Otro asunto es saber de dónde vino este Osiris. En su magnífica obra
Las huellas de los dioses
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, Graham Hancock sugiere que podría tratarse de un dios navegante, lo que justificaría el impresionante hallazgo realizado en 1991 junto a la «Casa de millones de años» de Abydos.
En diciembre de aquel año fueron hallados bajo las arenas del desierto doce barcos teóricamente preparados para la navegación en alta mar, y hundidos bajo tierra a unos dos kilómetros del curso del Nilo. Según la datación aproximada que se hizo entonces, las naves bien podrían tener cinco mil años de antigüedad y ser, por tanto, muy anteriores al reinado de Seti.
Esto confirmaría dos cosas importantes: que Abydos era un lugar sagrado antes de la llegada del faraón que construyó el templo que hoy admiramos, y que Seti bien se pudo volcar en la rehabilitación de una construcción del tiempo en que los dioses gobernaban Egipto.
La sola suposición de la existencia de dioses navegantes obliga a replantearse una vez más el asunto de la Atlántida. Un pueblo pudo haber desarrollado dotes de navegación y haber dejado huellas de su paso tanto en Sudamérica como en África. A fin de cuentas, a nadie pueden pasar inadvertidas las conexiones existentes entre la tecnología de navegación empleada por los tihuanacotas en el actual altiplano boliviano en sus barcas de totora, y los navíos enterrados en Egipto. O que tanto en Tiahuanaco como en templos del Imperio Nuevo se emplearan idénticas grapas de metal para interconexionar los bloques de piedra de sus templos; o, como enésimo ejemplo, que los bloques de andesita que se utilizaron en los muros defensivos de la fortaleza inca de Sacsahuamán presenten la misma disposición «en puzle» que las losas de revestimiento de la pirámide de Micerinos en Giza o que los bloques que flanquean el interior del templo del Valle.
A estas alturas, yo no creo en las coincidencias. ¿Y usted?
A primeros de octubre de 1850 el Museo del Louvre, en París, enviaba a Egipto a un personaje muy especial. Enjuto y perspicaz, Auguste Mariette era un joven de veintiocho años que hablaba correctamente inglés, francés y árabe, y a quien se le asignó la delicada misión de adquirir el mayor número posible de antiguos papiros egipcios con los seis mil francos franceses de presupuesto que llevaba consigo.
Pero algo debió de ocurrirle para que, de la noche a la mañana, decidiera cambiar de planes e invertir aquel dinero en otro proyecto bien diferente.
En cuestión de semanas, tras su llegada a El Cairo, se lanzó al desierto a explorar las pirámides de Giza primero, y la todavía mal excavada necrópolis de Sakkara después.
Él nunca creyó que aquella pirámide escalonada hecha con bloques de ladrillo hubiera pertenecido alguna vez al faraón Zoser, y desarrolló la teoría de que bajo sus cimientos deberían de encontrarse despojos de bueyes sagrados de las primeras dinastías
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. Representaciones animales de Osiris.
Prácticamente lo encontró todo por hacer, y tras una intuición genial —basada en sus lecturas de historiadores clásicos como Heródoto, Diodoro de Sicilia y Estrabón— descubrió algunos indicios que le llevarían a uno de los descubrimientos más fascinantes jamás realizados en Sakkara: el Serapeum. Otra tumba para bueyes sagrados, por cierto.
El Museo del Louvre acoge un buen número de las esfinges desenterradas por Mariette que le condujeron al descubrimiento del Serapeum.
A aquella tarea desvió todos sus fondos, y el éxito de su intuición pronto le valió la llegada de más dinero.
En el verano de 1851 Mariette había desenterrado ya más de un centenar de esfinges en la zona de Sakkara y creyó que, casi con toda seguridad, formaban parte del conjunto arquitectónico del desaparecido Serapeum. Un lugar, por cierto, citado por Estrabón en su célebre
Geografía
, y que en la época ptolemaica, ya en el ocaso de la cultura faraónica, fue centro de veneración popular por darse sepultura allí a los bueyes sagrados Apis.
Estrabón mencionaba que tales bueyes, una vez muertos, eran «enterrados con gran suntuosidad», y dado que nunca antes se había dado con tal mausoleo, Mariette creía estar a las puertas de un descubrimiento espectacular.
Y, en cierta medida, no se equivocó.
El 30 de junio de aquel año recibió del Louvre la nada despreciable suma de treinta mil francos más para proseguir su búsqueda del Serapeum. Se empleó a fondo en drenar el mar de arena que le rodeaba y en colocar cargas de dinamita aquí y allá, alrededor del lugar donde se perdía la avenida de esfinges que acababa de desenterrar.
Finalmente, el 12 de noviembre de 1851, el suelo cedió bajo sus pies dando paso a una enorme galería subterránea de más de 300 metros de longitud, flanqueada por veinticuatro enormes sarcófagos de granito negro.
La visión debió de ser espectacular.
De hecho, lo primero que pensó Mariette es que aquello tenían que ser tumbas de gigantes, no de bueyes. Y con razón. Cada uno de aquellos sarcófagos estaba tallado en una sola pieza de granito, de 3,79 metros de longitud por otros 2,30 de ancho y 2,40 de alto. Además, y por si tales monstruosidades arquitectónicas no fueran suficientes, todos ellos estaban coronados por una enorme tapa de granito, ligeramente desplazada, que permitía echar un vistazo en su interior.
Mariette lo hizo, claro, y se quedó de una pieza.
Aquellas moles provistas de paredes de 42 centímetros de grosor y que debían pesar alrededor de 70 toneladas cada una… ¡estaban vacías!
¿Cómo era posible?
El desorden que encontró Mariette al descender a aquella galería, con cientos de estelas y objetos de culto esparcidos caóticamente por el suelo, indicaban que el lugar había sido profanado hacía largo tiempo. Sin embargo, no era lógico que los ladrones se hubieran llevado a los «inquilinos» de aquellos sarcófagos. Nunca lo hacían. Y además, tratar de sacar un buey por la reducida abertura que dejaban las tapas hubiera sido una heroicidad…
¿Y entonces?
Aquello, lejos de frustrarle aumentó su curiosidad. ¿Por qué estaban aquellos sepulcros limpios? ¿Fueron realmente saqueados? Y en ese caso, ¿cuándo y por quién? ¿Y por qué los presuntos saqueadores se llevaron consigo las momias de los bueyes?
Sus más que razonables dudas no sólo no fueron resueltas entonces, sino que alimentaron después toda clase de hipótesis. Por ejemplo, se cree que cuando el cabecilla persa Cambises entró en Egipto y se proclamó faraón (525-522 a.C), profanó el Serapeum, saqueándolo y quemando después todas las momias de los bueyes para reafirmar su autoridad. Según esta versión de los hechos, lo único que dejó tras de sí la ira de Cambises fueron los sarcófagos (inamovibles de su emplazamiento incluso hoy, por los enormes problemas técnicos que supondría extraerlos de sus nichos y ascenderlos hasta la superficie) y cientos de estelas que mencionaban la existencia de un culto alrededor de Apis-Osiris.
Los problemas técnicos de su construcción, si bien no fueron pasados por alto por Mariette, sí se dejaron en un segundo plano a falta de respuestas convincentes para el misterio de los bueyes. A fin de cuentas, en ningún documento o estela ptolemaica conocido se menciona el traslado de al menos veinticuatro bloques de granito de casi 100 toneladas de peso cada uno —si tenemos en cuenta sus respectivas tapas—, desde las canteras de Asuán hasta 1.000 kilómetros hacia el norte. Y tampoco está aún claro por qué ninguno de los sarcófagos —a excepción de uno de ellos que presenta motivos geométricos toscamente raspados— contiene inscripciones con la historia o los nombres de los bueyes sagrados que albergaron.
No era difícil pensar en las ciclópeas construcciones «mudas» de la meseta de Giza.
Y es que, evidentemente, hipótesis como la del saqueo de Cambises dejan numerosas preguntas sin respuesta. Por ejemplo, la mayoría de las ranuras existentes entre las tapas descorridas y los sarcófagos, si bien permiten que un hombre se deslice en su interior, no facilitan que una momia de un buey salga por ellas entera. Además, Cambises no lo destruyó todo, ya que Mariette se encontró, finalmente, con dos sarcófagos intactos y herméticamente cerrados en uno de los extremos de la galería.
Sucedió casi un año después del descubrimiento del Serapeum.
Mariette siguió explorando aquella inmensa bóveda subterránea descubriendo otra inferior con evidentes signos de haber sido utilizada mucho antes de la llegada de los Ptolomeos a Egipto. Se trataba de una serie de corredores probablemente construidos en la XIX dinastía, en tiempos de Ramsés II (1290-1224 a.C.) y en donde el arqueólogo francés accedió a los hallazgos más interesantes.
El 5 de septiembre de 1852, se tropezó con dos sarcófagos de la época ramésida en los que se podían reconocer grabados que representaban a un hijo de Ramsés II ofreciendo una libación al dios Apis.
Sin dudarlo, Mariette se lanzó a la tarea de abrir aquellos sepulcros y a desvendar lo que parecían los cuerpos de sendos bueyes-dioses. «En ese momento —leemos de las notas que el propio Mariette dejó de su hallazgo— tenía la certeza de encontrarme ante una momia de Apis y por ello la manipulé con sumo cuidado… Empecé por deshacer las vendas que envolvían la cabeza; sin embargo, no encontré nada. En el sarcófago no había más que una maloliente masa bituminosa que se deshacía con el más ligero toque. —Y continúa—: En esa hedionda masa había un gran número de minúsculos huesecitos, que por lo visto habían sido desmenuzados ya en la época del enterramiento. En medio de esa confusión de huesecillos mezclados al azar encontré quince figuras.»
Ninguno de los dos sarcófagos desveló el misterio. Antes bien, lo agravó.
A fin de cuentas, resulta absolutamente inconcebible que los sacerdotes egipcios despedazaran el cuerpo de un buey sagrado, profanando así al dios Osiris, al que representaba, y lo enterraran hecho añicos. ¿O no se trataba de cuerpos de bueyes?
La única momia que encontró Mariette en el Serapeum fue una humana, la de Kaemwaset, uno de los muchos hijos de Ramsés que dejó la carrera política para convertirse en sacerdote de Ptah. Las inscripciones y las joyas halladas por Mariette junto a su sarcófago de madera, en el segundo nivel de aquel recinto, le valieron para confirmar la importancia sagrada del lugar…
Pero Mariette murió antes de saber que, incluso en esta ocasión, su momia ¡tampoco era tal!
En los años treinta del siglo XX los arqueólogos británicos Robert Mond y Oliver Myers desvendaron el cadáver hallado por Mariette. Cuando abrieron sus mortajas, se tropezaron con una masa de betún mezclada con huesos —no todos humanos, por cierto— a la que, por alguna razón desconocida se le había dado forma humana. El descubrimiento reabrió la veda para las hipótesis más osadas.
El propio Robert Mond protagonizó un nuevo hallazgo que añadiría más misterio al enigma del Serapeum.
Fue junto al pueblo de Armant, no demasiado lejos del actual Luxor, donde ocurrió. Mond trabajaba sobre los restos de la antigua ciudad santuario que los griegos bautizaron como Hermontis. Se trataba de un enclave particularmente importante, ya que era el reflejo en el sur de la ciudad de la sabiduría del Delta, Heliópolis.
Fue justo allí, bajo sus restos, donde Mond desenterró un nuevo complejo de «tumbas para gigantes».
Según dedujo, aquellos sarcófagos dispuestos a ambos lados de un corredor subterráneo casi idéntico al del Serapeum, más de 500 kilómetros Nilo arriba, formaban parte de un complejo funerario para bueyes Bukhis. Bautizó su descubrimiento como
Bukheum
, y cuando echó un vistazo al interior de sus sarcófagos, los encontró ¡vacíos!
La consternación debió de ser mayúscula. Mond sabía que los hallazgos de masas bituminosas con astillas óseas minuciosamente troceadas no justificaban los laboriosos recipientes pétreos que los contenían. De hecho, también en Abusir se descubrieron un par de toros embalsamados y envueltos en telas de lino, a través de las cuales se adivinaban perfectamente sus perfiles cornudos. En aquella ocasión fueron dos arqueólogos franceses, Lortet y Galliard, los que deshicieron los vendajes y hallaron el correspondiente «muñeco» de betún y huesos troceados procedentes de varias especies animales… pero ni rastro de una momia auténtica.
¿Y si los sarcófagos de granito «mudos» correspondían a una época anterior a los faraones y los «muñecos» formaban parte de alguna clase de ritual de épocas posteriores?
A falta de otras, esta teoría casaba con los hechos.
El hallazgo de estatuillas egipcias intactas entre los huesos troceados de estas seudomomias descartaba la hipótesis de que fueran sacerdotes coptos los que, siglos después, exhumaron los cuerpos de los bueyes, los apalearon reduciéndolos a huesecillos y los volvieron a depositar en sus sarcófagos. En ese hipotético caso, era evidente que los exvotos hubieran sido destrozados junto a las momias. Y ése no era el caso.
¿Entonces?
Todo se mueve en el terreno de las hipótesis. Quizá incluso nos estemos enfrentando a lugares de tremenda fuerza mágica y a alguna clase de culto del que hemos perdido memoria. A fin de cuentas, la fabricación de muñecos a los que se «insudaba vida» era una de las prácticas comunes de los sacerdotes egipcios. O, al menos, así se refiere en el llamado Papiro Westcar donde se narra la historia de un sacerdote que, para vengarse del amante de su mujer, construyó un muñeco de cera de un cocodrilo que lanzó al agua y que mató a su adversario cuando lo tuvo cerca. ¿Fueron, pues, aquellas falsas momias una suerte de
golems
preparadas para ser «reavivadas» en galerías subterráneas como el Serapeum?