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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (56 page)

BOOK: Endymion
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Había llevado medias pensando en el hielo, no en el frío, pero no parecían proteger mis pies mientras me golpeaba contra las protuberancias de hielo. También usaba calzas y camiseta, pero no me protegían contra los aguijonazos del frío. Llevaba colgada del cuello la unidad de comunicaciones, con micrófonos adhesivos apretados contra la garganta para transmisión vocal o subvocal, el auricular en su sitio. Sobre el hombro, adherido con cinta, llevaba el saco hermético con los explosivos, detonadores, mechas y dos bengalas que había metido a último momento. Pegada a mi muñeca iba la linterna láser, y su haz hendía las negras aguas y rebotaba en el hielo, dando poca iluminación. Había usado poco la linterna desde el Laberinto de Hyperion: las lámparas manuales alumbraban más y requerían menos carga. El láser era inútil como arma cortante, pero serviría para abrir agujeros en el hielo donde insertar los explosivos.

Si vivía el tiempo suficiente para abrir agujeros.

El único método que había en esta locura de dejarme arrastrar por el río subterráneo había sido el conocimiento adquirido durante mi entrenamiento en la Guardia, en el casquete de hielo del continente Ursus. Allí, en el Mar Glacial de la Zarpa de Oso, donde el hielo se congelaba y volvía a congelar casi a diario durante el breve verano antártico, el riesgo de romper la delgada superficie era muy alto. Nos habían enseñado que, aunque cayéramos bajo el hielo más grueso, siempre había una delgada capa de aire entre el mar y el techo helado. Debíamos elevarnos hasta esa capa, meter la nariz en ella aunque tuviéramos sumergido el resto de la cara, y movernos por el hielo hasta llegar a una rajadura o una lámina delgada que nos permitiera emerger.

Así era en teoría. Mi única verificación real había sido como miembro de una cuadrilla que había salido en busca de un piloto de escarabajo que había bajado de su vehículo, caído a dos metros de donde el hielo soportaba su máquina de cuatro toneladas, y desaparecido. Yo fui uno de los que lo encontró, a seiscientos metros del escarabajo y el hielo seguro. Había usado esa técnica de respiración. Aún tenía la nariz apretada contra el grueso hielo cuando lo encontré, la boca abierta bajo el agua, el rostro blanco como la nieve que barría el glaciar, los ojos sólidos como cojinetes de bolas. Traté de no pensar en ello mientras ascendía a la superficie contra la corriente, tiraba de la soga para indicar a A. Bettik que me detuviera y me raspaba la cara contra astillas de hielo para encontrar aire.

Había varios centímetros de espacio entre el agua y el hielo, más donde las fisuras cruzaban el glaciar de atmósfera congelada como grietas invertidas. Aspiré el aire frío, alumbré las grietas con la linterna y moví el haz rojo de aquí para allá por el angosto túnel de hielo.

—Descansaré un minuto —jadeé—. Estoy bien. ¿A qué distancia he llegado?

—Ocho metros —susurró A. Bettik.

—Maldición —murmuré, olvidando que la unidad de comunicaciones enviaría el subvocal. Había creído que eran veinte o treinta metros—. Está bien. Pondré la primera carga aquí.

Mis dedos aún tenían flexibilidad suficiente para poner la linterna láser en alta intensidad y abrir un orificio en el flanco de la fisura. Había premodelado el plástico, así sólo me restaba amasarlo, orientarlo e insertarlo. Era un explosivo vectorial, es decir, la explosión se propagaría en la dirección que yo deseara, siempre que mis preparativos fueran correctos. Había hecho casi todo el trabajo con antelación, sabiendo que la explosión debía ir hacia arriba y hacia atrás, contra la pared de hielo. Apunté esa fuerza explosiva en zarcillos precisos: la misma tecnología que permitía que un rayo de plasma atravesara una lámina de acero como mantequilla enviaría esos zarcillos a través de la masa helada. Despedazaría ese tramo de ocho metros de hielo arrojándolo bonitamente al río. Contábamos con que los generadores de atmósfera, durante los años de terraformación, hubieran añadido a la atmósfera suficiente nitrógeno y CO
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como para impedir que la explosión se convirtiera en una arrolladora ola de oxígeno ardiente.

Como sabía adónde apuntar la fuerza de la explosión, tardé menos de cuarenta y cinco segundos en preparar las cargas. Aun así, estaba temblando y entumecido cuando terminé de instalar los detonadores. Como sabía que las unidades de comunicaciones no tenían problemas para penetrar esta cantidad de hielo, sintonicé los detonadores en un código prefijado e ignoré los cables que llevaba en el saco.

—De acuerdo —jadeé, bajando en el agua—, afloja la cuerda.

El frenético viaje empezó de nuevo, la corriente arrastrándome a la negrura y golpeándome contra el techo de cristal, la frenética búsqueda de aire, las órdenes entrecortadas, la lucha para ver y trabajar mientras mi cuerpo perdía calor.

El hielo continuaba treinta metros más, en los límites del alcance de los explosivos. Puse cargas en dos lugares más, otra fisura y un tubo angosto que abrí en el sólido hielo del techo. Tenía las manos totalmente ateridas durante la última instalación —era como usar guantes de hielo— pero dirigí las cargas hacia arriba y corriente abajo, en los vectores apropiados. Si esa muralla de hielo no terminaba pronto, todo esto sería en vano. A. Bettik y yo habíamos pensado en astillar el hielo con el hacha, pero los hachazos sólo nos abrirían paso por unos metros.

A los cuarenta y un metros emergí y aspiré. Al principio temí que fuera otra fisura, pero cuando apunté la linterna láser, el haz rojo recorrió una cámara más larga y ancha que aquella donde estaba la balsa. Habíamos discutido esto y decidido que no detonaríamos los explosivos si yo podía ver el final de una segunda cámara, pero cuando bajé el haz a lo largo del negro río, iluminando la bruma y las estalactitas, vi que el río —que ahora tenía treinta metros de anchura— doblaba perdiéndose de vista a unos cientos de metros. No había más costas ni túneles visibles que en nuestro tramo inicial, pero al menos el río parecía continuar.

Quería ver qué hacía el río después del recodo, pero no tenía la cuerda ni el calor corporal que necesitaba para llegar tan lejos, pasar un informe y regresar con vida.

—¡Arrástrame de vuelta! —jadeé.

Durante los dos minutos siguientes me aferré —o traté de aferrarme, pues mis manos ya no funcionaban— mientras el androide me arrastraba contra esa terrible corriente, deteniéndose ocasionalmente mientras yo flotaba de espaldas y aspiraba el gélido aire de las grietas. Luego el viaje negro se reanudaba.

Si A. Bettik hubiera estado en el agua y yo tirando —o si hubiera sido la niña—, yo no habría podido recobrarlos en esa pesada corriente ni siquiera en el cuádruple del tiempo que tardó A. Bettik. El era fuerte, pero no era un superhombre dotado de fuerza milagrosa, aunque ese día reveló un vigor sobrehumano. No sé qué reservas de energía usó para hacerme volver tan rápidamente a la balsa.

Ayudé como pude, cortándome las manos al empujarme por el techo y apartar los cristales más filosos, pateando débilmente contra la corriente.

Cuando asomé la cabeza, viendo la borrosa luz de los faroles y la silueta de mis dos compañeros, no tuve fuerzas para alzar los brazos y subirme a la balsa. A. Bettik me cogió por las axilas y me subió suavemente. Aenea aferró mis piernas chorreantes, y ambos me llevaron a popa. Mi aturdido cerebro recordó la iglesia católica donde nos deteníamos a veces en la aldea de Latinos (la localidad donde comprábamos nuestros alimentos y simples provisiones de pastores) y una de las grandes pinturas religiosas de la pared sur de esa iglesia: bajaban a Cristo de la cruz, un discípulo sosteniéndole los brazos flojos, la Virgen sosteniéndole los pies mutilados.

«No te des ínfulas», dijo un pensamiento involuntario en medio de mi niebla mental. Hablaba con la voz de Aenea.

Me llevaron a la tienda cubierta de escarcha, donde la manta térmica estaba preparada sobre una pila de sacos de dormir y una estera delgada. El cubo calefactor relucía cerca de este nido. A. Bettik me quitó la ropa empapada, el saco de bengalas y la unidad de comunicaciones. Desprendió la linterna láser, la apoyó en mi mochila, me depositó sobre un saco de dormir, me arropó con la manta térmica y abrió un pak médico. Pegándome los biomonitores en el pecho, el interior del muslo, la muñeca izquierda y la sien, echó un vistazo a las lecturas y me inyectó una ampolla de adrenonitrotalina, como habíamos planeado.

«Debéis de estar cansados de sacarme del agua», quise decir, pero mis mandíbulas, mi lengua y mi aparato vocal no respondían. Tenía tanto frío que ni siquiera temblaba. La conciencia era una hilacha que me conectaba con la luz y fluctuaba en medio del viento helado que me atravesaba.

A. Bettik se aproximó.

—M. Endymion, ¿las cargas están colocadas?

Logré asentir con un gesto. Era todo lo que hacía falta, pero era como si manipulara un títere.

Aenea se arrodilló junto a mí.

—Yo lo cuidaré —le dijo a A. Bettik—. Encárgate de sacarnos de aquí.

El androide salió de la tienda para alejarnos de la muralla de hielo e impulsarnos corriente arriba, usando el remo de ese extremo de la balsa.

Después del derroche de energía que había hecho para arrastrarme contra la corriente, era increíble que tuviera fuerzas para mover la balsa río arriba.

Comenzamos a movernos. Vi el fulgor del farol en la niebla y el distante techo a través de la abertura triangular de la tienda. La niebla y las estalactitas se desplazaban despacio por ese triángulo diminuto, como si espiase el noveno círculo del Infierno de Dante por un orificio de la realidad.

Aenea miraba los monitores médicos.

—Raul, Raul —susurró.

La manta térmica retenía todo el calor que yo producía, pero tenía la sensación de no estar produciendo más calor. El frío me mordía los huesos, pero mis helados nervios no transmitían el dolor. Sentía mucho sueño.

Aenea me sacudió para despertarme.

—¡Quédate conmigo, maldición!

«Lo intentaré», pensé. Estaba mintiendo. Sólo quería dormir.

—¡A. Bettik! —exclamó la niña, y noté vagamente que el androide entraba en la tienda y consultaba el pak. Las palabras de ambos eran un zumbido distante e ininteligible.

Estaba muy lejos cuando sentí un cuerpo junto a mí. A. Bettik se había ido a impulsar la balsa corriente arriba. La niña Aenea se había acostado conmigo bajo la manta térmica y el borde del saco de dormir. Al principio el calor de su cuerpo flaco no penetró en las capas de escarcha que me cubrían, pero sentí su respiración, la angulosa intrusión de sus codos y rodillas en el espacio de la tienda.

«No, no —pensé—. Yo soy tu protector, yo soy el hombre fuerte a quien contrataron para salvarte.» La fría somnolencia me impedía hablar en voz alta.

No recuerdo si me abrazó. Sé que yo reaccionaba con la rigidez de un tronco escarchado, que era tan receptivo como las estalactitas que se desplazaban por mi campo triangular de visión iluminadas por el farol y se perdían en la oscuridad y la niebla como mi mente.

Al fin empecé a sentir la temperatura que irradiaba su cuerpecito. No percibía el calor, sino que mi piel sentía hormigueos de dolor en los sitios donde su tibieza pasaba de su piel a la mía. Quise decirle que se apartara y me dejara dormir en paz.

Más tarde —quince minutos o dos horas después— A. Bettik regresó a la tienda. Yo estaba algo consciente y comprendí que debía de haber seguido nuestro plan: «anclar» la balsa con las pértigas y el timón para dirigirnos hacia la parte de la caverna de hielo donde se veía un fragmento de teleyector. Nuestra teoría era que el arco de metal nos protegería de un alud cuando detonaran las cargas.

«Vuela las cargas», quise decirle. Sin embargo, en vez de teclear el código, el androide se desnudó hasta quedar en pantalones cortos y camisa y se metió bajo la manta térmica con la niña y conmigo.

Esto debía de resultar cómico —y quizá te resulte cómico mientras lo lees—, pero nada en mi vida me había emocionado tanto como este acto de compartir el calor de mis dos compañeros de viaje. Ni siquiera su valiente rescate en el mar violáceo me había conmovido así. Los tres nos quedamos allí, Aenea a mi izquierda, el brazo izquierdo sobre mí, A. Bettik a mi derecha, el cuerpo acurrucado contra el frío que penetraba bajo la punta de la manta térmica. A los pocos minutos yo lloraría por el dolor que me causaba la vuelta de mi circulación, pero en ese momento lloré ante el íntimo don que era el calor de la vida fluyendo de la niña y el hombre azul, de su sangre y su carne a la mía. Lloro ahora, al contarlo.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Nunca se lo pregunté y nunca hablaron de ello. Debió de pasar por lo menos una hora. Fue como una vida entera de calor y dolor, y la abrumadora alegría del retorno de la vida.

Al fin empecé a tiritar, a temblar levemente, luego espasmódicamente. Mis amigos me sostuvieron, sin permitir que escapara del calor. Creo que Aenea también lloraba, aunque nunca se lo pregunté y ella nunca lo mencionó después.

Una vez que pasaron el dolor y los espasmos, A. Bettik se levantó, consultó el pak y habló con la niña en un idioma que yo volvía a comprender.

—Todo está en verde —murmuró—. No hay lesión permanente.

Aenea se levantó y me ayudó a incorporarme, poniendo dos mochilas detrás de mi espalda y mi cabeza. Puso a hervir agua en el cubo, preparó té y me llevó una taza a los labios. Yo ya podía mover las manos y flexionar los dedos, pero el inmenso dolor me impedía agarrar las cosas bien.

—M. Endymion —dijo A. Bettik, asomándose en la tienda—. Estoy preparado para emitir el código de detonación.

Asentí.

—Quizá caigan algunos escombros —añadió.

Asentí de nuevo. Habíamos comentado ese riesgo. Las cargas despedazarían las murallas de hielo que estaban delante, pero las vibraciones sísmicas resultantes bien podían derrumbar todo ese glaciar de atmósfera congelada, arrastrando la balsa al fondo y sepultándonos. Habíamos considerado que el riesgo valía la pena. Miré el escarchado interior de la microtienda y sonreí ante la idea de que esto fuera nuestro refugio. Asentí por tercera vez, instándolo a seguir adelante.

El ruido de la explosión fue más sordo de lo que había esperado, menos estruendoso que el derrumbe de bloques de hielo y estalactitas y la salvaje turbulencia del río. Por un segundo pensé que se elevaría, aplastándonos contra el techo de la caverna, pues olas de agua empujadas por la presión y el desplazamiento del hielo pasaban bajo la balsa. Nos acurrucamos en nuestra losa, tratando de alejarnos de las gélidas aguas, montados en los oscilantes troncos como pasajeros de un bote salvavidas en la tormenta.

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