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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (52 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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—¿Cuánto tiempo…? —insiste Stauffenberg.

—No lo sé —responde el cirujano—. Varios meses. Un año, quizás…

Stauffenberg se incorpora un poco para conseguir una posición que le otorgue la dignidad necesaria para reforzar sus palabras. Mira directamente a los ojos del médico, como si en realidad éste fuese su adversario o su enemigo, y, con los dientes apretados, conteniendo el dolor que lo traspasa, le responde:

—No tengo tanto tiempo. Tengo cosas importantes que hacer.

2

—Cada vez tengo menos dudas, señores —la voz del general Beck es sutil, como el viento que se estrella contra las montañas pero, a la larga, termina venciéndolas; hace sólo un par de días que ha salido del hospital después de varias semanas de incapacidad—. Nuestra única oportunidad está en librarnos de
él
.

Nadie se atreve a pronunciar su nombre —a pesar del secreto, hay una especie de temor reverencial hacia la figura del Führer—, pero nadie duda de a quién se refieren las palabras del antiguo jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht.

—No hay más remedio —ahora es otro general quien habla, Friedrich Olbricht, jefe del Cuartel General de la Wehrmacht en Berlín—. Es nuestra única salida.

—Necesitamos con urgencia a alguien que se atreva a hacerlo —termina Beck, evitando cuidadosamente pronunciar la palabra «asesino».

3

El 10 de agosto de 1943, se lleva a cabo una nueva reunión,
petit comité
, en casa del general Olbricht. El general Henning von Tresckow, jefe de las unidades de reserva de elite del Führer, se presenta puntualmente y, luego de los escasos formulismos que aún practican los conspiradores, el anfitrión y sus invitados se trasladan a la biblioteca. Ahí los espera un joven rubio y apuesto que se levanta y saluda marcialmente al recién llegado. Olbricht se acerca al muchacho y, evitando la rigidez militar, apoya la mano en su hombro.

—General —le dice a Tresckow con una sonrisa nerviosa—, permítame presentarle al coronel Claus Schenk von Stauffenberg. Es nuestro hombre.

A pesar de su juventud y de que, como muchos oficiales jóvenes, al principio apoyó a Hitler, Stauffenberg es, en todos los sentidos, una
rara avis
en el ejército. Mientras era adolescente perteneció a un grupo de entusiastas seguidores del poeta Stefan George —estuvo junto a él en su lecho de muerte, en 1933— y, si bien no era uno de sus discípulos más cercanos, su influencia sobre él ha sido profunda e indeleble. No por nada «El Anticristo», uno de los textos más sombríos y trágicos de George, es su poema de cabecera, del cual extrae la fuerza necesaria para acometer cada una de sus decisiones.

No hay duda de que es el hombre que se necesita. En 1942, cuando uno de sus compañeros le preguntó cómo creía que podría cambiarse el estilo de gobernar de Hitler, Stauffenberg se limitó a responder con una voz límpida y honesta: «Asesinándolo».

4

—Debemos revisar el plan minuciosamente.

Ahora la reunión tiene lugar en un piso de Grünewald. Claus von Stauffenberg y Henning von Tresckow están sentados frente a frente, como iguales, conscientes de que la historia de Alemania —y, en cierto sentido, la historia del mundo, por no hablar de sus historias particulares— están a punto de desfilar ante sus ojos. Junto a ellos se encuentra el capitán Heinrich von Lütz, quien ha participado en la conjura desde el inicio. Lo que tienen enfrente es sólo un conjunto de notas, escritas en clave, y un par de planos, pero los tres saben que, detrás de los signos y las letras, de los números y los espacios en blanco, se esconde el minucioso plan de acción diseñado por el general Olbricht para asestar un golpe de Estado contra Hitler.

—No podemos permitirnos una sola equivocación —insiste Stauffenberg—, así que no importa si nos pasamos dos días sentados aquí.

—Tiene razón, coronel —acepta Tresckow, a quien le resulta un tanto chocante que su subordinado se haya apropiado del control de la situación—. Repitámoslo.

—El general Olbricht diseñó la estrategia basándose en un programa preexistente —comienza a decir Lütz—. La idea principal es que, después del golpe, utilicemos un plan de contingencia diseñado por la Wehrmacht para casos de «disturbios internos».

—Déjeme ver si lo he entendido, capitán —dice Stauffenberg—.

¿Quiere decir que vamos a basarnos en un plan diseñado por Hitler para controlar una conspiración?

—Suena paradójico —admite Heinrich—, pero así es. Las autoridades militares convencieron a Hitler de que era necesario articular un mecanismo de emergencia en caso de que los millones de trabajadores extranjeros que se encuentran dentro de las fronteras del Reich orquestasen una revuelta impulsados por los comunistas.

—Muy bien, prosiga —asiente Tresckow.

—El nombre clave del plan es Operación Valquiria —explica Heinrich—. En caso de producirse la revuelta de trabajadores, o cualquier otra rebelión interna, todos los miembros de las reservas serán inmediatamente llamados a filas.

—¿Se refiere usted a los soldados con licencia, los jóvenes que no han sido reclutados y los grupos de hombres mayores que han recibido entrenamiento militar? —pregunta Stauffenberg.

—Me temo que sí.

—¿Ése va a ser nuestro ejército? —insiste—. ¿Un grupo de aficionados?

—Desde un principio, el general Olbricht preparó la Operación Valquiria con la secreta intención de utilizarla en un golpe militar —advierte Tresckow—. Su posible utilidad contra una revuelta de trabajadores comunistas nunca fue tomada en cuenta, era sólo un pretexto para obtener la autorización de los altos mandos del ejército.

—El general Olbricht dividió la operación en dos partes —continúa Heinrich—. La primera, conocida como Valquiria I, establece las directrices para reunir a las nuevas unidades, mientras que Valquiria II puntualiza las acciones destinadas a tener a los grupos de batalla listos para el combate.

Los tres militares suspiran a un tiempo. El futuro —su futuro— en manos de «unidades de reserva». Piensan que se necesitará un milagro para que éstas puedan hacerse cargo de la situación, luchando contra tropas bien armadas y entrenadas.

—Uno de los detalles más sorprendentes de la Operación Valquiria es que Olbricht estableció una cláusula según la cual, en caso de que Hitler sufra un atentado mortal por parte de algún grupo terrorista, debe emitirse por radio un mensaje que él mismo se encargaría de redactar —al explicar esta parte del plan, Heinrich no puede evitar una sonrisa de satisfacción frente a la temeridad de Olbricht.

—Muy ingenioso, en efecto —dice Stauffenberg con un toque de ironía.

—A continuación —prosigue Heinrich—, las unidades de la Operación Valquiria deberán apoderarse de los ministerios del gobierno, de las oficinas del Partido, estaciones de radio, centrales telefónicas y telegráficas y campos de concentración. Los miembros de las SS serán desarmados y aquellos que se nieguen a colaborar, serán fusilados en el acto.

Se trata de una gran mentira que debe correr de boca en boca a través de la línea de mando del ejército —aclara Tresckow—. Lo más importante es hacer creer a todo el mundo que el golpe en realidad ha sido perpetrado por agentes extranjeros y que, tras la muerte de Hitler, Himmler y los demás jerarcas del Partido han tratado de traicionar al país. Si logramos mantener el control de la situación durante las primeras horas, es posible que logremos tener éxito.

—Sería prudente convencer a la opinión pública de que nosotros seguimos siendo hombres leales, no sólo al Reich, sino al Partido —sugiere Stauffenberg—, al menos durante los primeros momentos, a fin de evitar suspicacias y deserciones.

—Una idea muy acertada —admite Tresckow—. Quizás incluso las primeras declaraciones oficiales debamos hacerlas desde las oficinas del Partido…

—Pero ello nos hará sospechosos a los ojos de los Aliados —sugiere Heinrich.

—Quizás —medita Stauffenberg—, pero es un riesgo menor comparado con la desconfianza interna. Cuando tengamos la situación bajo control, podremos tratar de establecer una negociación directa con ellos.

Los tres permanecen varios minutos en silencio, tratando de considerar todas las aristas posibles del plan. Después de unos momentos, Heinrich vuelve a tomar la palabra.

—Como les he dicho desde el principio —dice—, el mayor inconveniente de la Operación Valquiria es que el general Olbricht no está autorizado para ponerla en marcha. De acuerdo con las normas vigentes, es el propio Hitler el único autorizado para hacerlo.

—Vaya paradoja —opina Stauffenberg—. El Führer es el único que puede anunciar su propia muerte…

—Una de las típicas precauciones de Hitler —aclara Tresckow.

—Sin embargo, existe una excepción posible —dice Heinrich—. En caso de extrema urgencia, el general Friedrich Fromm, jefe de las fuerzas de reserva, está autorizado para ponerla en marcha.

—Por desgracia, a pesar de todos los esfuerzos para ganar al general Fromm para la causa, éste no se ha manifestado de modo definitivo a nuestro favor —interviene Tresckow—. Si dado el caso éste se negase a dar la orden, no quedará más remedio que incomunicarlo y dejar que sea Olbricht quien dé las instrucciones necesarias, aunque siempre existe el peligro de que la cadena de mando no funcione a la perfección.

—Demasiados puntos delicados —murmura Stauffenberg—. Demasiados cabos sueltos. Pero no queda más remedio: no hay tiempo para dilaciones.

—Adelante, pues —dice Tresckow, levantándose, sin mirar directa mente a los ojos de sus subordinados por temor a encontrar una señal de miedo o de indisposición.

5

A partir de enero de 1944, todas las noticias que les llegan a los conspiradores son pésimas. En primer lugar, las autoridades nazis anuncian el desmantelamiento del Círculo Solf. El Círculo se había formado en torno a la figura de Hana Solf, la viuda del antiguo embajador del Reich en Tokio, con la tarea de salvar al mayor número posible de judíos. Por si esto fuera poco, uno de los sostenedores más importantes de la conjura, el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la
Abwehr
, el servicio de inteligencia del ejército, es detenido por órdenes del
Reichsführer-SS
Heinrich Himmler y enviado a la prisión de Lauerstein. Oficialmente, las SS toman posesión de la antigua
Abwehr
y sus secretos.

El 6 de junio de 1944, los Aliados comienzan el desembarco en Normandía. Sólo unas semanas después, el Ejército Rojo rompe la línea del frente oriental mantenida por el Grupo Central de la Wehrmacht entre Minsk y el río Beresina. El final de la guerra parece más cercano que nunca.

A pesar de todo lo anterior, los conspiradores están cada día más convencidos de llevar a cabo el golpe. Aun si los Aliados no quieren negociar la paz con ellos, como anunciaron en la Conferencia de Casablanca, es necesario demostrar al mundo que el pueblo alemán es capaz de oponerse a la tiranía y a la barbarie, que Hitler no es Alemania, sino sólo la peor parte de ella. Acaso se trate de un gesto romántico, casi simbólico, pero están convencidos de que vale la pena intentarlo: es lo único que puede salvarlos de la infamia.

Como le ha escrito Tresckow a Stauffenberg en una carta: «El asesinato debe llevarse a cabo
coûte que coûte
. Incluso si falla, debemos actuar en Berlín. El propósito práctico ya no interesa; sólo importa que el movimiento de resistencia alemana ocupe un lugar a los ojos del mundo y de la historia. Comparado con eso, nada más importa».

6

El 1.° de julio de 1944, Stauffenberg es nombrado jefe del Estado Mayor del general Friedrich Fromm, responsable de las unidades de reserva. Se trata de uno de los hitos más importantes de su carrera y, a la vez, de una posición privilegiada para poner en marcha el golpe de Estado y la Operación Valquiria. Sin embargo, el ánimo de los conspiradores —y, en general, el de todos los alemanes— no está para celebraciones. El tiempo obra en su contra cada día, cada hora, cada segundo… Alemania se desangra más que nunca.

En el fondo, Stauffenberg sospecha que Fromm conoce cuáles son sus verdaderas intenciones, pero parece decidido a dejarlo actuar mientras ello no lo comprometa. Al aceptarlo en su equipo de trabajo, el viejo general quiere recobrar el prestigio que ha ido perdiendo poco a poco a los ojos del Führer. A fin de cuentas, al leer uno de los informes preparados por Stauffenberg, el propio Hitler llegó a decir: «¡Por fin un oficial con imaginación e inteligencia!».

Sin embargo, todos los intentos de Stauffenberg por atraerlo a su causa se estrellan contra un muro de desconfianza y silencio. En cualquier caso, su nueva posición lo convence todavía más de que debe ser él quien se encargue de colocar la bomba en la Guarida del Lobo, el cuartel general de Hitler en Rastenburg.

7

Después de hablar varias veces con él, los conspiradores al fin consiguen que el general Erich Fellgiebel, el oficial en jefe de la Wehrmacht encargado del tráfico de señales, se sume al intento de golpe militar.

—Podemos lograrlo —les explica Fellgiebel—. En cuanto la explosión haya acabado con él —tampoco se atreve a pronunciar el nombre del Führer—, yo me encargaré de impedir que cualquier señal de alarma salga de la Guarida del Lobo.

—Excelente —se anima Heinrich.

—Pero, caballeros, debo advertirles que no tendremos mucho tiempo —aclara Fellgiebel—. Si bien yo puedo suspender las señales militares desde el centro de comunicaciones de Rastenburg, hay que considerar que tanto las SS como la Gestapo y el ministerio de Asuntos Exteriores poseen sus propias centralitas. Además, habrá que tener cuidado en no suspender por completo las comunicaciones con el frente, puesto que alguien podría sospechar lo que ocurre. Y, por último, hay que asegurarse de que nuestras órdenes respecto a la Operación Valquiria, lleguen a sus destinatarios antes de que alguien más se comunique con ellos.

—En conclusión, general… —lo interrumpe Stauffenberg.

—En conclusión, no tendremos más de una o dos horas para tomar el control de la situación. Después de eso sería demasiado tarde, caballeros.

8

15 de julio
. Es el gran día. Aunque Stauffenberg trata de comportarse normalmente, en el fondo se da cuenta, horrorizado, de que no lo consigue. Sus pasos son vacilantes, cada vez que alguien lo llama o lo saluda siente que el corazón va a estallarle en medio del pecho —una hipérbole poco original— y la abyecta sonrisa que ha colocado en sus labios, más bien parece un adelantado gesto de condolencias. Sin embargo, nadie parece advertir sus temores: por una vez, su condición de lisiado va a servirle de algo. Un hombre que ha perdido la mano derecha y dos dedos de la izquierda y que renquea visiblemente es siempre la última persona de la que alguien sospecharía.

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