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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (57 page)

BOOK: Endymion
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Al fin las olas y el estruendo se apaciguaron. Las violentas maniobras habían partido el remo y alejado una pértiga, arrancándonos de nuestro refugio y llevándonos río abajo hacia la muralla de hielo.

Pero ya no había muralla.

Las cargas habían cumplido su función, tal como habíamos planeado: la caverna que habían creado era baja y escabrosa pero conducía hacia el canal abierto. Aenea lanzó una ovación. A. Bettik me palmeó la espalda. Me avergüenza admitir que lloré de nuevo.

No fue una victoria tan fácil como parecía al principio. Algunos bloques y columnas de hielo aún nos estorbaban el paso, y cuando disminuyó el torrente en la brecha, tuvimos que impulsarnos con la pértiga restante y hacer frecuentes pausas mientras A. Bettik partía el hielo a hachazos.

A la media hora fui al frente de la maltrecha balsa y di a entender que era mi turno con el hacha.

—¿Estás seguro, M. Endymion? —preguntó el hombre azul.

—Seguro —respondí, obligándome a pronunciar correctamente a pesar del entumecimiento que sentía en la lengua y en los labios.

Pronto entré en calor trabajando con el hacha, al punto de que dejé de temblar. Sentía las magulladuras y raspones que me había causado el techo de hielo, pero más tarde me encargaría de esos dolores.

Nos abrimos paso entre las últimas barras de hielo, hasta flotar en la corriente. Los tres chocamos nuestros calcetines-mitones empapados y nos fuimos a acurrucar cerca del cubo calefactor para alumbrar con las lámparas el nuevo paisaje.

El nuevo paisaje era idéntico al viejo: paredes verticales de hielo en ambos lados, estalactitas que amenazaban con derrumbarse en cualquier momento, la torrentosa agua negra.

—Tal vez permanezca despejado hasta el próximo arco —dijo Aenea, y la niebla de su aliento permaneció en el aire como una promesa.

Nos levantamos cuando la balsa dobló el recodo del río. Hubo un instante de confusión mientras A. Bettik usaba la pértiga y yo usaba el tronchado timón para esquivar la pared de hielo de babor. Luego estuvimos nuevamente en la corriente central, aumentando la velocidad.

—Oh —dijo la niña desde su puesto del frente de la balsa. Su tono lo decía todo.

El río continuaba sesenta metros, se angostaba y terminaba en una segunda muralla de hielo.

Aenea tuvo la idea de enviar el comlog como explorador.

—Tiene una microcámara —dijo.

—Pero no tenemos monitor. Y no puede enviar las imágenes a la nave.

Aenea sacudió la cabeza.

—No, pero el comlog mismo puede ver. Puede contarnos lo que hace.

—Sí —dije, comprendiendo al fin—, ¿pero es inteligente sin que la IA de la nave comprenda lo que él ve?

—¿Se lo preguntamos? —sugirió A. Bettik, que había sacado el brazalete de mi mochila.

Activamos el comlog y le preguntamos. Nos aseguró, con la petulante voz de la nave, que era capaz de procesar sus datos visuales y retransmitir sus análisis por la banda de comunicaciones. También nos aseguró que aunque no podía flotar ni sabía nadar, era totalmente impermeable.

Aenea cortó el extremo de un tronco con la linterna láser, martilló clavos y pernos para sostener el brazalete y añadió una argolla para la cuerda. Usó un nudo doble para asegurar la soga.

—Tendríamos que haber usado esto con la primera muralla de hielo —dije.

Aenea sonrió. Le colgaban carámbanos de la gorra cubierta de escarcha.

—El brazalete habría tenido problemas para instalar las cargas —comentó con aire de fatiga.

—Buena suerte —dije estúpidamente mientras arrojábamos el tronco con el brazalete al río. El comlog tuvo la deferencia de no responder. Al instante se hundió bajo la muralla de hielo.

Llevamos el cubo calefactor adelante y nos acuclillamos alrededor mientras A. Bettik aflojaba la cuerda. Aumenté el volumen de los altavoces, y nadie dijo una palabra mientras la soga se desenrollaba y la voz de hojalata del comlog nos informaba.

—Diez metros. Grietas arriba, pero ninguna más ancha de seis centímetros. El hielo no termina.

»Veinte metros. El hielo continúa.

»Cincuenta metros. Hielo.

»Setenta y cinco metros. No hay final a la vista.

»Cien metros. Hielo.

La cuerda había llegado a su extremo. Añadimos nuestro último tramo de cuerda de escalar.

—Ciento cincuenta metros. Hielo.

»Ciento ochenta metros. Hielo.

»Doscientos metros. Hielo.

Estábamos sin cuerda y sin esperanzas. Comencé a recobrar el comlog. Aunque mis manos funcionaban bastante bien, me costaba arrastrar ese brazalete liviano corriente arriba, tan fuerte era la corriente y tan pesada la soga cargada de hielo. Una vez más me costó imaginar el esfuerzo que A. Bettik había hecho para salvarme.

La cuerda estaba tan rígida que apenas se curvaba. Tuvimos que limpiar el hielo que rodeaba el comlog cuando al fin lo subimos a bordo.

—Aunque el frío agota mi potencia y el hielo cubre mis antenas visuales —gorjeó el brazalete—, estoy dispuesto a continuar la exploración.

—No, gracias —dijo cortésmente A. Bettik, apagando el aparato y devolviéndomelo. Sentí el metal helado, a pesar de los mitones. Lo guardé en la escarchada mochila.

—No habríamos tenido suficientes explosivos plásticos para cincuenta metros de hielo —comenté con calma. Había dejado de tiritar, y comprendí que mi serenidad obedecía a la absoluta claridad de la sentencia de muerte que acababan de dictarnos.

Y había, comprendo ahora, otro motivo para el oasis de paz que surgió en medio de ese desierto de dolor y desesperanza. Era el calor. El calor recordado. El flujo de la vida de esas dos personas hacia mí, mi aceptación, el sentido de sagrada comunión que había en ello. Bajo la mortecina luz de los faroles, continuamos con el urgente asunto de tratar de sobrevivir, mencionando opciones imposibles tales como usar el rifle de plasma para abrir un boquete, desechando unas opciones y discutiendo otras. Pero entretanto, en ese frío y negro pozo de confusión y creciente desesperanza, el calor que me habían brindado estos dos amigos me mantenía sereno, tal como su proximidad humana me había mantenido con vida. En los difíciles tiempos que vendrían —y aún ahora, mientras escribo esto, mientras espero la sigilosa llegada de la muerte por cianuro con cada bocanada de aire que aspiro— ese recuerdo de calor común, esa vitalidad compartida, me mantiene firme y sereno en medio de la tormenta de temores humanos.

Decidimos retroceder por el nuevo canal, buscando una grieta, nicho o conducto que hubiéramos pasado por alto. No era una gran esperanza, pero era mejor que dejar la balsa apoyada contra esa muralla terminal.

Encontramos la grieta debajo del sitio donde el río doblaba bruscamente a la derecha. Evidentemente habíamos estado demasiado ocupados esquivando las paredes de hielo y retomando la corriente central para reparar en la angosta rajadura del lado de estribor. Aunque buscáramos con atención, no habríamos descubierto la estrecha abertura sin el haz de la linterna láser: la luz del farol, distorsionada por las facetas de cristal y el hielo colgante, resbaló encima de ella. El sentido común nos indicaba que era sólo otro pliegue en el hielo, un equivalente horizontal de las grietas verticales que habíamos visto en el techo de hielo, un respiradero que no conducía a ninguna parte. Nuestra necesidad de esperanza rogaba que el sentido común se equivocara.

La abertura, pliegue o lo que fuera tenía menos de un metro de anchura y estaba a dos metros de la superficie del río. A la luz del láser, vimos que la abertura terminaba o su angosto corredor se curvaba a menos de tres metros. El sentido común nos decía que era el final de un helado callejón sin salida. Una vez más ignoramos el sentido común.

Mientras Aenea se apoyaba en la larga pértiga tratando de mantener la balsa en su lugar en las caudalosas aguas, A. Bettik me alzó. Usé la parte curva del martillo como herramienta de escalada, clavándola en el suelo de hielo del angosto boquete y trepando impulsado por la desesperación. Una vez que estuve allí, a gatas, jadeante y débil, contuve el aliento, me puse de pie y con una seña indiqué a los otros que aguardaran mi informe.

El angosto túnel se curvaba bruscamente a la derecha. Apunté el láser al segundo corredor con crecientes esperanzas. La luz rebotó en otra pared de hielo, pero esta vez no parecía haber un recodo en el túnel. Sin embargo... Al avanzar por el segundo corredor, agachándome a medida que bajaba el techo de hielo, comprendí que el túnel se elevaba bruscamente después. El láser estaba alumbrando el piso de esa rampa helada. Aquí no había percepción de profundidad.

Arrastrándome por ese espacio estrecho, avancé una docena de metros, clavando las botas en el hielo. Recordé la tienda de la desierta Nueva Jerusalén donde había «comprado» esas botas, dejando mis pantuflas de hospital y un puñado de monedas de Hyperion en el mostrador, y traté de recordar si había zapatones de hielo en venta en la sección de camping. Demasiado tarde.

En un punto tuve que deslizarme de bruces, nuevamente seguro de que el corredor terminaría un metro después, pero esta vez viró a la izquierda y siguió en línea recta, internándose otros veinte metros en el hielo, antes de doblar a la derecha y subir de nuevo. Avancé cuesta abajo, corriendo, patinando y clavando el martillo, hasta la abertura. El haz láser alumbraba un sinfín de reflejos de mi agitada expresión en el claro hielo.

Aenea y A. Bettik se habían puesto a empacar el equipo necesario en cuanto yo me perdí de vista. La niña ya había subido al nicho de hielo y ordenaba utensilios mientras A. Bettik se los arrojaba. Nos gritamos instrucciones y sugerencias. Todo parecía útil. Sacos de dormir, manta térmica, la tienda plegada —que sólo se podía reducir a un tercio de su diminuto tamaño anterior, a causa del hielo y la escarcha—, el cubo calefactor, alimentos, brújula inercial, armas, lámparas de mano.

Al fin pusimos la mayor parte del equipo en ese rellano. Discutimos un poco más, un ejercicio que nos mantuvo en calor por un minuto, escogimos sólo lo que era imprescindible y cabía en nuestras mochilas y bolsas. Me calcé la pistola en el cinturón y apoyé el rifle de plasma en mi mochila. A. Bettik aceptó llevar la escopeta. Por suerte no había ropa en las mochilas —estábamos usando toda la que llevábamos— así que cargamos los paks de alimentos y los utensilios. Aenea y el androide llevaban las unidades de comunicaciones; yo me calcé el helado comlog en la muñeca. A pesar de esta precaución, no teníamos intenciones de perdernos de vista.

Me preocupaba que la balsa se alejara —la pértiga trabada y el timón partido no resistirían mucho—, pero A. Bettik lo resolvió en un santiamén, anudando sogas a proa y a popa, abriendo boquetes en el hielo con el láser, y sujetando las cuerdas a sólidas clavijas de hielo.

Antes de internarnos en el angosto corredor de hielo, eché un último vistazo a nuestra fiel balsa, dudando que la viéramos de nuevo. Era un espectáculo patético: la losa aún estaba en su sitio, pero el timón estaba astillado, el mástil de proa roto y rajado, los bordes carcomidos y los troncos de ambos flancos despedazados, la popa estaba hundida, y toda la embarcación estaba cubierta de hielo y oculta por gélidas volutas de vapor. Me despedí con gratitud de la desvencijada balsa, di media vuelta y precedí la marcha, empujando la mochila y la bolsa delante de mí durante el tramo más bajo y más angosto.

Había temido que el corredor terminara a pocos metros del sitio que yo había explorado, pero a los treinta minutos de trepar, arrastrarnos, resbalar y gatear llegamos a otros túneles, otros recodos, y siempre subíamos. Aunque el esfuerzo nos mantenía vivos, todos sentíamos la paulatina invasión del frío. Tarde o temprano el agotamiento nos vencería y tendríamos que detenernos, tender nuestras esteras y sacos y ver si despertábamos después de dormir en semejante frío. Pero todavía no.

Pasando barras de chocolate hacia atrás, deteniéndome para derretir el hielo de nuestras cantimploras con el láser sintonizado en su mayor anchura, dije:

—No falta mucho.

—¿No falta mucho para qué? —preguntó Aenea—. No podemos estar cerca de la superficie. No hemos subido tanto.

—No falta mucho para algo interesante —dije. En cuanto hablé, el vapor de mi aliento se congeló, adhiriéndose al frente de mi chaqueta y mi barba crecida. Mis cejas goteaban hielo.

—Interesante —repitió dubitativamente la niña. Comprendí. Hasta ahora, interesante había significado todo aquello que podía matarnos.

Una hora después nos detuvimos para calentar comida en el cubo. Había que colocarlo con cuidado para que no derritiera el suelo de hielo mientras calentaba nuestro guisado, y consulté la brújula inercial para tener una idea de cuánto habíamos recorrido y a qué altura habíamos trepado.

—¡Silencio! —dijo A. Bettik.

Los tres contuvimos el aliento.

—¿Qué? —susurró Aenea—. No oigo nada.

Era un milagro que pudiéramos oírnos con la cabeza enfundada en nuestras improvisadas bufandas y gorras. A. Bettik frunció el ceño y se llevó el dedo a los labios.

—Pisadas —susurró al cabo—. Y vienen hacia aquí.

39

El principal centro de interrogatorio de Pacem no está en el Vaticano propiamente dicho, sino en el gran cúmulo de piedra llamado Castel Sant'Angelo, un macizo fuerte circular que comenzó como tumba de Adriano en el 135 de la era cristiana y se conectó a la Muralla Aureliana en el 271 para convertirse en la más importante fortaleza de Roma, y en uno de los pocos edificios romanos que se mudó con el Vaticano cuando la Iglesia evacuó sus oficinas de Vieja Tierra, poco antes de que el planeta se derrumbara en el agujero negro que la devoraba por dentro. El castillo —un monolito cónico de piedras rodeadas por un foso— fue importante para la Iglesia durante el Año de la Peste de 587, cuando Gregorio Magno, mientras encabezaba una procesión para rogar a Dios que pusiera fin a la plaga, tuvo una visión de Miguel Arcángel sobrevolando la tumba. Más tarde el Castel Sant'Angelo protegió a varios papas de turbas furibundas, ofreció sus húmedas celdas y cámaras de tortura a presuntos enemigos de la Iglesia como Benvenuto Cellini y, en sus casi tres mil años de existencia, resistió tanto las invasiones bárbaras como la explosión nuclear. Ahora se yergue sobre una montaña baja y gris en el centro del único terreno abierto que permanece dentro del atareado triángulo de autopistas, edificios y centros administrativos que unen el Vaticano, las oficinas de Pax y el puerto espacial.

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