En el nombre del cerdo (21 page)

Read En el nombre del cerdo Online

Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: En el nombre del cerdo
13.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

Emergen en Columbus con la 66, Suzanne gira sobre sí misma haciendo gesto de apache avistando la lejanía y luego indica el camino a seguir. Un poco más al norte identifican la tienda, que ocupa varias plantas abiertas a la calle en grandes ventanales. Al entrar, Suzanne le dice a T que se encargue de preguntar por la sección de folk, para practicar. T se acerca a una dependienta negra de uniforme y consigue formular la pregunta correctamente, o al menos la muchacha señala las escaleras mecánicas y dice que
upstairs.
Mientras suben, Suzanne le pregunta a T qué discos son los que busca. Él contesta que le interesa cualquier cosa de Joe Jackson (el
bluesman,
no el
country singer
) o de
Burl Ives
(esta vez pronuncia «Burl» tal como aprendió de la chica oriental de Virgin's, con su extraña vocal y como haciendo rodar la lengua al final de la palabra). Suzanne se sorprende al oír el nombre, dice que lo conoce, que recuerda una canción suya desde niña:
Big Rock Candy Mountains. T
empieza a entonar el estribillo, Suzanne se le une siguiendo la estrofa, poniendo cara de niña con lazos y trenzas... Ya han salido de las escaleras automáticas cuando T la acerca a él tirándole del brazo y le besa una mejilla. Es un breve contacto que ella acepta un poco perpleja, y luego él le toma la mano, tira de ella hacia las estanterías y empieza a leer los rótulos ordenados alfabéticamente,
Bluegrass, Blues, Cajún, Country & Western, Dixie, Folk...
Enseguida encuentran dos CD de Joe Jackson y cinco de Burl Ives y T los compra todos, incluido uno de villancicos en cuya portada parece estar retratado el mismísimo Santa Claus con un jersey de lana tricotada.

De retorno en el metro bajan en el West Village, a dos manzanas del apartamento de Suzanne. Entran en un bar, se sientan a una mesa pequeña y piden cerveza. Sólo hay un cliente en la barra; suena Bruce Springsteen,
Sad eyes.
Al parecer Suzanne no está ahora en vena para hacer gansadas, parece que le ronda algo por la cabeza:

—¿Y por qué Homicidios? —pregunta de pronto.

T no entiende la pregunta. De pronto ha visto otra vez en Suzanne el rostro del retrato.

—¿Por qué qué?

—Tu ficha del ordenador está llena de archivos de acceso restringido, pero dice en alguna parte que estás adscrito a la Brigada Central de Homicidios.

—Ya. No sé..., seguramente porque me da miedo la gente violenta, capaz de matar.

Pausa, cerveza.

—¿Y te dedicas a una cosa que te da miedo?

—Hay muchas maneras de conjurar el miedo, la mía es pelearme con el monstruo. Si hubiera nacido en la Edad Media me hubiera echado al monte a cazar dragones.

Nueva pausa de Suzanne. Cambio de tono y tema de T:

—Ésta es la única canción del Springsteen que tolero, al menos no canta como si estuviera metido en un pozo lleno de ratas. Me gustaría saber qué dice.

—Escucha bien, seguro que conoces las palabras.

—No me fío. Me pasé la adolescencia pensando que
Smoke on the water
significaba «fumando en los lavabos». Fumando marihuana, claro... Todo parecía encajar:
Smoke on the water and flying to the sky.


And FIRE IN the sky.
«Humo en el agua y fuego en el cielo», habla de un incendio.

—¿Lo ves?, pues así me pasa siempre.

Suzanne ríe.

—¿Sabes que está muy feo burlarse de la gente mayor? —dice T.

—No me burlo, es que dices cosas que hacen gracia.

—Ah, pues me alegro. El otro día oí por la radio que lo que más valoran las mujeres en un hombre es que las haga reír. Supongo que no es más que una patraña políticamente correcta, pero decidí creérmela.

Suzanne lo piensa un momento:

—No está mal el sentido del humor. Pero hay otras cosas mejores aún.

—¿Por ejemplo...? Me interesa el tema.

—No sé. La capacidad de conmover. Y de conmoverse. La mayoría de los chicos que he conocido eran como niños jugando a ser tipos duros. Y los hombres de más edad siempre han tratado de impresionarme de alguna manera: por su posición, por su dinero, por su inteligencia... Es difícil encontrar a alguien que..., no sé, alguien a quien le gusten las canciones de Burl Ives... Incluso esos heterogays tratan también de impresionarte a base de músculos y cremas hidratantes.

—¿No te gustan los hombres fuertes?

—Me gustan los hombres que son fuertes como sin querer..., ¿sabes lo que quiero decir? —gesto de fortachón despistado—. Por ejemplo, me encanta un italiano que regenta una charcutería cerca de mi apartamento. No es nada guapo, debe de tener como cincuenta años y lleva siempre el mismo delantal rayado. Pero tiene ese algo... Es como si transpirara paz y seguridad a través del delantal, dan ganas de estar cerca de él y recibir su influencia... Ya ves que no soy nada moderna, y además no estoy acostumbrada a beber cerveza.

—Yo tampoco soy nada moderno. A veces me parece que todo el mundo está tratando de hacer justo lo contrario que sus abuelos, sea lo que sea lo que hicieran sus abuelos.

—A mí hay un montón de cosas de mis abuelos que me encantan. Viven en Llanes..., ¿conoces Llanes?, está en Oviedo, es un sitio precioso. Siempre nos reunimos allí por Navidad, y en cuanto llego a su casa me entra la añoranza de un mundo que en realidad no he conocido: el fuego, la mesa, la gran familia... —Suzanne juguetea con el encendedor y sigue después de darle un trago a la cerveza—: ¿Sabes?, llevo toda la tarde pensando en lo que me has contado mientras comíamos.

—¿Lo de los expósitos...?

—Sí... —Suzanne ha dejado de mirar a los ojos de T y observa el pie de la copa de cerveza—. En mi clase, en el colegio, había un niño adoptado. Todo el mundo se burlaba de él: tenía dos o tres años más que el resto, y era muy... feo, desgarbado, con el pelo estropajoso y los dientes manchados de color naranja, como si no se los hubiera lavado nunca. Decían que ya lo habían rechazado dos familias porque era muy raro, y que tenía los dientes así porque comía excrementos... Esas cosas que se dicen en las escuelas... A mí siempre me dio pena, pero nunca se me ocurrió tratar de ser su amiga, la verdad. Creo que me daba miedo... Y me quedó la idea de que un niño huérfano tenía que ser necesariamente raro y feo. Entiéndeme: me parecía tan fuerte la idea de no tener familia que pensé que dejaba estigmas horribles...

—Bueno, yo tengo algunos estigmas horribles...

Suzanne compone la expresión de no estar de acuerdo:

—Tú no das nada de miedo. Eres educado, amable guapo —se pasa una mano por la cara y mira a lo lejos muy seria, como un galán cinematográfico en una foto de
book.

—Bueno, me alegro de que lo hayas notado... —T sonríe.

—No, en serio... Si me preguntaran..., no sé: también pareces feliz, en paz, un poco como mi charcutero italiano.

La sonrisa de T pierde un poco de alegría:

—Eso es por efecto tuyo —toma el vaso de cerveza pero no bebe—. Hace una semana jamás se me hubiera ocurrido hacer un chiste. No tenía a nadie a quien hacer reír, ¿te parece poco estigma?

—¿No tienes amigos en España? —gesto de bullicio en una fiesta.

—La amistad es un sentimiento tibio. Vale durante la adolescencia y la primera juventud, pero más allá de los treinta años significa muy poco.

—¿Eso crees?... No estoy de acuerdo.

—Te faltan seis años para cumplir los treinta. Ya me contarás...

—No creo que sea una cuestión de edad...

—Precisamente ésta es una cuestión de edad, como la presbicia. Te llevo veinte años de..., iba a decir «desengaños».

—Diecinueve...


OK
: diecinueve.

Pausa.

—De todas maneras me parece increíble que no tengas amigos.

—No es muy buen curriculum, ya lo sé, pero me basta con mi familia subrogada... Y además también tengo compañeros de trabajo, colegas...

—Qué significa «subrogada» —cara de topo miope y completamente estúpido.

—Que no son pero hacen la función de. Más o menos.

—¿El comisario y su mujer?

—Sí.

—¿Y por qué has dicho antes que él es como un padre y en cambio ella es como una tía cariñosa?

—Antes cuándo...

—Mientras comíamos...

—Ya... Pues porque la relación entre padre e hijo es más fácil de reproducir espontáneamente que la de madre-hijo —el tono de voz le sale expositivo y se deja llevar en esa dirección—. Para un niño o un joven varón un padre es sobre todo un modelo, un patrón de conducta que se imita, y para eso vale cualquier hombre con el que el joven tenga trato frecuente y del que reciba algún afecto. A partir de ahí hay muchas posibilidades de que se desencadene un proceso de identificación mutuo, y de hecho desde que todo el mundo se divorcia está lleno de niños con dos padres: el biológico y la nueva pareja de la madre. En cambio la relación madre-hijo implica un acercamiento piel a piel que no suele darse fuera del marco tradicional. La madre suele ser única, y casi siempre es la mujer que te ha parido. O la que te ha amamantado, que no tiene por qué ser la misma, sobre todo en el caso de los huérfanos de madre.

—¿A ti no...?

—No, a mí no..., yo ya soy hijo del Pelargón. En los tiempos en los que a los expósitos se les asignaba una nodriza las mujeres que se prestaban eran siempre muy pobres y lo hacían por el dinero que pagaba la inclusa, pero muchas terminaban adoptando a los niños a los que alimentaban. La lactancia crea un lazo fortísimo entre la mujer y el bebé, algunas nodrizas incluso morían contagiadas de la sífilis congénita que el niño les transmitía, pero se dejaban morir antes que destetarlo. Era lo que ahora llamaríamos «relaciones de riesgo»: irracionales, apasionadas, como las de esos tipos que no hacen nada por evitar contagiarse del sida de su pareja... La cuestión es que a principios del siglo pasado se terminó con las nodrizas y todo lo que representaban. Yo viví entre monjas durante los primeros años de mi vida, pero las monjas suelen ser muy poco maternales, al menos las que yo conocí. Supongo que habían inhibido tan radicalmente su sensualidad que parecían sargentos más que madres...

»Oye: ¿estás segura de que ésta es una conversación apropiada?

—Apropiada para qué...

—¿Quieres no hacer contrapreguntas de psicóloga,
monkey face?

—No puedo hacer contrapreguntas de psicóloga porque me licencié en Historia.

—Me alegro. No me gustan mucho los psicólogos.

—¿Por...?

—Hacen demasiadas preguntas...

Pausa.

—Perdona si...

—No, no pasa nada, lo digo porque rara vez se obtiene buena información preguntando directamente, aunque se responda la verdad. Las respuestas siempre están determinadas por la pregunta, y además dan un retrato incoherente y fuera de contexto, como las fotografías de un viaje. Así que no me gustaría que sacaras muchas conclusiones de mis respuestas.

—Bueno, de momento sólo he sacado la conclusión de que eres amable y educado.

—Y guapo, no te olvides.

—Y guapo, no me olvido —otra vez pone cara de galán de Hollywood, muy seria.

—Claro que ya me has contado que no te gustan los guapos musculosos que se dan cremas...

—Bueno, creo que puedo soportarlos, al fin y al cabo el físico no es lo más importante. De hecho tuve un novio guapísimo en Santander.

—Y qué pasó...

—Nada, que quería presentarse a Mister Cantabria y se apuntó a un gimnasio.

* * *

Saliendo del bar, caminan al sur junto a las deslucidas tiendas del final de la Sexta hasta girar una esquina que los introduce en otra película. En ésta, estrechas aceras punteadas de acacias flanquean la calzada de sentido único, y la última luz del día hace brillar el asfalto que un gato pardo cruza a contraluz, como deslizándose sobre una chapa de cobre. Se ha levantado de pronto un viento tibio que hace volar el polen, igual que un diminuto confeti reluciente que se pega a la ropa y a los cabellos.

El apartamento de Suzanne ocupa el segundo piso de una casa de ladrillo pintado de amarillo tostado, con una escalera de incendios que zigzaguea por la fachada y un puentecillo escalonado que trepa hasta la entrada principal salvando el acceso al sótano. El resto de los edificios de la calle son parecidos: tres o cuatro pisos, restaurados y pintados en la gama de los óxidos, los ocres, los anaranjados, apretados unos contra otros formando un largo mural de colores tras la fronda de los arbolitos alineados. Algunas ventanas dejan ver algo de los pulquérrimos interiores: la esquina de un acrílico de gran formato, parte de una estantería llena de libros, una lámpara de pie, la trasera de un sillón orejero puesto de espaldas a la luz de la calle. T imagina tras aquellas ventanas a escritores consagrados trabajando en zapatillas, con una taza de café humeante sobre la mesa.

—Te diría que subieras a tomar algo —dice Suzanne—, pero Caroline estará paseándose desnuda por toda la casa en busca de algo que ponerse. Es su hora de vestirse para las citas nocturnas.

—No te preocupes... ¿Terminamos el cigarrillo?

Se sientan en las escaleras del edificio como dos escolares en el recreo, lo bastante juntos para tocarse hombro con hombro y rodilla con rodilla. El rumor del tráfico llega muy amortiguado y las ráfagas de viento hacen sonar las hojas tiernas de las acacias.

—Bonita calle, dan ganas de fotografiarla.

—Sí, tuve suerte de encontrar alojamiento aquí, es una buena zona.

—Casi me gusta más que el Upper East Side. Y debe de ser más barato...

—Bueno, sigue siendo carísimo. Nunca hemos sabido cuánto paga Caroline, pero Ashley y yo le damos 1500 dólares cada una, así que el apartamento debe de cotizarse ahora por encima de los 4000, y es un simple
three bedroms.
Vete haciendo una idea.

—No entiendo cómo la gente normal puede pagar esos alquileres...

—Aquí no vive gente normal. Viven los que escriben en el
Times
o tocan el chelo en la Filarmónica. La gente normal vive en Long Island, o en New Jersey... No te dejes engañar por el encanto de la calle, estamos en plena selva capitalista.

—Pues es una selva capitalista muy confortable... —T hace gesto de estirar las garras y ronronea a modo de improbable fiera capitalista. Suzanne sonríe y apoya una mano en la rodilla de él para levantarse.

—Bueno, se terminó el cigarrillo: hora de recogerse.

—Podríamos cenar por aquí cerca. ¿Qué vas a hacer en casa a estas horas?, ¿ayudar a Caroline a vestirse para su cita?

Other books

Since You've Been Gone by Morgan Matson
The Darkest Day by Tom Wood
This Book is Gay by James Dawson
The Warrior by Margaret Mallory
Get Even by Gretchen McNeil