Como solamente llevaba una maleta, no tuve que esperar mucho en la zona de recogida de equipajes. Mi padre había intentado convencerme de que me comprase ropa nueva para causar buena impresión en el seminario, pero no lo hice porque me daba igual causar mala impresión, ya que lo más seguro era que al segundo día me echasen de allí por ser un fraude y no una joven promesa literaria. A mi padre le sorprendió que no me llevase ningún libro para el viaje —casi me muero de la risa cuando me lo dijo— y curiosamente no me preguntó qué era aquel corazón de escayola con tres esquís y dos letras que vio encima de la ropa cuando estaba ayudándome a hacer la maleta.
Nada más salir de la zona de recogida de equipajes, me topé con un señor con traje, alto, rubio, y con un cartel en el que se podía leer mi nombre.
—¿Abel Young? —me preguntó aquel hombre cuando me acerqué a él señalando su cartel.
—Sí, señor, ese soy yo.
—Encantado, yo soy Helmut, de
Circle Books
—me dijo mientras extendía su mano derecha para que se la estrechase—. Te llevaré en coche a Ithaca, pero hemos de esperar a una alumna del seminario que vuela desde Boston. ¿Quieres tomar algo en la cafetería mientras esperamos?
Le dije que sí, que me apetecería tomarme un café, ya que aún estaba medio dormido por culpa de la estafa aquella en forma de película. Nada más sentarnos a la barra de la cafetería, Helmut llamó a alguien para decir que yo ya había llegado y que en menos de media hora daba por hecho que llegaría el avión de Boston. Después de colgar tuvo la cortesía de preguntarme cómo me había ido el viaje y me dijo que había leído
El juramento
y que le parecía muy bueno.
—Parece que eres un joven Goethe —me dijo, no para llamarme cara culo, sino como elogio.
—La verdad, señor Helmut, es que yo no creo que sepa escribir muy bien —dije eso para empezar a ponerme a la defensiva para cuando esa gente se enfadase conmigo por haberles engañado.
—No me llames, señor, solamente Helmut, por favor.
—Bueno, pues solo Helmut. ¿Ese nombre de dónde es?
—¿Helmut? Alemán.
—¿Eres alemán?
—No, yo no. Yo nací en Nueva York, pero mi madre sí era alemana.
—Yo admiro mucho Alemania, me parece un gran país, con grandes cosas germanas y escritores tan buenos como Goethe y… Bueno, como Goethe.
Entonces Helmut se puso a recitar algo en alemán que se ve que era de Goethe y yo miré de reojo el reloj de la cafetería, esperando que la relatividad del tiempo hubiese convertido los dos minutos que llevábamos allí en treinta y tuviésemos que largarnos a buscar a la chica de Boston. Pero no, los dos minutos siguieron siendo dos minutos que se convirtieron en cuatro cuando Helmut dejó de recitar. El alemán no es un idioma que suene muy bien, la verdad sea dicha. Era la primera vez que lo escuchaba y me pareció que le faltaba algo o que le sobraba todo. A los únicos alemanes que había oído hablar eran a los que salían en las películas de la Segunda Guerra Mundial, pero esos lo hacían en inglés con acento alemán. Después de que Helmut se callase, decidí no volver a hablar en toda esa media hora, o si lo hacía, evitar en todo momento dar pie a que se hablase de literatura o de cualquier cosa extranjera.
Helmut y yo fuimos a la puerta de salida de equipajes cuando se anunció que el vuelo de Boston acababa de aterrizar. La chica a la que esperábamos se llamaba Arisa Imai. Pensé que la gente de la costa Este era tan estúpidamente moderna que a sus hijos les ponían nombres tan ridículos como ese, pero me equivocaba, el nombre era correcto al parecer. Bueno correcto en Japón porque Arisa era japonesa. Mediría un metro sesenta y poco, tenía los ojos muy grandes y una media melena con un flequillo que le tapaba totalmente la frente. Llevaba un traje gris —falda y americana—, camisa blanca y arrastraba un carro con cuatro maletas y una mochila. ¡Cuatro maletas y vestida con un traje! Yo una maleta y unos vaqueros y una camiseta de publicidad de nuestra ferretería. A lo mejor Arisa tenía pensado montar una tienda de ropa en Ithaca, aprovechando el viaje. Al llegar a donde la estábamos esperando, saludó a Helmut y luego le preguntó si el «niño» era su hijo. Helmut le dijo que no era su hijo, sino un alumno del seminario. Arisa puso una cara muy rara, como si sufriese de hemorroides mexicanas o algo así, resopló —cosa que hizo que su flequillo se agitase levemente— y, después de que Helmut nos presentase, me estrechó la mano y me dijo que estaba encantada de conocerme, a lo que yo contesté de la misma manera.
Cuando salimos a la calle, el empleado de
Circle Books
cogió dos de las maletas y se dirigió hacia el coche, una berlina negra con las lunas tintadas. Arisa cogió la mochila y empezó a mover la cabeza señalando las maletas que quedaban en el carrito. Ni me inmuté.
—¿De dónde eres? —me preguntó Arisa.
—De Tennessee —contesté yo.
—¿Y en Tennessee no os enseñan modales?
—Sí, modales y a llevar poco equipaje.
—Yo pensaba que en el Sur erais todos unos caballeros.
—Ya, pero yo soy de la zona plebeya, donde cada uno carga con sus maletas.
Sé que dijo algo en japonés y que seguro que era un insulto y de los gordos. Me dio su mochila, cogió las maletas y se fue a marcha rápida tras Helmut. El incidente del equipaje hizo que Arisa casi no me dirigiese la palabra en la hora y media de trayecto en coche desde Syracuse hasta Ithaca y que solamente hablase con Helmut. Eso sí, pese a no hablar conmigo me enteré de toda su vida. Al parecer Arisa llegó con sus padres a Estados Unidos cuando tenía cinco años. Su padre trabajaba como
free−lance
para varias empresas japonesas con intereses en el país y tenía su oficina en Chicago, donde ella vivió hasta los dieciocho años, momento en el que se fue a Boston para estudiar en Harvard la carrera de No Sé Qué y Ni Me Importa, de lo que después del verano iba a empezar a doctorarse. ¡Oh, Harvard, como los pedantes de las series de televisión! Deduje que tenía 23 ó 24 años, pero dependiendo de cómo la mirase aparentaba 18 ó 30. Helmut le dijo que su novela de vampiros medievales le había parecido muy interesante. O sea, que Arisa había escrito una novela que interesaba a
Circle Books
y que, curiosamente, también iba de vampiros.
—¿Cómo se titula? —pregunté yo, para ver si volvía a romper el hielo, ya que antes lo había roto muy mal.
—
Los señores de la peste
—contestó Helmut, medio minuto después de mi pregunta, debido a que Arisa se negó a contestarme.
—¿De qué va, Arisa? —pregunté esta vez para que quedara claro que estaba con el pica-hielos.
—Trata sobre unos monjes que descubren que los infectados por la peste son en realidad víctimas de unos vampiros —volvió a contestar Helmut, ya que la japonesa engreída seguía enfadada.
—Pues con ese título que le has puesto parecen más bien las aventuras de unos recolectores de estiércol —dije yo, esta vez para no romper nada helado.
—Todo lo que tienes de niñato lo tienes de estúpido —contestó entonces Arisa—. No entiendo por qué vas a participar en un seminario para el que tienes toda la pinta de no dar la talla.
¿Cómo podía saber eso? Apenas hacia media hora que nos conocíamos y ya se había dado cuenta de que era un fraude sureño. Helmut le dijo a Arisa que yo había escrito un relato excelente sobre Lord Byron y un vampiro. Al oír eso me alegré, ya que de la novela de Arisa había dicho que era «interesante», mientras que mi relato era «excelente». No sé por qué era excelente, pero en Tennessee excelente es más que interesante; en Japón y Harvard no sé, pero en mi tierra sí. Arisa no le dio ninguna importancia a lo que acababa de decir Helmut y no preguntó nada sobre mi relato. Estaba claro que, pasase lo que pasase, el seminario de Ithaca era propiedad de ella y no lo iba a compartir con nadie. Al menos era eso lo que supongo que ella pensaba. Seguramente era una alumna ejemplar con notas maravillosas y estaba acostumbrada a ser el centro de atención y a que le llevasen las maletas de aquí para allá.
A parte de decirme que todo lo que tenía de niñato lo tenía de estúpido, Arisa se dirigió a mí en otra ocasión para gritarme «niñato torpe y estúpido». Repitió lo de niñato y estúpido —a lo mejor era una de sus coletillas— porque toqué un botón que había en la puerta de mi lado, pensando que se bajaría la ventanilla, pero en vez de eso la luna y las dos ventanas traseras se cubrieron con una especie de placa metálica, como si fuese un blindaje. Después de que me gritase Arisa, volví a toquetear los botones de la puerta para bajar esas placas, pero en vez de eso hice que apareciese una nueva, también metálica, que nos separó en pocos segundos de la parte del conductor mientras mi, por desgracia, futura compañera de seminario seguía gritándome, esta vez en japonés. Helmut se encargó de que el interior del coche volviera a la normalidad bajando aquellas placas y nos pidió perdón porque se había olvidado de desconectar ese dispositivo del vehículo. Arisa dijo que no tenía por qué disculparse porque la culpa había sido mía. A mí me picó la curiosidad y le pregunté a Helmut sobre la razón de aquel extraño dispositivo.
—Sé que el coche lo lleva, solamente eso, pero no sé por qué razón, Abel —contestó.
—Pues parece que es un sistema antibalas o algo así —dije yo—. A lo mejor este coche era de la CIA o, mejor aún, de la mafia. ¿Era un coche de mafiosos?
Arisa no dejó que Helmut me contestara, volviéndome a llamar «niñato estúpido», aunque sin dirigirse a mí directamente. Habría dado la mitad del dinero que
Circle Books
había ingresado en mi cuenta ese mismo día por apretar un botón y que apareciese una pantalla en la que se proyectase
Las horas
, y así dormirme lo que quedaba de viaje y no tener que aguantar más a la tonta japonesa de las narices. Tenía la sensación de que con alguien como ella el seminario se me iba a hacer muy largo si no me echaban enseguida, aunque también cabía la posibilidad de que el resto del alumnado fuese gente normal y corriente y no impertinentes superdotados con síndrome de princesa sin reino. Aunque no pude dormirme, sí al menos desconecté de Arisa y de las aventuras de su excitante vida estudiantil y pedante que relataba a Helmut y me dediqué el resto del viaje a pensar en Mary. A lo mejor a esa hora, ella estaría ya dormida con su cabecita dorada apoyada en la almohada de su cama y, por qué no, soñando conmigo. También cabía la posibilidad de que estuviese en la cama, pero no durmiendo precisamente, sino compartiendo fluidos con Howard… No, eso no, Mary estaba durmiendo y soñando conmigo, a Howard solamente le quería para que la acompañara a pasear por ahí, cogidos de la mano. No, de la mano tampoco, sueltos, cada uno por su lado y dejando mucha distancia entre ambos. Ni eso, nada de pasear, a Mary solamente le gustaba hacerlo conmigo. Además, seguro que Howard era gay. Sí, eso, Howard estaba para hacer de buen amigo sensible y consolarla por no estar conmigo. ¡Qué buen muchacho era ese Howard!
Llegamos a Ithaca cuando casi eran las dos de la madrugada. Helmut bordeó la ciudad y siguió por una carretera secundaria que dejaría pocos kilómetros después, entrando en una especie de camino asfaltado que cruzaba un pequeño bosque. Al salir del bosque nos encontramos enseguida con la misma casa que salía en los folletos que acompañaban la información sobre el seminario y que vi con mi padre la noche en la que decidí viajar a Ithaca. Helmut aparcó el coche delante de la puerta principal y en ese momento salió a recibirnos el señor Shine.
—Hola, soy Elijah Shine ¡Bienvenidos a mi humilde morada! —dijo, haciendo algo parecido a una reverencia teatral y señalando la cabaña.
—Hola, yo soy Arisa Imai y no se puede imaginar la ilusión que me hace participar en su seminario, señor Shine —dijo mi compañera, con tono de pelota de la clase.
—Y tú debes de ser Abel, ¿verdad? —dijo el señor Shine—. ¿Qué tal el viaje?
—Un poco largo, pero la ilusión de conocerle y participar en el seminario lo ha hecho más liviano —solté yo, como diciendo que para pelota también servía y que además conocía palabras cultas como «liviano».
Sin darnos cuenta, Helmut había sacado ya las maletas del maletero. Nos dijo que tenía mucha prisa, ya que quería llegar a Nueva York antes del amanecer, aunque dudaba que fuera posible. El señor Shine le dijo que podría llegar justo antes del amanecer si corría un poco y no paraba en todo el trayecto. Helmut se despidió rápidamente de nosotros, subió al coche y, sí, parece que iba a correr un poco para llegar a Nueva York, ya que en pocos segundos desapareció de nuestra vista, engullido por la oscuridad del bosque. Yo cogí mi maleta y el señor Shine dos de Arisa, quien, como hiciera en el aeropuerto de Syracuse, solamente cogió la mochila.
—Abel, no permitirás que la señorita entre su equipaje, ¿verdad? —dijo el señor Shine—. Un caballero del Sur no hace esas cosas.
La tontería esa del caballero del Sur, sacada de
Lo que el viento se llevó
y cursiladas semejantes, empezaba a ser un tópico que me tocaba las narices, pero no tenía argumentos para no ser galante en aquella circunstancia, así que me las apañé para coger las otras dos maletas de Arisa. Ella me sacó la lengua a modo de burla fina cuando pasé a su lado quejándome de lo que pesaba una de sus maletas. No solamente tuve que entrarle las maletas a Arisa, sino que se ve que también los caballeros del Sur suben escaleras cargando el equipaje de señoritas burguesas de Boston, pues la habitación de mi querida compañera estaba en el piso superior de aquella casa. Cuando dejé las maletas en su habitación fue cuando Arisa me dijo, quizá sabiendo mi fobia a la lectura, que la más pesada estaba llena de libros, una veintena, para no perder el tiempo fuera de las horas del seminario. No hay duda de que eso de que los opuestos se atraen es una de las chorradas más grandes jamás dichas, ya que de ser cierto, no cabe duda que Arisa sería mi media naranja y les puedo asegurar que en ese momento no llegaba ni a medio limón. Mi habitación estaba al lado de la de Arisa. El señor Shine quiso hacer una gracia diciendo que ambas habitaciones se comunicaban a través de una puerta interior y que él, por supuesto, era partidario del amor juvenil, libre y literario. Me informó de que la habitación al final del pasillo era la suya, por si necesitaba algo. Entonces me di cuenta de que aquella casa solamente tenía tres habitaciones y que ya estaban ocupadas.
—¿Solamente hay tres habitaciones, señor Shine?