—¡Cambio! —ordenó el capitán con voz ronca.
Los marineros cambiaron de sitio y los que estaban en la proa mojaron las chaquetas y se las dieron a los que iban a ocupar su lugar. Aunque cambiaban de sitio, el orden en que estaban colocados no variaba. El capitán estaba sentado en la popa, los dos tenientes estaban junto a él y a continuación estaban los guardiamarinas, luego los tripulantes del
Leopard
y luego tres tripulantes de
La Flèche
que habían recogido, los cuales, en medio de la confusión, se habían tirado al agua y no habían podido subir a sus botes. Cada hombre tenía al lado sus pertenencias, fueran las que fueran. Algunos tenían lo que habían cogido al azar, lo que estaba a su alcance en el último momento, en cambio, otros tenían lo que más valoraban. Jack Aubrey tenía un cronómetro —que había colocado junto a las galletas—, una chaqueta gruesa de algodón de color crudo que usaba desde hacía muchos años y dos pistolas. Había conservado más cosas que los demás, pues Killick, que se había enterado de lo que ocurría unos minutos antes que él, había cogido también algunos documentos suyos, su mejor telescopio y media docena de sus mejores camisas con chorrera recién planchadas, pero ahora las camisas formaban parte del grátil de la vela. Babbington había traído consigo su nombramiento y Byron el diario de a bordo y los certificados necesarios para que su nombramiento fuera confirmado y un sextante. Un guardiamarina todavía tenía su daga y los otros dos sus cucharas de plata. Varios marineros habían decidido conservar sus bolsas de tela, algunas de ellas adornadas con encajes y, por supuesto, sus cuchillos. El estuche con papel de cartas del doctor Maturin estaba sobre su diario y tenía encima su peluca nueva, pero al doctor sólo se le veían los dedos, pues estaba colgado de la borda y sumergido en el mar porque en el agua el sudor no podía evaporarse y porque había la posibilidad de que ese fluido penetrara a través de la membrana permeable de la piel.
—¿Pueden echarme una mano? —preguntó, subiendo hasta que su pecho estuvo a la altura de la borda.
Bonden se puso de pie y sus largos cabellos, agitados por el viento, le cubrieron la cara. Entonces se volvió hacia barlovento para que los cabellos se movieran hacia atrás y, de repente, se puso rígido, abrió desmesuradamente los ojos y le dijo a Jack:
—¡Un barco, señor! ¡Por el través de estribor!
Ni en tierra ni en la mar los hombres podrían guardar la disciplina ante algo así. Jack se levantó y todas las demás almas que había en el cúter hicieron lo mismo, por lo que éste dio un bandazo hacia barlovento y estuvo a punto de volcar.
—¡Siéntense, malditos marineros de agua dulce! —gritó Jack con un vozarrón que no parecía humano.
Todos se sentaron enseguida porque ya habían visto suficiente: un barco que venía del norte con las gavias desplegadas. Jack se subió en el centro de la bancada del cúter, se irguió y estuvo largo rato mirando el barco por el telescopio. La luz era perfecta y pudo ver el casco tres veces, justo cuando el cúter se había elevado con las olas.
—Probablemente es un barco que hace el comercio con India —dijo—. ¡Bonden, Harboard, Raikes, siéntense en la borda de babor! ¡Rápido!
El lejano barco navegaba de bolina, a seis o siete nudos, con rumbo sureste. Jack viró el cúter y le hizo tomar un rumbo que convergía con el del barco. La cuestión era si podrían converger antes de que se hiciera de noche, ya que la noche tropical llegaba de repente y no traía consigo la penumbra, que prolongaba el día.
¿Podría hacer avanzar el cúter con la rapidez suficiente para que fuera avistado por los serviolas del barco antes de que el sol se ocultara? En la mente de todos había la misma idea y muchos ojos miraban hacia el sol. Los marineros que estaban sentados en la borda de barlovento se inclinaron hacia afuera para dar mayor estabilidad al cúter y los otros tiraban agua a la vela para no desaprovechar ni un soplo de aire.
—¡Killick, haz cuanto puedas por formar una vela de estay con pañuelos, bolsas de tela y cualquier otra cosa!
—Sí, sí, señor.
Los marineros entregaron las bolsas que tanto valoraban sin decir palabra. Algunos de sus compañeros rompieron las costuras con cuchillos, otros formaron cabos con trozos de meollar y otros pasaron las agujas de un lado a otro de las piezas una y otra vez (un trabajo horrible, pues mientras cosían la vela sólo podían mirar hacia el barco de vez en cuando).
—Señor Babbington —dijo Jack—, eche la pólvora de ese frasco en el suelo para que se seque.
No había necesidad de eso en una embarcación tan caliente como aquella, pero quería asegurarse de que podría hacer una señal sin problemas.
Ambas embarcaciones se aproximaban lentamente. Desde el cúter, ya sin necesidad de ponerse de pie, los marineros podían ver el casco del barco, de cuadros blancos y negros, cuando éste subía con las olas. Y cuando la nueva vela, un pequeño triángulo multicolor, subió por el estay, todos dieron un viva y notaron que la velocidad aumentaba ligeramente. Pero el sol descendía tan rápido que cada vez que miraban hacia atrás estaba una cuarta más abajo y el viento estaba amainando, como bien podían apreciar aunque no decían nada.
El agua pasaba cada vez más lentamente por los costados del cúter y ya no era necesario que nadie se inclinara hacia fuera para darle estabilidad porque había muy poco viento. Sin embargo, el cúter ya se encontraba a una milla o milla y media del barco, por la amura de babor, y la distancia seguiría disminuyendo hasta que por fin se cruzaran, de modo que en cualquier momento podría ser avistado por los serviolas.
Jack observó el mar, el cielo y los signos que indicaban la poca intensidad del viento y después miró hacia el sol, que ya se ponía.
—¡Sacar los remos! —gritó y mandó remar a los hombres más fuertes—. ¡Tenemos que conseguir que nos vean!
Media milla más y ni el más negligente de los serviolas podría dejar de verles. Media milla más y podrían oírse los gritos y los disparos de una pistola de una embarcación a otra. Y el sol todavía estaba lejos del mar.
—¡Remar con fuerza! ¡Remar con fuerza! —gritó Jack, acercando su cara a los rostros contraídos y agotados de los remeros.
Los hombres remaron con fuerza y el agua empezó a deslizarse por el costado formando espuma. Se acercaban al barco con rapidez y ya podían ver a los hombres moviéndose por la cubierta. ¿Sería posible que no tuvieran ningún serviola?
—¡Guardar los remos y poner el cúter en facha! Ahora gritemos todos juntos: «¡Eh, el barco!». A la una, a las dos y a las tres: ¡Eh, el barco!
En el barco largaron las juanetes y cazaron las escotas e inmediatamente su velocidad aumentó y su proa empezó a formar grandes olas. El sol se ocultó y el mar se puso de color azul oscuro.
—¡Eh, el barco! ¡Eh, el barco!
Jack disparó las dos pistolas y las detonaciones fueron muy fuertes.
—¡Eh, el barco! ¡Oh, Dios mío! ¡Eh, el barco! —gritó, ya desesperado.
El barco pasó por delante del cúter a una distancia de media milla. Ahora su proa formaba olas con mucha más espuma y su estela se alargaba. Y cada segundo que pasaba, la distancia entre las dos embarcaciones aumentaba.
—¡Eh, el barco! ¡Eh, el barco! —gritaron hasta destrozarse la garganta.
Entonces la oscuridad lo envolvió todo. Las estrellas aparecieron mucho más allá del barco y a bordo de éste encendieron el fanal de popa y un farol en una cofa. Y entre las estrellas podía verse la luz de la cofa alejándose cada vez más.
El silencio era casi absoluto y sólo se oía el jadeo de los hombres que habían remado desesperadamente y los sollozos del cadete más joven. Los remeros estaban tumbados en el fondo del bote. Uno de ellos, un hombre corpulento llamado Raikes, dejó de respirar y Stephen se inclinó sobre él y empezó a darle un masaje en el pecho y a echarle agua en la cara. Después de unos momentos revivió y luego se sentó e hizo una inclinación de cabeza, pero no dijo ni una palabra.
—No pierdan las esperanzas, compañeros de tripulación —dijo Jack por fin—. Como pueden ver, lleva una luz en una de las cofas, y eso prueba que estamos en una ruta frecuentada por barcos. Ahora repartiré la cena y luego determinaré qué rumbo es el adecuado para llegar a tierra. Apuesto a quien quiera diez guineas contra un chelín a que mañana avistaremos tierra o un barco o ambas cosas.
—Yo no apuesto, señor —dijo Babbington tan alto como su ronquera se lo permitía—. Sé que es cierto.
* * *
Stephen se despertó poco después de que la luna saliera. Su diafragma se contraía de nuevo a causa del hambre y aguantó la respiración para atenuar su efecto. Jack todavía estaba sentado frente al timón y con una hoja de papel en la mano. Parecía que no se había movido nunca, que era inamovible, como el peñón de Gibraltar, que no le afectaban el hambre ni la sed ni la fatiga ni el desánimo. Ya la luz de la luna, que marcaba el contorno de su nariz, su mandíbula y sus hombros, parecía que su cabeza y sus hombros formaban un gran bloque de piedra. Había perdido mucho peso, tanto como podía perder un hombre sin perder también la vida, y de día apenas se le podía reconocer porque tenía la cara flaca y cubierta por la barba y los ojos hundidos, pero a la luz de la luna parecía que no había cambiado.
Jack advirtió que Stephen estaba despierto y en su rostro aparecieron los blancos destellos de una sonrisa. Entonces se inclinó hacia delante, le dio unas palmaditas en el hombro a Stephen y señaló hacia el norte.
—Chaparrón —dijo, y no pudo hablar más porque tenía la boca reseca.
Stephen miró hacia donde señalaba, y allí, a barlovento, no se veían las estrellas sino una total oscuridad en la que aparecían de vez en cuando los relámpagos.
—Pronto —dijo Jack.
Y media hora después dejó escapar sonidos que parecían inarticulados pero se aproximaban bastante a la frase «¡Todos arriba!» para despertar a todos los marineros que podían despertar. Raikes, el corpulento artillero de
La Flèche
, estaba muerto y los demás remeros podrían seguirle muy pronto si no descansaban bastante. Había muerto cuando repartían la cena, con la boca y los ojos muy abiertos, como si estuviera asombrado, y, si bien nadie había sugerido que comieran su cadáver, todavía no lo habían tirado por la borda.
—¡Vela! —dijo Jack con voz ronca—. ¡Cubo, fuente!
El viento del norte roló hacia el sur de repente, el mar se encalmó y la oscuridad cubrió todo el cielo. Empezó a caer granizo, enormes trozos de granizo que les hicieron sangrar y luego llegaron ráfagas de lluvia por el norte. Los marineros abrían la boca para que se les llenara de agua de lluvia y se frotaban los brazos y el cuerpo, que estaban cubiertos de quemaduras y costras de sal.
—¡Rápido, rápido! —dijo Jack, ahora mucho más alto, mientras desviaba el chorro de agua que bajaba por la vela hasta la fuente de madera y los demás recipientes que tenían.
Pero no era necesario que se molestara en hacerlo, ya que mucho después de que se llenaran todos los recipientes seguía lloviendo. La lluvia caía con tanta fuerza que apenas podían respirar y había tal abundancia de agua que los hombres se revolcaban en ella para que entrara por cada uno de sus poros. Y la lluvia siguió cayendo a chorros, con gran estruendo, y los hombres incluso tuvieron que achicar el agua y tirar por la borda el preciado elemento para mantenerse a flote.
Precisamente estaban achicando el agua cuando Babbington gritó:
—¡Oh! ¿Qué es esta cosa blanda?
Era el primero de un conjunto de cientos y cientos de calamares voladores que pasaron por encima y por los lados del cúter. Algunos chocaron contra los marineros y cayeron en el agua que cubría el fondo del cúter, despidiendo una luz fosforescente, o quedaron atrapados en una maraña de brazos, una maraña tal que hacía pensar que era inútil ordenarles que los compartieran. Entonces los marineros empezaron a coger los que estaban en el fondo. Los buscaban a gatas de proa a popa, incluso entre las piernas del muerto, y se los comían vivos.
Ya no había oscuridad. La luna brillaba de nuevo y la luz de las estrellas era mucho más intensa. Stephen temblaba de frío y tenía la sensación de que su estómago era un saco lleno y muy pesado, algo casi ajeno a su cuerpo.
—Aquí tiene mi chaqueta, señor —le dijo Forshaw al oído—. Túmbese en la bancada y duerma un poco. Dentro de una o dos horas amanecerá y ya verá como se siente mejor. Ahora podremos resistir al menos una semana más.
Amaneció y las primeras luces llegaron a lo alto del cielo, un cielo totalmente despejado. El mar estaba cubierto por una blanca niebla que se arremolinaba y formaba figuras fantasmagóricas y masas que parecían nubes. Enseguida apareció el limbo del sol y poco después pudo verse el sol entero. Parecía un limón aplastado, pero un limón enorme que emitía una potente luz y disipaba la niebla con sus rayos horizontales y se iba abultando a medida que ascendía. Y allí, a sotavento, a unas dos millas, donde la niebla era más espesa, había no uno sino dos barcos.
Observaron incluso que el barco más cercano había puesto en facha el velacho para comunicarse con el otro. Sin embargo, todavía aquello les parecía un espejismo. Nadie dijo ni una sola palabra hasta que Jack situó el cúter con el viento en popa y éste, gracias al viento fuerte y estable, alcanzó una velocidad de cuatro o cinco nudos. Era imposible que no les vieran desde el barco (ya estaban seguros de que era un barco real, pues ningún espejismo hubiera durado tanto tiempo) y casi imposible que no les hubieran visto ya, porque era un barco de guerra, como lo probaba aquel gallardete que ondeaba al viento. No sabían qué nacionalidad tenía porque no podían ver más que un pedazo de la bandera, un pedazo de color azul, por lo que podría ser un barco británico, francés, holandés o incluso norteamericano, pero fuera de donde fuera les parecía un paraíso. No obstante, ningún hombre se atrevía a desafiar al destino y todos estaban sentados con el cuerpo rígido, mirando fijamente hacia el barco y deseando que el cúter continuara avanzando. Había un silencio absoluto. De repente, Jack le dio el timón a Babbington, fue andando trabajosamente hasta la proa con el telescopio y enseguida dijo:
—Es nuestro. La bandera es azul. ¡Es la
Java
! ¡Oh, Dios mío! ¡Sí, es la
Java
. La reconocería en cualquier parte. La otra es una fragata portuguesa.
Empezaron a hablar en voz baja sobre
la. Java
. Todos los tripulantes del
Leopard
que habían navegado antes con Jack la conocían perfectamente. Era la fragata francesa
Renommée
, que había sido capturada frente a Madagascar, una extraordinaria embarcación de treinta y ocho cañones.