—No quiero acostarme tarde, mañana a las ocho he de estar en el Instituto, y tendría que lavarme el pelo esta noche...
—¿No cenarás algo?
—Normalmente me subo unos sandwiches, o pido algo por teléfono... —Gesto de hablar de mala gana por teléfono.
—¿Y no te da lo mismo cenar conmigo en algún restaurante de por aquí? En menos de una hora podemos estar de vuelta.
—Los restaurantes de por aquí son caros para una cena rápida... —Arruga la nariz y frota las yemas de índice y pulgar.
—Da igual, invito yo... Me siento rico, como si tocara en la Filarmónica.
—Espera, ahora que pienso..., hay un restaurante español no muy lejos. Fui una vez con Ashley y nos sirvieron una paella para dos buenísima, como a 20 dólares por cabeza. Y hacen sangría de verdad, con tropezones de fruta. —Mofletes repletos de trozos de melocotón.
—¿No es un poco raro comer paella para cenar?
—Pues ahora que se me ha ocurrido se me está haciendo la boca agua... Pero pago yo, ¿vale?
—Si pagas tú la próxima vez que nos veamos seré yo el que lleve un vestido de lana ajustado. Es lo mínimo que puedo hacer por la causa feminista...
—Trato hecho —dice ella—, la causa feminista agradecerá mucho verte las pantorrillas.
Se levantan de las escaleras con las nalgas frías por el contacto con la piedra húmeda —Suzanne hace gesto de niño con los pañales cargados de algo maloliente—, caminan en busca de la Séptima y bajan por ella hasta donde la cuadrícula de Chelsea empieza a romperse en travesías diagonales que traen viento racheado del oeste. «No sé aquí, pero en España esto es aire de tormenta», dice T. En el cruce con Chistopher Street indicado en un rótulo le viene a la memoria una canción de Lou Reed que no recordaba recordar. Canta un trozo en voz alta:
There's a downtown fairy / Singing out
Proud Mary /
As she crosses Christopher Street...
—¿Qué significa
«downtown fairy»?
—le pregunta a Suzanne.
—Un hada del
downtown...,
a menos que en jerga gay signifique otra cosa; estamos entrando en el núcleo originario de la comunidad homosexual de la ciudad, por si no te habías dado cuenta. —Gestos de comunidad homosexual en plena fiesta.
—Me lo ha parecido cuando nos hemos cruzado con la pareja de bigotudos con
shorts
y patines; creo que debería haberme puesto el vestido de lana hoy mismo.
—Esos eran
Chelsea boys
; los
shorts
y los patines son potestativos, pero se recomienda encarecidamente lucir musculatura de lanzador de jabalina y bigote espeso. A ti sólo te falta el bigote.
—Ya...; un día un chico trató de ligar conmigo, y me parece que fue por aquí cerca.
—¿De verdad?, ¿sólo uno?
Giran por una bocacalle que parece seguir una dirección distinta a todas las demás, casi completamente ocupada por restaurantes con terrazas sobre la acera. La fachada de uno de ellos presenta dos ventanas con rejas de estilo andaluz de las que cuelgan unos geranios de plástico. «La guitarra,
Spanish Recipes»,
dice el rótulo. Adentro paredes encaladas, azulejos hasta media altura, más geranios de plástico y varias guitarras flamencas colgadas de las paredes, todo bajo una iluminación plana de fluorescente. No hay clientes, ni siquiera hay un empleado tras la barra de bar, pero las numerosas mesas compuestas con candelabros y unos jarrones con claveles sintéticos parecen aguardar la afluencia de gran cantidad de comensales. De momento se oye a Alejandro Sanz muy bajito,
Corazón partido,
y sólo después de que T haya metido bastante ruido carraspeando y moviendo taburetes aparece un latino joven y grandote, con bigote reguero-de-hormigas y faja roja entre el negro de los pantalones y el blanco de la camisa. Suzanne le pregunta en español y levantando dos dedos si es posible una paella para dos. El joven mira su reloj y dice que sí, pero que tendrán que esperar una media hora; habla con acento sudamericano, o quizá mexicano, muy influido por el inglés. T y Suzanne se miran entre sí y se hacen gestos de asentimiento. «¿Podemos tomar sangría mientras esperamos?» Eligen una mesa resguardada por un retranqueo de la pared y el joven enciende para ellos las dos velas del candelabro. Afortunadamente se puede fumar, o por lo menos hay ceniceros en las mesas, de modo que se apresuran a encender cigarrillos a fin de tomar posesión cuanto antes de tan inesperado derecho. «No te fijes en la decoración
kitsch,
la paella es de primera», dice Suzanne cuando el joven se marcha. De pronto se apagan los fluorescentes y sólo quedan encendidas las velas y varios apliques de pared disimulados por abanicos con estampas goyescas.
Con el cambio de iluminación cobran vida las flores de plástico, pero el rostro de Suzanne queda oscurecido, exactamente bañado en la misma luz que en el cuadro. El efecto dura poco porque el volumen de Alejandro Sanz se incrementa perceptiblemente,
Quién me va a entregar / sus emociones
..., y Suzanne empieza a parodiar una interpretación de karaoke, imaginario micro en mano. «Lo raro es que no haya ninguna referencia taurina —dice T—: unas banderillas, o por lo menos un torero disecado...» «Entre la comunidad gay está muy mal visto disecar toreros», dice Suzanne. «¿Ah sí?, pues un torero con bigote y patines haría la pareja perfecta de un
Chelsea boy...».
El joven latino se acerca con una jarra de litro y dos vasos de arcilla. Sirve la sangría con destreza, evitando con un cucharón que los trozos de fruta y hielo caigan en los vasos.
—Entre la cerveza y la sangría vas a tener que llevarme a casa en brazos —dice Suzanne cuando el joven se retira, e inmediatamente pone cara de beoda despeinada.
—Bueno, te haré precio de compatriota.
—Por cierto, todavía no sé de dónde eres exactamente. ¿Catalán?, en tu ficha pone nacido en Tarragona...
—Lo doy por bueno, allí estaba mi primer orfanato, aunque en realidad no sé dónde nací. Y la verdad es que casi me alegro, así me ahorro el papelón de tener orgullo patrio.
—¿Ni Dios ni Patria?
T le da un trago a la sangría antes de contestar:
—Bueno, digamos que a un inspector de homicidios le viene bien creer en algo. Pero además resulta que no soy un inspector de homicidios normal, soy más bien la versión posmoderna de un inquisidor. Y sólo hay dos clases de inquisidores: o somos psicópatas o somos justo lo contrario.
—Ah... ¿Y qué es justo lo contrario de un psicópata?
—Alguien que cree en alguna clase de justicia trascendente, o por lo menos en alguna clase de bien universalizable al que conviene contribuir.
—¿Y los psicópatas no pueden creer en eso?
—No. Pueden aprender a fingirlo muy bien, hasta el extremo de ser virtualmente indistinguibles de los que sí. Por ejemplo, el primer psicópata con el que me tocó bregar era sacerdote católico, y te aseguro que daba el pego. Yo tenía seis años... La cuestión es que aquel tipo no era un creyente auténtico, desde luego: un psicópata ni siquiera puede ser auténticamente satánico, aunque a veces les fascine la parafernalia luciferina.
—¿Por qué no?
—Porque toda fe religiosa trae siempre una moral asociada, unas reglas del juego, y un psicópata puro es siempre amoral, tan incapaz de ceñirse a un comportamiento ético como un tiburón tigre.
—Yo no soy una especialista, pero algo recuerdo haber estudiado en el cursillo de la Academia sobre motivaciones religiosas para el delito...
—En ese caso se trata del delito de un psicótico, nunca de un psicópata. Y si es un psicópata es que está jugando a algo, o tratando de hacerse pasar por un psicótico. A veces lo intentan, sobre todo los más inteligentes.
—¿Ah sí?, por qué...
—Porque si consiguen que se les diagnostique una psicosis pueden beneficiarse ante la ley de la consideración de enfermo mental. A los psicópatas no se les considera enfermos, de hecho ni siquiera suelen tener conflictos neuróticos, en general son bastante felices, seguramente gracias a su desinhibición fundamental. Si llegan a delinquir es para obtener alguna clase de beneficio, o por simple placer, por divertirse un rato, como quien hace deporte... Los más extremos llegan a torturar y matar recreativamente y se quedan tan anchos, a menudo hasta alardean de sus hazañas..., o juegan al escondite con la policía, sólo para darse importancia.
—¿Y a una persona que se comporta así no se la considera enferma? —La cara de Suzanne es de aprensión auténtica, sin muecas.
—Técnicamente no. Su examen psiquiátrico sólo detecta a las claras que empatizan poco; pero ni deliran, ni se les desdobla la personalidad, ni se les va la olla de ninguna otra manera.
—No estoy segura de saber exactamente lo que significa «empatizar»...
—Algo así como sentirse afectado por la felicidad o el sufrimiento ajenos. A los psicópatas extremos no les afecta en absoluto. Y el que te importe un bledo el sufrimiento ajeno difícilmente puede considerarse un atenuante, ¿no te parece?, a la mayoría de la gente incluso le parece todo lo contrario.
Pausa. Suzanne:
—A ver si lo entiendo: el Norman Bates de
Psicosis
es un psicótico porque delira y se desdobla en su madre —gesto de viejecita empuñando un cuchillo cebollero—; en cambio Anibal Lecter es un psicópata porque mata por simple placer. —Se relame rápidamente—. ¿Es eso?
—No del todo... Anibal Lecter se parece más a Robin Hood que a un verdadero psicópata. Cumple con algunos tópicos superficiales, el
charm,
la inteligencia, la frialdad, pero si te fijas sólo se come a los malos y en cambio ayuda a los buenos. Es casi un héroe justiciero. Un psicópata de verdad se parece más a..., no sé, a los extraterrestres de
La invasión de los ultracuerpos:
algo que parece humano pero que en realidad no lo es.
—¿Qué es
La invasión de los ultracuerpos?
—Otra película que no has visto. Oye, cómo es que siempre elegimos el momento de comer para tener estas conversaciones, ¿no podríamos hablar de
Chelsea boys
mientras llega la paella?
* * *
La tormenta estalla en el Village cuando apuran el último arroz agarrado al hierro de la cazuela. Entretanto las mesas se han ido ocupando hasta la mitad del aforo, en su mayor parte con parejas de hombres, y también varios transeúntes de todos los sexos y colores han ido entrando en el momento álgido del diluvio para refugiarse tomando algo en la barra. Hay un cubano con más pluma que espalda, su amiga confidente, tres treintañeros de
look
Wall Street, una bellísima negra de metro noventa peleándose con el teléfono móvil... El desfile de Halloween parece haberse adelantado unos meses:
There's a Crawford, Davis / and a tacky Cary Grant / and some boys looking for troubles down by from the Bronx.
Para cuando Suzanne y T beben sus sorbitos de orujo helado, el local se ha convertido en una animada taberna llena de humo y voces en inglés y español, y los truenos y el estrépito de la lluvia no invitan a abandonar el cálido refugio ambientado con sones de Compay Segundo y éxitos de Juan Luis Guerra. T propone repetir la ronda de orujo gallego destilado en Baltimore y el joven del bigote incipiente les deja la botella en la mesa.
Suzanne, con la mirada brillante y tono de franqueza:
—¿Sabes?, en cuanto bebo un poco me encanta esta ciudad.
T, con la mirada menos brillante pero muy relajado:
—A mí me gusta incluso cuando no he bebido.
—¿Crees que podrías quedarte aquí para siempre?
Gesto de afirmación rotunda de T.
—¿De verdad?, ¿no echarías algo de menos?, ¿aire puro?, ¿silencio?, ¿tranquilidad?
—Puede que de vez en cuando me alejara hasta Connecticut a buscar setas. Pero volvería enseguida, básicamente soy un urbanita. Y a lo mejor hasta encontraría setas en Central Park...
—Yo no sé... A veces pienso que ésta es una ciudad monstruosa. Sobre todo me lo parecerá mañana por la mañana... —Labios abajo, párpados semicaídos.
—A mí me lo pareció en el momento de llegar. Me amedrentaron los rascacielos, ya desde el avión se ven tremendos, severos, como esas estatuas de la Isla de Pascua... Pero ahora me resulta un lugar muy acogedor; si uno no encaja en ninguna parte, ésta es su ciudad... Fíjate a tu alrededor: la mayoría de los que ves comiendo y bebiendo tan felices languidecerían de tristeza y soledad en cualquier otra parte del mundo.
—Bueno, también hay gente feliz en cualquier otra parte del mundo, ¿no?...
—Ya, pero éstos requieren un habitat muy complejo, exactamente como las setas: necesitan un bosque de rascacielos, y un montón de tiendas, y bares de copas, y exposiciones de arte, y aeropuertos internacionales... ¿Ves esa negra tan alta del traje de noche?, parece una modelo de pasarela; mírala.
—Es increíble, sí..., guapísima..., y altísima. —Gesto de extrema esbeltez con una mano.
—¿Te la imaginas en una aldea con boñigas de vaca y un abrevadero en la plaza? Y mira ese señor que le da aritos de cebolla en la boca a su amigo..., ¿lo ubicas en el casino de una cooperativa agrícola, viendo un partido del Racing de Santander, con esos... zapatos?
Suzanne, riendo:
—Bueno, pero a ti sí que te imagino jugando al dominó en una cooperativa agrícola, sobre todo si te pones aquella gorra del otro día.
Imitación de enfado de T:
—Puede que no tenga ascendencia watusi ni lleve zapatos amarillos, pero soy más
sophisticated
de lo que parezco, que lo sepas...
Suzanne parece estar pensando algo:
—Sí que a ratos das la sensación de tener..., no sé, algún misterio..., un lado oculto. Pero parece el tipo de lado oculto que hace atractivo a un hombre. De todas formas casi todos los de Homicidios que he tratado tenéis algo de eso —pausa para cambiar de expresión—. ¿Puedo preguntarte algo?, no sé si te está permitido hablar de eso, pero prometo reservarme la información.
—
OK,
dispara.
Otra pausa de ella.
—¿Has trabajado alguna vez como agente encubierto?
—En los últimos diez años, constantemente.
Mirada un poco ladeada.
—Pero ahora no, ¿no?...
T sonríe.
—No, ahora mismo no... ¿Tengo pinta de agente encubierto? Si la tengo es que no soy muy bueno...
—No viene en tu ficha, pero la verdad es que era fácil imaginárselo... ¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Venga, dale.