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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (39 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Veamos. Su primer amor llevaba el conspicuo nombre de Felicie.
La felicidad
. Y, no obstante, fue la única dicha que pareció negársele sobre la faz de la tierra. Al principio de su carrera, en Viena, Erwin cayó rendido ante los encantos de esta joven discreta y aristócrata. Era tanta su pasión por la joven que llegó a decir que, si fuese necesario, estaba dispuesto a abandonar la física para ganar su favor. Por desgracia para él (y por fortuna para la ciencia), los padres de la muchacha no tenían los mismos planes. Como cualquier espíritu romántico, Erwin luchó con todas sus fuerzas para vencer la adversidad social. Y, como en cualquier novela rosa, nuestro héroe convirtió su derrota en una tragedia de dimensiones universales.

Tras el despecho, la venganza. Después de unas semanas de luto sentimental, Erwin decidió invertir gran parte de su tiempo en el estudio del alma de las mujeres. Damas y sirvientas, vírgenes y prostitutas, gordas y esbeltas, por el simple hecho de utilizar falda, eran candidatas ideales a integrarse a la aproximación estadística que Erwin llevaba a cabo sobre el género femenino. De esta época sólo nos quedan dos nombres concretos: Lotte e Irene (bonita coincidencia, ¿verdad?).

En 1920, poco después del término de la Gran Guerra, a la edad de 32 años, Erwin parecía dispuesto a sentar cabeza y contrajo matrimonio con una mujer que no era ni joven ni guapa y muchos opinan que tampoco simpática o especialmente sagaz: Annemarie Bertel, a la cual él siempre llamó Anny. Preguntarán, entonces, por qué se casó con ella. Les advierto que la respuesta no va a gustarles: para tener más oportunidades con otras mujeres… Pero Anny demostró ser más astuta de lo que cualquiera pudo imaginar: una vez descubiertos los deslices de su esposo, decidió no perturbarlo.

Empero, Erwin no se caracterizaba precisamente por su discreción. No le bastaba con conquistar a una mujer, sino que parte del placer que obtenía estaba en adorarla (o incordiarla) en público, a la vista de todos. Pronto, sus flirteos comenzaron a volverse famosos en el círculo de amigos que la pareja mantenía en Zúrich, donde vivía el matrimonio. A imitación de su marido, Anny también empezó a romper la dudosa fidelidad conyugal, enamorada a su vez de uno de los colegas de su Erwin. Al principio, éste trató de no prestar demasiada atención al
affaire
—ojo por ojo—, pero a la larga no pudo contenerse y, hacia 1924, comenzó a barajar la posibilidad del divorcio. Ninguno de ellos podía saber que 1925 sería un año milagroso.

Dispuesto a descansar de las continuas peleas con su esposa, Erwin decidió pasar la Navidad de ese año en uno de sus lugares favoritos, una casa de reposo situada en el Valle de Arosa, uno de los cantones italianos de Suiza. Desde el principio, el viaje tuvo algo de peculiar: en vez de alojarse en la pequeña casa anexa a la villa del doctor Otto Herwig, como hacia siempre, en este caso Erwin prefirió trasladarse a una cabaña situada en las montañas, lejos de todos. Ahí, tal como le había sucedido a Heisenberg unos meses atrás, tuvo la iluminación que habría de llevarlo a revolucionar la ciencia de su época. Entre los pinos nevados y la claridad del cielo, al calor de la chimenea y de una buena dotación de vinos, Erwin comprendió, de pronto, cuál era su misión sobre la tierra. Durante unos minutos de éxtasis, también a él le fue revelada la forma de ensamblar el desmadejado rompecabezas de la ciencia. Si Planck, Einstein y Bohr se habían encargado de romper en mil pedazos la imagen de la física clásica, le correspondía a él volver a unirlos.

Erwin no era tan hermético como Heisenberg, su némesis, y al menos en este caso podemos saber que durante esos momentos de insólita creatividad, él no estuvo solo. El problema es que, dada la enorme cantidad de mujeres que frecuentaba, ha resultado imposible determinar con precisión cuál de ellas lo visitó en aquellos insólitos días en Arosa. Al ser interrogado al respecto, Erwin se limitaba a responder que en efecto recibió a una mujer misteriosa, de una aterradora belleza, y que gracias a ella —al placer inaudito que le proporcionó— tuvo su genial ocurrencia. La mecánica ondulatoria, en sus propias palabras, era el producto de un acto de imaginación erótica. El resto se conoce mejor: Erwin escribió algunos de los artículos más influyentes de la época y se convirtió, de la noche a la mañana, en una celebridad. Una celebridad acechada por todos. A partir de ese momento, se inició una feroz lucha entre sus seguidores y aquellos que apoyaban la mecánica matricial de Heisenberg… Sea como fuere, Erwin obtuvo una ventaja adicional por su descubrimiento: su notoriedad le abrió, aún más, el espectro de sus posibles conquistas.

Sólo unos meses después de su reclusión en Arosa, Anny —con la cual había tenido tiempo de reconciliarse— tuvo la peregrina ocurrencia de presentarle a dos gemelas de trece años, Itha y Roswita Junger, para que él les impartiese clases de matemáticas y física. Casi no es necesario decir que Erwin se enamoró por partida doble, aunque al final escogió a una de las dos niñas como nueva musa inspiradora: Ithi. A partir de entonces, se dedicó a cortejarla sin tregua. Quizás éste sea un aspecto menos conocido de su personalidad, pero hay que decir que Erwin era un poeta de cierto talento —un hombre que utilizaba la poesía como una más de sus armas en el juego del amor—, de modo que Ithi se convirtió de inmediato en el centro de su obra lírica. Para ella escribió estas líneas:

Sobre los trazos del profesor Schnitzier,

con álgebra y carreras de tres esquinas,

hacía correr a Ithi casi hasta morir:

la pobrecita perdió el aliento.

De Zúrich se podría decir mucho más,

pero sobre esas cosas no me atrevo.

Erwin no se atrevía a hablar, pero sí a actuar. Cuando Ithi cumplió dieciséis años, el maduro físico ya había intentado por todos los medios convencerla de que lo invitase a su cama, pero ella siempre se había negado. Si algo podía encender su ánimo eran las dificultades. No se dio por vencido y, durante un viaje a Salzburgo, donde ella vivía con su familia, por la noche Erwin se introdujo a hurtadillas en la habitación de su enamorada. Consiguió gozar unos minutos de aquel elíxir de juventud que era el delgado cuerpo de la joven pero, a pesar de su insistencia, ella al final no le concedió la gracia esperada. Para otro de sus cumpleaños, Erwin le envió a Ithi este otro poema, cuyo sentido salta a la vista sin necesidad de arduas sesiones de psicoanálisis:

Al desplegar tus sábanas por primera vez,

las campanas de tu cuna doblaban de alegría.

El rey de los necios sacudió su cetro

y te ordenó aprovechar toda la felicidad de la vida.

La anécdota parecería divertida o picara de no ser porque, como la mayor parte de estas historias, terminó mal para Ithi. Durante siete años, ella fue el imposible objeto del deseo de Erwin. Por fin, a fines de 1932, durante un viaje de la joven a Berlín, donde el profesor se había quedado solo debido a un intempestivo viaje de Anny, Ithi al fin se entregó a su maestro. Habían sido siete años de intentos, de paciente espera, de encendidas esperanzas… Como una oveja que se dirige voluntariamente al matadero, Ithi se arrojó a la mecánica ondulatoria de Erwin sin saber que ahora él ya estaba enamorado de otra mujer, Hilde March. Unas semanas después, su desgracia se hizo aún mayor: estaba embarazada. Temerosa, la joven decidió acudir a un médico que se encargase de borrar su deshonra. La tragedia no acabó ahí: la operación resultó un fracaso e Ithi, la dulce Ithi de los poemas, terminó convertida en un guiñapo, privada de la posibilidad de tener hijos… Y aun así, siempre continuó mirando a Erwin con cariño…

¿Cuántas van? ¡Qué importa ya! Erwin está enamorado de nuevo. Hilde será una de sus amantes más fieles y permanentes y, a diferencia de Ithi, él le dará su apellido a Ruth, la hija que tendrá con ella. De Ithi a Hilde y de Hilde a… ¡Hansi! Una vieja amiga de Anny, quien los visita en Berlín en 1931. ¿Es necesario seguir? ¡Claro que sí! Tras su llegada a Dublín, Erwin no se detiene ni por un segundo. A pesar de que va acompañado de Anny y de Hilde, pronto descubre los encantos de Sheila May, una actriz de éxito. Para ella compone infinidad de versos, que incluso se atreve a publicar en forma de libro.

¿Será Sheila el verdadero amor de su vida? Don Juan no puede tener un verdadero amor. Ama a todas las mujeres. O a ninguna. Ésa es su naturaleza. Sólo que, a diferencia del infeliz sevillano, la libertad de Erwin no se verá castigada por un convidado de piedra y no terminará ardiendo entre las llamas del infierno impulsado por la venganza de un furioso comendador. Hay que recordar que Erwin era un delicado observador de la realidad, y sus apetitos no podían ser la excepción. Estudió su propio comportamiento con cuidado, tratando de hallar los motivos de su conducta. Para él, hacer el amor con una mujer era mucho más que un acto de diversión, más que un juego, más que un desafío. Representaba la oportunidad sublime de unirse a la naturaleza, de experimentar los vaivenes del universo, de poseer un momento de éxtasis y creación similares a los del Buen Señor. A Sheila le escribe: «Vi la gloría de Dios con todos sus ángeles cuando, con tus labios entreabiertos, como si estuvieran temblando (¿o era yo?) me dijiste que me amaba…». Y, en otra ocasión: «Lo más fácil del mundo es acostarse. Lo tenemos que hacer todos los días. Y a nadie le gusta hacerlo solo. Y tú me has dado más, más, mil veces más que nadie: tu amor claro, limpio, sencillo y franco. No ha habido ni por un segundo un juego sin importancia, ni lo habrá nunca».

Cuando el teniente Bacon, Irene y yo llegamos al Instituto de Estudios Avanzados de Dublín, Erwin nos presentó a su nuevo amor: una muchacha pálida que trabajaba en una oficina de gobierno. Ella tenía veintisiete años; él, sólo sesenta.

Desde nuestro primer encuentro con el profesor Schrödinger pudimos darnos cuenta de que habíamos llegado en el peor momento. Erwin tenía una cara que podría asustar a un muerto; nunca he sido un buen juez de la belleza masculina, pero al menos puedo afirmar con certeza que, sin ser guapo, siempre había tenido la apariencia distinguida y un tanto hierática de todos los vieneses.

Aunque su descubrimiento de la mecánica ondulatoria había sido fundamental para el desarrollo de la física cuántica —y para sepultar los principios newtonianos— Erwin poseía un espíritu afín a los de Planck y Einstein. En el fondo, no dejaba de ser un vienes aristocrático y reaccionario y, luego de la revolución que había ayudado a crear, había vuelto a los territorios más seguros de la física tradicional. Desde el inicio de la guerra, se había recluido en su despacho del Instituto de Estudios Avanzados de Dublín convertido en uno de los nuevos aliados de Einstein contra los defensores del azar. Y, como éste, tenía una sola meta: hallar una teoría unificada de campo capaz de explicar el universo ajustando la descripción de todas las fuerzas de la naturaleza: el electromagnetismo, la gravedad y la teoría atómica.

Desde hacía varios meses, Schrödinger y Einstein habían iniciado una intensa correspondencia sobre el tema de la teoría unificada. Aunque menos entusiasta que su colega, Einstein seguía obsesionado con hallar una explicación completa, libre de excepciones —singularidades— sobre las partículas que componen el espaciotiempo.

El 27 de enero, Erwin le escribió una carta a Einstein diciéndole que al fin había encontrado una vía para solucionar los problemas que se le presentaban. «Hoy puedo informarte de un avance de verdad —le decía—. Quizás el principio te haga enfurruñar terriblemente porque hace poco me has explicado que no apruebas mi método. Pero al final sé que estarás de acuerdo conmigo». Erwin estaba tan convencido de su trabajo que, olvidándose de los reparos de Einstein, lo presentó de inmediato en una sesión de la Real Academia de Irlanda. Y, como si esto no bastara, lo anunció a la prensa irlandesa de este modo: «Tengo el honor de presentarles hoy la piedra angular de la Teoría Unificada de Campo y, por tanto, la solución a un problema de treinta años de antigüedad, es decir, la generalización competente de la gran teoría de Einstein de 1915».

Al día siguiente, el
Irish Times
y los demás diarios de la isla publicaron en primera plana los comentarios de Erwin. Uno de los periodistas incluso le preguntó si estaba completamente seguro de su teoría, a lo cual replicó: «Ésta es la generalización. Ahora la teoría de Einstein se convierte simplemente en un caso especial… Creo que tengo razón. Si me equivoco, habré hecho un completo ridículo». Sin darse cuenta, Erwin había hilado su suerte con estas palabras.

Cuando la noticia de su «hallazgo» cruzó el Atlántico y llegó a oídos de Einstein, éste montó en cólera. Indignado, escribió un artículo en el
New York Times
en el cual afirmaba que la teoría de Schrödinger no era, en el mejor de los casos, más que un pequeño avance: «El lector tiene la sensación de que cada cinco minutos hay una revolución en la ciencia, algo así como un golpe de Estado en algunas repúblicas pequeñas e inestables. En realidad, en la ciencia teórica existe un proceso de desarrollo al que agregan sus aportaciones los mejores cerebros de generaciones sucesivas mediante el trabajo incansable para llegar poco a poco a un concepto más profundo de las leyes de la naturaleza. El periodismo honrado debería hacer justicia a este aspecto del trabajo científico».

Fue como un jarro de agua fría sobre el temperamento ígneo de Schrödinger. Todas las agencias de prensa internacionales recogieron estas palabras de Einstein al lado de las palabras de Erwin en las que decía: «Si me equivoco, habré hecho un completo ridículo». Cuando Erwin leyó los diarios, cayó en un profundo estado depresivo. El 2 de febrero de 1947, apenas un mes antes de nuestra visita a Dublín, Einstein le envió una última carta sobre el asunto en la cual le decía secamente que, si volvía a conseguir un avance, no dudara en comunicárselo.

El «
affaire
Einstein», como Erwin comenzó a llamarlo, no fue uno de los temas que tocamos durante nuestra entrevista. No obstante, el dolor y la vergüenza seguían clavados en los ojos de Schrödinger como un recordatorio de su desastrosa aventura. Como pudimos comprobar entonces, a partir de esta experiencia se volvió más modesto.

—Le agradezco que haya aceptado recibirnos —dijo Bacon, incapaz de elaborar una presentación más original.

Lo que yo no había acabado de entender era cómo el teniente había tenido el mal gusto de llevar a Irene al despacho de Schrödinger en vez de mandarla de compras.

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