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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (54 page)

BOOK: Endymion
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—El río debía de tener cinco o seis veces la anchura de hoy —dijo A. Bettik—, si el portal se extendía de orilla a orilla.

—Sí —dije, exhausto y desalentado—. Regresemos al otro extremo.

Empuñamos las pértigas y pronto recorrimos la galería de hielo, atravesando en dos minutos lo que nos había llevado media hora corriente arriba. Los tres tuvimos que usar las pértigas para detener la balsa y no estrellarnos contra la muralla de hielo.

—Bien —dijo Aenea—. Hénos nuevamente aquí. —Alumbró las paredes verticales de hielo—. Podríamos ir a la costa, si hubiera orilla. Pero no la hay.

—Podemos crear una con los explosivos. Hacer una especie de caverna de hielo.

—¿Sería más cálida? —preguntó la niña. Sin la manta térmica, estaba tiritando de nuevo. Comprendí que tenía tan poca grasa en el cuerpo que perdía el calor.

—No —dije con franqueza. Por vigésima vez caminé hasta la tienda y hurgué en el equipo en busca de algo que fuera nuestra salvación. Bengalas. Explosivos plásticos. Las armas, con sus estuches ahora cubiertos por la escarcha que estaba tapando todo. Una manta térmica. Comida. El cubo calefactor aún resplandecía, y la niña y el hombre de tez azul se le acercaron de nuevo. En ese ámbito duraría cien horas antes de agotar su carga. Con un buen material aislante, podríamos tener una cueva acogedora para sobrevivir tres o cuatro veces ese tiempo en una gradación más baja.

No teníamos material aislante. La tela de la microtienda era resistente, pero no aislaba bien. Y la idea de esperar la muerte en una tumba de hielo mientras se agotaban nuestras lámparas y faroles —cosa que sucedería pronto con este frío— me daba dolor de estómago.

Caminé hacia el frente de la balsa, alumbré el hielo lechoso y el agua negra.

—Bien —dije—, esto es lo que haremos.

Aenea y A. Bettik me miraron desde el pequeño círculo de luz que irradiaba el cubo calefactor. Los tres estábamos tiritando.

—Cogeré explosivos plásticos, los detonadores, toda la mecha que tengamos, la cuerda, una unidad de comunicaciones y mi linterna láser. Pasaré a nado bajo esta maldita muralla, dejaré que la corriente me lleve río abajo. Espero que sea sólo un derrumbe y el río continúe más allá. Si es así, emergeré y pondré las cargas en el lugar más conveniente. Tal vez podamos abrir un boquete para la balsa. De lo contrario, dejaremos la balsa y seguiremos a nado.

—Morirás —dijo la niña sin rodeos—. Sufrirás hipotermia a los diez segundos. ¿Y cómo nadarás río arriba contra esta corriente?

—Por eso me llevo la cuerda. Si hay un lugar para mantenerme a cubierto de la explosión, me quedaré al otro lado mientras abrimos el boquete. En caso contrario, halaré la cuerda y me traeréis de vuelta. Cuando llegue a la balsa, me desnudaré y me envolveré en la manta térmica. Es ciento por ciento aislante. Si me queda calor corporal, sobreviviré.

—¿Y si todos tenemos que salir a nado? —preguntó Aenea—. La manta térmica no alcanza para los tres.

—Llevaremos el cubo calefactor. Usaremos la manta como tienda hasta calentarnos.

—¿Dónde? —preguntó la niña con angustia—. Aquí no hay orilla. ¿Por qué habría una al otro lado?

—Por eso intentaremos abrir un boquete para la balsa —expliqué pacientemente—. Si no podemos, usaré los explosivos para derribar parte de la muralla. Flotaremos en un trozo de hielo. Cualquier cosa para llegar al próximo portal teleyector.

—¿Y si usamos todos los explosivos para avanzar veinte metros más y hay otra muralla de hielo? ¿Y si el teleyector está a cincuenta kilómetros en el hielo?

Iba a responder con un ademán, pero me temblaban las manos, y no sólo de frío. Me las puse en las axilas.

—Entonces moriremos al otro lado de la muralla. Es mejor que morir aquí.

Al cabo de un instante de silencio, A. Bettik dijo:

—Ese plan parece nuestra mejor opción, M. Endymion, pero debería ser yo quien nade. Es lo más lógico. Tú te estás recuperando, debilitado por tus heridas recientes. Yo fui biofacturado para resistir temperaturas extremas.

—No tan extremas. Veo que estás temblando. Además, no sabrías dónde colocar las cargas.

—Tú puedes indicármelo, M. Endymion. Con la unidad de comunicaciones.

—No sabemos si funcionará a través del hielo. Además, será difícil. Será como tratar de cortar un diamante. Hay que poner las cargas en los sitios apropiados.

—Aun así, lo sensato es que yo...

—Será sensato —interrumpí—, pero no lo haremos así. Este trabajo es mío. Si yo fracaso, inténtalo tú. Además, necesitaré a alguien muy fuerte que me arrastre de vuelta por la corriente, de un modo u otro. —Me acerqué al hombre azul y le apoyé la mano en el hombro— Esta vez impondré mi rango, A. Bettik.

Aenea se quitó la manta térmica a pesar de sus temblores.

—¿Qué rango? —preguntó.

Me erguí y remedé una pose heroica.

—Debes saber que fui sargento lancero de tercera clase en la Guardia Interna de Hyperion.

Mis dientes castañeteaban, arruinándome un poco el discurso.

—Sargento —dijo la niña.

—Tercera clase —dije yo.

La niña me rodeó con sus brazos. Ese abrazo me sorprendió y la palmeé con torpeza.

—De acuerdo —murmuró, retrocediendo y soplándose las manos—. ¿Qué hacemos?

—Yo buscaré las cosas que necesito. ¿Por qué no me dais ese tramo de cien metros de cuerda que usasteis como ancla en Mare Infinitus? Eso debería alcanzar. A. Bettik, deja que la balsa se aproxime a la muralla de hielo de tal modo que toda la popa no quede a merced de la corriente. Tal vez metiendo el frente bajo ese reborde de hielo...

Los tres pusimos manos a la obra. Cuando nos reunimos en el frente de la balsa, bajo el mástil cortado, le dije a Aenea:

—¿Aún crees que alguien o algo nos manda a estos mundos del río Tetis por alguna razón?

La niña escrutó la oscuridad unos segundos. A nuestras espaldas otra estalactita cayó al río con un chapoteo hueco.

—Sí —respondió.

—¿Y cuál es la razón de este callejón sin salida?

Aenea se encogió de hombros. En otras circunstancias habría resultado cómico, tan abrigada como estaba.

—Una tentación —dijo.

No comprendí.

—¿Tentación para qué?

—Odio el frío y la oscuridad. Siempre los he odiado. Quizás alguien me esté tentando para que use ciertas facultades que aún no he explorado del todo. Ciertos poderes que no me he ganado.

Miré las arremolinadas aguas negras donde estaría nadando dentro de un minuto.

—Bien, pequeña, si tienes poderes o facultades que pueden sacarnos de aquí, te sugiero que los explores y los uses, háyaslos ganado o no.

Me tocó el brazo. Usaba un par de mis calcetines de lana como mitones.

—Lo estoy intentando —dijo, y el vapor de su aliento se congeló junto a su gorra—. Pero nada que yo aprenda nos sacará a los tres de aquí. Sé que eso es cierto. Quizá la tentación sea... No importa, Raul. Veamos si podemos pasar por esa muralla de hielo.

Asentí, aspiré y me quité toda la ropa salvo mis paños menores. El choque del aire frío era terrible. Anudándome la cuerda alrededor del pecho, notando que mis dedos se estaban poniendo tiesos, cogí el saco de plástico que contenía los explosivos plásticos.

—El agua estará tan fría que quizá me detenga el corazón. Si no doy un tirón fuerte en los primeros treinta segundos, traedme de vuelta.

El androide asintió. Habíamos reseñado las otras señales que usaría con la cuerda.

—Y si me traéis de vuelta y estoy en coma o muerto —dije, tratando de demostrar calma—, no olvidéis que podéis revivirme varios minutos después del paro cardíaco. El agua fría retardará la muerte cerebral.

A. Bettik asintió de nuevo. Estaba de pie con la cuerda sobre un hombro y enrollada en torno de la cintura hasta la otra mano, en clásica postura de escalador.

—De acuerdo —dije, notando que me estaba demorando y perdiendo calor corporal—. Os veré dentro de poco. —Me arrojé al agua negra.

Creo que mi corazón se detuvo un minuto, pero luego empezó a latir penosamente. La corriente me arrastró con más fuerza de la que esperaba y me impulsó varios metros a babor de la balsa. Choqué contra el filoso hielo, abriéndome un tajo en la frente y pegándome brutalmente en los antebrazos. Me aferré a un escabroso cristal con todas mis fuerzas, sintiendo que el vórtice subterráneo me chupaba las piernas, y tratando de mantener la cara fuera del agua. La estalactita que se había derrumbado detrás de nosotros se estrelló contra la muralla de hielo a mi izquierda. Si me hubiera golpeado, me habría dejado inconsciente y yo me habría ahogado sin saber lo que ocurría.

—Quizá no sea tan buena idea —jadeé, antes de aflojar las manos y ser arrastrado bajo el filoso hielo.

37

De Soya se propone abandonar el itinerario del
Rafael
y saltar directamente al primero de los sistemas capturados por los éxters.

—¿De qué serviría, señor? —pregunta el cabo Kee.

—Tal vez de nada —admite el padre capitán De Soya—. Pero si los éxters tienen algo que ver, quizás obtengamos una pista.

El sargento Gregorius se rasca la barbilla.

—También podemos ser capturados por un enjambre. Con todo respeto, señor, esta nave no es la mejor equipada en la flota de Su Santidad.

De Soya asiente.

—Pero es veloz. Tal vez podamos dejar atrás a la mayoría de las naves éxters. Y tal vez ya hayan abandonado el sistema a estas alturas. Es lo que suelen hacer. Atacar, correr, empujar la Gran Muralla de Pax, abandonar el sistema dejando una defensa simbólica después de causar la mayor cantidad posible de estragos en el mundo y su población. —De Soya se interrumpe. Sólo ha visto un mundo asolado por los éxters con sus propios ojos, Svoboda, y espera no tener que ver otro—. De cualquier modo, es lo mismo para nosotros en esta nave. Normalmente el salto cuántico allende la Gran Muralla llevaría ocho o nueve meses de tiempo de a bordo, con once o más años de deuda temporal. Para nosotros será el salto de costumbre, y tres días de resurrección.

El lancero Rettig alza la mano.

—Debemos tener eso en cuenta, señor.

—¿Qué?

—Los éxters nunca han capturado un correo clase Arcángel, señor. Quizá no sepan que existe este tipo de nave. Diantre, aun en la flota de Pax muchos ignoran que existe esta tecnología.

De Soya comprende de inmediato, pero Rettig continúa.

—Así que correríamos un gran riesgo, señor. No sólo para nosotros, sino para Pax.

Hay un largo silencio.

—Buena observación, lancero —dice al fin De Soya—. He reflexionado sobre ello. Pero Mando de Pax construyó esta nave con su nicho de resurrección automática para que pudiéramos ir más allá de Pax. Creo que se da por sentado que podríamos tener que internarnos en el Confín, en territorio éxter si es preciso. Yo he estado allá, caballeros. He incendiado sus bosques orbitales y he escapado de los enjambres por medio de la lucha. Los éxters son extraños. Sus intentos de adaptarse a ámbitos raros, incluso al espacio, son blasfemos. Quizá ya no sean humanos. Pero sus naves no son veloces.
Rafael
podrá entrar en ese espacio y regresar a velocidades cuánticas si hay riesgo de captura. Y podemos programarlo para que se autodestruya antes de ser aprehendidos.

Los tres guardias suizos callan. Todos parecen pensar en la muerte dentro de la muerte que esto supondría: la destrucción sin advertencia de destrucción. Se dormirían en sus divanes de aceleración y resurrección como siempre y nunca despertarían, al menos no en esta vida.

El sacramento del cruciforme es realmente milagroso. Puede resucitar cuerpos despedazados, devolver la forma y el alma a cristianos renacidos que han sido acribillados, quemados, hambreados, ahogados, sofocados, apuñalados, aplastados o devorados por la enfermedad, pero tiene sus limitaciones: un tiempo excesivo de descomposición le impide actuar, al igual que la explosión termonuclear del motor de fusión de una nave.

—Estamos con usted —dice al fin el sargento Gregorius, sabiendo que el padre capitán De Soya ha pedido esta deliberación porque odia ordenar a sus hombres que corran semejante riesgo de muerte verdadera.

Kee y Rettig asienten.

—Bien —dice De Soya—, programaré el
Rafael
en consecuencia. Si no puede escapar antes de nuestra resurrección, activará sus motores de fusión. Y fijaremos cuidadosamente esos parámetros de «no escapatoria». Pero no creo que haya muchas probabilidades de que eso ocurra. Despertaremos en... Dios mío, ni siquiera he revisado qué sistema es el primer mundo del río Tetis ocupado por los éxters. ¿Es Tal Zhin?

—Negativo, señor —dice Gregorius, inclinándose sobre el mapa estelar que ha preparado
Rafael
. Su rechoncho dedo señala una región marcada con un círculo—. Es Hebrón. El mundo judío.

—De acuerdo. Vamos a nuestros divanes y dirijámonos hacia el punto de traslación. ¡El año próximo en Nueva Jerusalén!

—¿El año próximo? —pregunta el lancero Rettig, flotando sobre la mesa antes de dirigirse a su diván.

De Soya sonríe.

—Es un dicho que he oído a algunos amigos judíos. No sé qué significa.

—No sabía que aún existían judíos —dice el cabo Kee, flotando sobre su diván—. Creí que se habían liquidado entre sí en el Confín.

De Soya sacude la cabeza.

—Había algunos judíos conversos en la universidad donde yo estudié, fuera del seminario. No importa. Pronto conoceremos a alguno en Hebrón. A sujetarse, caballeros.

En cuanto se despierta, el capitán sacerdote comprende que algo anduvo mal. En los tiempos más fogosos de la juventud, Federico de Soya se embriagaba con sus compañeros de seminario, y en una de esas salidas se había despertado en una cama extraña —solo, gracias a Dios—, pero en una cama extraña en una parte extraña de la ciudad, sin recordar quién era ni cómo había llegado allí. Este despertar es similar.

En vez de ver los nichos automáticos del
Rafael
, oliendo el ozono y los aromas de sudor reciclado de la nave, sintiendo el terror de despertar en gravedad cero, De Soya se encuentra en una cama mullida, en una habitación acogedora, en un campo de gravitación normal. Hay iconos religiosos en la pared: la Virgen María, un gran crucifijo donde un Cristo sufriente alza los ojos al cielo, una pintura del martirio de San Pablo. Una luz tenue atraviesa cortinas de encaje.

Todo esto resulta familiar para el aturdido De Soya, al igual que el amable rostro del sacerdote regordete que le trae caldo y conversación. Al fin las sinapsis del padre capitán se reactivan. El padre Baggio, el capellán de resurrección que había visto en los jardines del Vaticano con la certeza de que nunca lo vería de nuevo. Bebiendo caldo, De Soya mira por la ventana de la rectoría. Ve el cielo claro y piensa: «Pacem.» Se esfuerza por recordar cómo ha llegado allí, pero sólo recuerda una conversación con Gregorius y sus hombres, el largo ascenso desde el pozo de gravedad de Mare Infinitus y Setenta Ofiuca A, el sobresalto de la traslación.

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