—Los datos que usted posee sobre los túneles que parten de este lugar son esencialmente correctos —me dijo, sentado ya en su despacho parroquial—, pero el túnel que usted busca va mucho más allá de Sacsayhuamán y termina en algún lugar bajo Quito, en Ecuador.
Abrí los ojos como platos. ¿Conocía el padre Gamarra alguna información relacionada con los «superarquitectos» que diseñaron los túneles? Él lo negó.
—Desgraciadamente, el terremoto que asoló Cuzco en 1950 nos obligó a cerrar la entrada al túnel que teníamos en la iglesia para consolidar sus cimientos. Aunque no se perdió todo con ese cierre ya que, según pude averiguar durante mis años como estudiante aquí, y más recientemente como abad, sabíamos por ciertas tradiciones que el túnel debió de cumplir una función muy particular…
—¿De qué se trataba?
—Verá —dijo sonriendo—: cada 24 de junio el interior del túnel se iluminaba por completo gracias a que los rayos del Sol se reflejaban sobre la superficie del famoso disco solar y éste los proyectaba hacia el interior de la chinkana, donde una serie de espejos o planchas metálicas pulidas eran capaces de conducir la luz hasta la mismísima fortaleza de Sacsayhuamán…
—¿Y cómo pudieron hacerlo con esa precisión?
—Los incas eran astrónomos y geómetras consumados, así que toda esta operación debió de tener un significado para ellos que hoy, por desgracia, hemos perdido.
Aquellas primeras explicaciones del padre Gamarra me pusieron en guardia. Su relato, lejos de ser esquivo o parcial, ofrecía una dimensión nueva a mis investigaciones. Por ejemplo, su alusión a la canalización de los rayos del Sol el 24 de junio la encontramos ya, aunque muy tímidamente y sin vinculación al tema «maldito» de los túneles, en la obra del arqueoastrónomo norteamericano Tony Morrison
Pathways to the Gods
. Éste menciona un efecto similar coincidiendo con el solsticio de invierno —de verano en el hemisferio norte—, en el que los primeros rayos del astro rey se dirigían contra un «tabernáculo» en el interior de la Coricancha. Ese lugar, probablemente dotado de espejos o planchas muy pulimentadas, recogía los rayos y los distribuía por todo el recinto.
El padre Gamarra, no obstante, despejó también otras incógnitas. En especial las referidas a cuatro misteriosas trampillas de madera abiertas en el pavimento y distribuidas en las naves laterales de su iglesia. Durante un tiempo, Vicente Paris y yo supusimos que se trataba de entradas auxiliares a la chinkana que habían sido abiertas por los dominicos, pero pronto el padre Gamarra aclaró que se trataba de simples catas arqueológicas que descubrían parte de los muros originales del antiguo templo del Sol.
—Y fíjese en otro detalle —recordó Gamarra mientras paseábamos alrededor del claustro castellano de su convento—: junto a estos desvencijados muros, discurre un riachuelo que procede de la plaza de Armas, como poco…
Aquella observación resultó no ser tan marginal como al principio supuse. Una vez más, fue Vicente Paris quien me hizo salir de la ignorancia. Si existía un riachuelo subterráneo que conectaba la catedral con el convento de Santo Domingo, era evidente que al menos existía un túnel natural entre ambos edificios. Al menos uno.
¡Eureka! Efectivamente, justo debajo del altar mayor del convento de Santo Domingo partía un túnel. Una galería estrecha, enterrada por los frailes después de que un terremoto amenazara con hundir el templo en el interior de aquel pasaje subterráneo. ¿Fue por ahí por donde desapareció el tesoro de Atahualpa en 1533? (Foto: Vicente Paris.)
De hecho, algunos cronistas españoles como Cieza de León apuntaron ya en sus escritos que la actual plaza de Armas fue en su día un lago o pantano que fue drenado en tiempos del inca Sinchi Roca; y de hecho aún existen dos ríos que atraviesan la ciudad de parte a parte, con sus respectivos lechos cubiertos por losas de cemento y transformados en calles. La duda que proporcionaban estos datos era lógica: ¿aprovecharon los incas una gruta natural para tender el túnel entre Sacsayhuamán y la Coricancha?
Todo parece apuntar en esa dirección. Incluso una crónica del ya citado Garcilaso de la Vega, el Inca, sugiere la existencia de un complejo sistema de sifonaje incaico que, al parecer, atravesaba el río Saphi y combinaba aberturas en la roca con caminos trazados artificialmente. Pero ¿desde cuándo los lechos que excavan las corrientes subterráneas discurren en línea recta?
La búsqueda de respuestas a esa pregunta nos condujo a otro descubrimiento «casual». Tras subir al lugar más alto de Sacsayhuamán, conocido como la Muyucmarca —una especie de base de torreón de baja altura que en el pasado pudo servir de observatorio astronómico—, Vicente y yo comprobamos la alineación exacta de la catedral, el convento de Santo Domingo y la vecina iglesia de San Cristóbal con el punto donde nos hallábamos. No había duda: la foto satélite y la observación a ras del suelo coincidían en señalar la existencia de una alineación perfecta. ¿Cómo no se había dado cuenta nadie antes?
Éste es el mapa de la ruta de Viracocha trazado por María Scholten d'Ébneth. Corno puede apreciarse atraviesa longitudinalmente el país, pasando por las ciudades principales visitadas por este dios instructor en la noche de los tiempos.
De aquellas observaciones se deducía claramente que quienes ordenaron la construcción de aquellos edificios religiosos en época incaica sabían muy bien lo que hacían. Ahora bien, ¿y los españoles? ¿Acaso pretendieron, al cristianizar los templos paganos de Cuzco, aprovechar los sótanos para acceder a aquellos túneles de otras épocas? ¿O tal vez nunca sospecharon de su existencia y sepultaron sus entradas torpemente?
Quizá nunca lo sepamos.
Sin embargo, vaya un último y desconcertante apunte antes de pasar a otro tema: el trazado teórico del túnel que descubrimos en Cuzco coincide, tanto en su orientación como en su ubicación geográfica con una antigua y desconcertante ruta preincaica. Es como si la recta que se nos reveló en Cuzco fuera sólo un segmento, una mínima porción, de una línea mucho mayor. Miles de kilómetros mayor.
Esa tremenda recta fue descubierta en 1985 por la matemática María Scholten d'Ébneth
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al marcar sobre un mapa de Perú aquellos lugares que la tradición andina señaló como santificados por la presencia del divino Viracocha, el dios culturizador de los Andes.
María Scholten tomó como referencia las crónicas de Pedro Cieza de León
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, que narra cómo este dios civilizador emergió de las oscuras aguas del lago Titicaca. Se trataba de «un hombre blanco de crecido cuerpo, el cual en su aspecto y persona mostraba gran autoridad y veneración, y que este varón que así vieron tenía tan gran poder que de los cerros hacía llanuras y de las llanuras hacía cerros grandes».
Al parecer, el tal Viracocha cruzó los Andes modificando el terreno a su paso, hasta que desapareció caminando sobre las aguas, rumbo al oeste. De hecho, sus hazañas llamaron tanto la atención de María Scholten que ésta marcó los lugares «modificados» por el dios blanco del Titicaca, descubriendo un «camino» rectilíneo de casi 1.500 kilómetros de longitud, que formaba un ángulo perfecto de 45 grados sobre el ecuador terrestre. Por si fuera poco, Scholten notó también la existencia de otras dos rutas secundarias, separadas del eje principal en 28° 57', respectivamente.
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Ni que decir tiene que semejante precisión cartográfica era imposible de obtener en tiempos de los incas, y mucho menos en una orografía tan abrupta como la andina. Pero lo más sorprendente de todo es que sobre ese eje principal de 45 grados de inclinación podía encajarse la trayectoria del túnel Coricancha-Sacsayhuamán… ¡como un guante!
¿Casualidad?
No lo creo.
Entonces, ¿qué puede significar tan improbable coincidencia?
Aventuraré una hipótesis: tal vez esta línea marque una modificación del terreno que pasó inadvertida a la propia Scholten. Una que podría explicar las leyendas que circulan en los lugares de la ruta de Viracocha descubierta por esta matemática, y que son persistentes en todo el universo mágico andino. Leyendas que refieren la existencia de túneles. De enormes cavidades subterráneas. De, en definitiva, los túneles de los dioses.
Y la aventura de su búsqueda —créame el lector— es algo que no quedó arrinconado en 1994.
Lo contaré cuando llegue su tiempo.
Poco podía imaginar que el tiempo de contar más sobre esta extraña aventura llegaría tan pronto. Y mucho menos que lo haría tan cerca de la fecha de publicación de la primera edición de esta obra.
En efecto: el destino quiso que regresara a Cuzco a toda velocidad, al filo de la Navidad del año 2000, con los primeros ejemplares de
En busca de la Edad de Oro
aún calientes en las librerías. La inesperada llamada de un viejo amigo me obligó a reservar asiento en el primer vuelo de American Airlines a Perú, y a posponer por unos días otros planes de viaje bien distintos.
—Hemos abierto por fin la Coricancha —me dijo ceremonioso al otro lado de la línea telefónica—. Y aún más: bajo el subsuelo del convento de Santo Domingo hemos localizado lo que queda del antiguo templo del Sol de los incas y el túnel que buscábamos.
—¿Quieres decir que…?
—Que tenemos los permisos en regla para excavar en la iglesia y ya hemos comenzado los trabajos de desescombro.
El entusiasmo de Anselm Pi, aquel lejano interlocutor que me hablaba desde el corazón de los Andes, me desarmó. Sabía que otro grupo de trabajo estudiaba desde hacía años el enigma de los túneles, pero jamás imaginé que llegaría tan lejos.
—Si te llamo —remató—, es porque hemos tenido éxito gracias a ti. En cierta forma, te debo esa cortesía.
—¿A mí?
—Sí —asintió Anselm—. ¿Recuerdas la foto que me enseñaste el año pasado en Zaragoza?
El corazón me dio un vuelco. La recordaba perfectamente. Era una foto muy especial, secreta, de la que había prometido no hablar nunca públicamente hasta llegado el momento, y sobre la que Anselm y yo habíamos discutido acaloradamente durante un breve encuentro que mantuvimos en el hotel Boston de la capital aragonesa.
—Ya te dije entonces que aquélla era la prueba material de que el túnel de los incas era más que una leyenda. ¿Recuerdas que te la pedí prestada?
—Sí —respondí expectante.
—Pues cuando se la mostré al Gabinete del presidente Fujimori, aceptaron apoyarme en mi proyecto.
—¿Se la mostraste a Fujimori?
—Tenía que hacerlo.
Hice bien en sentarme. La foto en cuestión era, como digo, un secreto que había nacido en marzo de 1994 entre el padre Benigno Gamarra y yo. El abad de Santo Domingo accedió entonces a resolverme
off the record
una duda que quedó planeando en el capítulo anterior, y que a ningún lector sagaz le habrá pasado inadvertida: si en 1700 un aventurero rescató del subsuelo de su convento una mazorca de maíz de oro macizo, un choclo perteneciente al tesoro perdido del templo del Sol, ¿qué se había hecho de aquella pieza única? ¿Dónde estaba hoy la única prueba material, tangible, de la existencia de dicho tesoro?
Durante mis conversaciones con el padre Gamarra, éste hizo algo que nunca pude imaginar: me citó en su despacho poco antes del amanecer del 21 de marzo, rogándome absoluta discreción y asegurándose de que ningún otro fraile de la congregación nos molestaría.
Recuerdo sus palabras casi como si lo tuviera delante ahora mismo. «Se lo contaré sólo a usted —me dijo—. Le dejaré tomar fotografías y preguntar lo que quiera, sólo con una condición: que no revele lo que voy a decirle hasta que yo ya no esté aquí.» Naturalmente, acepté.
Gamarra desenvolvió entonces, sobre la mesa de su despacho, un hatillo de tela roja en el que guardaba dos elaboradas coronas de oro con incrustaciones de pedrería. «El choclo por el que usted preguntaba fue fundido poco después de la muerte del estudiante que la encontró. Y con el oro que obtuvimos, mis predecesores elaboraron estas coronas para la Virgen y el niño que tenemos en la iglesia.» ¿Y por qué no están en la iglesia, con las imágenes para las que fueron fundidas?, le pregunté mientras fotografiaba admirado el oro desgastado de aquellas joyas. «Las escondimos para no despertar la ambición de los buscadores de tesoros.» ¿Luego el oro del choclo está ahora en estas coronas? «Así es», sonrió.