Endymion (52 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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—Creo que el desconocido se detuvo para rescatar al teniente, para sacarlo del agua. Lucharon. El desconocido resultó herido o muerto. Belius trató de regresar a la estación. Powl y los demás lo mataron por error.

—Sí —dice Gregorius—, es la descripción más convincente que he oído.

Desde que recibieron los resultados del análisis de ADN desde Santa Teresa, han imaginado muchas otras: conspiraciones con cazadores furtivos, confabulaciones entre el desconocido y el teniente Belius, el capitán Powl matando a ex cómplices. Esta teoría es la más simple.

—Significa que el desconocido es uno de los que viajan con la niña —dice De Soya—. Y que tiene una faceta piadosa... aunque estúpida.

—También pudo haber sido un cazador furtivo —dice Gregorius—. Nunca lo sabremos.

De Soya une las yemas de los dedos.

—¿Por qué no, sargento?

—Bien, capitán, pruebas al canto —dice Gregorius, señalando con el pulgar el mar violáceo—. Los chicos de la armada dicen que tiene diez mil brazas o más... casi veinte mil metros de agua, señor. Si había cuerpos, fueron devorados por los peces. Y si era un cazador furtivo que se escabulló... bien, nunca lo sabremos. Y si era un forastero... bien, no hay registros de ADN en la central de Pax. Tendríamos que investigar los archivos de varios cientos de mundos. Jamás lo encontraremos.

El padre capitán De Soya baja las manos y sonríe.

—Es una de las raras ocasiones en que usted se equivoca, sargento.

En la semana siguiente De Soya hace capturar e interrogar con droga de la verdad a todos los cazadores furtivos en un radio de mil kilómetros a la redonda. Para capturarlos, utiliza una veintena de barcos y más de ocho mil efectivos de Pax. El coste es enorme. El obispo Melandriano pierde la paciencia y vuela a la Estación Tres-veinte-seis para detener esa locura. El padre capitán De Soya lo hace arrestar y enviar a un monasterio remoto, a nueve mil kilómetros de distancia, cerca del casquete polar.

De Soya también decide investigar el fondo del mar.

—No encontrará nada, señor —asegura el teniente Sproul—. Ahí abajo hay tantos depredadores que nada orgánico llega a cien brazas de profundidad, y mucho menos hasta el fondo. Y según nuestros sondeos de esta semana, son doce mil brazas. Además, sólo hay dos sumergibles en Mare Infinitus que puedan operar a esa profundidad.

—Lo sé —responde De Soya—. He ordenado que vengan aquí. Llegarán mañana con la fragata
Pasión de Cristo
.

Por una vez, el teniente Sproul se queda atónito. De Soya sonríe.

—Usted recordará, hijo, que el teniente Belius era un cristiano renacido. Y su cruciforme no se recobró.

Sproul queda boquiabierto.

—Sí, señor... es decir, claro... pero para resucitarlo... ¿no deben hallar el cuerpo intacto?

—En absoluto, teniente —contesta el padre capitán De Soya—. Tan sólo un buen fragmento de la cruz que todos sobrellevamos. Muchos buenos católicos han sido resucitados con unos centímetros de cruciforme intacto y un trozo de carne que se pueda analizar por ADN y desarrollar.

Sproul sacude la cabeza.

—Pero han pasado más de nueve grandes mareas. No queda un milímetro cuadrado del teniente Belius ni de su cruciforme. Hay demasiados peces voraces, señor.

De Soya se acerca a la ventana.

—Tal vez, teniente. Tal vez. Pero es nuestro deber para con un prójimo cristiano realizar todos los intentos, ¿no es verdad? Además, si el teniente Belius recibe el milagro de la resurrección, deberá afrontar acusaciones de robo, traición e intento de homicidio, ¿verdad?

Usando las técnicas más avanzadas, los expertos forenses locales logran detectar huellas dactilares no identificadas en una taza de café del comedor a pesar de los muchos lavados que ha tenido la taza en los últimos dos meses. Miles de huellas latentes son laboriosamente identificadas como pertenecientes a la guarnición o los pescadores, salvo ésta. Se pone aparte con los datos de ADN.

—En tiempos de la Red —declara el doctor Holmer Ryum, jefe del equipo forense—, la megaesfera de datos nos habría puesto en contacto con archivos de la Hegemonía en segundos, vía ultralínea. Podríamos tener el dato casi al instante.

—Si tuviéramos queso, podríamos hacer un emparedado de jamón y queso —replica el padre capitán De Soya—, siempre que tuviéramos jamón.

—¿Qué?

—Olvídelo. Espero tener una identificación dentro de unos días.

El doctor Ryum está azorado.

—¿Cómo, padre capitán? Hemos registrado los bancos de datos planetarios. Hemos cotejado con todos los cazadores furtivos que usted capturó... y debo aclarar que nunca hubo un arresto masivo como éste en Mare Infinitus. Usted está rompiendo un delicado equilibrio de corrupción que existe aquí desde hace siglos.

De Soya se frota la nariz. No ha dormido mucho en las últimas semanas.

—No me interesan los delicados equilibrios de corrupción, doctor.

—Entiendo. Pero no comprendo cómo puede esperar una identificación dentro de días. Ni la Iglesia ni Central de Pax tienen archivos de todos los ciudadanos de varios mundos de Pax, y mucho menos de las zonas del Confín y éxters.

—Todos los mundos de Pax tienen sus propios registros —dice serenamente De Soya—. Por los bautismos y los sacramentos de la cruz. Por las bodas y las defunciones. Registros militares y policíacos.

El doctor Ryum abre las manos con impotencia.

—¿Pero dónde empezaría usted?

—Donde hay más probabilidades de encontrarlo —responde el padre capitán De Soya.

Entretanto, no encuentran restos del infortunado teniente Belius dentro de las honduras de seiscientas brazas hasta donde los dos sumergibles aceptan descender. Capturan cientos de tiburones arco iris y analizan el contenido de su estómago. Ni rastros de Belius y su cruciforme. Pescan miles de depredadores marinos en un radio de doscientos kilómetros, e identifican trozos de dos cazadores furtivos en esófagos, pero no hay rastro de Belius ni del desconocido. En la estación se celebra una misa fúnebre por el teniente, y se declara que ha sufrido la muerte verdadera y ha encontrado la inmortalidad verdadera.

De Soya ordena a los capitanes de los sumergibles que desciendan más, buscando artefactos. Los capitanes se niegan.

—¿Por qué? —pregunta el sacerdote capitán—. Los traje aquí porque sus máquinas pueden llegar al fondo ¿Por qué rehúsan?

—Los leviatanes —dice el mayor de los capitanes—. Para buscar, tenemos que usar luces. Hasta seiscientas brazas, nuestro sonar y radar profundo pueden detectarlos y podemos dejarlos atrás. Más abajo, no tenemos la menor oportunidad. No descenderemos más.

—Irán —dice el padre capitán De Soya, cuyo disco papal reluce contra la sotana negra.

El capitán mayor se le acerca.

—Puede usted arrestarme, fusilarme, excomulgarme. No llevaré a mis hombres y mi máquina a una muerte segura. Usted nunca ha visto un leviatán, padre.

De Soya apoya una mano cordial en el hombro del capitán.

—No lo haré arrestar, fusilar ni excomulgar, capitán. Y pronto veré un leviatán. Tal vez más de uno.

El capitán no entiende.

—He ordenado que traigan tres submarinos más —dice De Soya—. Encontraremos, perseguiremos y mataremos a todo leviatán y gigacanto amenazador en un radio de quinientos kilómetros. Cuando usted se sumerja, la zona será totalmente segura.

El capitán mayor mira al otro capitán, y de nuevo a De Soya. Ambos están estupefactos.

—Padre... capitán... ¿tiene idea de cuánto vale un leviatán? Para los pescadores extranjeros y las grandes fábricas de Santa Teresa...

—Quince mil seidones de Mare Infinitus —dice De Soya—. Eso equivale a treinta y cinco mil florines de Pax. Casi cincuenta mil marcos de Mercantilus. Cada uno. —De Soya sonríe—. Y como ustedes dos recibirán el treinta por ciento de la recompensa por localizar a los leviatanes para la armada, les deseo buena cacería.

Los dos capitanes se marchan deprisa.

Por primera vez De Soya envía a otra persona en el
Rafael
para que haga sus mandados.

El sargento Gregorius viaja a solas en el Arcángel, llevando la información sobre ADN y huellas dactilares, así como hebras de la alfombra voladora.

—Recuerde —le dice De Soya por haz angosto desde la plataforma, minutos antes de que el
Rafael
se eleve al estado cuántico—, todavía hay una gran presencia de Pax en Hyperion y por lo menos dos naves-antorcha dentro del sistema. Lo llevarán a la capital de San José para una resurrección adecuada.

Amarrado a su diván de aceleración, el sargento Gregorius asiente con un gruñido.

Su rostro luce relajado y calmo en la pantalla, a pesar de la muerte inminente.

—Tres días allá, por cierto —continúa De Soya—. Y creo que no necesitará más de un día para registrar los archivos. Luego regresará.

—Entendido, capitán. No perderé el tiempo en los bares de Jacktown.

—¿Jacktown? Ah sí, el viejo apodo de la capital. Bien, sargento, si quiere pasar su única noche en Hyperion en un bar, dése el gusto. Conmigo ha pasado varios meses a secas.

Gregorius sonríe. El reloj indica treinta segundos para el salto cuántico y su dolorosa extinción.

—No me quejo, capitán.

—Muy bien. Tenga buen viaje. Y otra cosa.

—¿Sí, señor?

Diez segundos.

—Gracias, sargento.

No hay respuesta. De repente no hay nada en el otro extremo del haz angosto de taquiones. El
Rafael
ha dado el salto cuántico.

La armada persigue y mata cinco leviatanes. De Soya va a inspeccionar cada cuerpo con su tóptero de mando.

—Santo cielo, son mayores de lo que podía imaginar —le dice al teniente Sproul cuando llegan al lugar donde flota el primero.

La bestia blancuzca tiene el triple de tamaño de la plataforma: una masa de pedúnculos oculares, fauces, agallas del tamaño del tóptero, zarcillos pulsátiles de centenares de metros, antenas colgantes que llevan un «farol» de luz fría de gran brillo, aun en plena luz del día, y bocas, muchas bocas, cada cual con tamaño suficiente para engullir un submarino. Bajo la mirada de De Soya, los tripulantes se apiñan sobre el cadáver reventado por la presión, serruchando zarcillos y pedúnculos y llevando la carne blanca a recipientes portátiles antes que el caliente sol la estropee.

Una vez que la zona queda limpia de leviatanes y otros gigacantos mortíferos, los dos capitanes llevan sus sumergibles a doce mil brazas. Allí, entre bosques de lombrices tubulares del tamaño de pinos de Vieja Tierra, encuentran una asombrosa variedad de ruinas: sumergibles de cazadores furtivos aplastados por la presión, una fragata que desapareció hace más de un siglo. También encuentran botas, docenas de botas.

—Es el proceso de curtiembre —le dice el teniente Sproul a De Soya mientras ambos miran los monitores—. Es una rareza, pero también sucedía en Vieja Tierra. Algunas expediciones de rescate marino, como ocurrió con una nave llamada
Titanic
, nunca encontraron cadáveres, pues el mar es demasiado voraz, pero sí muchas botas. El proceso de curtiembre ahuyenta a las criaturas marinas.

—Que las suban —ordena De Soya por el enlace umbilical.

—¿Las botas? —responde la voz del capitán del sumergible—. ¿Todas?

—Todas.

Los monitores muestran una profusión de desechos en el fondo del mar: cosas perdidas por los tripulantes de la plataforma en casi dos siglos de desidia, pertenencias personales de cazadores y marineros ahogados, basura de metal y plástico arrojada por los pescadores y otros. La mayoría de esos artículos están corroídos y deformados por crustáceos y la inimaginable presión, pero algunos son nuevos y resistentes y se pueden identificar.

—Métalos en un saco y envíelos arriba —ordena De Soya cuando encuentran objetos brillantes que podrían ser un cuchillo, un tenedor, una hebilla, una...

—¿Qué es eso? —pregunta De Soya.

—¿Qué? —pregunta el capitán del sumergible. Está mirando los manipuladores remotos, no los monitores.

—Esa cosa brillante. Parece una pistola.

El monitor presenta otra imagen cuando el sumergible gira. Los potentes focos buscan e iluminan el objeto mientras la cámara lo amplifica.

—Es una pistola —dice el capitán—. Todavía limpia. Un poco dañada por la presión, pero básicamente intacta. —De Soya oye el clic del capturador de imágenes que copia la del monitor—. La recogeré.

De Soya quiere aconsejarle que actúe con cuidado, pero se calla. Sus años de capitán de nave-antorcha le han enseñado a dejar que la gente haga su trabajo. Observa mientras la grapa aparece en el monitor y el manipulador remoto recoge suavemente el objeto brillante.

—Podría ser la pistola de dardos del teniente Belius —dice Sproul—. Cayó con él y aún no se ha recobrado.

—Esto está a bastante distancia —murmura De Soya, mirando los cambios de imagen en el monitor.

—Aquí las corrientes son poderosas, extrañas. Pero debo admitir que no parecía una pistola de dardos. Demasiado... no sé... cuadrada.

—Sí —dice De Soya.

Los focos submarinos alumbran el áspero casco de un sumergible que estuvo sepultado durante décadas. De Soya piensa en sus años en el espacio y en cuán diferente es esa región desconocida de cualquier océano de cualquier mundo, que bulle de vida e historia. El sacerdote capitán piensa en los éxters y su extraño intento de adaptarse al espacio tal como las lombrices tubulares, los gigacantos y demás especies abisales se han adaptado a la oscuridad eterna y las terribles presiones. «Tal vez —piensa—, los éxters entiendan algo acerca del futuro de la humanidad que en Pax sólo hemos negado.»

Herejía.

De Soya ahuyenta esos pensamientos y mira a su joven oficial de enlace.

—Pronto sabremos qué es —dice—. Dentro de una hora subirán esa carga.

Gregorius regresa cuatro días después de su partida Está muerto. El
Rafael
envía una señal, una nave-antorcha le sale al encuentro a veinte minutos-luz, el cuerpo del sargento es trasladado a la capilla de resurrección de Santa Teresa. De Soya no espera la llegada del sargento. Ordena que le traigan de inmediato el saco de correo.

Los registros de Pax en Hyperion han identificado el ADN tomado de la alfombra voladora, y también la huella dactilar parcial de la taza. Ambos pertenecen al mismo hombre, Raul Endymion, nacido en el Año de Señor de 3099 en el planeta Hyperion, no bautizado, alistado a la Guardia Interna de Hyperion en el mes de Tomás del año 3115; combatió con el 23º Regimiento de Infantería Mecanizada durante el levantamiento de Ursus. Tres recomendaciones por valentía, entre ellas una, por rescatar a un camarada bajo fuego.

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