Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (93 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»No habían transcurrido cinco minutos de la fatal premonición de Khalitan cuando, en efecto, nos detuvo un viejo Ford con los colores verde y oro de la policía. Pero, en lugar de hacernos pregunta alguna, los agentes abrieron la portezuela y dejaron salir, como muñeco de una caja de sorpresas, a un energúmeno con el rostro pintado con tierras rojas y azules, colores propios, en Kuala Lumpur, de los asistentes a una ceremonia fúnebre, y que gritaba a voz en cuello: "¡Cullons, nano, Maqroll de mierda! ¿Me vas a dejar en manos de estos amarillos que huelen a pescado podrido?". Tal como lo temí, se trataba de Alejandro Obregón, que se había quedado allí, en un cambio de aviones. La razón del accidente lo pintaba de cuerpo entero: trató de enamorar a una enfermera bengalí que esperaba, resignada, en el bar del aeropuerto, la llegada del avión de Air India. Obregón subió a la carretela. Le presenté a mi amiga, explicándole en qué se ganaba la vida. "¡Perfecto! —comentó Alejandro—. Nada más apropiado ni más justo. Yo quiero que queme para mí esas esencias porque producen unos colores maravillosos". Ya había tenido oportunidad de explicarle a Khalitan quién era Obregón, cómo nos habíamos conocido en Cartagena y nuestro viaje posterior en el
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. Sin embargo, ella lo observaba con el asombro pintado en el rostro. Mi amigo, con esa galantería de dandy que le salía a veces, no pudo menos de arriesgar una explicación que resultó aún más insólita: "Mira, niña —le dijo—, cuando vi pasar el cortejo frente a las oficinas de Air France, donde estaba tratando de arreglar mi pasaje, no pude menos de seguirlo y dejar todo para más tarde. El color de los trajes de los oficiantes y de los tonos de rojo, verde y naranja de tus inciensos me dejaron deslumbrado. Una cosa que se cumple en medio de esos colores no puede suceder sin obligarnos a acompañar el cortejo hasta las últimas consecuencias. Me pinté la cara con las tierras ofrecidas por una niña que caminaba al pie de la viuda y me mezclé con los deudos repitiendo los gestos que veía hacer a mi lado. De vez en cuando, un hombre con una máscara de sapo, pintada con manchas azafrán y azul celeste, se me acercaba y me hacía beber una especie de guarapo con sabor a canela y a sándalo. Acabé en una borrachera fenomenal, pero creo que todos estábamos en las mismas. Como había recibido una postal de Maqroll enviada desde esta ciudad, me dediqué a invocarlo en todos los idiomas que conozco. Cuando terminó el funeral, me quedé dormido debajo de un enorme mango que oculta casi por completo la entrada a la casa del difunto. Allí me recogió la policía. ¡Qué tipos! Son de una crueldad de reptil manso peligrosísima. Bueno, ya ves, la cosa resultó y aquí estoy". Como ya dije, esta explicación, en vez de tranquilizar a mi amiga, la dejó aún más desconcertada. Entre tanto, llegamos a casa y, con hospitalidad absolutamente espontánea, que no admitía ninguna réplica, Khalitan instaló a Obregón en un cuarto que daba al corredor trasero y que pendía peligrosamente sobre un canal de aguas inmóviles transitado, de vez en cuando, por canoas cargadas de flores y frutos de colores inverosímiles. Con igual naturalidad Obregón ocupó el lugar después de que recogimos su equipaje en la oficina de Air France en el aeropuerto.

»La vida de nuestro amigo en Kuala Lumpur estuvo salpicada de los más variados episodios. Pero la mayor parte del tiempo se la pasaba pintando. Había puesto en el corredor un improvisado caballete y se proveyó de telas que él mismo puso en bastidores de maderas semipreciosas adquiridas por Khalitan en el mercado. Algo quisiera decirle ahora sobre la pintura de Alejandro. Bien sabe usted que estoy muy lejos de ser un experto en esa materia, pero siento una tal cercanía hacia el mundo que esos cuadros recrean, que pienso no ser importuno, dado el interés que usted ha mostrado por este Gaviero trashumante de vida tan encontrada.

»La pintura de Obregón está relacionada con otro mundo, por completo distinto de este que habitamos. Transcribe una realidad creada por él desde no imagino cuáles vericuetos de su alma. Es una pintura angélica, pero de ángeles del sexto día de la creación. Llevo siempre conmigo un pequeño apunte suyo al óleo sobre cartón que pintó en la noche estrellada y húmeda de Aruba. Representa una silla vista desde un ángulo inesperado. Pero la silla, a su vez, nada tiene que ver con lo que nosotros estamos acostumbrados a llamar así. Es, para repetirlo, una silla de otro mundo. En ese sentido le digo que es una pintura angélica. Los cuadros que hizo en Kuala Lumpur —que después naufragaron todos en el golfo de Aden, en un carguero que se fue a pique al chocar con una mina escapada de alguna base naval— me dejaron alucinado por mucho tiempo. Es más, aún sueño a menudo con ellos. Tenían todos los elementos de ese ámbito entre tropical y exquisito, entre barroco y decadente, que hace del paisaje de Kuala Lumpur un sitio irrepetible. Pero, al mismo tiempo, ningún trazo en los cuadros copiaba la realidad circundante. Obregón simplemente había registrado en su memoria ciertas esencias, colores y volúmenes y los transpuso a ese mundo suyo, particular y único, donde comenzaron a vivir una nueva existencia. Khalitan se extasiaba mirándolo pintar y me comentaba luego en voz baja: "Creo que reza". Una noche la sorprendí quemando alrededor de los cuadros incienso destinado a las ceremonias de la recolección. Desperté a Alejandro y lo llevé a ver la escena. No mostró una brizna siquiera de asombro. Le pareció lo más natural del mundo. "Va a quemar toda la casa, con nosotros adentro", le comenté al oído. "¡Qué bueno —repuso él—, sería magnífico!". Lo conduje prudentemente a la cama. En sus ojos de gato del Ensanche barcelonés brillaba un destello que me puso los pelos de punta. Estuvimos a punto de terminar en una pira funeraria. Hay otro aspecto de la pintura de Alejandro que me intriga sobremanera y usted, que lo conoció tanto y asistió a su primera exposición, seguramente me podría decir si es algo que ya estaba presente en sus primeros cuadros: cuando Obregón pinta personas, también estos seres tienen una especie de inocencia peligrosa, una sensualidad anterior a la sensualidad —otra vez lo angélico, pero con modificaciones de un refinado heretismo— que nos deja la impresión de haber penetrado sin permiso en un mundo que nos está vedado. Cuando vi algunos de sus autorretratos, la noche en que nos conocimos, tuve el primer aviso de que me encontraba ante alguien fuera de lo común, ante un visionario señalado por vaya a saberse qué dioses corroídos por la plaga. En esos lienzos estaba la persona que me hablaba y que me había librado de unos rufianes, pero, al mismo tiempo, me miraba desde el cuadro un ser por completo extraño al original, que tenía algo que decir, que seguramente estaba a punto de decirlo cuando quedó fijado en la tela, pero había regresado a refugiarse en un silencio que nos salvaba, a nosotros mortales, de una experiencia indecible. Bueno, me estoy enredando en esta descripción de algo que usted conoce mucho mejor que yo y sobre lo cual, seguramente, podrá hablar con muchísima más propiedad.

»Pasaron varios meses. El asunto de la teca quedó en veremos porque el supuesto socio portugués prefirió establecer en Brasil una fábrica de jabones y me dejó con el despecho dehaber perdido el negocio de mi vida. Estoy tan familiarizado con esa experiencia, que de inmediato aplico los antídotos correspondientes y sigo mi errancia. Decidí viajar a Chipre, donde me esperaban pruebas y empresas sobre las cuales ya le he hablado anteriormente. Para entonces, Khalitan y Alejandro habían establecido una relación que, lejos de mortificarme, me permitía partir sin culpa alguna, feliz de saber que nuestro hombre iba a conocer un mundo en donde lo esotérico se aunaba sabiamente a un erotismo espontáneo y con mucho de propiciatorio».

El segundo fragmento sobre Obregón de la extensa misiva de Maqroll el Gaviero aparece al final de ésta; es más corto que el anterior. Irrumpe sin previo aviso, en medio de otros incidentes al parecer ajenos al tema. Dice:

«Llegué a Vancouver en un guardacostas de la Armada canadiense que nos salvó milagrosamente, minutos después de hundirse el maldito barco cargado de pieles apestosas, conducido por un Capitán y un contramaestre que de seguro tenían pacto con el demonio para hacernos la vida imposible. Sin papeles, sin dinero, lo primero que se me ocurrió fue pedir hospedaje en el Refugio del Marino, institución de caridad que proporciona lo indispensable mientras los navegantes en condiciones como la mía consiguen enderezar su suerte. Como usted conoce muy bien cuál es mi estado en orden a papeles y documentos y lo precarios que han sido éstos, cuando he logrado conseguirlos, merced a expedientes sobre los cuales mejor es guardar silencio, se dará cuenta de mi condición en la Columbia Británica, donde se acercaba un invierno anunciado como el más inclemente en los últimos cincuenta años. En el Refugio me obsequiaron alguna ropa más abrigada que la que yo traía, que sacaron de un armario en donde se guardaban las prendas de los marinos muertos allí. En esas trazas me lancé a la calle sin saber muy bien qué hacer. Como no estoy registrado en ninguno de los archivos de la marina mercante que existen en el mundo, ni hay en consulado alguno noticia mía, comprenderá mi ansiedad por encontrar alguna salida antes de los treinta días de plazo que las autoridades de migración me concedieron al desembarcar.

»Así pasó una semana y cada día se me cerraba más el horizonte. De pronto, resolví un día ir al consulado de Colombia y enviar desde allí un S.O.S. a mi amigo Alejandro Obregón. ¿Por qué se me ocurrió precisamente él y no otro de los escasos pero fieles y firmes amigos que tengo dispersos por el mundo? "Porque así son las vainas, carajo", me explicó Alejandro cuando le hice la pregunta. Desde el consulado enviaron a Cartagena mi llamada de auxilio y de allí contestaron que Obregón se hallaba en San Francisco presentando una exposición de pintura. Se alojaba en el Hotel Francis Drake. Tratándose de nuestro amigo, me pareció apenas lógico que hubiera escogido un sitio con ese nombre. En el mismo consulado me permitieron comunicarme con el pintor, a quien le expuse en forma sucinta mi situación. Se limitó a contestar. "¡Mierda! Voy para allá. No se me pierda. Déjeme hablar con el cónsul." Le pasé la bocina al cónsul quien, mientras escuchaba a Obregón, me miraba con curiosidad y desconfianza. Terminó de hablar y sacando del cajón de su prehistórico escritorio unos billetes, me los alcanzó diciendo: "El maestro me pide que le dé esto para que vaya pasando hasta cuando él llegue; creo que viene el sábado próximo". Le manifesté mi gratitud, en este caso absolutamente sincera y hasta conmovida, a lo cual sólo se le ocurrió comentarme: "No se preocupe, señor, tranquilo. Tratándose de alguien como el maestro Obregón, uno no puede negarle nada, por extraño que parezca". Di media vuelta y salí tratando de digerir, sin que se afectara mi serenidad, la oculta reserva que esas palabras encerraban. La vida me ha enseñado a cumplir con ese rito en forma casi refleja e impersonal. Mi facha, además, no debía ser de las más recomendables. No había visitado aún al barbero y las ropas que llevaba denunciaban a leguas que la talla del difunto era mucho mayor.

»Alejandro llegó como lo había prometido. Irrumpió con esa calurosa disposición que constituía uno de los signos constantes de su carácter, temperado, como siempre, por un pudor de buena raza y un prurito de respeto inflexible por la intimidad ajena. Traía, además, un pasaporte de una pequeña república del Caribe adornado con una fotografía que mostraba algunos de mis rasgos escondidos por una barba de ballenero. "Va a tener que dejarse la barba, Gaviero. Menos mal que va bien adelantado", me comentó muerto de risa mientras nos tomábamos un whisky canadiense, flojo y perfumado, que tratamos de hacer llevadero mezclándolo con ginger-ale. Allí me contó cómo habían terminado las cosas en Kuala Lumpur. "Salí de aquello sin mayor pena. La relación con su amiga se me convirtió en una especie de misa violeta envuelta en todos los aromas de la ortodoxia budista. Bueno, no sé si esa vaina sería budismo. Lo que sea. Pero cuando abrí la maleta en Roma, adonde llegué en vuelo sin escalas, olía lo mismo que el difunto aquel del entierro que nos reunió".

»Pasamos a otra cosa. Se me ocurrió preguntarle qué estaba pintando ahora. Lo que me dijo es imposible de olvidar pero estuvo tan lleno de interjecciones que, al transcribirlo sin ellas, me da la impresión de estar traicionando a nuestro amigo. Esto fue lo que me dijo Obregón, "en estas o parecidas palabras":

»"Mire, Gaviero, la vaina de la pintura es muy sencilla… pero muy complicada también. Se reduce a esto: hay que andar siempre con la verdad. Así como en la vida, en el cuadro sólo cabe la verdad. Ahí el cuadro se juega la carta de la inmortalidad. Mentir es falsificar la vida, es decir: morirse. ¿Está claro? Bueno. Ahora viene el problema de los colores. Hay que estar a toda hora seguro de que uno, el pintor, es quien los maneja, quien los ordena. Quien los crea, pues, para no ir muy lejos. Pero ellos también hacen la fiesta por su cuenta. Cuando se juntan y se convierten en un nuevo color es una gozadera que nadie puede imaginarse. Pero siempre, no se le olvide, siempre, mandando uno. Con el pincel o la espátula en la mano, sin temblar, sin titubear, con la seguridad de ser el dueño y señor de ese reino. Al arco iris hay que mandarlo al carajo. Jamás rendirle cuentas, o el cuadro se pierde, naufraga en un mar de babas. Mire, con el arco iris y todo ese cuento hay que hacer lo que yo hice hace muchos años con una bandada de alcatraces que venían en formación volando muy bajo. Creo que ya se lo conté. Estaba en la playa, cuando los vi venir. Dibujé con un palo una flecha enorme en la arena, que apuntaba en dirección contraria a la que traían los bichos. Cuando vieron la flecha se volvieron como tembos; daban vueltas encima de mí, rompieron la formación y, al rato, volvieron a reunirse y se largaron en la dirección que indicaba la flecha que hice en la arena, o sea, la contraria a la que traían. Así es el cuento con la pintura: uno marca el destino de los colores y de la composición, del orden en que deben ir los elementos del cuadro. Ya sé, se dice fácil; pero así debe ser. Pero mire, Gaviero, si es la misma cosa que todas las vainas que le pasan a uno en la vida. Lo que uno no controla se vuelve siempre en contra nuestra. Lo que ocurre es que la gente no entiende esto. Bueno, la gente, usted sabe, la gente no sirve para gran cosa. Nada me fastidia más que la gente. Un poeta de mi tierra, que hubiera sido un muy buen amigo suyo y compañero ideal en el trasiego de los más densos alcoholes y de las tabernas más inverosímiles, decía: ¡Ah las intonsas gentes siempre dando opiniones! Bueno, pero eso es otra historia. Volvamos a la pintura. Quedamos, entonces, en que lo que pinto, todo lo que he pintado en mi vida, hasta el dibujo más simple, todo es verdad y nada más que la verdad. Y a mí lo único que me interesa, además, es que quienes vean el cuadro tengan de inmediato esa certeza. Ahora, lo importante es aprender a ver, llegar a saber ver, ver todo: las cosas, las personas, el cielo, los montes, el mar y sus criaturas. Todo lo que vemos esconde siempre una parte, la deja en la sombra. Allí hay que llegar, iluminar, descubrir, descifrar. Nada puede quedar oculto. Lo sé: es mucho pedir. Pero no hay otro remedio. El mar, por ejemplo; usted que lo ha transitado tanto y lo conoce tan bien. El mar es lo más importante que hay en el mundo. Hay que saber verlo, seguir sus cambios de humor, escucharlo, olerlo. ¿Sabe por qué? Por algo muy simple que todos creen saber pero creo que no acaban de entenderlo a fondo: porque allí nació la vida, de allí salimos y una parte nuestra siempre estará sumergida allá entre las algas y las profundidades en tinieblas. Ahora ya casi estoy listo para emprender un viejo sueño que me ha perseguido desde hace años: pintar el viento. Sí, no ponga esa cara. Pintar el viento, pero no el que pasa por los árboles ni el que empuja las olas y mece las faldas de las muchachas. No, quiero pintar el viento que entra por una ventana y sale por otra, así, sin más. El viento que no deja huella, ése tan parecido a nosotros, a nuestra tarea de vivir, a lo que no tiene nombre y se nos va de entre las manos sin saber cómo. El viento que usted, como Gaviero, ha visto venir tantas veces hacia las velas y a menudo cambia de rumbo y nunca llega. Ése es el que voy a pintar. Nadie lo ha hecho todavía. Yo lo voy a hacer. Ya verá. Es cosa de saberlo sorprender en el preciso instante en que su paso no tiene duda posible. Para eso, lo sé, hay que saber mirar, ya se lo dije; mirar el lado oculto de las cosas. Con el viento es lo mismo y lo que en verdad yo sé hacer es eso: mirar, mirar hasta no ser uno mismo. Bueno, ¡qué carajo! Ya me perdí otra vez, pero creo que usted me entiende, Maqroll, porque si no me entiende estamos jodidos". Le contesté que sí lo entendía y que, si bien me parecía todo muy claro, por otra parte esa manera de ver la vida suponía una exigencia, un ascetismo, una vigilancia muy difíciles de sostener en todo momento. "No hay otro remedio, Gaviero, no hay otro remedio, así es esa vaina".

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