En busca de la edad de oro (21 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Este muro del templo de Kom-Ombo no sólo ha sido desmantelado en tiempos del antiguo Egipto, sino que ha sido extrañamente «picado» por sus demoledores… como si cumplieran algún extraño e ignoto ritual.

Schwaller no se desanimó. A raíz de sus descubrimientos, denunció que el templo de Luxor es el único monumento sagrado del pasado que representa una figura humana perfecta, y que, además, incorpora en sus muros todo el saber egipcio (y de esa «cultura superior» desconocida) sobre ciencia, matemáticas, geodesia, geografía, medicina, astronomía, astrología, magia y simbolismo. Unos saberes que, según él, aún están latentes en Luxor y que pueden «resucitarse» si se conocen las claves para su reanimación.

Los muros hablan

Ni que decir tiene que tan esotéricas certezas dispararon aún más los recelos de los egiptólogos del momento. A fin de cuentas, lo que planteaba Schwaller era que los arqueólogos renunciaran a su visión cartesiana de la historia y trataran de comprender Egipto bajo la mirada mágica que emplearon los constructores de Luxor. Sólo de esta forma —afirmaba hace algunos años John Anthony West, el más activo discípulo contemporáneo de Schwaller— puede entenderse este templo como «una biblioteca que contiene la totalidad del conocimiento vinculado a los poderes creativos universales, situados en un mismo edificio».
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Para consultar esta biblioteca en piedra, siempre según West, hay que dejarse empapar por los detalles.

Por ejemplo, justo detrás del sanctasanctórum puede admirarse una sala con doce columnas que, sobre el plano antropomorfo de Schwaller, se corresponden con los centros de percepción del cerebro. Allí, las columnas de 40 toneladas del este terminan en una serie de canalones de forma semicircular, mientras que las seis del oeste lo hacen en forma ojival. Tal detalle no es perceptible a simple vista pero, según Schwaller y West, transmiten un efecto visual sutil —como las notas imperceptibles que hay en toda sinfonía— que contribuye a crear un estado de ánimo en el visitante.

Un templo para la eternidad

Schwaller completó en 1957 su obra Le
Temple de l'Homme
con una observación aparentemente extravagante: durante sus quince años en Egipto había visto que templos como los de Kom-Ombo y Edfú apenas tenían escombros que evidenciaran derrumbamientos a su alrededor, y sin embargo estaban muy incompletos, como si hubiesen sido desmantelados por los propios egipcios y sus piezas hubieran sido dispersadas por el Nilo.

Eso no sucede, en cambio, ni en Luxor ni en el vecino recinto de Karnak, donde lo que falta en los muros de los templos puede encontrarse fragmentado a sus pies, fruto de terremotos, expolios y otras catástrofes vividas durante siglos por sus piedras.

¿Qué evidenciaban, entonces, estas observaciones? Ni más ni menos que, según Schwaller, los egipcios erigían sus templos conscientes de que eran entidades vivas con un tiempo de funcionamiento limitado. Transcurrido ese plazo —marcado, probablemente, por cálculos astronómicos muy precisos— procedían a demolerlos, destruyendo selectivamente algunos de sus relieves, y «matando» los muros picando con el cincel una especie de grapas que unen los bloques entre sí a modo de nervio simbólico, ya que otra funcionalidad práctica no parecían tener.

Fue su sexto delito.

De hecho, sólo una explicación como ésta satisface las dudas que plantea la versión oficial según la cual esos recintos fueron saqueados por cristianos coptos irritados que destruyeron los templos y sus relieves. Se trata de una hipótesis que no aclara por qué algunos relieves a baja altura fueron respetados mientras que otros, mucho más inaccesibles, fueron meticulosamente cincelados.

Tal proceso de «anulación del templo» es perfectamente visible en los citados enclaves de Kom-Ombo y Edfú, donde hasta las columnas eran «matadas» con escoplo de cantería, pero no sucede así en Luxor. Es más, la ausencia de este ritual de muerte —que, cómo no, tampoco admiten los egiptólogos— hace suponer que Luxor se concibió como un templo distinto, diseñado para ser eterno. O mejor aún, para conservar un saber imperecedero sobre la propia naturaleza del ser humano. Un templo vivo.

¿No son muchas herejías para un solo lugar?

14
Egipto: El primer rascacielos de la historia
Alejandría

Aquel breve intercambio de gestos y expresiones altisonantes en árabe me despistó. Alaa Zohdy delegado de la Egyptian Tourist Authority en Alejandría, trataba de abrirse paso hasta un muelle privado enclavado en el corazón de una de las zonas residenciales de la ciudad mejor protegidas, no demasiado alejada, por cierto, del lujoso hotel San Giovanni.

Tras sortear al primer hombre armado, vestido con traje de camuflaje y con cara de pocos amigos, un segundo soldado nos escoltó a ambos hasta el muelle flotante donde una Zodiac debía trasladarnos a la cubierta de un catamarán anclado en el corazón de la ensenada.

Me aferré a la bolsa de las cámaras y me dejé llevar.

Un viaje de apenas tres minutos a bordo de aquella lancha gris, en medio de las primeras horas de oscuridad de la tarde, bastó para alcanzar nuestro objetivo: el cuartel general acuático del equipo de submarinistas dirigido por el arqueólogo francés Franck Goddio. En noviembre de 1996 Goddio había anunciado al mundo el descubrimiento del palacio de Cleopatra bajo las aguas del puerto este de Alejandría.

La noticia de su hallazgo alcanzó instantáneamente las páginas de todos los periódicos del mundo. Sensacionalista para unos, precipitada para otros, las primeras informaciones hablaban de grandes avenidas flanqueadas por columnas y bloques graníticos, muros de antiguos templos sumergidos, estatuas gigantes de dioses y estancias suntuosas que tan sólo podían corresponder al sector real de la antigua Alejandría y a construcciones que hace más de dos mil años habitaron personajes tan célebres como Cleopatra o Marco Antonio.

En realidad, lo que Goddio pudiera haber encontrado bajo las aguas oscuras del puerto de Alejandría no me interesaba especialmente. Pertenecían a una época demasiado reciente como para que aportaran alguna pista de la Edad de Oro que trataba de documentar. Y, sin embargo, todo encajó para que hiciera aquel viaje y me entrevistara con los protagonistas de tan espectacular noticia.

No pude negarme.

Nada más subir al catamarán, Gerard Schnipp, un rubio ancho de espaldas y porte marinero, se apresuró a aclararme la situación de las investigaciones de su patrón.

—Nuestro trabajo en el puerto finalizó hace ya algunos días. Estuvimos allí casi cinco meses trabajando este año, buceando, catalogando columnas, paseos y otras partes de la antigua ciudad de Alejandría.

—¿Y a qué conclusiones han llegado tras esos «barridos» del fondo marino? —le pregunté.

—Creo que nuestro delegado egipcio Ibrahim Attaya te responderá mejor a esa cuestión.

Efectivamente. Tras Gerard se escondía un hombre de complexión atlética y tez morena, que en perfecto inglés se dispuso a contestar a todas mis preguntas.

—Por primera vez hemos elaborado un mapa submarino de esa zona del puerto —me explicó—. Hemos determinado con precisión dónde se encuentran los restos del antiguo sector real de Alejandría durante el período ptolemaico, y hemos dado con los restos de un edificio especial que creemos que es el palacio de Cleopatra. También, por los restos encontrados, creemos haber descubierto el Timonium. Esto es, el palacio de Marco Antonio. Pero a pesar de todo, no pensamos sacar ninguna de esas piezas a la superficie, de momento.

En un parque público de Alejandría, los restos arqueológicos extraídos del mar son expuestos al público.

Attaya habla atropelladamente, como si quisiera sintetizar en dos minutos las cerca de tres mil quinientas inmersiones efectuadas por ocho buceadores franceses y seis arqueólogos egipcios en la zona. Un equipo, por cierto, equipado con la última tecnología GPS (Global Positioning System) submarina, capaz de marcar con toda exactitud las coordenadas precisas de todas y cada una de las piezas encontradas bajo el agua, así como modernos sonares y equipos informáticos aplicados por primera vez a una misión de estas características.

Un material que, cuando llegué a Alejandría, estaba siendo ya utilizado en otro enclave egipcio cercano a la desembocadura del Nilo, en Abukir, donde los hombres de Goddio pretendían localizar los restos del también perdido templo de Poseidón, y que les llevaría, en junio de 2000, a descubrir las ciudades de Menutis y Heraklion, mencionadas por Heródoto y Estrabón en sus crónicas.

—¿Y no piensan sacar a la superficie todas las piezas encontradas bajo el agua? —le pregunto al doctor Attaya, algo incrédulo, retomando nuestra conversación inicial.

—Bueno… —vacila—. Éste es un asunto que debemos discutir aún con el ministro de Cultura, porque algunas opiniones sugieren que construyamos un museo bajo el agua, que sería el primero de este tipo en todo el mundo. Otros creen, sin embargo, que debemos limpiar el área, bombear el agua fuera y hacerla accesible a los turistas.

No todas las autoridades arqueológicas egipcias son tan optimistas con los hallazgos de Goddio. Mohamed Saleh, director del Museo de El Cairo, se mostró muy cauto al comentar este descubrimiento durante el breve encuentro que sostuve en su despacho días después.

—Hablando francamente, todavía debo ver esas ruinas por mí mismo. No he tenido aún ocasión de visitar el lugar y evaluar correctamente la situación. Aunque, por supuesto, si se hubiera localizado realmente el palacio de Cleopatra obtendríamos mucha información sobre ese período de la historia que hasta ahora conocemos sólo parcialmente.

La ciudad más esotérica del mundo

Pese a las lógicas reservas oficiales, las más de cuatro mil piezas catalogadas por el profesor Attaya durante sus investigaciones prometen ser únicamente la punta del iceberg de lo encontrado en Alejandría.

De hecho, sus previsiones estiman que se necesitan cinco años más de trabajo antes de que se pueda descubrir algo nuevo importante, y al menos medio siglo para concluir las excavaciones en la zona. No en vano, tanto el palacio de Cleopatra, como su tumba —que no su momia, que sabemos fue destruida por la humedad durante el sitio de París, en 1871—, yacen a unos seis metros de profundidad bajo el Mediterráneo.

Naturalmente, no es éste el único hallazgo que persiguen los arqueólogos en esa área. Entre los restos hundidos por los sucesivos terremotos que han asolado la zona desde el siglo I a.C. hasta nuestros días deben encontrarse, forzosamente, indicios de la fuerte actividad mágica de la última faraona de Egipto.

Mujer supersticiosa, heredó la fuerte carga esotérica de la ciudad en la que habitó, empeñando una buena parte de su tiempo en oráculos y en coleccionar amuletos que la protegiesen. No en vano, esta ciudad estuvo rodeada de episodios inexplicables desde el mismo momento de su fundación por Alejandro Magno hacia el año 331 a.C.

Una antigua tradición egipcia describe, por ejemplo, cómo la primera noche que los geómetras habían terminado de medir el solar sobre el que se asentaría la nueva capital del macedonio, éste tuvo un sueño espectacular. En él creyó ver al mismísimo Homero recitando unos versos del canto IV de la
Odisea
que aluden directamente a la isla de Faros. Al despertar, Alejandro examinó la zona, situada a menos de un kilómetro de las costas egipcias, decidiendo unir esa franja de terreno a la tierra mediante un dique artificial de 1.243 metros de longitud al que llamó Heptastadios. Su obra serviría para conectar con el continente una isla que, como veremos más adelante, albergaría el primer rascacielos construido por el hombre: el faro de Alejandría.

Pero no fue ésta la única conexión esotérica de la ciudad. De hecho, tras el glorioso período de edificación de la urbe, pronto comenzó a hablarse entre sus habitantes y sus cada vez más numerosos visitantes de los libros de Hermes Trismegisto, y en especial de uno de ellos: el diálogo de
Poimandres
. Un auténtico tratado sobre magia, astrología, alquimia y profecías que debió de ser decisivo a la hora de estimular el interés por estas materias entre la dinastía de faraones surgida tras la muerte del macedonio. De hecho, desde este enclave se extendió la doctrina hermética por toda Europa, principalmente hacia Italia y el Asia Menor bizantina, que acogieron las principales escuelas herméticas durante el Renacimiento y extendieron la pasión medieval por la alquimia.

Sabemos que el
Poimandres
entró en Europa a través del duque de Florencia, Cosme de Médicis, hacia 1460. Mecenas de las humanidades de su época, trasladó, contra la opinión de la Iglesia, una antigua biblioteca de tratados egipcios a su palacio. Los encontró en Macedonia, traducidos al griego y en manos de un monje copto, y su contenido, una vez traducido al latín, pronto se convirtió en el llamado
Corpus Henneticum
. De ellos, el primero de los tratados fue el
Poimandres
, una palabra de origen egipcio que significa «el conocimiento de Ra».
[92]

De Alejandría partió también el germen de la creencia europea en las vírgenes negras al exportar al antiguo puerto francés de Re o Rha (hoy Saintes-Maries-sur-la-Mer, en la Provenza) imágenes de Isis talladas sobre piedras negras, en donde se apreciaba a esta importante diosa egipcia sosteniendo en su regazo al pequeño dios Horus. Su imagen, extraordinariamente similar a las posteriores representaciones de la Virgen María con el niño Jesús en brazos, daría pie a la arraigada leyenda de las vírgenes precristianas halladas en toda Europa, y a todo un complejo simbolismo esotérico nacido a su alrededor.
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