Read En busca de Klingsor Online

Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (54 page)

BOOK: En busca de Klingsor
13.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

13

16:30 horas
. Finalmente Stauffenberg llega al cuartel de Bendlerstrasse. Olbricht lo recibe y le hace saber lo que ha sucedido y que, pese a la negativa de Fromm, la Operación Valquiria ha sido puesta en marcha. Ambos deciden solicitar, una vez más, su colaboración.

—El Führer está muerto —le explica Stauffenberg—. Yo mismo vi su cadáver.

—Debe haber sido obra de alguien cercano a él —murmura Fromm con falsa ingenuidad.

—Yo lo hice —le responde el otro.

Fromm agita los brazos como si con este gesto pudiese adquirir mayor autoridad frente a sus subordinados.

—Pues entérese de que acabo de hablar con el general Keitel —grita, a punto de ahogarse—, y me ha confirmado que el Führer está vivo.

—Es mentira —responde Stauffenberg con calma.

La ira de Fromm aumenta a cada segundo y es sólo ligeramente mayor a su miedo. En el fondo sabe que su posición nada tiene de ventajosa.

—General Olbricht y coronel Stauffenberg —aúlla—, quedan bajo arresto.

—General Fromm —le dice este último con un tono lento y sosegado—, creo que usted no ha comprendido cuál es el balance de poder aquí. Ahora somos nosotros quienes decidimos si arrestar o no a alguien, no usted.

—Está desobedeciendo una orden directa, general —ruge Fromm sin que nadie lo tome en cuenta.

Como si fuese un chiquillo, éste se lanza contra su subordinado. Tienen que llegar varios oficiales para separarlos y desarmar a Fromm.

—Bajo las circunstancias actuales —murmura éste— me considero fuera de servicio. —Después de una tensa pausa, Fromm añade—: ¿Puedo solicitarle un último favor?

—Hable, general.

—Necesito una botella de coñac…

Olbricht ordena que se la traigan y posteriormente el general Fromm es conducido, bajo arresto, a la oficina de su ayudante.

17:00 horas
. En el despacho de Olbricht se reúne el nuevo gobierno provisional del Reich con el general Ludwig Beck a la cabeza. Una de sus primeras medidas es nombrar al general Erich Hoepner en el puesto que hasta hace unos minutos tenía Fromm. Hoepner pide que su nombramiento sea por escrito y luego, cuando ocupa la oficina de su antiguo superior, incluso se disculpa con él. Fromm, ya un poco bebido, le responde:

—Lo siento, Hoepner. Yo no puedo con esto. En mi opinión, el Führer está vivo y ustedes están cometiendo un terrible error.

17:30 horas
. A todas las plazas militares del Reich llegan mensajes contradictorios, a veces ni siquiera en el orden correcto: las órdenes codificadas provenientes de Bendlerstrasse y las contraórdenes de Rastenburg.

Siguiendo estrictamente los planteamientos de la Operación Valquiria, el comandante en jefe de Berlín, general Paul von Hase, convoca a los directores de la escuela de la armada y de la escuela de explosivos y al comandante del batallón de guardia a su cuartel general en el número 1 de Unter der Linden. Allí, da instrucciones para tomar el control completo de la ciudad.

Sólo unos minutos más tarde, tropas leales a los conspiradores se apoderan del ministerio de Propaganda y rodean la casa particular del doctor Joseph Goebbels, uno de los pocos altos dirigentes nazis que permanecen en Berlín. En la periferia de la ciudad, el plan sigue el camino adecuado y diversos grupos militares se apoderan de estaciones de radio, oficinas del Partido y de las SS sin encontrar resistencia. Es el único momento del día en el cual los conspiradores parecen tener el control de la situación.
17:42 horas
. A pesar de los intentos de los conspiradores por bloquearlo, un mensaje de radio es transmitido a todo el Reich desde el cuartel general de Rastenburg. En él se informa del ataque sufrido y se dice que los oficiales Schmundt y Brandt y un estenógrafo resultaron seriamente heridos. «Por fortuna —añade el comunicado—, el Führer sólo recibió unos rasguños y se ha reincorporado de inmediato a sus labores».

19:00 horas
. Después de seguir en primer término las órdenes que le ha dado el general Paul von Hase, su superior directo, de acordonar la zona alrededor de la casa de Goebbels, Otto Remer, el comandante del batallón de guardia de Berlín, decide cambiar de bando. Cuando entra en la casa, el ministro de Propaganda está a punto de ser arrestado. Con su habilidad característica, Goebbels se da cuenta de que puede encontrar un aliado en la figura pequeña y maltrecha de Remer.

—El Führer está vivo —le dice.

—No es lo que nos han dicho.

—¿Quiere usted hablar con él? —le pregunta Goebbels, retador.

Remer no responde, pero permite que el ministro tome su teléfono y marque a Rastenburg. Después de los saludos de rigor, Goebbels le entrega el teléfono a su captor.

—A partir de este momento tiene plenos poderes para terminar con la conspiración —Remer no puede creerlo: es la voz del Führer.

Pide disculpas a Goebbels, lo deja libre y se dispone a cumplir sus nuevas órdenes.

14

20:00 horas
. Para muchos de los conspiradores es evidente que la partida está perdida. Comienzan a llegar noticias de traidores a la causa o de oficiales que se niegan a seguir la cadena de mando y a obedecer los dictados provenientes de Bendlerstrasse. El caso de Remer es sólo uno entre muchos.

En la oficina de Olbricht se congregan los conspiradores más convencidos o los que saben que sus días están contados: además de Stauffenberg, Beck, Mertz y Haeften, el conde Ulrich Schwerin von Schwanenfeld y el conde Peter Yorck von Wartenburg… Dan órdenes y responden llamadas, se desesperan y se ofuscan, gritan y murmuran y, al final, esperan un milagro. Un milagro que no llega.

De pronto, el mariscal Witzleben aparece por fin en Bendlerstrasse. Se supone que es el nuevo jefe de la Wehrmacht, pero no se le ha visto en todo el día. Acaba de enterarse de lo que sucede y no puede estar más enfadado. Sus ojos parecen hogueras.

—¡Qué desastre! —exclama al ser recibido por Beck y Stauffenberg, y de inmediato se traslada a la oficina de Fromm.

—Se presentaron dificultades desde el primer momento, mariscal —trata de explicarle Beck para calmarlo.

—¡Ya lo he visto! —Witzleben no parece dispuesto a transigir—. ¡Podían haber esperado! —Y, al decir esto, estrella su bastón de mando contra el escritorio de Fromm—. Una acumulación de errores, una larga cadena de errores. ¡Eso es lo único que han conseguido!

Aunque todos saben que tiene razón, a ninguno le gusta el tono que el mariscal usa para dirigirse a ellos. Es como un padre que repentinamente viniese a regañar a su hijo una vez que se ha caído de las escaleras. Lo que menos se requiere en esos momentos. —Pero mariscal…— dice Stauffenberg, sin poder terminar la frase. Los intentos por hacerle entrar en razón fracasan una y otra vez.

Pronto Beck y él discuten a gritos, sin escucharse mutuamente. Witzleben abandona el cuartel de Bendlerstrasse y regresa a Zossen. —Nos vamos a casa —es la única orden que le da al general Wagner al llegar allí.

21:00 horas
. Con la ayuda de Bertram, el general Fromm encuentra una salida secreta de la oficina en la que permanece prisionero. Coge un teléfono y, sin que nadie se lo impida, se comunica con los diversos oficiales a su cargo para contrarrestar las órdenes de los conspiradores.

En ese mismo momento, éstos se enteran de que el batallón de reserva de la ciudad ha traicionado la causa. De pronto, decenas de oficiales de alto rango comienzan a abandonar sus posiciones. Incluso quienes han sido arrestados por el gobierno provisional son puestos en libertad y comienzan a marcharse sin que nadie trate de retenerlos.

22:00 horas
. Algunos oficiales pertenecientes al equipo de Olbricht, pero a quienes nunca se les informó del golpe, se presentan en la oficina de su jefe con pistolas y granadas de mano.

—General —le dicen—, ¿está usted a favor o en contra del Führer? Olbricht permanece en silencio.

—Exigimos hablar con el general Fromm —indican entonces.— Pueden hallarlo en su oficina —les dice Olbricht sin convencimiento. Ya todo le parece inútil.

Cuando Stauffenberg irrumpe en la oficina de Olbricht, estos oficiales tratan de aprehenderlo. De pronto hay gritos, movimientos bruscos y, al fin, disparos cruzados. Uno de los jóvenes ha sido herido por Stauffenberg, quien a su vez se ha refugiado en el despacho de Mertz. Un hilo de sangre le corre por el hombro.

15

23:00 horas
. El cuartel de Bendlerstrasse ha quedado bajo el control de las tropas leales a Fromm y al Führer. En todos los despachos y oficinas se llevan a cabo minuciosos registros.

—¿Están a favor o en contra del Führer? —es la pregunta que dirigen a quienes encuentran a su paso. Dependiendo de la rapidez de la respuesta se incorporan a las filas o son arrestados.

Por fin, unos minutos más tarde, el general Fromm se hace cargo de la situación. Numerosos soldados y oficiales lo rodean.

—Caballeros —les dice—, ahora es mi turno de hacer con ustedes lo que hicieron conmigo esta tarde. Les suplico que me entreguen sus armas —les indica a los líderes de la conspiración: Stauffenberg, Olbricht, Stieff, Mertz, Haeften, Hoepner y Beck.

—Permítame quedarme con mi pistola para usarla con propósitos privados —alcanza a decir este último.

—¡Si tiene algo que hacer, hágalo ya! —le responde Fromm sin contemplaciones.

El general Beck se lleva el arma a la sien y, con toda la majestad que puede rescatar de su glorioso pasado, le habla a la posteridad:

—Pienso ahora en otros tiempos… —comienza.

—¡Le he dicho que se limite a hacerlo! —lo interrumpe Fromm, harto de sentimentalismos.

Tras un momento de silencio, Beck al fin se decide a apretar el gatillo. Sólo alcanza a herirse en la frente.

—¡Desármenlo! —ordena Fromm a sus esbirros.

Beck se resiste y comienza a disparar contra sí mismo una y otra vez, sin conseguir darse muerte. Al fin los soldados logran arrancarle la pistola.

—Llévenselo a la otra habitación —grita Fromm, exasperado—. Y ustedes —se dirige a los demás— tienen sólo un momento para hacer una última declaración o para escribir algo.

Los conspiradores permanecen en silencio. ¿Qué podrían decir ya? Sólo Hoepner toma la palabra.

—General —suplica—, le juro que yo no estaba al tanto de lo que sucedía. Sólo me he limitado a cumplir órdenes superiores… Fromm ni siquiera lo escucha.

—¿Puedo escribir unas líneas? —es el general Olbricht, quien se mantiene sereno a pesar de todo.

—Vaya a la mesa ovalada —le responde Fromm, repentinamente conciliador—, ahí donde solía sentarse frente a mí…

Un oficial entra en la habitación con un mensaje urgente para Fromm. El
Reichsführer-SS
Himmler se dirige hacia Berlín. El tiempo apremia.

—¿Ha llegado el batallón de guardia? —pregunta al mensajero—. Está en el patio —le responde el otro.

—Caballeros —Fromm levanta la voz, tratando de obtener un tono solemne que no encuentra—, me temo que no hay más tiempo. —Y luego, con chocante solemnidad, agrega—: En el nombre del Führer, he convocado a una corte marcial que ha pronunciado el siguiente veredicto: general Olbricht, coronel Mertz, el coronel cuyo nombre no quiero pronunciar y el primer teniente Haeften, son condenados a muerte.

—Yo soy el único responsable de lo ocurrido —Stauffenberg intenta, en vano, exculpar a sus compañeros—. Los demás han actuado sólo como buenos soldados…

Después de que un oficial se ha negado a hacerlo, un sargento arrastra el cuerpo agonizante del general Beck a una habitación contigua y le da un tiro en la nuca.

16

00:00 horas
. En el patio se forma un pelotón de fusilamiento, integrado por diez hombres. Detrás del pelotón, una media docena de automóviles militares encienden sus luces para iluminar a los condenados. El primero en salir es Olbricht. Después le toca turno a Stauffenberg pero, justo en el momento en que el pelotón dispara, Haeften se lanza para detener las balas con su cuerpo. Los soldados no tardan más que unos segundos en retirar su cadáver. De nuevo Stauffenberg.

—¡Viva la sagrada Alemania! —alcanza a gritar antes de caer muerto.

El último en morir es Mertz von Quirnheim. Tras los fusilamientos, Fromm envía un mensaje radiado a sus superiores: «Fallido putsch de generales desleales violentamente suprimido. Todos los líderes muertos». Por instrucciones de Fromm, los cadáveres de los conspiradores —incluyendo el de Beck— son enterrados en un lugar secreto en el cementerio de San Mateo.

A la mañana siguiente, el
Reichsführer-SS
Heinrich Himmler ordena que sean exhumados e incinerados y sus cenizas arrojadas al viento.

DIÁLOGO II: SOBRE LAS REGLAS DEL AZAR

Leipzig, 6 de noviembre de 1989

¿De verdad me será concedido contemplar el final de un siglo que ha terminado exactamente igual a como empezó? ¿La culminación de estos años de pruebas infructuosas, de este vasto simulacro en el que hemos crecido, de esta absurda serie de tentativas abortadas? ¿La muerte de este inmenso error que hemos conocido como siglo XX?

Durante años no hice otra cosa que estudiar el sinuoso y elusivo comportamiento de los números con el fin de comprender el funcionamiento del infinito. Perseguí a Zenón y a Cantor, a Aristóteles y a Dedekind, llené centenares de páginas con abstrusas ecuaciones, similares a los caracteres de un lenguaje antiguo y olvidado, me fatigué horas y horas con una meditación no muy lejana al éxtasis religioso… Fueron mis años de estudiante, de maestro, de investigador. Y, sin embargo, he aprendido mucho más en estos cuarenta y dos años de encierro en los cuales no he vuelto a dibujar una cifra o a imaginar un conjunto. Encerrado aquí, mi propia vida se ha tornado infinita, es decir, inabarcable. Es decir, impensable. Soy un muerto en vida. Una especie de Lázaro que ha resucitado sólo para poder morir de nuevo,
ad infinitum
.

—¿No le parece fascinante la historia que le conté ayer? —le pregunto a Ulrich.

Su rostro apenas denota emoción, como si no alcanzara a creer cuanto le he narrado.

—Sí, fascinante —repite, aunque no estoy seguro de si lo dice por compromiso o en verdad lo cree.

—Y, sin embargo, ¿quién se acuerda ahora del conde Stauffenberg? ¿O del general Beck? ¿O de Heinrich von Lütz? Nadie. ¿Y sabe por qué, doctor? ¿Porque su movimiento no tuvo éxito? Temo que no. La historia los ha olvidado porque fueron derrotados por un régimen que también fue derrotado. Doblemente perdedores, nadie iba a preocuparse de reivindicarlos. Y, sin embargo, la historia de la conspiración del 20 de julio es una de las más bellas que pueden contarse…

BOOK: En busca de Klingsor
13.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Displaced Persons by Ghita Schwarz
Ride the Moon Down by Terry C. Johnston
Lujuria de vivir by Irving Stone
Captured Sun by Shari Richardson
Anarchy Found by J.A. Huss
Deadly by Julie Chibbaro
Softail Curves III by D. H. Cameron