Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (22 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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—Por el acento, madame, por el acento y la piel, sólo las mujeres de Trieste conservan una piel tan elástica y suave. También en Corfú, pero allí hablan con un acento horrible. Bueno, pasemos a la alcoba.

Las muchachas se lo llevaron, una de cada lado, mientras les palpaba las nalgas y el vientre repitiendo en voz baja, en un acento pedregoso no exento de cierta gracia: «Muy buen truco, muy bueno.
Ah, ces triestins très malins, très malins!
»

La hermana tomaba, mientras tanto, una taza de té tras otra que Ilona le servía en un gran vaso, cosa que a la mujer le agradó mucho. Sólo hablaba un dialecto de Anatolia que no logramos descifrar. Pasada la medianoche apareció el hombre escoltado por las dos mujeres que venían riéndose de alguna broma del turco. Éste fue a tomar el brazo de su hermana y se despidió de Ilona besándole la mano con reverencia muy fin de siglo. Las muchachas se quedaron un rato para tomar café y sandwiches que les trajo Longinos. Eran dos costarricenses recién reclutadas por Ilona. Tenían mucho sentido del humor, se veían desenvueltas y autosuficientes como muchas de sus compatriotas. Nos relataron con detalle las hazañas eróticas de su cliente. La actuación del vigoroso anciano había sido excepcional. Su pausada sabiduría de harén movió la admiración de las pupilas. El cuento de las azafatas no lo había creído. Desde cuando habló por teléfono tenía ya sospechas al respecto. Pero lo tomó a broma e hizo a sus compañeras de cama una minuciosa explicación sobre las características de cada uniforme de las principales líneas aéreas; lo que vino a probar, una vez más, la justeza de las previsiones de Ilona.

Este episodio nos llevó a prescindir, paulatinamente, de usar nombres de empresas aéreas demasiado conocidas. Era un riesgo innecesario y engorroso. La experiencia nos indicaba que no era siquiera preciso mencionar ninguna compañía en particular. La mayoría de las veces los clientes se contentaban con sospechar que las muchachas eran azafatas. La línea para la que trabajaban era, en verdad, un detalle secundario. Con excepción de la rubia de Maracaibo, la morena del moño agitanado y alguna otra que se ajustaban a ciertas nacionalidades y empresas, el resto del personal acabó por usar una fórmula cuya paternidad también me siento orgulloso de reclamar: bastaba con decirle al cliente que la muchacha aún no estaba contratada en firme por ninguna compañía y que viajaba, para entrenamiento, por cuenta de una escuela de
stewardess
con base en Jacksonville. Ilona, como siempre, había tenido razón; nuestra clientela no estaba tan ávida de verificar la autenticidad de la oferta que se le hacía, siempre y cuando la mujer tuviera ciertos aires de cosmopolitismo, así fueran superficiales y contara con los atractivos que la imaginación del cliente anticipaba con base en la venta hecha por el barman o el capitán de botones del hotel. Como era también de esperar, al poco tiempo la voz fue corriendo entre los agentes viajeros, gerentes regionales en viaje permanente, contadores de firmas americanas y maridos adinerados que viajaban con un pretexto más o menos válido. Entre todos circulaba el teléfono de Villa Rosa, lo que fue haciendo menos necesaria la gestión del personal hotelero. La seguimos conservando por fidelidad y simpatía con quienes nos habían ayudado al comienzo.

Como un acto de simple justicia y gratitud, se hace imperativo hablar un poco más de quien fue adquiriendo en Villa Rosa un papel preponderante que lo hizo, no solamente irremplazable, sino también un compañero cuya inteligente solidaridad obligaba cada día más nuestra gratitud y aumentaba nuestro asombro. Hablo de Luis Antero, Longinos para nosotros. Era natural de Chiriquí. Tenía ese hablar de la gente serrana, entre cantado y seseante, que aumentaba el aspecto infantil, evidente en toda su persona. Era hijo único. Su padre había muerto cuando Longinos contaba cuatro años de edad. Trabajaba en la Empresa de Energía Eléctrica y murió electrocutado al revisar el transformador que había en un poste a la entrada de la ciudad. Todo el día estuvo allí el cadáver humeante, mecido por el viento como un muñeco desgonzado. Era el primer recuerdo de Longinos. Su niñez la pasó pegado a las faldas de la madre. Ella se había ido a vivir con dos hermanas solteras que cuidaban del niño con mimos que lo marcaron para siempre. Lampiño y gordezuelo, sus ademanes tenían un inocultable toque femenino. No era homosexual, pero lo parecía, por haber adoptado, inconscientemente, muchos de los gestos y maneras de hablar de las mujeres con las que se había criado. Tenía un conocimiento infalible de los más secretos y complejos repliegues de la conducta femenina, lo que le valió muchas y muy envidiadas conquistas durante su estada en el ambiente hotelero. A este éxito contribuyó, además, una discreción a toda prueba, que no transgredía aun en las situaciones más comprometidas. Si le mencionaban el nombre de alguna de las conquistas que se le atribuían, ponía una tan convincente cara de inocencia y de extrañeza ante algo que le parecía tan improbable, que lograba engañar a quien no lo conociera como nosotros, sabedores de sus artes tan sutiles como ocultas. Longinos, al poco tiempo de estar en Villa Rosa, empezó a mostrar un apego y una admiración por Ilona tales que, antes de ella abrir la boca, él ya sabía qué deseaba y cumplía con la voluntad de mi amiga con eficacia intachable. Pasados algunos meses, lo hicimos partícipe de nuestras ganancias, que iban en notorio aumento. Poco a poco Longinos se fue haciendo cargo del reclutamiento de nuevas pupilas y del control de las que habían quedado ya como permanentes. Las trataba con una mezcla de rigor y amistosa complicidad que sirvió para que nos fuéramos desentendiendo del negocio. Ilona se ocupó a conciencia, en un principio, pero carecía de la paciencia y del tacto necesarios para manejar un personal femenino con el cual, en verdad, había tenido poco trato. «En el fondo —decía— son como pajaritos y no acabarán de crecer nunca. No importa de dónde vengan. Les nace del trópico, del machismo latino y de la falta de educación común a todas. Siempre me cuesta trabajo saber a qué clase social pertenecen, porque tienen todas un denominador común: una malacrianza sin remedio y un carácter maleable y caprichoso que las hace imprevisibles. No es que mientan, es que no saben cómo llegar a la verdad. Siempre se quedan en el camino.
Elles me tapent sur les nerfs
. Longinos en cambio, las maneja a la maravilla y consigue de ellas cosas que, para mí, son inalcanzables».

A medida que Ilona descansaba más en Longinos, teníamos más tiempo para estar juntos. Volvimos a la costumbre de hacer el amor en las tardes e internarnos en la noche haciendo planes e imaginando empresas miríficas; muriéndonos de la risa de nosotros mismos y de la irrealidad de nuestros proyectos. Ilona había adelgazado y sus pechos, amplios pero firmes, se habían hecho más notorios. Como no usaba sostén, adquirió un aire de recobrada juventud que le sentaba espléndidamente. Se había instalado en una serenidad dorada que la llevó a una economía de palabras que hacía aún más terminantes sus sentencias y, si era posible, más acertadas sus definiciones. A Longinos le llamaba también el Visir de Mitilene y, siguiendo por ese camino, la rubia venezolana se convirtió en Bilitis, la morena de Puerto Limón era Doña Refugio, lo que no parecía hacerle mucha gracia, aunque nunca lo confesó. Se limitaba a fruncir el ceño, con sus cejas densas, negras y bellamente delineadas. Villa Rosa pasó a ser también La Maison du Maltais, en recuerdo de una vieja película francesa con Marcel Dalio y Vivianne Romance que coincidía en haber marcado nuestra adolescencia. Yo la recordaba como una de mis primeras experiencias perturbadoras.

Gracias a Longinos, pudimos sortear, sin inconvenientes, el patético y delicado episodio del señor Peñalosa. Esta historia bien vale la pena de ser contada en detalle. Hay en ella esa mezcla de ternura, tristeza y necedad que distingue a ciertos relatos clásicos, en los que solemos reconocernos en la plenitud de nuestra insensata condición de irredentos soñadores, luchando a brazo partido con lo que llamamos la realidad y que nunca acabamos de saber muy bien en qué consiste.

Una mañana, desayunábamos en la pequeña terraza que daba detrás de nuestras habitaciones y que estaba cercada por grandes árboles de caucho y laureles de la India del jardín contiguo, semiabandonado. Nunca habíamos visto a nadie en la tupida espesura que bautizamos como «la selva del istmo». Esta ausencia de testigos inoportunos nos permitía dejar abiertas las ventanas, ya fuera del cuarto de Ilona o del mío, mientras hacíamos el amor. Tras golpear dos veces discretamente, Longinos dijo que necesitaba hablarnos. A esa hora, debía ser para algo excepcional. Siempre dormía hasta muy tarde ya que nunca se acostaba antes de las cuatro o cinco de la madrugada. Lo hicimos pasar y nos informó de lo que se trataba:

—Acaba de hablar un señor que dice ser huésped del Hotel Continental. Quiere una cita para mañana.

—Bueno —le respondí—, arréglala tú, ¿cuál es el problema?

—El problema es, mi don, que el hombre se oía muy confuso y como poco decidido. Hizo varias preguntas que me indican que, o es policía o nunca ha intentado un paso como éste.

—Por Dios, Longinos —interrumpió Ilona—, si fuera de la policía, no habría vacilado un instante y se hubiera oído completamente natural. ¿Acaso no los conoces?

—Tiene razón, doña, pero no sé qué pensar. Sonaba como un cura, o algo así. Le dije que hablara de nuevo dentro de una hora. ¿Qué le digo?

—Si fuera un cura —respondió Ilona— tampoco hubiera vacilado, ni habría dejado notar ninguna turbación. Concértale una cita con la caleñita de Lourdes. Creo adivinar de qué se trata.

Longinos salió mucho más tranquilo. Ilona comentó:

—Es un tímido, Gaviero, un tímido. Los conozco como si los hubiera parido. Son una monserga, enredan todo y andan por el mundo tropezando como burros ciegos.

Pensé que tenía razón y que no había por qué alarmarse.

Ilona había bautizado como la «caleñita de Lourdes» a una rubia esmirriada con cara inocente y ojos azules desvaídos, muy modosita, que bajaba siempre la vista cuando se le hablaba. Al pronunciar las eses las hacía silbar como es costumbre en las monjas. Nos dijo que era de Cali, en Colombia. Creo que lo decía para aprovechar el prestigio de que goza esa ciudad de tener las mujeres más bellas del litoral Pacífico y zonas aledañas. Habíamos llegado a la conclusión que debía ser de la meseta andina, pero no lo confesaba, pensando, con razón, que no agregaría mucho a su monástica figura. Por el comentario de algunos clientes, supimos que la mujer era en la cama de una sabiduría babilónica. Siempre tornaban a pedir cita con ella. Ilona la había bautizado en forma un tanto profana pero, como siempre, bastante acertada. El hombre llegó puntual al día siguiente. Eran las cuatro de la tarde, hora más bien infrecuente para citas en Villa Rosa. Longinos subió a pedirme que bajara:

—Creo que la doña tiene razón. Pero no está por demás que le eche un vistazo. Gente así no viene nunca.

En efecto, nuestro huésped resultó ser representante de un mundo en donde Villa Rosa pertenece a la categoría de lo impensable. Pequeño, delgado, de facciones regulares, con un bigotito recto, evidentemente teñido, que no iba con el pelo entrecano, que en un tiempo debió ser rubio. El señor Peñalosa, como se presentó de inmediato con un candor desarmante, usaba lentes de aro dorado y tenía esos ademanes un tanto automáticos, pero a la vez pausados, característicos de quienes viven entre números y libros de contabilidad. Traía un maletín de color marrón, con iniciales en oro. Sin duda obsequio de su compañía con motivo de algún aniversario reciente. «Sus primeros veinticinco años con nosotros, mi querido Peñalosa», la frase de cajón de un gerente que, durante ese mismo lapso, debió mantener al pobre en un perpetuo infierno de incertidumbre y humillaciones. Invité a Peñalosa para que tomara asiento. Comenzamos uno de esos diálogos superficiales sobre el clima de Panamá y lo caro que estaba todo, que al menos sirven para distender los nervios. Nuestro hombre estaba en verdad aterrorizado. No sabía dónde colocar su maletín, ni las manos, ni los pies. Por fin, ya más sereno, resolvió franquearse conmigo:

—Mire usted, señor, es la primera vez en mi vida que se me ocurre una, cómo decirle, una travesura de éstas. Soy auditor jefe en una empresa contable que presta servicios a las empresas aéreas. Anoche llegué a Panamá y el botones que subió con mi equipaje me contó de este lugar, adonde parece que vienen azafatas para pasar un rato con personas respetables y discretas. Me dio el teléfono y resolví llamar. Permítame que le confiese que he tenido siempre una debilidad enorme por las jóvenes que desempeñan ese trabajo. Viajo mucho en avión por el interior de mi país, pero es la primera vez que salgo fuera de él. Vine para realizar una auditoría en una agencia que abrió la línea en Panamá hace ya un año. Soy casado y tengo dos hijas, una de diez y otra de doce años —sacó de su cartera una fotografía en colores de sus dos hijas, en sendas bicicletas, frente a su casa. Al fondo aparecía una señora de facciones un tanto borrosas que sonreía con la buena voluntad de los resignados.

—Muy simpáticas las niñas. Gracias —le dije devolviéndole la fotografía. Estuve a punto de agregar que no era el sitio para exhibir a la familia. Pero caí en la cuenta de que cualquier observación en ese sentido lo hubiera dejado hecho polvo. Un silencio que se alargaba más de lo normal fue interrumpido por ciertos ruidos en la salita contigua. La caleña estaba entrando para esperar a Peñalosa. Contra todos los principios de nuestro negocio, sentí que debía explicar al huésped, quien de nuevo era presa de un pánico incontrolable, de seguro a causa de la evidente cercanía del que fuera su sueño de muchos años de reprimidas y ardientes fantasías eróticas, quién era la joven que lo esperaba:

—Es una muchacha seria y muy discreta que viene muy poco por aquí. Trabaja en Panagra como instructora de
stewardess
y está de paso por Panamá. Mañana debe partir a Miami para reanudar su trabajo. Puede tener plena confianza en su discreción, señor Peñalosa. Esté tranquilo a ese respecto. Siéntase en su casa. Voy a enviarles un par de whiskies.

—Muchas gracias, señor —contestó un poco más tranquilo otra vez—, pero es que yo nunca tomo. No sé si deba. Es usted muy amable.

—Sí creo que deba —repuse, con tono que quería ser autoritario—. No hay como un escocés a tiempo para romper el hielo.

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