Endymion (27 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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—Adentro y seguros, señor —transmite.

—Rompiendo contacto —dice De Soya, transmitiendo por todas las bandas para que la niña también oiga. Pasa del espacio táctico a tiempo real y toca el omnicontrolador.

El
Rafael
detiene su aceleración del ciento diez por ciento, separa su campo del campo del blanco, se rezaga. De Soya ensancha la distancia que lo separa de la nave de la niña, manteniendo el
Rafael
lejos de las estelas de fusión. Todo indica que la otra nave está desarmada, pero ese término es relativo cuando una estela de fusión puede alcanzar cien kilómetros de longitud. Los campos externos del
Rafael
están en defensa plena, las contramedidas en automático pleno, listos para reaccionar en una millonésima de segundo.

La nave de la niña sigue alejándose del plano de la eclíptica. Parvati no es su destino.

«¿Una cita con los éxters?», se pregunta De Soya. Los sensores de su nave no muestran actividad más allá de las patrullas orbitales de Parvati, pero enjambres éxters enteros pueden estar aguardando más allá de la heliosfera.

Veinte minutos después, con la nave de la niña a cientos de miles de kilómetros de distancia, la pregunta recibe respuesta.

—Tenemos distorsión Hawking —informa el padre capitán De Soya a los tres hombres que aún se aferran a sus amarras en la cámara—. La nave se prepara para traslación.

—¿Adónde? —pregunta Gregorius. La tonante voz del sargento no revela su furor ante el fracaso.

De Soya chequea sus lecturas.

—El espacio de Vector Renacimiento —responde—. Muy cerca del planeta.

Gregorius y los otros dos guardias suizos callan. De Soya imagina sus preguntas silenciosas. «¿Por qué Vector Renacimiento? Es un baluarte de Pax, con dos mil millones de cristianos, decenas de miles de efectivos, veintenas de naves de guerra de Pax. ¿Por qué allí?»

—Tal vez ella no sepa lo que hay allí —reflexiona en voz alta por el interfono. Pasa a espacio táctico y revolotea por encima del plano de la eclíptica, observando el punto rojo que se traslada a C-plus y desaparece del sistema solar. El
Rafael
aún sigue su curso, a cincuenta minutos del vector de traslación. De Soya sale del espacio táctico, chequea todos los sistemas.

—Ya pueden salir de la cámara. Aseguren el equipo.

No les pide opinión. No se discute si trasladará el Arcángel al espacio de Vector Renacimiento. El curso ya está fijado y la nave se prepara para el salto cuántico. De Soya no vuelve a preguntar si están preparados para morir de nuevo. Este salto será tan fatal como el anterior, pero los dejará en un espacio ocupado por Pax, cinco meses delante de la nave de la niña. De Soya sólo se pregunta si debe esperar a que el
San Antonio
entre en el espacio de Parvati para explicar la situación al capitán.

Decide no esperar. No tiene sentido —pocas horas de diferencia en una ventaja de cinco meses— pero está impaciente. De Soya ordena al
Rafael
que lance una boya repetidora y graba órdenes para el capitán Sati del
San Antonio
: traslación inmediata a Vector Renacimiento, un viaje de diez días para la nave-antorcha, con la misma deuda temporal de cinco meses que pagará la niña, con preparativos para combate inmediato en cuanto ingrese en el espacio de Vector Renacimiento.

Una vez que ha lanzado la boya y transmitido órdenes a Parvati, De Soya hace girar el diván de aceleración para encarar a sus tres hombres.

—Sé que eso fue decepcionante —dice.

El sargento Gregorius calla, y su rostro oscuro está impasible como la piedra, pero el padre capitán De Soya sabe leer el mensaje que hay detrás del silencio: «Otros treinta segundos y la habría capturado.»

A De Soya no le importa. Ha comandado hombres y mujeres por más de una década, ha enviado a subalternos más valientes y leales que éste a morir sin permitirse remordimientos ni sentir necesidad de dar explicaciones, así que no pestañea frente al corpulento guardia.

—Pienso que la niña habría cumplido su amenaza —afirma, dando a entender que este tema no se prestará a discusiones—, pero ya no tiene importancia. Sabemos adónde se dirige. Quizá sea el único sistema de este sector del espacio de Pax donde nadie, ni siquiera un enjambre éxter, podría entrar o salir sin ser detectado ni detenido. Tendremos cinco meses para prepararnos para la llegada de la nave, y esta vez no estaremos operando a solas. —De Soya hace una pausa para recobrar el aliento—. Ustedes tres han trabajado duramente, y este fracaso no es culpa de ustedes. Veré de enviarlos inmediatamente a su unidad en cuanto lleguemos al espacio de Vector Renacimiento.

Gregorius ni siquiera tiene que mirar a sus dos hombres para hablar en nombre de ellos.

—Con el perdón del padre capitán... si nuestra opinión cuenta, señor, preferiríamos quedarnos con usted en el
Rafael
hasta que la niña esté capturada y camino a Pacem, señor.

De Soya procura disimular su sorpresa.

—Hummm... Bien, veremos qué pasa, sargento. Vector Renacimiento es el cuartel general de la flota, y allí estarán muchos de nuestros jefes. Veremos qué pasa. Pongamos todo en orden. Nos trasladamos dentro de veinticinco minutos.

—¿Señor?

—Sí, cabo Kee.

—¿Esta vez escuchará nuestras confesiones antes de nuestra muerte?

De Soya trata de mantener una expresión neutra.

—Sí, cabo. Terminaré este chequeo y dentro de diez minutos estaré en la sala para la confesión.

—Gracias, señor —dice Kee con una sonrisa.

—Gracias —dice Rettig.

—Gracias, padre —gruñe Gregorius.

Los tres ponen manos a la obra, quitándose la maciza armadura de combate. En ese instante De Soya tiene un atisbo intuitivo del futuro y siente su peso sobre los hombros. «Señor, dame fuerzas para cumplir tu voluntad... lo pido en nombre de Jesús... Amén.»

Volviéndose hacia sus paneles de mando, De Soya inicia el chequeo final antes de la traslación y la muerte.

25

Una vez, mientras guiaba a unos cazadores de patos nacidos en los marjales de Hyperion, pregunté a uno de ellos, un piloto que comandaba el dirigible semanal que unía las Nueve Colas de Equus con Aquila, cómo era su trabajo.

—¿Pilotar un dirigible? Como dice el antiguo dicho, largas horas de aburrimiento interrumpidas por minutos de puro pánico.

Este viaje era parecido. No quiero decir que yo estuviera aburrido —el interior de la nave, con sus libros, sus viejos holos y su piano de cola, contenía suficientes atracciones como para impedir que me aburriera en los próximos diez días, además de que estaba conociendo a mis compañeros de viaje—, pero ya habíamos experimentado estos largos y lentos períodos de grato ocio puntuados por interludios de frenéticos caudales de adrenalina.

En el sistema de Parvati fue perturbador alejarse de la cámara de vídeo y ver cómo la niña amenazaba con suicidarse —matándonos a nosotros— si la nave de Pax no se alejaba. Durante diez meses yo había trabajado en una mesa de
blackjack
en Felix, una de las Nueve Colas, y había observado a muchos jugadores; esta niña de once años era una excelente jugadora de póquer. Más tarde, cuando le pregunté si habría cumplido la amenaza y abierto nuestro último nivel presurizado al espacio, puso su sonrisa traviesa e hizo un ademán vago y desdeñoso, como si borrara ese pensamiento del aire. Me habitué a ese gesto con los meses y con los años.

—Bien, ¿cómo sabías el nombre de ese capitán? —pregunté.

Esperaba oír una revelación acerca de los poderes de una protomesías, pero Aenea sólo respondió:

—El me estaba esperando en la Esfinge cuando salí hace una semana. Supongo que oí que alguien lo llamaba por el nombre.

Lo puse en duda. Si el padre capitán había estado en La Esfinge, el procedimiento estándar del ejército de Pax le habría obligado a estar enfundado en armadura de combate y comunicarse por canales seguros. ¿Pero por qué mentiría la niña? «¿Y por qué estoy buscando lógica y cordura? —me pregunté—. Hasta ahora no las hubo.»

Cuando Aenea bajó a ducharse después de nuestra dramática salida del sistema de Parvati, la nave trató de tranquilizarnos a A. Bettik y a mí.

—No os preocupéis. Yo no habría permitido vuestra muerte por descompresión.

El androide y yo intercambiamos una mirada. Creo que ambos nos preguntábamos si la nave sabía qué habría hecho, o si la niña ejercía sobre ella algún control especial.

Al transcurrir los días del segundo tramo del viaje, me sorprendí meditando sobre esa situación y mi reacción ante ella. Comprendí que el principal problema había sido mi pasividad, casi irrelevancia durante todo el viaje. Tenía veintisiete años, era ex soldado y hombre de mundo aunque mi mundo fuera sólo el remoto Hyperion y había permitido que una niña enfrentara la única emergencia que habíamos tenido. Comprendí por qué A. Bettik había sido tan pasivo en la situación; a fin de cuentas, estaba condicionado por su bioprogramación y por siglos de costumbre para acatar decisiones humanas. ¿Pero por qué yo había sido tan inservible? Martin Silenus me había salvado la vida y me había enrolado en la descabellada misión de proteger a la niña, mantenerla con vida y ayudarla a llegar a destino. Hasta ahora, lo único que había hecho era pilotar una alfombra y ocultarme detrás de un piano mientras la niña se enfrentaba con una nave de guerra.

Los cuatro, incluida la nave, hablamos sobre esa nave de guerra cuando salimos del espacio de Parvati. Si Aenea estaba en lo cierto, si el padre capitán De Soya había estado en Hyperion durante la apertura de la tumba, entonces Pax había encontrado modo de tomar un atajo por el espacio Hawking. Las implicaciones de esa realidad no sólo eran perturbadoras; me mataban de miedo.

Aenea no parecía demasiado preocupada. Pasaron los días y nos adaptamos a esa cómoda aunque claustrofóbica rutina de a bordo: el piano después de la cena, recorrer la biblioteca mirando los holos y bitácoras de navegación de la nave en busca de pistas acerca del destino final del cónsul (había muchas pistas, ninguna definitiva), jugar a los naipes por la noche (la niña era, en efecto, una temible jugadora de póquer) y ejercicios en ocasiones, para lo cual yo pedía a la nave que fijara el campo de contención en uno-coma-tres gravedades en el pozo de la escalera, y luego subía y bajaba los seis pisos corriendo durante cuarenta y cinco minutos. No sé qué efecto tendría sobre el resto de mi cuerpo, pero mis pantorrillas, muslos y tobillos pronto parecieron pertenecer al elefantoide de un mundo joviano.

Cuando Aenea comprendió que el campo se podía limitar a pequeñas zonas de la nave, no hubo manera de detenerla. Empezó a dormir en una burbuja de gravedad cero en la cubierta de fuga. Descubrió que la mesa de la biblioteca se podía transformar en mesa de billar, e insistió en jugar por lo menos dos partidas por día, en cada ocasión con diferente gravedad. Una noche oí un ruido mientras leía en el nivel de navegación, bajé hasta el holofoso y encontré el casco abierto, el balcón extendido y sin el piano y una gigantesca esfera de agua de ocho o diez metros de diámetro flotando entre el balcón y el campo de contención externo.

—¿Qué diablos haces?

—Es divertido —dijo una voz desde el interior de la palpitante burbuja de agua. Una cabeza con cabello mojado hendió la superficie, colgando cabeza abajo a dos metros del piso del balcón—. Entra —exclamó la niña—. El agua está tibia.

Me alejé de esa aparición, apoyando mi peso en la baranda y tratando de no pensar en lo que pasaría si esa burbuja localizada del campo fallaba por un segundo.

—¿A. Bettik ha visto esto?

La niña se encogió de hombros. Más allá del balcón estallaban los fuegos de artificio fractales, arrojando increíbles colores y reflejos sobre la esfera de agua. La esfera era una gran burbuja azul con retazos más claros en la superficie y el interior, donde palpitaban burbujas de aire. Me recordaba fotos de Vieja Tierra.

Aenea hundió la cabeza, su silueta borrosa atravesó el agua un momento y emergió cinco metros más arriba en la superficie curva. Algunos glóbulos más pequeños saltaron y cayeron a la superficie de la esfera más grande, arrastrada —supuse— por la diferencial de campo, enviando complejas ondas concéntricas por la superficie del globo de agua.

—Entra —repitió la niña—. Lo digo en serio.

—No tengo traje.

Aenea flotó un segundo, se arqueó y se sumergió. Cuando emergió, cabeza arriba desde mi perspectiva, dijo:

—¿Quién tiene traje? ¡No lo necesitas!

Yo sabía que no bromeaba porque había entrevisto sus vértebras y costillas, y su breve trasero de varón reflejaba la luz fractal como dos pequeños hongos blancos asomando en un estanque. Vista de atrás, nuestra protomesías de doce años era sexualmente tan atractiva como ver holos de los nietos de una tía lejana en la bañera.

—¡Entra, Raul! —insistió, y se lanzó hacia el lado opuesto de la esfera.

Vacilé sólo un segundo antes de quitarme la bata y la ropa. No sólo conservé mis calzoncillos, sino la camiseta que a menudo usaba como pijama.

Por un instante permanecí en el balcón, sin saber cómo meterme en esa esfera que flotaba encima de mí.

—¡Salta, torpe! —gritó una voz desde el arco superior de la esfera.

La transición a gravedad cero comenzaba a un metro y medio de altura. El agua estaba helada.

Giré, grité, sentí que en mi cuerpo se encogía todo aquello que se podía encoger, y me puse a chapotear, tratando de mantener la cabeza por encima de la superficie curva. No me sorprendió que A. Bettik saliera al balcón para averiguar a qué venían tantos gritos. Se cruzó de brazos y se apoyó en la baranda, cruzando las piernas.

—¡El agua está tibia! —mentí, mientras me castañeteaban los dientes—. ¡Entra!

El androide sonrió y sacudió la cabeza como un padre paciente. Me encogí de hombros, di media vuelta y me sumergí. Tardé un par de segundos en recordar que nadar es como moverse en gravedad cero, que flotar en el agua en gravedad cero es como nadar en otra parte. De cualquier modo, la resistencia del agua hacía que la experiencia se pareciera más a la natación que a la flotación en gravedad cero, aunque estaba la diversión adicional de toparse con una burbuja de aire en el interior de la esfera y hacer una pausa para recobrar el aliento antes de seguir nadando bajo el agua.

Al cabo de un momento de desorientación, llegué a una burbuja de un metro de anchura, me detuve antes de entrar en la esfera y miré encima de mí para ver cómo emergían la cabeza y los hombros de Aenea.

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