Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (23 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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El pobre Peñalosa se sintió en la obligación de reír, creyendo que yo había hecho un juego de palabras. No había sido mi intención, como es obvio. El auditor entró a la salita. Longinos le presentó a la muchacha y yo subí para informarle a Ilona sobre mi entrevista.

Algo me comentó ella respecto a la imprevisible reacción de los tímidos en circunstancias parecidas, pero no le hice mucho caso. Pasada la medianoche, se presentó de nuevo Longinos:

—El señor Peñalosa dice que quisiera pasar la noche con la caleña. Usted qué opina, don.

—Consulta con la señora —le dije—. No creo que haya inconveniente, pero es mejor saber ella qué opina.

Ilona entraba en mi cuarto en ese momento:

—Hay que cobrarle doble por la noche y explicarle que debe desocupar la pieza mañana temprano. No quiero tenerlo aquí todo el día.

—Ya pagó, doña. Le expliqué que lo que había dado primero era por unas horas nada más, y pagó de inmediato. Pero hay algo que me preocupa.

—Ahora todo el mundo resulta que se preocupa por cuenta de este pobre imbécil —comentó Ilona con evidente irritación—. Que haga lo que quiera. Déjenlo en paz y ya está. Olviden ese zopenco o vamos a acabar aquí todos como él.

—Doña —insistió Longinos sin inmutarse—, el problema no es el tipo. Es el maletín que trae. Está lleno de billetes y de ahí saca para pagar los tragos. Por cierto ya van en la segunda botella de Dewar's. A la caleña ya le ha regalado más de doscientos dólares.

—Por ahí hubieras comenzado, muchacho —dijo Ilona con la voz serena y opaca que le salía cuando se anunciaba algún peligro—. Gaviero, hay que bajar a ver a ese tipo. Explícale que no queremos problemas. Que nos entregue el maletín con el dinero y lo guardamos en la caja fuerte aquí arriba. Le damos un recibo. Cuando se vaya, arreglamos cuentas con él y todos en paz. Pero no conviene que esté barajando toda esa plata allá abajo. Ahora vienen otros clientes y hay que evitar complicaciones. Te lo dije, estos tímidos, respetables, buenos padres y maridos ejemplares, son un peligro endiablado.

El señor Peñalosa convino en todo y nos entregó el maletín a cambio de un recibo que él mismo escribió con impecable letra de tenedor de libros, a pesar de que estaba ya bastante achispado. A la mañana siguiente, nos despertó Longinos con la noticia de que nuestro huésped quería seguir en el cuarto y que, además de la caleña, pedía que le hiciéramos el favor de llamar a una muchacha que vivía con ésta.

—Me dice aquí Matildita —ahora resulta que la caleña se llama así— que su compañera es un encanto y de toda confianza —agregó Longinos imitando la voz de Peñalosa.

—Ya sé quién es esa pájara —comentó Ilona desde el baño, cuyas puertas dejábamos siempre abiertas—. Llámala, pero dile que si se emborracha como la otra vez la sacamos inmediatamente. Fue la que hizo el escándalo aquel con el paulista que trajo dos botellas de cachaça y casi acaba con todo.

Pasaron tres días. Peñalosa seguía en el cuarto y su cuenta iba creciendo. Pidió champaña para celebrar la llegada de dos salvadoreñas que se habían agregado a la caleña y a su amiga. Todo ocurría dentro de la mayor tranquilidad. El hombre no perdía su compostura. Trataba a sus compañeras de cuarto de «señoritas cabineras». El rostro le brillaba con una expresión de beata complacencia, de dicha inesperada e inagotable que acabó por conmovernos. El final, bien previsible, no se hizo esperar. Una tarde llegaron a Villa Rosa tres individuos con el inconfundible tipo de ejecutivos con gran futuro en su empresa. Los pasé a la sala y me dispuse a escucharlos. Venían por Peñalosa. Pertenecían a la línea aérea cuya auditoría le habían encomendado. El dinero que llevaba en el maletín era para depositar en un banco de Panamá que no tenía sucursales en otros países. Estaba destinado a varios pagos urgentes. Tres días antes habían llamado al hotel y no consiguieron hablar con él. Al día siguiente se enteraron que no había vuelto a su cuarto. Después de algunas pesquisas discretas, esa mañana, un botones les informó sobre el teléfono que había facilitado a Peñalosa. Gracias al número les fue fácil dar con la dirección. Uno de ellos había, en efecto, concertado con Longinos una cita que luego canceló. Peñalosa, me dijeron, era un empleado de absoluta confianza. Tenía treinta años con ellos. No había trabajado antes en otra parte. Comenzó como contador primero. Su conducta era irreprochable y jamás se le había conocido el menor desliz. Él mismo se preciaba de jamás haberle sido infiel a su esposa y de haber llegado virgen al matrimonio. Les expliqué, a mi vez, cuál había sido nuestra actitud con él y les tranquilicé respecto al maletín. Les mostré copia del recibo que habíamos dado a Peñalosa y les dije que el dinero estaba a su disposición. Arreglaron la cuenta pendiente, que llegaba a más de dos mil dólares. Me indicaron que deseaban conversar con Peñalosa y llevarlo con ellos.

—Si ustedes me permiten —les expliqué— yo les sugiero que me dejen hablar primero con él y explicarle la situación. El hombre lleva tres días bebiendo y puede perder fácilmente el control, aunque hasta ahora se ha portado en forma muy correcta.

Estuvieron de acuerdo y quedaron en la sala esperando mis noticias.

Cuando entré al cuarto, después de tocar y anunciarme, la escena era entre conmovedora y grotesca. Peñalosa en calzoncillos, rodeado de sus amigas, algunas desnudas y otras en ropa interior, se dejaba acariciar con una complacencia de pachá. Ordené a las mujeres que se vistieran y pasaran a la habitación contigua. Tenía que hablar a solas con el señor. Obedecieron de inmediato, Peñalosa se quedó mirándome con una cara en donde el desconsuelo iba dando paso a un pánico arrasador.

—Qué pasa, señor, qué pasa. Las señoritas no han hecho nada, se lo aseguro.

Le expliqué que no se trataba de eso. Tres señores de la compañía lo esperaban afuera. Querían que los acompañara. Al borde de las lágrimas, el hombre balbuceó vagas disculpas y explicaciones. Deseaba seguir allí indefinidamente. Su vida había sido una mentira interminable, una mezquina cobardía:

—A mi nadie me contó que esto existía, señor. Nunca lo supe. ¿Se da usted cuenta? —y empezó a llorar sin poder controlarse. Las lágrimas le escurrían por entre una barba entrecana que, en tres días, lo había envejecido diez años—. No quiero irme, señor. No deje que me lleven. Yo me quiero quedar aquí. Ustedes han sido tan amables.

Lo fui vistiendo mientras trataba de convencerlo de que era imposible acceder a sus deseos.

—Ya volverá otro día —le dije tratando de consolarlo.

—No señor, yo no regresaré jamás. No sé si conserve mi puesto. Pero está bien. Esto se acabó, ya lo sé. Muchas gracias por todo.

Salió arrastrando los pies. No quise acompañarlo hasta la sala. Longinos lo hizo con esa cortesía impersonal aprendida en su paso por los hoteles y que sabía usar en ciertas circunstancias.

El episodio del señor Peñalosa vino a colmar mi tolerancia de una vida que me causaba ya creciente fastidio. También Ilona había llegado a un punto crítico de su paciencia en el manejo del negocio. El tráfico continuo de mujeres cuya vida, bastante elemental, refluía y chocaba con la nuestra, adhiriéndole una especie de corteza insípida hecha de minúsculas historias, de calculadas mezquindades, de celos profesionales y del narcisismo que cada una de ellas alimentaba con las supuestas preferencias de los clientes, se convirtió en una rutina asfixiante. Ilona, con todo, por una natural y solidaria simpatía de mujer, por una tolerancia que yo no tenía ni he tenido jamás hacia esa atmósfera de serrallo y de pajarera, tenía un margen más generoso para soportar lo que, en mi caso, se estaba tornando inaguantable. Ella lo sabía y, con cariñosa comprensión, trataba de hacerme más llevadera esa existencia que, de todos modos, era evidente que tocaba a su fin.

Durante un desayuno servido en la terraza, que se prolongó hasta pasado el mediodía, resolvimos examinar de frente la situación y poner un término a la misma. Convinimos en esperar a las primeras lluvias para despedirnos de Villa Rosa. Hecho por Ilona el balance de nuestras ganancias —ella se había encargado siempre de esta tarea, superior a mis talentos e inclinaciones—, convinimos en dividir el total en tres partes iguales, incluyendo a Bashur en la empresa. Acordamos enviar a nuestro amigo su parte inmediatamente, con el fin de que pudiera salir de sus problemas. Nosotros pondríamos nuestras dos partes en una cuenta de ahorro bancario a pocos meses de plazo, en forma mancomunada. Lo que se reuniera desde ese momento hasta el de nuestra partida, pagaría nuestro viaje y nos permitiría dejar a Longinos en situación de emprender algún pequeño negocio que le proporcionara independencia. Las primeras lluvias llegarían en poco más de dos meses. El tomar estas determinaciones y fijar un plazo a nuestra permanencia en Panamá y a la vida en Villa Rosa, nos produjo un alivio creciente y reparador.

—Sería curioso averiguar —comentó Ilona— por qué nos afecta algo que en ningún momento hemos vivido como si atentara contra nuestros muy particulares principios éticos. El fastidio viene de otra parte, de otra zona de nuestro ser.

—Yo creo —comenté— que se trata más bien de estética que de ética. Que estas mujeres se prostituyan con nuestra anuencia y apoyo es cosa que nos tiene por completo sin cuidado. Lo que nos es difícil tolerar es la calidad de vida que se desprende de esa actividad, muy lucrativa, sin duda, pero de una monotonía irremediable. En nuestro mundo católico-occidental se suelen oponer como dos polos antitéticos la prostitución y el matrimonio. En la práctica, visto uno de ellos tan cerca como es nuestro caso ahora, la antítesis se disuelve y transforma en una especie de paralelismo aberrante. Pero no creo que haya que ponerle tanta filosofía al asunto. Al comprobar que la prostitución es tan convencional como el matrimonio, sólo logramos confirmar que el camino de una constante itinerancia escogido por nosotros y la voluntad de no rechazar jamás lo que la vida, o el destino, o el azar, como quieras llamarlo, nos ofrecen al paso, resulta, al menos, eficaz para impedirnos caer en el fastidio de una aceptación resignada.

Ilona aplaudió regocijada:

—¡Bravo, Gaviero! Cuando te decides a pensar consigues poner cada cosa en su sitio. Lo malo es que al poco tiempo otra vez anda todo patas arriba. Pero eso no importa si se sabe cómo enderezarlo. Con la lluvia nos iremos de aquí. Tú ya te encargarás de encerrarte en alguna mina en medio de la cordillera o en el cañón del primer río que se te atraviese y allí te dedicarás a mirarte el ombligo y dividirte en tres como un bonzo.

—Vete al diablo —le dije— y dame más té. Cuando se te ocurra instalar una
boutique
en Terranova iré a rescatarte. Tampoco eres manca tú para inventar trabajos de orate.

Vino a sentarse en mis piernas y, revolviéndome el cabello, me dijo al oído, imitando el acento provenzal:


Ne t'en fais pas Maqroll, on sortira d'ici passablement riches et ça compte quand même
.

Pocos días después de este diálogo en la terraza, entró en Villa Rosa el aciago mensajero que envían los dioses para recordarnos que no está en nuestras manos el modificar ni la más leve parcela de nuestro destino. Llegó en forma de mujer con el nombre eslavo y evidentemente ficticio de Larissa. Los dados estaban rodando desde mucho antes de nuestras resoluciones en la terraza. Muy pronto lo supimos.

LARISSA

L
ARISSA llegó una mañana, cerca del mediodía. La enviaban Álex y la rubia de Maracaibo. Ya ésta le había adelantado algo a Ilona sobre una mujer nacida en el Chaco, de origen incierto, pero que había recorrido mucho mundo, hablaba varios idiomas, llevaba una existencia muy reservada y tenía un aspecto imponente. Longinos la llevó a la terraza en donde tomábamos el sol en traje de baño. Lo primero que me llamó la atención en ella fueron ciertos rasgos semejantes a los de Ilona. La misma nariz recta, los mismos labios salientes y bien delineados, la misma estatura e idénticas piernas largas y bien moldeadas, que daban la impresión de una fuerza elástica, de una imbatible juventud. Sin embargo, al mirarla mejor me di cuenta de que la semejanza era puramente superficial y se desvanecía ante un examen más detenido. El cabello, de un negro intenso, lo usaba alborotado y rebelde y le llegaba casi hasta los hombros. Era como si vinieran de la misma región pero nada tuvieran en común fuera de su efímera semejanza. Tenía la voz ronca y la palabra fácil. Más que inteligente, daba la impresión de tener esa facultad, muy rara, de orientarse en lo esencial, en lo duradero y cierto y prescindir de todo lo demás. De lo erróneo de tal impresión nos dimos cuenta muy pronto. Miraba a los ojos de su interlocutor, pero no era a él a quien miraba. Es decir, más que mirar parecía estar buscando, con secreta y paciente astucia, ese otro ser que nos acompaña siempre y que únicamente sale a la superficie cuando estamos solos, para entregar ciertos mensajes, disolver ciertas frágiles certezas y dejarnos en el desamparo de inconfesables perplejidades. Eso buscaba Larissa y allí buceaba pacientemente intentando rescatar lo que creíamos y esperábamos fuera irrescatable.

En tanto que nos daba algunas explicaciones de rutina sobre su interés de trabajar en Villa Rosa, su experiencia en ese campo en Singapore, en Estocolmo y en Buenos Aires, su facilidad para los idiomas y otras precisiones intrascendentes, advertí que Larissa acaparaba la atención de Ilona, cosa nada usual. La invitamos a tomar algo y pidió un café muy fuerte. Se sentó en una silla de lona, a la sombra del inmenso cámbulo que crecía en el jardín contiguo y cuya copa daba a una parte de nuestra terraza. Sus flores iban cayendo alrededor de la mujer. Al rato, la rodeaba un aura de intenso color naranja. Tuve la impresión de que este efecto era provocado como parte de una secreta ceremonia cuyo significado se me escapaba. Su voz ronca partía de la sombra con un acento de sensualidad que me hizo pensar en una pitonisa interrogando el incierto futuro de transeúntes indefensos. Me tomó de sorpresa al dirigirse a mí:

—Voy con frecuencia a un bar que usted visitaba mucho durante el invierno pasado. Nunca coincidimos. Es decir, sí coincidimos una vez pero no me vio. Álex me habló de usted. Me dijo que paraba en la Pensión Astor. Yo vivo muy cerca de allí y conozco al dueño. No sé cómo logró librarse de él. Cuando se cae en la telaraña que teje para tenerlo a uno a merced de sus tráficos siniestros, es muy difícil escaparse.

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