Entre nosotros (7 page)

Read Entre nosotros Online

Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

BOOK: Entre nosotros
11.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Yo pensaba que querías que heredara la ferretería…

—Y eso quiero, la verdad es que sí, pero sería un mal padre si en vez de un hijo quisiera una réplica de mí mismo. Me gustaría que siguieras en la ferretería porque ella es parte de mi vida y, a fin de cuentas, lo único que te podré legar.

—Yo no me he planteado otra cosa que seguir tus pasos. Cada vez que veo el cartel de la ferretería pienso que ahí está escrito mi destino.

—¿Tu destino? No hijo, el destino no existe y si existiese no estaría escrito en un cartel de una ferretería.

Mi padre tenía razón, él sin darse cuenta se había atrevido a escribir mi destino en su cartel, pero el destino no puede escribirse, sino que se construye día a día. Yo siempre había tenido claro que mi vida iba a ser larga y tranquila, trabajando en la ferretería y al lado de Mary, pero una película de Renée Zellweger y un relato aburrido sobre lord Byron ya habían comenzado a cambiarlo todo.

—Creo que es una oportunidad que no puedes dejar escapar, Abel —dijo mi padre retomando el tema del seminario en Ithaca—. Es como un campamento de verano, en un sitio ideal y encima te pagan mil doscientos dólares. Hay que ser muy tonto para no aceptar. Luego puede que te guste o no seguir con eso de ser escritor. Siempre tendrás la ferretería por si eso no resulta.

A la mañana siguiente, le llevé los papeles a Higgins, quien se alegró muchísimo, como si le acabase de dar un remedio para el cáncer o algo así. También aproveché la visita para devolverle los tres libros que me dejó cuando nos conocimos. Se quedó con la biografía de lord Byron y con
Werther
, pero me regaló el de la antología de Poe como muestra de su sincera amistad. Al salir de su despacho, por estas cosas del azar, me topé con Mary. Hacía una semana que el curso había finalizado, pero Mary estaba en el instituto porque era una de las organizadoras de la fiesta de graduación; fiesta a la que yo no pensaba asistir. Al verme me abrazó, me dio un beso y me felicitó por haberlo aprobado todo. Me dijo que a ella le habían ido mejor los exámenes de lo que había imaginado, pero que estaba más contenta por mí que por ella misma. Como ambos no teníamos nada que hacer el resto de la mañana, me preguntó si me apetecía ir a tomar algo al centro y charlar un rato, y le dije que de acuerdo, que me parecía muy bien. Por supuesto, muy bien era poco, ya que me parecía genialmente extraordinario o extraordinariamente genial, da igual, cualquiera de las dos cosas. No cabe duda que eché mucho de menos el contacto físico con Mary, soy un hombre y vivo en el mismo país que los de Ohio, pero después de que ella me dejara, lo que realmente añoré fueron esos momentos aparentemente cotidianos que viví con ella. Mary siempre ponía pegas a ir a la heladería porque los helados la volvían loca y engordaban una barbaridad. Yo siempre proponía ir allí porque los helados la volvían loca y me importaba tres pepinillos y medio si engordaban o no. Era un espectáculo maravilloso verla devorar aquellos helados y suspirar al hacerlo con la nariz manchada de nata, chocolate, fresa o vainilla. Este tipo de cosas son las que más eché en falta cuando me dejó, por eso, cuando me dijo que fuésemos al centro a tomar algo, pensé que podía recuperar alguno de esos momentos que, mezclados con lágrimas de felicidad, había recuperado en la soledad de mi habitación. Por supuesto, puso las mismas pegas de siempre para no ir a nuestra heladería y, por supuesto, se le volvieron a poner los ojos como platos cuando entró en el local y vio las novedades de la temporada.

—¿Tú sabes cuántas calorías tiene esto, Abel? —me preguntó Mary después de que le sirviera el especial de la heladería.

—¿7.548,39? —contesté yo.

—Incluso más. Bueno, da igual, un día es un día —dijo mientras hundía la cuchara en la copa—. ¿Vas a hacer algo especial este verano o vas a estar todo el tiempo en la ferretería?

—Voy a ir a Nueva York, a un seminario para jóvenes escritores o algo así.

—¿A la ciudad de Nueva York?

—No, a Ithaca, que no sé ahora a cuánto está de Nueva York.

—¿Y de que va ese seminario?

—No lo sé del todo. Es que escribí un relato, una cosa que me encargó mi tutor, y se ve que no está mal y me invitan a ir allí… Bueno, es muy largo de explicar.

—¿Y cuándo te vas?

—En julio, voy a pasar todo el mes allí.

—¿Y a tu padre le parece bien?

—¿A él? A mi padre, no te lo vas a creer, le hace más ilusión el tema que a mí.

—Este fin de semana empiezo a trabajar en la cafetería de la madre de Lucy.

—Así ahorraras dinero para tus gastos universitarios.

—No, empiezo a trabajar este fin de semana, pero lo más seguro es que siga después del verano. No voy a ir a la universidad este año, Abel.

Si la vida fuese un deporte y se pudieran pedir tiempos muertos, yo habría pedido uno en este preciso momento. Me habría apostado un testículo, no los dos, a que Mary me había dejado al principio del curso porque iba a ir a la universidad y eso suponía que iba a cambiar las cosas y a que había pensado en los nuestro y patatín y patatán. No recordaba las palabras justas, pero sé que lo de la universidad estaba por en medio y ahora me salía con que no iba a ir.

—¿Por qué no vas a ir? —pregunté yo, no sé en qué tono, pues me sentía enfadado, enfadado y muy tonto y no sé si eso se puede demostrar en la voz.

—Es que a Howard le queda un año aún en el instituto y nos iremos juntos los dos cuando él acabe. Es que a él le van a dar una beca para que juegue con los
Tigers
de la Universidad de Memphis.

—Ah, genial, supongo… Es que pensé que me habías dejado porque ibas a ir a la universidad.

—En verdad yo no te dejé, fuiste tú quien me dejó a mí.

¡Segundo tiempo muerto!

—Te aseguro, Mary, que fuiste tú quien me dejó —fue lo único que se me ocurrió decir.

—No, fuiste tú, lo que pasa es que a lo mejor no te diste cuenta.

¿Puedo pedir un tercer tiempo muerto? Bah, da igual, que siga el partido, total ella está jugando a baloncesto y yo a fútbol americano…

—¿Me lo puedes explicar, Mary? En serio, no tengo ni idea de lo que me estás contando.

—¿No te he dicho muchas veces que las mujeres hacemos lo contrario de lo que queremos hacer para que toméis la iniciativa? Pues era eso. Llevabas unas semanas algo distraído e intenté obligarte a que de alguna manera te comprometieses con nuestra relación. Pensé que al darte cuenta de que me podías perder, reaccionarías.

—Pero nosotros ya estábamos comprometidos.

—Eso del patio del colegio cuando teníamos ocho años no valía, Abel.

—Teníamos siete, Mary.

—Pues mejor me lo pones. Esperaba que te enfadases o que hicieses algo que me demostrara que te importaba de verdad, pero en vez de eso, comenzaste a pasar de mí.

—¿Y qué me dices de Howard?

—A Howard lo conocí cuando fui con Lucy a ver un partido. El chico se acercó a mí y me dijo que si había algún
touch down
me lo dedicaría. No hizo ninguno, pero fue un detalle, uno de esos que tú hacía tiempo que no tenías.

—Pensé que me habías dejado por él.

—Ni le conocía, Abel. Luego vi que tú seguías pasando de mí o incluso ibas de otro rollo y que seguramente ya estabas con otra fuera del instituto. Vi que yo no te importaba en absoluto y que pensaste que había muchos peces en el mar, peces mucho mejores que yo. En el fondo, aunque ya no me quieras, yo te seguiré queriendo. Lo he pasado fatal, Abel. Ha habido momentos en los que no podía dejar de llorar, un desastre. Por suerte tengo a Howard, es un buen chico al que le estoy cogiendo cariño…

Ya no escuché nada más, aunque ella seguía hablando yo ya no podía oírla, pues estaba en el país de «¿Por qué razón son tan complicadas las mujeres?». ¿Ahora qué se suponía que tenía que hacer yo? ¿Explicarle todo lo que me había pasado, cómo me había sentido desde el día que fuimos a ver aquella película de la Zellweger? Se me pasó por la cabeza decirle que volviésemos a estar juntos, pero si ella me decía que sí, a lo mejor quería decir que no y si me decía que no, ya no sabría qué hacer porque una negativa suya podrían ser muchas cosas al mismo tiempo. Mary era posiblemente una de esas chicas a las que de pequeñas le leen cuentos de princesitas y esperan que su príncipe la rescate de no se sabe dónde y que mate a un dragón que ni siquiera existe. Ahora bien, si ella quería que hiciese de príncipe es que no tenía suficiente con el plebeyo de Abel J. Young. Si me hubiese explicado cómo se sentía realmente, en vez de montarme el numerito de la ruptura, quizá yo tampoco habría reaccionado, ya que no tenía ni idea de qué esperaba Mary de mí. Me di cuenta de que tal vez no me la merecía, que no estaba hecho para ella. Además había fastidiado a la pobre haciéndola sentirse responsable de Howard, por el que iba a retrasar un año su entrada en la universidad. Me sentí muy culpable por todo aquello. Lo único que podía hacer era buscar la manera de compensarla, pero hasta que encontrase eso, me iba a limitar a ser su amigo y a no inmiscuirme en su vida. Así que no le dije nada, no le pedí que volviéramos y, por supuesto, no me disculpé porque hacerlo habría supuesto una especie de nueva petición de matrimonio.

Salí de aquella heladería sabiendo que Mary me seguía queriendo igual que siempre, sabiendo que realmente merecía todas las lágrimas que derramé por ella y sabiendo, por fin, qué diantre quería decirme mi padre con aquello de que hay muchos peces en el mar. No sé a quién se le ocurrió esa frase, pero seguramente fue a un gilipollas que nunca estuvo enamorado de nadie.

SEGUNDA PARTE

La tumba de Helen

Capítulo 4

Arisa Imai

F
ué mi primer vuelo y empecé a lo grande, con siete horas dentro de un cacharro volador que tomé en Memphis a las 3.30 p.m. y llegó a las 11 p.m. a Syracuse. A mí me habría ido mejor viajar desde Nashville, pero al parecer el aeropuerto de Syracuse es el que estaba más cerca de Ithaca o el que mejor les iba a los señores de
Circle Books
y no había vuelos Nashville−Syracuse. Pese a ser mi primer vuelo, no pasé miedo alguno ni en el despegue ni en un par de zonas con turbulencias. Al principio, antes de despegar, sí que me puse algo nervioso porque perdí el hilo de las explicaciones que dio una azafata sobre lo que había que hacer en caso de emergencia. En verdad aquella mujer no decía nada, sino que movía los brazos tontamente mientras por los altavoces sonaba la voz de alguien que no era ella. Perdí el hilo porque no me dio una buena sensación que nada más entrar en un lugar que se va a elevar a miles de pies de altura, una persona, muy mona eso sí, empezase a decirme qué hacer en caso de accidente. Es como si en un restaurante un camarero antes de servirme un plato me dijese qué hacer en caso de que me atragantase o de que pillase una intoxicación. Mal rollo. Pedí a la azafata si podía volver a repetir lo que había explicado, y como todos los pasajeros me miraron mal y algunos se pusieron a abuchearme, aquella mujer me dijo que encontraría toda la información que necesitase en mi asiento y que si tenía alguna duda después de despegar ella vendría a mi asiento a explicarme lo que hiciese falta. Tenía razón, encontré toda la información que ella y la voz habían dado en unos folletos con flechitas y muñequitos, pero de todas formas, como entre esos folletos encontré un par de bolsas para vómitos, le pedí a la azafata que me aclarase si era obligatorio vomitar en esas bolsas o si podía hacerlo en el lavabo. «Tu primer vuelo ¿verdad?», me dijo antes de aclararme que sí podía vomitar en el lavabo, pero que de hacerlo lo hiciera en el váter. Luego me tocó el pelo, supongo que en un gesto de simpatía azafatil, y me regaló un bolígrafo de la compañía aérea.

La verdadera razón por la que no me asusté cuando el avión se balanceó violentamente varias veces durante el viaje no fue por los folletos que aclaraban qué hacer antes de estrellarse, sino porque en el asiento de al lado tenía como compañero de vuelo al padre Karras. Le puse ese nombre porque era un sacerdote católico con pinta de exorcista atormentado y llevaba un maletín, seguro que lleno de crucifijos, agua bendita y un diccionario arameo−latín−inglés; el arameo es el idioma de los endemoniados, aunque ellos lo suelen hablar al revés. El padre Karras tenía una cicatriz que le cruzaba toda la cara y que supuse que se la había hecho de alguna endemoniada antes de escupirle algo verde desde el techo. Tener a un sacerdote a mi lado me tranquilizaba, ya que no dudaba que en caso de accidente el avión no se estrellaría por nuestro lado. Si hubiese tenido a mi lado a un rabino la cosa habría sido al revés, tendría la absoluta convicción de que el avión haría una extraña pirueta antes de tocar el suelo para que los primeros en palmar fuésemos él y yo. Sé que los judíos son «el pueblo elegido», pero no queda muy claro para qué. Me imagino que al principio de los tiempos Dios reunió a representantes de todas las religiones de la tierra y dijo: «Quiero elegir a alguien para…». Antes de acabar la frase, Moisés, Abraham o uno de esos levantó la mano y pidió que les eligiesen a ellos.

El padre Karras y yo no hablamos mucho durante el viaje, solamente unos pocos minutos durante la cena. Me sorprendió que no hiciese ninguna oración antes de ponerse a comer.

—¿No bendice la comida, padre? —le pregunté.

—No, hijo, la comida servida en bandejas de plástico no se bendice, solamente se ingiere con pesar.

Luego me contó que era ayudante del obispo de Syracuse y que daba clases en un colegio de allí. Era un tipo muy simpático y extrovertido. Doy por hecho que era así para compensar los malos momentos que debía de pasar peleándose con demonios que le mentaban a su madre en lenguas muertas cada dos por tres. Le dije que yo iba a Ithaca, y él me dijo que era un sitio muy bonito y que estaba a una hora y media de Syracuse, por lo que si necesitaba algo fuese a la sede del obispado y preguntase por él. Me dijo su nombre, pero no le presté atención porque para mí era el padre Karras y punto. También me comentó que había conocido al Papa de Roma cuando aún no era más que el cardenal Schwarzenegger y que después de hablar con él supo enseguida que iba a ser el sucesor del anterior Papa; supongo que Benedicto 15,5. No me contó nada más porque después de cenar nos pusieron una película en el avión y a este hombre, al parecer, le gustaba mucho el cine. La película se llamaba
Las horas
. Doy por hecho que era el título abreviado y comercial de Las horas interminables y aburridas. La vi durante diez minutos porque en los títulos decían que salía Nicole Kidman, pero era mentira, la protagonista no era ella, sino una tía muy fea vestida como una vigilante de un campo de concentración y peinada como la vieja de
Psicosis
. Lo único bueno de esa película era que en el minuto once te duermes irremediablemente. Es lo que me pasó a mí, cerré los ojos en ese minuto y ya no los volví a abrir hasta que el padre Karras me despertó para decirme que estábamos a punto de aterrizar.

Other books

A Gentleman’s Game by Theresa Romain
The First 90 Days by Michael Watkins
At the Drop of a Hat by Jenn McKinlay
Disconnected by Daniel, Bethany
Learning to Live by Cole, R.D.
La sexta vía by Patricio Sturlese
Pay Up and Die by Chuck Buda