En busca de la edad de oro (23 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Desaparece un tesoro, nace una leyenda

Pero los hechos son los hechos.

En enero de 1533 las operaciones militares españolas en Perú alcanzan su momento más dramático. El soberano local Atahualpa, prisionero ya de Pizarro y sus hombres, promete pagar un cuantioso rescate por su libertad que se fija en ochenta y ocho metros cúbicos de oro macizo, amén de otras riquezas igualmente inestimables. Para conseguir el oro y ganar tiempo a sus captores, Atahualpa permite que tres españoles —Martín Bueno, Pedro Martín y uno de los Zarate del grupo de Pizarro, por más señas— entren en la Coricancha y tomen del recinto sagrado el importe del rescate. De hecho, ellos tres fueron los últimos en ver este recinto en toda su majestad antes de proceder a arrancar setecientas planchas de oro, de dos kilos de peso cada una, y arrebatar de sus nichos cetros y máscaras doradas a las momias de los reyes que precedieron a su rehén.

A pesar de la fortuna recaudada, parece que el importe fijado para su rescate no se satisfizo en su totalidad, lo que sirvió a Pizarro de excusa perfecta para ordenar la ejecución del gran inca para el atardecer del 24 de junio de 1533
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. Pizarro, por lo que pude averiguar, no escogió al azar aquella fecha, sino que la revistió de un inteligente dramatismo ritual que desarmó al imperio. Y me explico: justo alrededor de esa fecha, los incas celebraban la fiesta del
Inti Raymi
o del «nacimiento del Sol», ya que era entonces cuando después del progresivo debilitamiento del astro rey debido a la estación invernal, éste comienza a tomar fuerza de nuevo bendiciendo con su calor los cultivos del imperio. Así pues, ajusticiando al «hijo del Sol» en fecha tan señalada, justo cuando su «padre astronómico» estaba a punto de renacer, se asestaba, simbólica pero efectivamente, un golpe mortal a la esencia del Tahuantinsuyo.

Pizarro acertó. Tras dar muerte a su noble prisionero en los días del solsticio, el conquistador regresó a Cuzco, que tomó sin apenas resistencia, con la idea de terminar de saquear las enormes riquezas que aún dejaron los españoles en la Coricancha. Los tres emisarios de Pizarro no pudieron cargar con las estatuas del jardín real o con el enorme disco de oro macizo que daba nombre a aquel recinto sagrado. Sin embargo, a pesar de que sus hombres tuvieron ocasión de saquear nuevas riquezas, las piezas más codiciadas habían desaparecido de su lugar. No en vano otro cronista, Cristóbal de Molina, escribió en 1553 respecto del disco solar que «este Sol lo escondieron los indios de tal manera que hasta hoy no ha podido ser descubierto».

Fue justo entonces cuando comenzó a especularse con la idea de que las piezas más valiosas y sagradas del oro inca habían terminado en salas subterráneas a las que se accedía a través de largos túneles secretos. A esta leyenda contribuyó sobremanera un príncipe local llamado Carlos Inca
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y descendiente directo de Huayna Cápac, al confesar a su esposa española María de Esquivel que pese a la pobreza a la que le habían reducido los conquistadores, él era más rico que todos los invasores de ultramar juntos y custodio del más valioso tesoro de la Tierra.

Incrédula, María de Esquivel consiente ser vendada por su marido y conducida desde el palacio de Colcampata a unos subterráneos donde, bajo la débil luz de un farolillo, contempla extasiada las estatuas doradas de todos los emperadores incas, que tenían el tamaño aproximado de un niño de doce años, así como un número impreciso de vasijas de oro y plata, cántaros, morteros, ollas, escudillas y almireces.

Vicente Paris y yo tomamos algunas medidas con el GPS justo a la entrada de la Chinkana Grande para verificar su posible conexión en línea recta con el convento de Santo Domingo.

No tardó la buena esposa de Carlos Inca en delatar a su marido a las autoridades, quizá frustrada por no poder hacer uso de esas riquezas, aunque para cuando los españoles quisieron prenderle, el descendiente del Inca había huido ya rumbo al último reducto secreto de sus antepasados: Wilca Pampa.

Sin duda, este y otros relatos posteriores terminaron por asentar un mito que hoy es ya inamovible: que el túnel que conduce al tesoro inca parte de la Coricancha y tiene una de sus salidas en las cercanías de las impresionantes ruinas de Sacsayhuamán, más concretamente en un lugar conocido como la Chinkana Grande.

El camino evidente

La Chinkana Grande en la actualidad no es más que un agujero que se adentra escasos metros bajo una colosal piedra tallada y que termina en un descorazonador fondo de escombros y tierra. En 1989 el popular divulgador Fernando Jiménez del Oso trató de filmar esta entrada, pero fracasó en su empeño debido a lo angosto del recorrido y a lo inútil de la empresa, ya que a mediados de este siglo las propias Fuerzas Armadas peruanas se encargaron de cegar aquella
chinkana
e impedir el paso de curiosos y buscadores de tesoros. Y no gratuitamente. Al parecer, aquella boca «natural» daba entrada a una intrincada red de pasadizos laberínticos que han hecho fracasar, una tras otra, todas las tentativas por entrar en ella. O casi.

En torno a 1700 se produjo el más exitoso de estos intentos. Según cronistas locales como Alfonsina Barrionuevo y algunos relatos transmitidos de generación en generación en el Cuzco moderno, un grupo de personas se adentró en el interior de la Chinkana Grande en aquellas fechas, con la intención de ubicar de una vez por todas el tesoro de Atahualpa. La fortuna les acompañó sólo a inedias, ya que del grupo únicamente uno logró salir con vida del subsuelo, emergiendo por debajo del altar mayor de la iglesia de Santo Domingo… allí donde en tiempos de Pizarro —lo dije ya— se elevaban los muros de la Coricancha.

Dos líneas cruzan por la mitad el plano de Cuzco. La primera, la más larga, emerge de Sacsayhuamán, muy cerca de la Chinkana Grande y va a dar al convento de Santo Domingo atravesando las principales iglesias de Cuzco. La segunda la atraviesa perpendicularmente «pisando» el resto de los templos de la ciudad. ¿Casualidad?

La milagrosa reaparición del «cazatesoros» sucedió un 24 de junio, fecha —como ya estará intuyendo el atento lector— nada casual.

Pero falta un detalle importante: el superviviente (cuya identidad es referida con contradicciones, según sea la fuente consultada) trajo consigo una mazorca de maíz de oro puro, obtenida sin duda de los objetos que un día acogió el jardín de la Coricancha. Aquella mazorca fue fundida de inmediato y vertida en un molde para elaborar una nueva corona para la Virgen.

Si bien los detalles de esta historia son confusos, no sucede lo mismo con el trasfondo de esta narración. Otro relato, fechado en 1814, confirma algunos detalles. En esa fecha aparecieron las últimas noticias que pude recoger del tesoro, gracias a don Mateo García Pumakahua, otro descendiente de los incas y «conspirador» que por aquel entonces preparaba una sublevación general contra los reales ejércitos asentados aún en Perú. Mientras éste ultimaba los detalles de su golpe —que, por cierto, fracasó estrepitosamente al año siguiente—, se vio obligado a mostrar a su coronel Domingo Luis Astete parte del tesoro inca y convencerle de que la causa independentista contaría con fondos económicos suficientes para consumar una revolución.

Pumakahua condujo a Astete vendado a través de la plaza de Armas de la ciudad, luego flanquearon un arroyo —posiblemente el Choquechaca— y tras mover unas piedras bajaron por un camino escalonado hasta el subsuelo de la ciudad. Una vez allí, con los ojos bien abiertos, Astete contempló unas riquezas que le dejaron sin habla: enormes pumas de champi con ojos de esmeralda, ladrillos de oro y plata y mil y una piezas y ornamentos paganos de valor incalculable. Hay un detalle extra de aquel momento: mientras Astete contemplaba el tesoro, oyó nítidamente cómo el reloj de la catedral daba las nueve de la noche. Es decir, el lugar no podía estar lejos de aquélla.

Nuestra investigación

Con aquella información sobre nuestra mesa de trabajo, Vicente Paris y yo trazamos un plan de trabajo. En realidad, no nos interesaba el tesoro. Buscábamos confirmar la existencia de esos túneles y demostrar que podían pertenecer a una red de galerías mayor, que tal vez cruzaba toda la región andina. Unos túneles que, de descubrirse, nos confirmarían algo que intuíamos desde hacía tiempo: que hubo una civilización capaz de trazar enormes caminos subterráneos, de enorme complejidad y diseño.

El último detalle del «caso Astete» nos alertó acerca de la existencia de un túnel que discurría entre la Coricancha y Sacsayhuamán y pasa por las proximidades de la catedral. Disponíamos, pues, de tres puntos que podrían servirnos para suponer cuál podría ser el trazado de esa galería y buscar sus entradas.

Y entonces surgió una enorme sorpresa.

Utilizando una fotografía de las Fuerzas Aéreas peruanas que nos cedió la Embajada de ese país en Madrid, descubrimos que la catedral, la Coricancha o convento de Santo Domingo y la Chinkana Grande de Sacsayhuamán podían unirse con una sola línea recta… ¡que atravesaba las principales iglesias de Cuzco!

Todos los templos, excepto cinco, se alineaban sobre esa recta. ¿Estábamos, pues, ante un túnel rectilíneo trazado sin desviarse un grado, bajo tierra, en tiempos previos a Pizarro? ¿Y por qué discurría bajo las iglesias de la ciudad?

Al último interrogante no tardamos en encontrarle respuesta. Y bien simple, por cierto. Aquellas iglesias —San Cristóbal, catedral, Santa Catalina, convento de Santo Domingo y capilla de Santa Rosa— se construyeron sobre antiguos templos incas, lo que demostraba que éstos marcaron la ruta subterránea en tiempos remotos, tal vez abriendo puertas a su interior.

La idea nos excitó. Y aún más cuando encontramos una cita de un jesuíta anónimo de principios del siglo XVII, que hizo una observación complementaria a nuestro descubrimiento:

La célebre cueva del Cuzco que los indios llaman chinkana la hicieron los Reyes Incas muy profunda y atraviesa toda la ciudad por en medio, con su boca o entrada en la fortaleza de Sacsayhuamán, y baja de lo alto por el lado del cerro donde está la parroquia de San Cristóbal, y por muchos estados de hondura va a dar y salir a lo que ahora es Santo Domingo, que, como queda dicho, era el famoso templo de Coricancha. Dicen todos los indios de quienes me he informado que hicieron los incas esta cueva tan costosa y trabajosa para que en tiempo de guerra, cuando los reyes estuviesen en Sacsayhuamán o fortaleza con toda su gente y ejército, pudiesen, con seguridad y sin ser sentidos, ir a su Templo del Sol y adorar a su ídolo Punchau.
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A decir verdad, fueron insinuaciones como éstas las que provocaron que decidiéramos emprender una investigación sobre este túnel en toda regla. Vicente ya había hecho parte del trabajo en 1993, confirmando la existencia de una cámara semisubterránea bajo el altar mayor de la iglesia de Santo Domingo que bien pudo haber sido el lugar por el que emergió el explorador de 1700 con su mazorca de oro. Pero ¿eso era todo? ¿Existía realmente una cámara subterránea allí abajo?

Cuestión de suerte

La Providencia fue generosa conmigo. Sabía por Vicente Paris que no iba a serme fácil convencer a los responsables de Santo Domingo para que me permitieran husmear en sus subterráneos. Durante años, habían tenido que lidiar con «cazatesoros» y gentes de la peor ralea, y su actitud hacia los extranjeros demasiado preguntones era ciertamente hostil. Pero, como digo, la providencia actuó en mi favor.

Acudí al convento cavilando sobre qué excusa poner al sacristán para que me abriera el portón de madera situado junto al altar mayor, y que París atravesó un año antes que yo. Mal intento. Nada más cruzar la puerta de la iglesia, tropecé con un padre de hábitos blancos que, clavándome su mirada compasiva, me desarmó.

—¿Qué desea? —preguntó.

Aún no sé bien por qué, pero por primera vez en mi vida ante una situación así, hablé con franqueza con aquel religioso de mirada transparente. Después de escucharme, el monje sonrió y me tomó del brazo invitándome a entrar.

—Ha dado usted con el hombre adecuado —susurró—. Soy el padre Gamarra, abad de esta casa. Venga usted esta tarde, después de los oficios de las cinco, y le mostraré lo que desea ver.

Me sobrecogió.

¿Qué había visto aquel hombre en mí para no despacharme como a tantos otros antes que yo? Agradecí en silencio aquel guiño del destino y regresé a la hora pactada. Benigno Gamarra, un hombre de unos sesenta años, prior del convento desde hacía un par de años, me esperaba con una información que sería vital para posteriores investigaciones.

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