Y es que Alejandría, además de importante ciudad egipcia, fue sede de un decisivo cruce cultural en la antigüedad y escuela de la mayor parte de los movimientos esotéricos contemporáneos. Allí se tradujeron al griego, por primera vez, los cinco libros iniciales de la Biblia —el Pentateuco—; allí se hizo popular la astrología tal y como hoy la conocemos y allí se alumbraron científicos como Euclides —que midió la longitud del meridiano terrestre con una precisión asombrosa—, escritores como Heliodoro —que «inventó» la novela moderna— o Hiparco, que descubrió el fenómeno celeste de la precesión de los equinoccios.
Sin duda, bajo las aguas que rodean la costa alejandrina debe de haber más que unos simples palacios. Mucho más. Allí se encuentran también los restos del mítico faro de Alejandría. Una construcción que, a decir de cronistas como Estrabón o Flavio Josefo, superaba con creces los ciento veinte metros de altura, el equivalente a un rascacielos de cuarenta plantas.
Sobre la existencia de este anacrónico edificio la historia no deja lugar a dudas. Numerosas monedas romanas, acuñadas entre los años 30 a.C. y 296 d.C, y que pueden contemplarse aún en el Museo Grecorromano de Alejandría, muestran esta imponente torre, construida sobre tres grandes niveles superpuestos. Una primera plataforma de base cuadrada, de unos sesenta metros de altura; una segunda, de base octogonal, de más de treinta, y una última, de planta redonda y de alrededor de veinte metros, coronada por una gigantesca estatua de un dios que aún no ha sido determinado y que algunos creen que fue Poseidón, Zeus o el propio faraón Ptolomeo I.
¿Qué ha sido de esta ciclópea construcción? ¿Dónde fue a parar este edificio, considerado la séptima maravilla del mundo antiguo, casi tan alta como la Gran Pirámide, y fruto de una técnica arquitectónica que no se recuperaría hasta pleno siglo XX?
En un modesto piso del centro de Alejandría encontré a alguien que me aclararía esas dudas.
—Nosotros lo hemos encontrado —sentencia solemnemente Jean-Yves Empereur, director de otro equipo de submarinistas francés que investiga actualmente un conjunto de ruinas subacuáticas en el extremo oriental del puerto de Alejandría.
Al equipo de Empereur lo localicé, como digo, en un céntrico edificio de la ciudad. Emplazado en la séptima planta de un decadente bloque de pisos de la calle Solimán Yousri, allí se encuentra el cuartel general del Centre d'Études Alexandrines, dependiente, a su vez, del prestigioso Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) francés. Sus oficinas egipcias centralizan toda la información referente al faro de Alejandría y a las investigaciones emprendidas para determinar su ubicación.
El inmueble es un hervidero de actividad. Allí viven y trabajan los ayudantes de Empereur, provistos de la más moderna tecnología de exploración submarina y de potentes ordenadores.
Frente a uno de ellos, con las imágenes captadas por su cámara durante la semana previa a mi visita, Dominique Allios me explica algunos de los enigmas a los que se enfrenta.
—La principal sorpresa que nos hemos encontrado al bucear alrededor de donde siempre se ha creído que estuvo el faro es la existencia de unos tremendos bloques de granito de más de 70 toneladas cada uno. Y esos bloques, con seguridad, sólo pueden pertenecer a esta tremenda construcción.
Dominique es un joven doctor en Arqueología de treinta y dos años que nos muestra con pasión sus últimas incorporaciones a la base de datos de su potente ordenador Macintosh. Y es que, desde el inicio de su misión en 1994, Dominique y un grupo de cinco buceadores franceses almacenan en el disco duro de una computadora de gran capacidad las coordenadas precisas de varios bloques gigantescos de piedra, hallados a seis metros de profundidad, cerca de la fortaleza de Quaitbay, en uno de los extremos del puerto este de Alejandría, y que supuestamente formaron parte de los frisos del mítico faro.
—La piedra número 1.010 pesa 42,44 toneladas. Sin embargo —añade Dominique a su explicación—, es tan sólo una parte de una losa mayor que debió de alcanzar los 70.000 kilos.
Ésta es la entrada a la fortaleza de Quaitbay, que se levanta donde se cree que estuvo el faro de Alejandría. Nótense los bloques de granito rojo que configuran el dintel de su puerta. Los expertos creen que formaban parte de la estructura original del faro.
La pieza que Dominique había escogido al azar para mostrarnos durante nuestra reciente visita a su centro de operaciones es, de hecho, tan sólo uno de los 1.700 bloques de granito catalogados por el Centre d'Études Alexandrines bajo las órdenes del doctor Empereur tras más de 3.200 horas de inmersión a las afueras del puerto este.
Su equipo se zambulle cada mañana frente a la fortaleza levantada en 1477 por el sultán Quaitbay sobre las ruinas del faro, a más o menos un kilómetro en línea recta del lugar de inmersión de los hombres de Goddio, con la esperanza de poder reconstruir no sólo el aspecto exterior de este edificio, sino también de determinar su ubicación y dimensiones exactas.
—Debe usted entender —me explica el doctor Empereur durante una comida de trabajo con todo su equipo— que el faro estuvo activo durante más de mil años, y que durante todo ese tiempo numerosos visitantes admiraron su prodigiosa estructura.
—¿Y se sabe cuándo dejó de funcionar exactamente? —le pregunto.
—Lo único que puede decirse con certeza es que el faro estaba ya en un lamentable estado de deterioro, y muy mermado de altura, a primeros del siglo XIV de nuestra era. Sobre su desaparición, en cambio, han circulado siempre toda clase de hipótesis.
Empereur se refiere a algunas teorías que sugieren que el faro dejó de existir definitivamente en 1303 —según un manuscrito hallado en Montpellier— o en 1326, a causa de un fuerte seísmo
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. Y no sería extraño, pues tanto Empereur como el equipo rival de Franck Goddio han hallado serios indicios de que los restos sumergidos dentro y fuera del puerto este sufrieron daños considerables durante los últimos veinte siglos debido a los numerosos terremotos que han asolado la zona.
De todos los comentarios que hizo el doctor Empereur durante mi visita a su cuartel general hubo uno que me sobrecogió particularmente.
—Alejandría fue una ciudad muy avanzada para su época, que reunió a sabios de todos los rincones del mundo conocido y aunó muchos de sus conocimientos —me explica pacientemente Empereur—. Aquí se inventó el primer ascensor de la historia, e incluso se pusieron en marcha los primeros autómatas conocidos.
—¿Autómatas? ¿Tres siglos antes de Cristo? —replico incrédulo.
—Desde luego. Estrabón habló ya de ellos. Debían de ser estatuas articuladas que movían algunas extremidades gracias a algún mecanismo de vapor, aunque no podemos estar del todo seguros a ese respecto.
—¿Y usted cree que realmente existió una tecnología capaz de poner en marcha esos ingenios?
—Seguro.
—¿Acaso ha encontrado algún resto de esas máquinas? —Eso quisiera. Pero todavía no.
Una vez lejos de Alejandría, reflexionando sobre esta particular afirmación, descubrí que las palabras del doctor Empereur no estaban, en absoluto, fuera de lugar. Entre los egipcios, mucho antes de la llegada de los ptolomeos al poder, existía ya una larga tradición de estatuas móviles. Se trataba de imágenes a las que se concedían habilidades proféticas y que respondían a las preguntas de sus fieles mediante un suave balanceo de su cabeza o agitando uno de sus brazos. La prodigiosa técnica de tallado de esas imágenes se atribuyó al dios Toth —el Hermes Trismegisto griego otra vez—, y sus gestos recibieron el nombre de
hanu
. De hecho, alusiones a este vocablo se encuentran en numerosos papiros cuyos contenidos se remontan a la época de mayor esplendor de Tebas.
Sin duda fueron ingenios movidos por complejos mecanismos de relojería, muy anteriores en su diseño a nuestras decimonónicas máquinas de precisión o de vapor. De hecho, ya hacia el siglo I a.C, los griegos desarrollaron instrumentos de precisión como la célebre «máquina de Antikythera», provista de un complejo engranaje de ruedas dentadas que, según todos los indicios, servía para ajustar un complejo «reloj» astronómico.
Sin embargo, si hoy se quisieran buscar referencias a robots en el pasado, deberíamos acercarnos a los archivos vaticanos de Roma, pues allí debe encontrarse aún la documentación relativa a un robot del que dispuso, por ejemplo, el papa Silvestre II hacia el siglo XI. Se trató de una insólita «cabeza parlante» metálica que hizo las delicias de sus contemporáneos, y cuyo rastro puede seguirse hasta en las páginas del
Quijote
de Cervantes.
Pero robots y rastros de una ciencia avanzada aparte, la moderna ciudad de Alejandría todavía aguarda a que emerjan de sus aguas nuevas sorpresas. Entre ellas, alguna pista que facilite a los investigadores la ubicación real de la tumba del fundador de la ciudad, Alejandro Magno, cuyo mítico
Soma
ha sido objeto de numerosas búsquedas y de varios anuncios erróneos de descubrimiento en el pasado. El último, sin ir más lejos, se dio a conocer en 1995 gracias a las excavaciones de una arqueóloga griega llamada Liana Souvaltzis, que creyó haber descubierto el
Soma
junto al oasis de Siwa, donde un día del 333 a.C. acudió Alejandro a consultar el oráculo de Amón. Sin embargo, las investigaciones «por intuición» de Souvaltzis nunca llegaron a confirmarse, y el sarcófago transparente de Alejandro así como su preciada momia siguen sin aparecer.
—Tendrá usted que volver a Alejandría pronto, cuando se descubra la tumba del macedonio —me augura Alaa Zohdy, de la Egyptian Tourist Authority, cuando estrecha mi mano camino de la estación de tren de Alejandría—.
Inshallah
!
—Dios lo quiera —le respondí.
Una de las más desconcertantes y antiguas leyendas de Cuzco es la que se refiere a la existencia de una red de extensos túneles construidos en tiempos de los incas, y aun antes de éstos, y que según la creencia popular recorren buena parte del extenso territorio peruano, adentrándose en países vecinos como Ecuador o Brasil. De hecho, fue gracias a Vicente Paris, un extraordinario investigador de estas anomalías históricas, que me interesé por este asunto y viajé con él a tierras andinas en marzo de 1994.
París —con quien llevé adelante la investigación que ahora relataré en estas páginas— fue quien me puso al corriente de que aquellas leyendas apuntaban también a que fue a través de estas galerías artificiales (conocidas con la palabra quechua
chin-hana
, que significa «laberinto») por donde los incas burlaron a los conquistadores españoles, haciendo desaparecer buena parte de las riquezas auríferas de su imperio. Tampoco puedo dejar de referirme al hecho de que todos estos relatos, transmitidos oralmente desde los tiempos de Pizarra, señalan inequívocamente a un lugar concreto como el punto de partida de este sistema de túneles: el templo del Sol o Coricancha, cuyos restos se conservan parcialmente en el centro mismo de Cuzco, absorbidos por los más recientes muros del convento cristiano de Santo Domingo.
Y hacia allí, claro, dirigí mis pasos.
Cuando llegué al pie del templo, asentado sobre sillares incas pulcramente tallados, vi lo poco que quedaba del antiguo esplendor del lugar. Sobre esos bloques encajados milimétricamente entre sí, formando una suerte de puzle indestructible, se levantan los toscos muros españoles, de paja y barro, quebrados mil veces por la intensa actividad sísmica de la región. Pero eso no sucede con las paredes incas. Los muros que podía admirar descansan sobre gruesos y macizos bloques de andesita que reposan, a su vez, sobre una fina película de arena de playa que los desliza al compás de cualquier terremoto, impidiendo su caída o su rotura.
Quienes visitan hoy esos «muros bailarines» sienten la misma estupefacción que hace cinco siglos se apoderó de los invasores europeos, y terminan preguntándose qué clase de tecnología se empleó para cortar, transportar, encajar y moldear —a veces con precisión de cirujano— piedras de materiales muy duros en tamaños no pocas veces ciclópeos.
Sin embargo, los muros del templo del Sol sorprenden aún más cuando se sabe que durante el período de máximo esplendor del imperio inca no estaban desnudos, sino que «todas las cuatro paredes del templo —según refirió Garcilaso de la Vega, el Inca, a finales del siglo XVI— estaban cubiertas de arriba abajo de planchas y tablones de oro». Y añade un detalle extra especialmente significativo: «En el testero que llamamos altar mayor —escribió— tenían puesta la figura del Sol, hecha de una plancha de oro, el doble más gruesa que las otras planchas que cubrían las paredes. La figura estaba hecha con su rostro en redondo, y con sus rayos y llamas de fuego, todo de una pieza, ni más ni menos que la pintan los pintores. Era tan grande que tomaba todo el testero del templo de pared a pared».
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Estos y otros atributos (como su jardín decorado con estatuas de animales, personas y plantas de oro macizo, sillones y esculturas de los doce reyes incas del mismo metal precioso) indicaron claramente a los primeros españoles en llegar a Cuzco que aquel recinto era el centro del
Tahuantinsuyu
o imperio inca. El objetivo a conquistar y abatir.