—No se preocupe. Ninguno de nosotros podía preverlo.
—Quiero que sepa que valoro infinitamente su comprensión, profesor —Bacon exageraba sus modales—. Si no le parece muy molesto, me gustaría que hablásemos del profesor Stark…
—Ya he dicho todo lo que sé, lo siento… —en el atildado fraseo de Heisenberg podía advertirse una nota de desprecio—. Cuando se llevó a cabo el proceso en su contra serví como testigo; puede leer las minutas, si le interesa…
—Lo he hecho, profesor, y le aseguro que no es mi intención incomodarlo de nuevo. Quisiera conocer la historia directamente de sus labios, por eso me he atrevido a molestarlo en persona.
—¿De verdad es necesario?
—Temo que sí.
Heisenberg se reclinó en su asiento y comenzó a frotarse las manos. ¿Cuántas veces había repetido la misma historia? ¿Cuántas veces había narrado su enemistad con Stark?
—Usted haga las preguntas y yo trataré de responderlas del mejor modo posible.
—De acuerdo —Bacon sacó un lápiz y una libreta, la revisó durante unos segundos, y comenzó—: ¿Cuándo se inició su enemistad con el profesor Stark?
—Querrá decir la enemistad de Stark hacia mí.
—Eso.
—He pensado mucho sobre esta cuestión. Al principio creí que se trataba de algo personal. Eran demasiados los ataques, demasiada la saña en una época en la cual ser descalificado por él podía acarrear serios problemas… —Heisenberg trataba de mostrarse seco y desapasionado—. Una acusación como la suya, publicada en el periódico nazi, equivalía a una muerte en vida… Todas las puertas se me cerraron de pronto, e incluso mi seguridad y la de mi familia se vieron amenazadas.
—Pero ya no piensa lo mismo.
—Ahora creo que la ira de Stark estaba dirigida contra todos los que no pensaban como él. La verdad es que después de obtener el Premio Nobel se convirtió en un físico de segundo orden. Luego de ese éxito, su carrera fue de fracaso en fracaso… Entonces se adhirió al Partido y empezó a apoyar a Hitler… Como todos los nazis, odiaba a quienes, en su opinión, habían perjudicado a Alemania… ¿Y quiénes eran? Para Stark estaba muy claro: los físicos que trabajábamos en la nueva ciencia, en la teoría cuántica, es decir, en un campo que él había dejado de comprender y en el cual, por supuesto, ya no podía destacar…
—¿Cree usted que era una pura cuestión de resentimiento?
—De rencor. Y de amargura. Pero también había algo de fondo. Una visión de la física que no encajaba con la nuestra, y con esto me refiero a la modelada por Planck y Einstein y todos los que seguimos sus pasos… A él le parecían abstracciones matemáticas que no reflejaban la naturaleza del mundo… Lo que pasaba era que no tenía la preparación necesaria para comprenderlo.
—¿Era un mal científico?
—No, era un mal hombre —el propio Heisenberg pareció asustarse de su aseveración—. Su Premio Nobel es una prueba de su talento. Por desgracia, debía competir con su egoísmo y su mezquindad… En su afán por revitalizar la física experimental o pragmática, como él la llamaba, se dedicó a condenar a quienes hacíamos avanzar la física teórica, que para él era sólo dogmática… Y además estaba, desde luego, su antisemitismo. De ahí esa necia invención de la
Deutsche Physik
.
—En julio de 1937 apareció un artículo, sin firma, en
Das Schwarze Korps
donde se le insultaba a usted llamándolo «judío blanco». A continuación aparecieron los artículos de Stark: «La ciencia se ha equivocado políticamente», «Los judíos blancos en la ciencia» y «El espíritu pragmático y el dogmático en la física», este último publicado en la revista inglesa
Nature
. ¿Qué efectos tuvieron sobre su carrera, profesor?
—Entonces yo tenía una cátedra en la Universidad de Leipzig, pero no era un secreto que aspiraba a ocupar la plaza vacante de mi maestro, Arnold Sommerfeld, en la Universidad de Munich… El ataque de Stark simple y llanamente me eliminó de la pelea. Al final, se salió con la suya. El puesto fue ocupado por Wilheim Müller, otro de los seguidores de la
Deutsche Physik
. Además, considere la presión que yo comencé a sentir. Imagine el desprestigio, la incertidumbre… Los hombres de las SS iniciaron una investigación contra mí… Fue un infierno, profesor Bacon.
—¿Y qué hizo usted?
—Lo único que podía. Oponerme. Demostrar mis argumentos. Limpiar mi nombre.
—Y finalmente se hizo justicia…
—Por una vez, fue así.
—Gracias al apoyo de Himmler, quien intervino a su favor…
—Gracias a que, por una vez en la historia, un funcionario del gobierno se percató de la injusticia que se estaba cometiendo…
Bacon se dio cuenta de que era el momento de cambiar de tema. No quería molestar a Heisenberg tan pronto.
—Durante los procesos de desnazificación entablados después de la guerra, Stark afirmó que debía ser exonerado de toda culpa. Sin embargo, la corte de desnazificación de Traunstein lo condenó a cuatro años de trabajos forzados. Stark apeló a una corte de Munich. En ésta, Stark compareció por tres cargos:
primero
, por su actividad política en la región de Traunstein;
segundo
, por su apoyo a Hitler y a los nazis antes de 1933; y,
tercero
, por su desempeño como presidente de la Fundación para la Investigación y como presidente del Instituto Imperial Físico Técnico. La corte de apelaciones desechó las dos primeras acusaciones por falta de elementos, de modo que sólo quedó pendiente la tercera, la cuestión científica. Como ha dicho antes, usted compareció como testigo. ¿Puedo saber qué declaró entonces, profesor?
—¿No me ha dicho que ha leído las actas? —Heisenberg hizo una mueca de disgusto—. Es igual, se lo repetiré. Me preguntaron sobre dos asuntos en concreto. En primer lugar, si la supuesta diferencia entre la física dogmática y la física teórica que defendía Stark se basaba en su antisemitismo y, en segundo, si Stark desempeñó un papel importante en la prohibición de la teoría de la relatividad durante el Tercer Reich. En honor a la verdad, tuve que responder que, en mi opinión, Stark no era un antisemita furibundo, sino un hombre encandilado por el poder.
Bacon consultó sus notas.
—Aquí puedo leer que el tribunal recabó también la opinión de Einstein. Él también admitió que Stark era paranoico y oportunista, pero no sinceramente antisemita.
Heisenberg guardó silencio; no tenía nada que comentar.
—¿Por qué? —insistió Bacon, incrédulo—. ¿Por qué lo defendieron Einstein y usted, profesor?
—Stark fue uno de los pocos científicos que siempre apoyó a Hitler —repuso Heisenberg—. Sus culpas eran evidentes…
—Y por este motivo usted declaró que, en efecto, Stark y Lenard eran los únicos responsables de la creación de la
Deutsche Physik
y, por tanto, de atacar permanentemente la teoría de la relatividad…
—Así es.
—Paradójicamente, la corte de apelaciones de Munich decidió que no era competente para dirimir un debate científico y rebajó la condena de Stark al pago de una multa de mil marcos…
—Eso he sabido.
—El profesor Stark sigue libre y no sólo no se considera culpable de ninguno de los cargos, sino que incluso afirma que él siempre defendió el uso de la verdadera ciencia contra la burocracia nazi y, específicamente, contra las SS. Se considera a sí mismo como una especie de héroe…
—Siempre fue megalómano y siempre le gustó verse como víctima.
—¿Víctima de quién, profesor?
—Primero de los judíos y luego de los propios nazis, a los cuales nunca cesó de defender. ¿Qué quiere que le diga? Por fortuna, ahora es evidente cuál es la
verdad
…
—Eso quiere decir que, al final, los nazis le dieron la espalda.
—Podría decirse así.
—¿Y por qué razón? —Bacon aparentaba ingenuidad—. ¿Hizo algo que a ellos no les gustase? ¿Se opuso a sus políticas?
—Creo que, después de tolerarlo durante unos años, las propias autoridades del Partido se dieron cuenta de que Stark no era un científico competente.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Lo suyo era palabrería. La
Deutsche Physik
no era más que un invento retórico.
—Y ellos querían resultados.
—Desde luego.
—Así que consideraron que Stark ya no era útil, y simplemente se olvidaron de él.
Heisenberg asintió.
—Y entonces se dirigieron a ustedes, los supuestos «seguidores de Einstein», para sustituirlo.
—La verdadera ciencia es una, profesor Bacon. A la larga, cualquiera se hubiese dado cuenta de que nosotros estábamos del lado correcto, no él.
—Su fracaso fue científico, no ideológico.
—Exacto.
—Le agradezco su tiempo, profesor —concluyó Bacon—. Espero no haber sido demasiado inoportuno.
—Desde luego que no. Sólo que, usted estará de acuerdo conmigo, la ciencia tiene ahora preocupaciones más importantes… De cualquier modo, sigo a sus órdenes.
Las olas, tan altas como una torre, se estrellan contra las rocas como un ejército de agua que intenta derrumbar las fortalezas costeras. Millones de moléculas, cientos de millones de átomos combaten, sin cuartel, contra aquellos muros que, a pesar de la violencia del viento y de la tormenta, parecen resistir al asedio. El océano es una vasta tiniebla que se extiende hasta el fin del mundo; sobre él, un cielo grisáceo, levemente hinchado, palpitante, contempla las incontables batallas que se producen en los acantilados. No es extraño que uno asocie el estrépito marino con el canto de las sirenas: al deslizarse por cavernas y promontorios, al caer en picado por las filosas pendientes que parecen cortadas por las manos de un gigante, el viento se desgarra en gañidos casi humanos.
Las costas de la Baja Sajonia se extienden bastante más allá de donde se desplaza, a muchos nudos de velocidad, la furia del temporal. La isla se tambalea como un arca zozobrante, aun cuando posea la misma solidez de la tierra firme: su eterno enemigo, el mar, nunca ha consumado su asalto, deslizándose por este apartado y agreste confín de la tierra. Una mancha de luz plomiza y tenue —apenas un hilo, un delgado perfil modelado por los cuantos— ilumina la bruma y dibuja en ella los contornos de barcos perdidos, de fantasmas errabundos, de monstruos sanguinarios y de piratas a la deriva… Entonces Helgoland parece el vientre de un plácido y gigantesco cetáceo, un ser vivo que sortea los elementos y se nutre, en silencio, de plancton y algas.
La tormenta disminuye poco a poco, reabsorbida por las corrientes náuticas, y el universo comienza su penoso regreso a la calma. Los dos colosos —mar y tierra— recuperan sus posiciones de ataque, dispuestos a concederse una tregua para sanar a los heridos. Como si un dios benevolente quisiese festejar el acuerdo, los nubarrones se abren de pronto y permiten que un atardecer rojizo se cuele entre los pinos de la isla, convirtiéndola —a la vista de los navíos lejanos— en un insólito incendio de colores en el centro mismo de las aguas. Un sol blanquecino y agonizante se tiende, moribundo, en los brazos cristalinos del crepúsculo.
Si uno aguza un poco la vista, puede distinguir, sentado en lo alto de una roca, como un absurdo guardián de los cielos, una silueta con forma humana. Quizás sea un joven provisto de una gabardina que permanece ahí sólo para que haya un testigo capaz de dar testimonio del milagro realizado. Un observador que contempla, impávido, el feroz combate y la serena paz firmada durante el transcurso de unas pocas horas. El verano apenas ha comenzado, pero ello no impide que los meteoros se apoderen de la isla con singular violencia. El joven se frota las manos entumecidas: cualquiera que lo viese pensaría que se dispone a elevar una plegaria. Mucho más modesto, él se limita a impregnarlas con su aliento, produciendo una pequeña nube de rocío que pronto se disipa en el aire. A lo lejos, el sol ha desaparecido de nuevo —¿quién podría estar completamente seguro de que volverá?— y, como recompensa por su paciencia, el negro averno de la noche se llena de tímidas luciérnagas. Pronto, el joven puede contar miles de ellas, expectantes y morosas… ¿Cómo negar que estamos hechos con su misma materia, que en el centro de cada estrella los electrones danzan su propia música celeste, que la verdadera armonía del empíreo está en las transformaciones y las mutaciones que se operan en estos hornos volátiles?
En el rostro del joven, en cuyos rasgos infantiles es posible reconocer ahora a Werner Heisenberg, el
Wunderkind
de Munich, se dibuja una sonrisa misteriosa. Es su último día en la isla y, a pesar de la melancolía que lo invade, siente que ha cumplido su labor. Él también ha ganado una guerra después de enfrentarse a demonios tan poderosos como los ángeles submarinos que ahora lo rodean. En el interior de su cabeza —incómoda metáfora— se ha operado una transmutación similar a la que ha ocurrido fuera de ella. Un astro ha muerto y, en su lugar, cientos de ellos, más pequeños pero también más hermosos, han nacido a una vida nueva. Durante diez días, Heisenberg se ha enfrentado a su peor enemigo; aquel que encuentra cada vez que se asoma a un espejo: su propia impaciencia. Han sido diez días en los cuales, a imitación de los antiguos eremitas, se ha apartado de las tentaciones del siglo. Si San Simón fue capaz de darse cuenta de que su universo cabía en lo alto de una columna, y si San Jerónimo prefirió la compañía de un león a la de los hombres, fue porque sabían que las grandes revelaciones sólo ocurren en la íntima soledad de los precipicios. La reclusión de Heisenberg en esta minúscula isla del Mar del Norte, a cientos de kilómetros de sus semejantes, es decir, de alguien capaz de comprender los sublimes misterios de la física que él al fin ha resuelto, ha sido su propia caverna y su propio paraíso.
¿Una iluminación? Nunca se atreverá a llamarla así, pero en el fondo de su alma sabe que es la palabra precisa. La brusca luz de aquellas tierras ha sido la causa secreta de sus revelaciones. Por fin es posible completar el rompecabezas de la Creación: cada pieza encaja, los cabos sueltos se desvanecen como si no hubiesen existido, como si sólo se tratase de un error de perspectiva, de una falsa apreciación de las leyes naturales. ¿Puede haber algo más emocionante que el momento en el que uno sabe?
Fueron días y noches de trabajo frenético. Las ideas asaltaban su cerebro semejantes a un torbellino, a una enfermedad virulenta que lo convirtió en una máquina de pensar. No durmió un solo minuto: no podía dejar de meditar, de recomponer el universo, de pelearse con las anodinas y extravagantes líneas espectrales de los elementos, de recurrir a uno y mil modelos matemáticos posibles hasta llegar a organizarlo todo en un cosmos preciso y coherente. Y al final, cuando se sentía a punto de desfallecer, con la misma camisa sudada desde hacía varios días, el cabello revuelto y el rostro sin afeitar, se dio cuenta de que había triunfado. Estaba al borde de un colapso nervioso, pero lo había conseguido…