, pero su presencia transmitía una tan espontánea y afable necesidad de compañía que, al rato, conversábamos ya como si nos hubiésemos conocido hace tiempo. Después de tratar de tranquilizarme por su inesperada aparición, se presentó muy cortésmente. Se llamaba Laurent Drouet-D'Erlon. Era coronel de los Chevaulégers de la Garde, primo hermano del General-Conde Jean-Baptiste DrouetD'Erlon, muy cercano al Emperador. Viajaba en cumplimiento de una misión que le encargó el Conde y sobre la cual no podía dar grandes detalles. Iba a Génova. Allí esperaba recoger ciertas noticias de la isla de Elba en donde, como yo debía saber, estaba cautivo Napoleón por voluntad de las potencias aliadas. Luego seguiría hasta Mallorca. Aquí es importante que les explique algo que no es fácil entender, ya que tampoco lo ha sido para mí. La imposibilidad lógica de estar hablando con un militar del Imperio que mencionaba un presente que, en mi caso, era un pasado de casi siglo y medio; a tiempo que se planteaba en mi mente como una aberración inexplicable, sucedía con una fluidez y una lógica que, desde que el hombre comenzó a hablar, se me ofrecieron como irrebatibles. Es decir, nada en mí se opuso ni se alarmó ante un imposible que dejaba de serlo por obra del calor y de la evidente plenitud que comunicaba ese ser de una época pretérita que, por su sola presencia, la convertía para mí en un hoy absoluto. En esta aceptación que, una vez percibida, se tornaba en algo que sucedía dentro de los cauces de una normalidad irrecusable, reside el secreto de todo lo que me ha ocurrido desde cuando abordé el
Lepanto
.

»Conversamos durante el resto de la noche. Es decir, él habló y yo lo interrumpía sólo para precisar datos y confirmar mi familiaridad con lugares y hechos que me eran conocidos gracias a las largas jornadas de lectura en la quinta de la princesa. Sería inútil tratar de reconstruir ahora, en detalle, la vida de alguien con quien, como es el caso de Laurent, he convivido tanto tiempo. Nunca vuelve uno a circunstancias que, una vez mencionadas, entran a formar parte de la vida en común y se dan, en adelante, por sabidas. Esa primera noche no se apartó de una formalidad cortés pero cordial, que facilitó mucho el diálogo y nos dejó, a los dos, en esa situación de compañeros de viaje que se han entendido bien y cuya compañía se disfruta como una feliz coincidencia que nos aliviará deltedio común a toda travesía por mar. Con los primeros ruidos en la cubierta, anunciadores del amanecer, el coronel se puso de pie y se despidió con un besamanos más amistoso que cortesano. Fue hacia el fondo de la bodega y apagó el interruptor, dejándome en la penumbra de la madrugada. Permanecí muchas horas tendida en el camastro, tratando inútilmente, como es obvio, de ajustar lo que me acababa de suceder con la realidad a la que despertaba. Tuve la certeza de que algo había cambiado en mí para siempre. Temía subir a cubierta y vivir mi último día en Palermo acompañada del recuerdo, vívido y patente, de una experiencia inconcebible. Por fin me resolví a salir. El gaditano se me quedó mirando con recelo y extrañeza. "Pensé que estaba enferma —me dijo— y que iba a pasar todo el día allá abajo. Vamos a comer, ¿quiere acompañarme? ¿O prefiere bajar a tierra y comer en el puerto?". Le respondí que haría lo segundo porque necesitaba desentumirme un poco y aún no tenía mucho apetito. Se alzó de hombros y me volvió la espalda sin hacer ningún comentario. Si no habíamos quedado en términos amistosos, al menos sabíamos, cada cual, a qué atenernos. El viaje iba a ser así más llevadero. A la madrugada siguiente zarparíamos rumbo a Mallorca. Comí en una taberna del puerto y luego anduve recorriendo los sitios de la ciudad que me habían gustado y me traían algún recuerdo grato. Al caer la tarde, regresé al
Lepanto
. Me quedé en la cubierta hasta la hora de la cena. El trajín del puerto me distraía hasta dejarme alelada y fuera del tiempo. Cenamos solos el patrón y yo. Apenas cruzamos algunas palabras. Bajé de inmediato a la bodega y me acosté en seguida. Hacia la medianoche, cuando iba a salir del lecho para apagar la luz, sentí que alguien lo hacía accionando el interruptor al fondo de la bodega. Unos pasos se acercaron a la litera. En verdad, ya sin mucha sorpresa, esperaba ver al visitante de la noche anterior. En efecto, se sentó a mi lado y, cambiando el tono cortés e impersonal que había usado hasta ahora, se lanzó en una larga y febril declaración amorosa de una intensidad que yo no había conocido antes. Sus manos empezaron a recorrer mi cuerpo con caricias cada vez más íntimas y desordenadas. Terminamos haciendo el amor, él a medio desvestir y yo completamente desnuda. Lo hacía en asaltos sucesivos, rápidos y de una intensidad que me dejaban en una plenitud beatífica pero cada vez con menos fuerzas. Por fin, nos metimos debajo de las cobijas de lana burda que conservaba trozos de cardos y pequeños tallos que nos rasgaban levemente la piel. Me contó muchas cosas de su vida. Había caído dos veces prisionero de los rusos. Una después de la batalla de Austerlitz y, otra, en el paso del Beresina en la retirada de Moscú. En ambas ocasiones, lo confinaron en Crimea. La primera vez permaneció allí dos años disfrutando del clima tibio y la acogedora hospitalidad de los georgianos. La segunda, estuvo al lado del Duque de Richelieu, quien estaba al servicio del Zar Alejandro I, como gobernador de la región. Allí, en Odessa y en Tibilissi, las circasianas que le concedían fácilmente sus favores lo iniciaron en ese ritmo particular y delicioso de hacer el amor, que creaba en la mujer una especie de adicción semejante a la del opio o al delirio de los místicos. Cuando empezaron a ronronear las máquinas, anunciando la partida del
Lepanto
, el coronel se despidió con un largo beso caluroso y, vistiéndose apresuradamente, volvió a perderse en la sombra vacilante de la madrugada. Un profundo sueño, que duró hasta muy pasado ya el mediodía, me repuso de la noche agitada y propicia. Cuando desperté, estábamos en alta mar. El barco daba bruscas cabezadas luchando contra el mar agitado por la tramontana. A la noche siguiente se repitió el episodio erótico sin mayores variaciones, a no ser los largos silencios de Laurent quien parecía destinar toda su atención y sus energías a gozar de mi cuerpo como de una fiesta que le fuera a ser vedada por mucho tiempo. Antes de despedirse, me informó que no estaba seguro si volvería en varios días, pero que, al acercarnos a la primera escala de nuestro viaje, me prometía que nos veríamos de nuevo. Así fue, en efecto. La noche siguiente la pasé en una espera palpitante y ansiosa que, en la mañana, vino a terminar en un sueño poblado de visiones en donde el deseo inventaba los más absurdos recursos para interrumpir su realización.

»La vida a bordo transcurría dentro de la monótona rutina que impone el viajar en pequeños barcos como el
Lepanto
, en donde el trato con los compañeros de ruta se circunscribe al insulso diálogo en la mesa o al comentario sobre incidentes triviales de la navegación. Además, yo vivía embebida en el recuerdo de las horas pasadas con Laurent. Mi piel parecía conservar con una fidelidad sobrenatural el calor de su presencia. Así transcurrieron dos noches más y, en la tercera, una nueva sorpresa vino a mi encuentro. Trataba de conciliar el sueño y de evitar la luz de la bombilla tapándome con una punta de la cobija, cuando alguien se interpuso de nuevo entre ésta y mi cama. Pensé que fuera mi amigo. Me descubrí el rostro, ansiosa de recibir su visita, y me encontré con un personaje que, en el primer momento, me fue imposible identificar. Luego caí en cuenta que había visto gente parecida en los cuadros que la princesa tenía colgados en la biblioteca de su quinta. Era un hombre alto, delgado, de manos ahusadas y pálidas y rostro alargado, también de una palidez entre cortesana y ascética. Los ojos de un negro intenso y largas pestañas, casi femeninas, despedían un fulgor inteligente, contenido y ceremonial. Estaba vestido con una túnica de velarte negro que le llegaba hasta los pies, en la que destacaban dos notas de color de una elegancia intachable: la abotonadura, que iba desde el cuello hasta la cintura, era de un color púrpura intenso con un ribete de plata muy pulida. Tanto el cuello como los bordes inferiores del hábito, tenían un vivo doble, también de plata, que encerraba una franja color verde limón. En la cabeza llevaba un gorro alto y rígido de terciopelo también púrpura, que ceñía una larga cabellera de un negro azabache con visos azulados, cuidada con esmero no exento de coquetería. Sobre el pecho ostentaba una cadena de oro de la que pendía un león alado del mismo metal, una de cuyas garras delanteras sostenía un libro abierto en donde estaban escritas las palabras Pax tibi Marce Evangelista Meus. Con las manos ocultas en las largas mangas de su túnica, me observaba fijamente como tratando de reconocerme. De repente, comenzó a hablar en un italiano pulido e impecable, en el que era evidente la intención de evitar cualquier acento o vocablo que denunciara una región determinada. Tenía voz de bajo profundo, cuya cálida serenidad denunciaba una prolongada educación cortesana. Tras de pedirme excusas por irrumpir de esa manera, se presentó como Giovan Battista Zagni, relator de la Secretaría Judicial del Gran Consejo de la Serenísima República de Venecia. Viajaba a Mallorca para recibir el pago de ciertos derechos que la Banca Mutt debía por el uso de puertos de la República en la costa dálmata. Le invité a sentarse a los pies de mi cama. Su alta figura me imponía. Prefería mirarlo a la altura en la que me encontraba para poder entablar un diálogo más natural y tranquilo. Aceptó consonrisa que descubrió una dentadura impecable que lo rejuvenecía notablemente. Una vez más se creó esa atmósfera de absoluta familiaridad que había percibido cuando se me apareció el coronel Drouet-D'Erlon. Y también conciliaba de nuevo, sin esfuerzo y sin hacerme la menor violencia, el presente que estaba viviendo con el pasado del que surgía mi inopinado visitante. Con Zagni las cosas fueron con mayor premura. Después de una hora larga, durante la cual me contó algunos incidentes y chismes intrascendentes y otros sabrosamente escandalosos que animaban la vida de la hermética sociedad veneciana, comenzó a pasar sus manos por mis rodillas y, luego, las fue avanzando por entre los muslos con una acompasada lentitud propia de quien ha dedicado buena parte de su tiempo al cortejo de sus coquetas e intrigantes compatriotas. Actuaba con la cautelosa certeza de quien no conoce el rechazo a sus galanterías y eróticos escarceos. Se desabotonó la túnica con lenta naturalidad y, despojándose de las prendas de fina batista de su ropa interior, entró conmigo bajo las cobijas con movimientos que me recordaron ciertas ceremonias religiosas en donde los oficiantes casi no parecen desplazarse, pero cada gesto corresponde a una acción sabiamente calculada. Hicimos el amor en medio del intenso perfume capitoso y floral que despedía el funcionario de la Serenísima, seguramente adquirido en alguna de las pequeñas boticas del Rialto que venden esencias de Oriente. Antes de que aparecieran las primeras luces del alba, Zagni se vistió con los mismos pausados ademanes y con un beso en la frente se despidió anunciando su vista para la noche venidera. Me indicó que sólo al acercarnos a tierra se vería obligado a ausentarse hasta que volviésemos a alta mar.

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