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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (3 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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Náuseas, ganas de dormir. Me quité la trenca y me dejé puesta la chaqueta, a pesar del calor. Me gustaba esa sensación familiar del forro de seda. Una segunda piel. Me senté en mi sillón y consideré mi tercera piel: mi despacho. Cinco metros cuadrados sin ventana donde los expedientes se apilaban hasta cubrir las paredes.

Eché una mirada al papeleo que se había acumulado. Actas de declaraciones o de interrogatorios, facturas de teléfono detalladas, extractos bancarios de sospechosos, requerimientos que los juzgados finalmente autorizaban. Y también: el informe de prensa de actos criminales, que llegaba por la mañana y por la noche proveniente del Ministerio del Interior, así como los telegramas resumiendo los casos más importantes en Île-de-France. El habitual baño de mierda. Y todo cubierto de post-it pegados por mis tenientes, informándome de los casos resueltos o de los que estaban estancados.

La náusea, con mayor fuerza aún. No quería ni siquiera escuchar mis mensajes. Ni del móvil ni del fijo. Preferí ponerme en contacto con la gendarmería de Nogent-le-Rotrou, la ciudad más próxima a Vernay. Pregunté por el capitán que había supervisado el rescate de Luc. El hombre me confirmó las informaciones de Svendsen. El cuerpo con lastre, su traslado urgente, la resurrección.

Colgué, palpé mis bolsillos, encontré mis sin filtro. Saqué un pitillo, mi mechero y, todavía reflexionando, saboreé cada detalle del ritual. El paquete crujiente, íntimo, el perfume que desprendía, mezclado con los efluvios de la gasolina del Zippo; las briznas de tabaco que, como hebras de oro, quedaban en mis dedos. Y por fin, la bocanada de fuego hasta el fondo del tórax…

Seis de la tarde. Comencé, por fin, a descifrar los documentos. Los post-it. Ya aparecían las muestras de solidaridad: «Contigo, Franck». «No todo está perdido. Gilles.» «¡Es el momento de tener agallas!» «¡Ánimo! Philippe.» Despegué los mensajes y los puse aparte.

Solo entonces me sumergí en el trabajo, haciendo el balance de los buenos y malos momentos del día. Foucault me informaba que la DPJ, Dirección de la Policía Judicial de Louis-Blanc, se negaba a darnos información sobre el expediente referido a un cuerpo descuartizado encontrado cerca de la plaza Stalingrad. Ese asesinato podía estar vinculado con un caso que investigábamos desde hacía más de un mes: un ajuste de cuentas entre traficantes en La Villete. El rechazo no me sorprendía. Siempre la vieja rivalidad entre la DPJ y la Criminal… Cada uno en su casa, de modo que los cadáveres estén bien guardados.

Mensaje siguiente, más constructivo. Quince días atrás, un compañero de promoción destinado a la Policía Judicial de Cergy-Pontoise me había pedido consejo sobre un crimen: una mujer de cincuenta y nueve años, esteticista, asesinada en su aparcamiento. Dieciséis cortes con una navaja de afeitar. Ni robo ni violación. Ningún testigo. Los investigadores habían pensado primero en un crimen pasional; luego, en un acto de perversión y terminaron encontrándose en un callejón sin salida.

Estudiando las fotos del cadáver, había observado varios detalles. Los ángulos de los cortes de la navaja revelaban que el asesino tenía la misma altura que la víctima, más bien baja. El arma era singular: una navaja antigua, de esas que solo encuentran en las tiendas de antigüedades y las chamarilerías. Semejante instrumento podía pertenecer a un asesino de sexo femenino. Es el arma que se utiliza, por ejemplo, en los ajustes de cuentas entre putas: un arma que desfigura; los hombres prefieren el cuchillo y golpean en el vientre.

Pero lo más importante era que las heridas estaban concentradas en el rostro, el pecho y el bajo vientre. El asesino se había encarnizado con las partes que determinaban el sexo. Se había detenido, sobre todo, en el rostro, al que le cortó la nariz, los labios, los ojos. Quizá, al desfigurar a su víctima, el asesino se había concentrado en su propia imagen, como si estuviera rompiendo un espejo. También había observado la ausencia de heridas defensivas que habría sufrido en caso de haber intentado luchar o protegerse: la esteticista no había desconfiado. Conocía a su agresor. Le había preguntado a mi colega de Cergy si la muerta tenía una hija o una hermana. Mi colega de promoción me había prometido interrogar nuevamente a la familia. El post-it decía simplemente: «¡La hija ha confesado!».

Dejé a un lado las facturas de teléfono y los extractos de cuentas. No estaba suficientemente concentrado para descifrarlos. Pasé a otra pila de papeles recién impresa: un informe sobre la escena de un crimen de la víspera a la que no había acudido. Meyer, el tercero de mi grupo, era el experto en materia de protocolos, el escritor de la pandilla. Licenciado en letras, ponía particular esmero en redactar los atestados y se manejaba bien cuando describía el lugar de un crimen.

Me sumergí de inmediato en el caso. Le Perreux, anteayer a mediodía. A la hora de comer, uno o varios agresores habían irrumpido en una joyería antes de que la encargada pudiera activar la alarma. Se habían llevado la caja, las joyas y a la mujer. La habían encontrado asesinada a la mañana siguiente, medio enterrada en los bosques que flanquean el Marne. Ese era el lugar que describía Meyer: el cuerpo sepultado a medias, el humus, las hojas muertas y los zapatos de la víctima colocados perpendicularmente al lado de la sepultura. ¿Qué hacían ahí los zapatos?

Un recuerdo tomó forma en mi memoria. En la época de mis aspiraciones humanitarias, antes de viajar a África, había recorrido los suburbios del norte de París en autobús distribuyendo alimentos, ropa y medicamentos a las familias nómadas que sobrevivían bajo los puentes del bulevar periférico. En aquella oportunidad había estudiado la cultura de los pueblos romaníes. Bajo una apariencia externa golfa y vagabunda, había descubierto un pueblo muy estructurado que seguía normas estrictas, en particular con respecto al amor y a la muerte. Precisamente, en un entierro, un aspecto idéntico al de Le Perreux me había impresionado. Antes de inhumarlo, los cíngaros habían descalzado el cuerpo y colocado sus botas cerca de la sepultura. ¿Por qué? No conseguía acordarme pero merecía la pena estudiar con detenimiento esa similitud.

Cogí el teléfono y llamé a Malaspey. El que tenía más sangre fría de mi grupo y el menos hablador de todos. El único con el que no corría el riesgo de que me hablara de Luc. Sin preámbulos, le ordené que buscara a un especialista en gitanos y se informara acerca de sus ritos funerarios. Si mis sospechas se confirmaban, habría que rastrear en las comunidades gitanas de Val de Mame. Malaspey asintió y luego colgó, sin una sola palabra personal, tal como había previsto.

De vuelta al papeleo. En vano. No había manera de concentrarse. Dejé de lado los interrogatorios y contemplé mi leonera. Los muros tapizados de expedientes abiertos —en lenguaje policial, no resueltos—. Casos antiguos que me negaba a archivar. Era el único investigador de la Brigada que guardaba ese tipo de documentos. También era el único que prolongaba su límite de prescripción, fijado en diez años para los delitos de sangre, realizando de vez en cuando un interrogatorio o encontrando un nuevo indicio.

Observé, por encima de una de las pilas, la fotografía de una niña pequeña pegada con chinchetas en la pared: Cécilia Bloch, cuyo cuerpo abrasado había sido hallado a algunos kilómetros de Saint-Michel-de-Sèze, en 1984. Nunca se había logrado atrapar al culpable. El único indicio habían sido los aerosoles utilizados para prender fuego al cuerpo. En aquel momento yo estaba internado en Sèze; ese suceso me obsesionó. Una pregunta me acosaba: ¿el asesino había quemado viva a la pequeña o primero la había matado? Al convertirme en policía, retomé el expediente. Volví al lugar. Interrogué a los gendarmes, a los vecinos, sin resultado.

Otra niña figuraba sobre el muro. Ingrid Coralin. Una huérfana que actualmente debía de tener doce años y crecía mientras iba de un hogar de acogida a otro. Una cría a cuyos padres yo había matado, indirectamente, en el año 2000 y a quien enviaba, anónimamente, una pensión.

Cécilia Bloch, Ingrid Coralin.

Mis fantasmas familiares, mi única familia…

Reaccioné y miré el reloj. Casi las ocho de la noche. Hora de ponerme en marcha. Subí un piso. Tecleé el código de acceso a la Brigada de Estupefacientes y entré en los despachos. A la derecha, crucé el espacio diáfano del grupo de investigación de Luc. Ni un alma. Era de suponer que todos estaban reunidos en otro sitio, quizá en una de las cervecerías a las que solían ir, bebiendo en silencio. Los hombres de Luc eran los más duros del quai des Orfèvres. Interiormente deseé suerte a los tíos de la IGS que se ocuparían de interrogarlos. Esos maderos no soltarían palabra.

Dejé atrás la puerta de Luc sin detenerme y eché un vistazo a los demás despachos: nadie. Volví sobre mis pasos, giré el pomo. Cerrada. Saqué de mi bolsillo un juego de llaves y abrí la cerradura en pocos segundos. Entré silenciosamente.

Luc había hecho limpieza. Sobre el escritorio, ni un papel. En las paredes, ni una sola orden de búsqueda y captura. En el suelo, ni un solo caso pendiente. Si verdaderamente Luc hubiera querido desaparecer, esta habría sido su manera de actuar. Tenía predilección por el secreto: era una de las claves del personaje.

Me quedé inmóvil durante algunos segundos, para empaparme de aquel lugar. La guarida de Luc no era mayor que la mía pero disponía de una ventana. Di la vuelta al escritorio y me acerqué al panel de corcho situado detrás del sillón. Aún quedaban algunas fotos. Ninguna profesional: retratos de Camille, ocho años, y de Amandine, seis años. En la oscuridad, sus sonrisas flotaban sobre el papel como en la superficie de un lago. También destacaban algunos dibujos infantiles: hadas, casas habitadas por una pequeña familia, «papá» armado con una gran pistola persiguiendo a los «comerciantes de drogas». Posé mis dedos sobre las imágenes y murmuré: «¿Qué has hecho? ¡Joder! ¿Qué has hecho?…».

Abrí cada uno de los cajones. En el primero, artículos de escritorio, unas esposas, una Biblia. En el segundo y el tercero, expedientes recientes, casos cerrados. Informes impecables, notas de servicio muy pulidas. En toda su vida, Luc jamás había trabajado de forma tan ordenada. Aquello era una puesta en escena. El despacho del primero de la clase.

Me detuve delante del ordenador. No había ninguna posibilidad de encontrar una pista en él, una revelación, pero quería asegurarme. Maquinalmente, pulsé la barra espaciadora. La pantalla se iluminó. Cogí el ratón e hice clic sobre uno de los iconos. El programa me pidió una contraseña. Por probar, introduje la fecha de nacimiento de Luc. Denegada. Los nombres de Camille y de Amandine. Dos rechazos, uno tras otro. Iba a intentar una cuarta posibilidad cuando se encendió la luz.

—¿Qué coño haces aquí?

En el umbral estaba Patrick Doucet, alias Doudou, número dos del grupo de Luc. Dio un paso y repitió:

—¿Qué coño haces en este jodido despacho?

La voz sibilaba entre sus labios apretados. Yo no me atreví ni a respirar, ni a hablar. Doudou era el más peligroso del equipo. Un zumbado dopado con anfetas que había hecho sus primeras armas en la Brigada de Investigación y de Intervención. Vivía para el «ataque por sorpresa». En la treintena, una cara de ángel enfermo, unos hombros de culturista enfundados en una cazadora de cuero raído. Llevaba los cabellos cortos a los lados y largos en la nuca. Detalle de refinamiento: en la sien derecha tenía afeitados tres arañazos.

Doudou señaló el ordenador encendido.

—Siempre hurgando en la mierda, ¿verdad?

—¿Por qué en la mierda?

No dijo nada. Ondas de violencia le sacudían los hombros. Su cazadora se abría sobre la culata de una Glock 21 calibre 45, el arma reglamentaria del equipo.

—Apestas a alcohol —le señalé.

El madero seguía acercándose. Yo me eché hacia atrás con el miedo en las tripas.

—¿Va a ser que no tenemos razones para echar un trago?

Había acertado. Los hombres de Luc habían salido a pillar un ciego. Si los demás se dejaban caer en ese momento, ya me veía en el pellejo de un madero linchado por los colegas de una unidad rival.

—¿Qué es lo que andas buscando? —me gritó a la cara.

—Quiero saber cómo ha llegado Luc a este punto.

—No tienes más que mirar tu vida. Tendrás la respuesta.

—Luc nunca renunciaría a la existencia. Sea como sea, es un don de Dios y…

—No empieces con tus sermones.

Doudou no me quitaba los ojos de encima. Solo el escritorio nos separaba. Me di cuenta de que dudaba; ese detalle me tranquilizó. Estaba completamente ebrio. Opté por preguntas directas.

—¿Cómo andaba estas últimas semanas?

—¿Y a ti qué cojones te importa?

—¿En qué trabajaba?

El madero se pasó la mano por la cara. Yo me escabullí a lo largo de la pared, alejándome.

—Algo debió de pasarle… —continué sin quitarle los ojos de encima—. Tal vez una investigación que le dejó la moral por los suelos…

Doudou se burló:

—¿Qué buscas? ¿Un caso asesino?

El tío no comprendía nada pero había acertado con la palabra justa. Si debía dilucidar el intento de suicidio de Luc, esa era una de mis hipótesis: una investigación que lo habría sumido en una desesperación sin salida. Un caso que habría conmocionado su fe católica.

—¿Qué coño os traíais entre manos? —insistí.

Doudou me controlaba con el rabillo del ojo mientras yo seguía retrocediendo. A modo de respuesta, emitió un sonoro eructo. Sonreí a mi vez.

—Vamos, hazte el listillo. Mañana serán los Bueyes quienes te lo preguntarán.

—¡Me la traen floja!

El madero golpeó el ordenador con el puño. Su cadenilla lanzó un relámpago dorado.

—Luc no tiene nada que reprocharse, ¿te enteras! —gritó—. ¡No tenemos nada que reprocharnos! ¡Me cago en…!

Volví sobre mis pasos y apagué el ordenador con un gesto suave.

—Si ese es el caso —murmuré—, más te vale cambiar de actitud.

—Ahora hablas como un abogado.

Me planté delante de él. Estaba harto de su fanfarronería mezquina.

—Óyeme bien, pedazo de gilipollas. Luc es mi mejor amigo, ¿te enteras? De modo que deja de mirarme como si fuera un chivato. Encontraré la razón que lo llevó a tomar la decisión, sea cual sea. Y no serás tú quien me lo impida.

Mientras decía esto, me dirigía hacia la puerta. Cuando crucé el umbral, Doudou espetó:

—Nadie cantará, Durey. Pero si hurgas en la mierda, salpicarás a todo el mundo.

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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