Endymion (53 page)

Read Endymion Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
8.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Apostado en Fuerte Benjing, en la región de la Garra Sur del continente de Aquila, durante ocho meses estándar; sirvió el resto de su servicio en la estación 9 del río Kans, en Aquila, patrullando la jungla, vigilando la actividad terrorista rebelde cerca de las plantaciones de fibroplástico. Último rango, sargento. Dado de baja (retiro honorable) el 15 de cuaresma de 3119, paradero desconocido hasta menos de diez meses estándar atrás. El 23 de asunción de 3126 fue arrestado, juzgado y condenado en Puerto Romance (continente de Aquila) por el asesinato de un tal Dabid Herrig, un cristiano renacido de Vector Renacimiento. La documentación indica que Raul Endymion rechazó ofrecimientos de aceptar la cruz y fue ejecutado con vara de muerte una semana después de su arresto, el 30 de asunción de 3126. Su cadáver fue arrojado al mar. El certificado de defunción y el informe de la autopsia fueron corroborados por el inspector general de Pax.

Al día siguiente examinan las huellas latentes de la aplastada y antigua pistola automática calibre 45 que ha sido rescatada del mar: Raul Endymion y el teniente Belius.

Los restos de hebras de la alfombra voladora no son tan fáciles de identificar en los archivos de Pax en Hyperion, pero el escribiente humano que realiza la búsqueda incluye una nota manuscrita señalando que esa alfombra cumple un papel importante en los legendarios
Cantos
, compuestos por un poeta que vivió en Hyperion hasta un siglo atrás.

El sargento Gregorius resucita, descansa unas horas y vuela a la Estación Tres-veinte-seis. De Soya le comenta sus hallazgos. También informa al sargento que la veintena de ingenieros de Pax que estuvo trabajando en el portal teleyector en estas tres semanas informa que no hay señales de que se haya activado, aunque aquella noche varios pescadores vieron un relámpago repentino desde la plataforma. Los ingenieros también informan de que no hay manera de entrar en el antiguo arco construido por el Núcleo, ni de saber adónde se puede ir al atravesarlo.

—Lo mismo que en Vector Renacimiento —dice Gregorius— Pero al menos usted tiene una idea de quién ayudó a la niña a escapar.

—Quizá.

—Recorrió un largo camino para morir aquí.

El padre capitán De Soya se reclina en la silla.

—¿Pero murió aquí, sargento?

Gregorius no tiene respuesta.

—Creo que hemos terminado en Mare Infinitus —dice al fin De Soya—. O terminaremos dentro de un par de días.

El sargento asiente. En la hilera de ventanas de la oficina del director, ve el fulgor brillante que precede al despuntar de las lunas.

—¿Adónde vamos ahora, capitán? ¿Regresaremos a la búsqueda de costumbre?

De Soya también mira el este, esperando que el gigantesco disco naranja asome sobre el oscuro horizonte.

—No estoy seguro, sargento. Ordenemos las cosas aquí, entreguemos al capitán Powl a la justicia de Pax en Órbita Siete y aplaquemos al obispo Melandriano.

—Si podemos.

—Si podemos —conviene De Soya—. Luego presentaremos nuestros respetos a la arzobispo Kelley, regresaremos al
Rafael
y decidiremos adónde ir a continuación. Tal vez sea hora de elaborar alguna teoría acerca del rumbo de esa niña y tratar de llegar allí primero, en vez de seguir el itinerario que propone
Rafael
.

—Sí, señor —dice Gregorius. Se cuadra, va hacia la puerta, vacila un momento—. ¿Y tiene usted una teoría, señor? ¿Basada en las pocas cosas que hemos encontrado aquí?

De Soya mira las tres lunas que despuntan.

—Quizá. Sólo quizá —responde sin mirar al sargento.

36

Nos apoyamos en las pértigas y detuvimos la balsa antes de estrellarnos contra la muralla de hielo. Habíamos encendido nuestros faroles y las lámparas eléctricas arrojaban sus haces contra la gélida caverna. De las negras aguas brotaba una niebla que colgaba bajo el techo escabroso como los ominosos espíritus de los ahogados. Facetas de cristal distorsionaban y reflejaban los haces de luz mortecina, profundizando las tinieblas que nos rodeaban.

—¿Por qué el río todavía está líquido? —preguntó Aenea, abrazándose y pateando para calentarse. Se había puesto todo el abrigo que llevaba, pero no era suficiente. El frío era terrible.

Me arrodillé en el borde de la balsa, me llevé un poco de agua a los labios.

—Salinidad. Es tan salado como el mar de Mare Infinitus.

A. Bettik proyectó su luz contra la muralla de hielo que estaba a diez metros.

—Llega hasta el borde del agua. Y se extiende un poco por debajo. Pero la corriente no se detiene.

Tuve un arrebato de esperanza.

—Apagad los faroles —dije, oyendo el eco de mi voz en la vaporosa oquedad de ese lugar—. Apagad las lámparas.

Esperaba ver un destello de luz a través de la muralla de hielo, un indicio de salvación, una señal de que esta caverna de hielo era finita y sólo se había derrumbado la salida.

La oscuridad era absoluta. Por mucho que esperamos, no tuvimos visión nocturna. Maldije y lamenté haber perdido mis gafas en Mare Infinitus: si funcionaban aquí, habría significado que llegaba luz de alguna parte. Aguardamos otro instante a ciegas. Oía el temblor de Aenea, sentía el vapor de nuestra respiración.

—Encended las luces— dije al fin.

No había ningún destello de esperanza.

Proyectamos los haces contra las paredes, el techo y el río. La niebla continuaba elevándose y condensándose cerca del techo. Los carámbanos caían constantemente en las aguas brumosas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Aenea, tratando en vano de que no le castañetearan los dientes.

Hurgué en mi mochila, encontré la manta térmica que había empacado en la torre de Martin Silenus tanto tiempo atrás y envolví a Aenea.

—Esto conservará el calor. No... quédatela.

—Podemos compartirla —dijo la niña.

Me acuclillé cerca del cubo calefactor, elevando su potencia al máximo. Cinco de las seis caras de cerámica se pusieron brillantes.

—La compartiremos cuando sea necesario —dije. Proyecté la luz contra la muralla de hielo que nos cerraba el paso—. Como respuesta a tu pregunta, creo que estamos en Sol Draconi Septem. Algunos de mis clientes más ricos y más recios cazaban espectros árticos aquí.

—Concuerdo —dijo A. Bettik. Cuando se acercó al farol y al cubo calefactor, su tez azul creaba la impresión de que él tenía más frío del que yo sentía. La microtienda estaba cubierta de escarcha, quebradiza como metal delgado—. Ese mundo tiene un campo gravitatorio de uno-coma-siete gravedades. Y desde la Caída y la destrucción del proyecto de terraformación de la Hegemonía, se dice que la mayor parte ha vuelto a su estado de hiperglaciación.

—¿Hiperglaciación? —repitió Aenea—. ¿Qué significa eso? —Estaba recobrando el color en las mejillas a medida que la manta térmica capturaba la tibieza de su cuerpo.

—Significa que la mayor parte de la atmósfera de Sol Draconi Septem es un sólido —dijo el androide—. Congelado.

Aenea miró en torno.

—Creo que mi madre me habló de este lugar. Una vez persiguió a alguien aquí por un caso. Era lusiana, así que estaba acostumbrada a uno-coma-cinco gravedades estándar, pero hasta ella recordaba que este mundo era incómodo. Me sorprende que el río Tetis pasara por aquí.

A. Bettik se incorporó para alumbrar y se acuclilló de nuevo junto al cubo; hasta su vigorosa espalda sufría la agobiante gravedad.

—¿Qué dice la guía? —le pregunté.

Sacó el pequeño volumen.

—Muy pocos datos. Hacía poco que el Tetis se había extendido a Sol Draconi Septem cuando se publicó el libro. Está en el hemisferio norte, más allá de la zona que la Hegemonía intentaba terraformar. La principal atracción de este tramo del río parecía consistir en avistar un espectro ártico.

—¿Es la criatura que buscaban tus amigos cazadores? —me preguntó Aenea.

Asentí.

—Es blanca. Vive en la superficie. Es rápida y mortífera. Estaba casi extinguida en tiempos de la Red, pero resurgió después de la Caída, según los cazadores que yo escuché. Evidentemente su dieta consiste en residentes humanos de Sol Draconi Septem... o lo que queda de ellos. Sólo los indígenas —los colonos de la Hégira que volvieron a la vida salvaje hace siglos— sobrevivieron a la Caída. Se supone que son primitivos. Los cazadores decían que el único animal que los indígenas pueden cazar aquí es el espectro. Y los indígenas odian a Pax. Se rumorea que matan misioneros y usan sus tendones como cuerdas para sus arcos, como si fueran los de un espectro.

—Este mundo nunca fue acogedor para las autoridades de la Hegemonía —señaló el androide—. Según la leyenda, los lugareños quedaron muy complacidos con la caída de los teleyectores. Hasta la peste, desde luego.

—¿Peste? —preguntó Aenea.

—Un retrovirus —expliqué—. Redujo la población humana de la Hegemonía, de varios cientos de millones a menos de un millón. La mayoría perecieron a manos de los pocos miles de indígenas. Evacuaron al resto en los primeros días de Pax. —Hice una pausa para mirar a la niña. Parecía el bosquejo de una joven madonna arropada en la manta térmica, la piel reluciente a la luz del farol y del cubo—. Fueron tiempos duros en la Red después de la Caída.

—Así parece —dijo ella secamente—. No eran tan malos cuando yo me crié en Hyperion. —Miró las aguas negras que lamían la balsa, las estalactitas—. Me pregunto por qué se tomaron tantas molestias para incluir sólo unos kilómetros de caverna de hielo en la excursión.

—Eso es lo raro —dije, señalando la guía—. Dice que la principal atracción es la oportunidad de ver un espectro ártico. Pero, por lo que me han dicho, los espectros no se refugian en el hielo. Viven en la superficie.

Aenea me clavó sus ojos oscuros al comprender lo que esto significaba.

—Entonces esto no era una caverna...

—Creo que no —dijo A. Bettik. Señaló el techo de hielo—. El intento de terraformación se concentró en crear suficiente temperatura y presión de superficie en ciertas zonas bajas, para permitir que la atmósfera de bióxido de carbono y oxígeno pasara de la forma sólida a la gaseosa.

—¿No dio resultado? —preguntó la niña.

—En zonas limitadas —respondió el androide. Señaló las tinieblas—. Yo diría que esto era un descampado en los tiempos en que los turistas recorrían este breve tramo del río Tetis. O tal vez fuera un descampado excepto por campos de contención que ayudaban a retener la atmósfera y protegerse del tiempo más inclemente. Me temo que esos campos han desaparecido.

—Y nosotros estamos encerrados bajo una masa de aquello que respiraban los turistas —dije. Mirando el techo y el rifle de plasma, murmuré—: Me pregunto cuál será el grosor.

—Lo más probable es que sea de varios cientos de metros —dijo A. Bettik—. Tal vez un kilómetro vertical de hielo. Entiendo que ése era el grosor de la glaciación atmosférica al norte de las zonas terraformadas.

—Sabes mucho sobre este lugar.

—Al contrario. Acabamos de agotar la totalidad de mis conocimientos sobre la ecología, la geología y la historia de Sol Draconi Septem.

—Podríamos preguntar al comlog —sugerí, señalando mi mochila, donde ahora guardaba el brazalete.

Los tres nos miramos.

—No —dijo Aenea.

—Concuerdo —dijo A. Bettik.

—Tal vez después —sugerí, aunque mientras hablaba estaba pensando en algunas de las cosas que tenía que haber insistido en sacar del armario de herramientas extravehiculares: trajes ambientales con calefactores potentes, equipo de buceo, hasta un traje espacial habría sido preferible a la insuficiente ropa de abrigo en que ahora tiritábamos.

—Estaba pensando en disparar contra el techo, tratando de abrir un boquete, pero el riesgo de derrumbe parece mucho mayor que la probabilidad de abrir una vía de escape.

A. Bettik asintió. Se había puesto una gorra de lana con orejeras largas. El delgado androide parecía rechoncho con tanta ropa.

—Quedan explosivos plásticos en la bolsa de bengalas, M. Endymion.

—Sí, estaba pensando en eso. Queda suficiente para media docena de cargas moderadas... pero sólo tengo cuatro detonadores. Podríamos tratar de abrir un camino hacia arriba, o hacia el costado, o a través de esa muralla de hielo que nos cierra el paso. Pero sólo tenemos cuatro explosiones.

La trémula figura de madonna me miró.

—¿Dónde aprendiste a usar explosivos, Raul? ¿En la Guardia Interna de Hyperion?

—Al principio. Pero realmente aprendí a usar el anticuado plástico despejando tocones y rocas para Avrol Hume, cuando hacíamos jardinería en las fincas del Pico. —Me interrumpí, notando que sentía demasiado frío para permanecer quieto tanto tiempo. Mis dedos entumecidos enviaban esa señal—. Podríamos tratar de regresar río arriba —dije, pateando con los pies y flexionando los dedos.

Aenea frunció el ceño.

—Los teleyectores siempre están río abajo...

—Es verdad, pero tal vez haya una salida río arriba. Encontramos un poco de calor, una salida, un lugar para permanecer un tiempo, y luego nos preocupamos por atravesar el próximo portal.

Aenea asintió.

—Buena idea —dijo el androide, dirigiéndose al remo de estribor.

Antes de continuar, volví a colocar el mástil, cortándole un metro para que despejara las estalactitas más bajas, y colgué un farol allí.

Pusimos una lámpara en cada esquina de la balsa y seguimos río arriba, proyectando aureolas amarillas en la niebla helada.

El río era poco profundo —no llegaba a tres metros— y las pértigas ejercían buena tracción contra el fondo. Pero la corriente era muy fuerte y A. Bettik y yo tuvimos que usar todas nuestras fuerzas para empujar la pesada balsa corriente arriba. Aenea cogió otra pértiga y me ayudó a impulsar la balsa desde mi lado. Detrás de nosotros, las rápidas aguas negras se hinchaban y arremolinaban sobre las planchas de popa.

Durante unos minutos este gran esfuerzo nos mantuvo calientes —yo chorreaba gotas de sudor que se congelaban contra mi ropa— pero al cabo de media hora de empujar y descansar, empujar y descansar, estábamos nuevamente helados y sólo cien metros corriente arriba.

—Mira —dijo Aenea, dejando su pértiga y cogiendo la lámpara más potente.

A. Bettik y yo nos apoyamos en nuestros remos, manteniendo la balsa en su sitio mientras mirábamos. El extremo de un portal teleyector entre los macizos carámbanos como el arco de la rueda de un vehículo terrestre atrapado en un banco de hielo. Más allá del fragmento de portal expuesto, el río se angostaba hasta convertirse en una fisura de un metro de anchura que desaparecía bajo otra pared de hielo.

Other books

Hearts In Atlantis by Stephen King
Navigator by Stephen Baxter
Detour to Death by Helen Nielsen
Forgiveness by Iyanla Vanzant
Harvest of Bones by Nancy Means Wright
Count Zero by William Gibson
Wine, Tarts, & Sex by Susan Johnson