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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (7 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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Como contraste, pensé en mí, en el interior de mi celda amarilla. Cada mañana, escuchaba las noticias de Radio Vaticana. A salvo y arropado.

—¿Cómo… cómo saliste de allí? —pregunté.

—Un milagro.

—¿Para qué asociación trabajabas?

—Para ninguna.

Rió otra vez con sarcasmo, acercándose al tabique que nos separaba.

—Me alisté, Mat.

—¿Qué?

—Voluntario. La única solución para sobrevivir allí.

De repente, pensé que Luc se confesaba, pero estaba equivocado. Luc no se arrepentía de nada. Al contrario, estaba orgulloso de haber pasado a la acción. Afloró mi agresividad.

—¿Cómo pudiste?

Luc se acurrucó nuevamente en la oscuridad. En la catedral se apagaron los cánticos. Entonces escuché un ruido mucho más cercano: los sollozos de Luc. Lloraba con el rostro hundido entre las manos. Inmediatamente cambié de tono.

—Debes olvidar todo aquello. Lo que hicieron, lo que tú hiciste… No puedes juzgar a la humanidad en esas condiciones: estabas en la peor de las situaciones: aquella en la que el hombre se convierte en un monstruo. Tú…

Luc levantó la cabeza y se acercó otra vez. Las lágrimas brillaban sobre sus pómulos pero sonreía. Una sonrisa a medias que le deformaba el rostro.

—¿Y tú, todavía en el seminario?

—Desde hace tres meses.

—¿No has traído la sotana? ¿Estás de incógnito?

—No me tomes el pelo.

Rió, sorbiéndose los mocos.

—¿Todavía en tu hospital de sanos?

—¿A qué estás jugando? ¿Has esperado hasta los veinticuatro años para descubrir la violencia? ¿Te hacía falta ver Vukovar para medir la crueldad humana? Y ahora, ¿qué harás? ¿Ir a otro frente? La luz está en nosotros, Luc. Recuerda el Evangelio de San Juan: «El hijo de Dios ha aparecido precisamente para destruir las obras del diablo».

—Ha llegado demasiado tarde.

—Si crees eso, es que has perdido la fe. Nuestro cometido no es que nos fascine el mal, sino llamar al bien, guiarlo…

—Eres un enchufado, Mat. Buen tío, pero un enchufado. Un pequeñoburgués de la fe.

Me agarré al enrejado. Bajo la nave los cantos se reanudaron.

—¿Qué buscas? ¿Qué es lo que quieres?

—Seguir en la acción.

—¿Vuelves a Yugoslavia?

—Estoy matriculado en Cannes-Écluse.

—¿Dónde?

—En la academia de policía. Convocatoria de enero. Seré madero. Dentro de dos años estaré en la calle. No hay otra solución. Quiero enfrentarme con el diablo en su terreno. Quiero ensuciarme las manos. ¿Lo pillas?

Su voz era serena, decidida. Por el contrario, algo se derrumbó en mi interior. Una vez más, san Juan: «Sabemos que hemos nacido de Dios, pero el mundo entero yace bajo el imperio del mal». Cerré los ojos y volví a vernos: Luc y yo, apoyados en las columnas de la abadía de Saint-Michel-de-Sèze. Íbamos a transformar la Iglesia, a cambiar el mundo…

—Feliz Navidad, Mat.

Cuando alcé los párpados el confesionario estaba vacío.

La impresión que me causó duró meses.

En el seminario, mi fervor parecía ausente. Los sacramentos, la liturgia, la oración, la comunión, la confesión… Escuchaba sin oír. Repetía los gestos sin entusiasmo. Las noticias de Yugoslavia me llegaban por Radio Vaticana. Cada vez que había una matanza, un nuevo horror, rezaba, ayunaba. Sentía asco de mí mismo. Un enchufado. Un pequeñoburgués de la fe.

No dejaba de pensar en Luc. ¿Cómo era posible que ese intelectual, ese apasionado por la teología se convirtiera en un simple madero? No tenía ninguna respuesta, pero sus sarcasmos seguían retumbando en mis oídos. Cada día, creía un poco menos en mi misión. Mi formación me parecía estéril. ¡Y tan cómoda! Había elegido el ascetismo pero vivía como un pachá. Alimentado, alojado, protegido, rezando tranquilamente y consagrándome a lo que más amaba: los libros.

Intuía mi carrera. Nunca sería un cura de campo. Cuando finalizara el seminario y la tesis me quedaría en Roma y formaría parte de la Universidad Gregoriana o de la Academia Pontificia, la ENA (Escuela Nacional de Administración) eclesiástica. Después de algunos cargos en las nunciaturas europeas, subiría los peldaños de la teocracia hasta acceder a las jerarquías más altas de la Curia romana. Una «buena posición» bajo el amparo del desahogo, del poder. Todo lo que había detestado de mis padres me atrapaba de repente bajo otra forma.

Compartí mis dudas con mis padres superiores. No encontré más que respuestas académicas, el habitual lenguaje estereotipado de los religiosos, un bálsamo insípido aplicado a los tormentos del alma. El 29 de junio de 1992, el mismo día del ingreso de los futuros sacerdotes en «el cuerpo de la santa Iglesia católica, apostólica y romana», devolví la sotana.

Luc se equivocaba, no estaba en un hospital de sanos.

Estaba en un cementerio.

Allí todo el mundo había muerto.

Yo también.

Regresé a París y fui inmediatamente al arzobispado. La lista de organizaciones humanitarias religiosas era larga. Me detuve en la primera que iniciaba sus misiones en el continente que había escogido: África. Tierras de Esperanza era una asociación de franciscanos que aceptaba en sus filas a trabajadores laicos; me pareció perfecta. Era el grupo que se internaba más profundamente en territorios de riesgo.

A principios de 1993, me embarqué en mi primera aventura.

Ruanda, un año antes del genocidio.

Las señalizaciones de salida de la autopista me arrancaron, in extremis, de mis recuerdos. Me hundí en el túnel de la porte d’Orléans pensando aún en Luc y en la falta de sincronía de nuestros destinos. Él siempre se me había adelantado. Este pensamiento me estremeció. Nunca lo seguiría en el camino del suicidio. Pero ahora debía admitir su acto y averiguar la razón del mismo. Algo había ocurrido. Un acontecimiento inconcebible, que había expulsado a Luc de su destino.

Debía entender su decisión.

Era la condición indispensable para que él recuperara la conciencia.

9

Despacho. Papeleo. Post-it. Cerré la puerta y luego abrí un nuevo paquete de cigarrillos, fumar PUEDE DAÑAR LOS ESPERMATOZOIDES Y REDUCIR LA FERTILIDAD. Esas advertencias tenían la virtud de exasperarme. Pensé en lo que había escrito Antonin Artaud a propósito de las drogas: «Poco importan los medios para perderse: eso no le incumbe a la sociedad».

Eché una ojeada al fajo de etiquetas amarillas: «11 h: llamar a Dumayet», «Mediodía: Dumayet», y aún: «14 h: Dumayet. ¡URGENTE!». Nathalie Dumayet, comisaria de división y jefa de la Brigada Criminal, era la responsable de los grupos de investigación del 36. Miré el reloj: eran apenas las tres. Demasiado temprano para tomar el té con el dragón.

Me quité la parka y hojeé los documentos. No encontré los que esperaba. Escuché los mensajes del móvil y luego los del teléfono fijo: tampoco había nada. Llamé a Malaspey.

—No has vuelto a llamar —ataqué—. ¿Algún progreso en el caso de los cíngaros?

—Estoy saliendo de la facultad de Nanterre. Acabo de hablar con un profesor de romaní, el idioma de los cíngaros. Tenías razón. La puesta en escena de los zapatos es clavada. Romaní puro. Según este fulano, nuestro cliente podría haberle quitado los botines a su víctima para evitar que su fantasma lo persiguiera. Cosas de gitanos.

—Bien. Busca en el fichero de la Policía Judicial. Toma nota de todos los calós metidos en atracos a mano armada en Val de Marne.

—Está hecho. Trabajamos también con la comisaría de Créteil sobre las comunidades de la zona.

—¿Dónde estás ahora?

—En la vía rápida, llegando al despacho.

Coloqué la medalla de san Miguel Arcángel sobre los expedientes.

—Ven a verme antes de ponerte a escribir el parte. Tengo algo para ti.

Colgué y llamé a Foucault. Había terminado de mirar la información sobre los delitos de la noche anterior cuando llamaron a la puerta. El primero de mi grupo se parecía a un golfillo, de carácter alegre. Cabellos rizados, hombros estrechos enfundados en una cazadora Bomber, sonrisa resplandeciente. Foucault era el vivo retrato de Roger Daltrey, el cantante de los Who en la época de Woodstock.

Mi adjunto estaba en la variante lúgubre, con la evidente intención de hablar de la catástrofe de Luc. Lo atajé con un gesto.

—Necesito que me ayudes. Es un asunto privado.

—¿De qué tipo?

—Quiero que sondees a los tíos del equipo de Luc. Que averigües en qué andaban.

Asintió con la cabeza pero sus ojos delataban escepticismo.

—No será nada fácil.

—Invítalos a comer. Hazlos beber. Ponte en plan cómplice.

—De acuerdo. Por probar que no quede.

El día anterior, Doudou me había ofrecido una muestra de la buena voluntad del equipo.

—Oye. Nadie conoce a Luc como yo —proseguí—. Su acto tiene un motivo externo. Un asunto inexplicable que le ha caído encima, que no tiene nada que ver con una depresión o con un abatimiento repentino.

—¿Un asunto como cuál?

—Ni idea. Pero quiero saber si trabajaba en un caso especial.

—Bien. ¿Algo más?

—Sí. Investiga su vida privada. Cuentas bancarias, créditos, declaración de impuestos. Absolutamente todo. Busca sus facturas de teléfono: móvil, despacho, domicilio. Todas sus llamadas de los últimos tres meses.

—¿Estás seguro de lo que haces?

—Quiero saber si Luc tenía algún secreto. Una doble vida; qué sé yo.

—¿Luc, una doble vida?

Con las manos en los bolsillos de su cazadora, Foucault parecía atónito.

—Contacta también con el Centro de Evaluación Psicológica de la Policía Judicial. En algún lugar deben de tener un expediente sobre Luc. Queda entendido que trabajarás con la mayor discreción posible.

—¿Y los Bueyes?

—Adelántate a ellos y mantenme informado.

Foucault se eclipsó, con una expresión cada vez más escéptica. Yo tampoco creía en ese tipo de investigación. Si Luc hubiera tenido algo que ocultar habría empezado por borrar su rastro. No hay nada peor que ir a la caza de un cazador.

La puerta no se cerró; Malaspey estaba en el umbral. Forzudo, impasible, arrebujado en un polar, llevaba siempre un minúsculo morral trenzado, estilo indio. El pelo canoso recogido con una cola de caballo y una pipa entre los dientes completaban el cuadro. Recordaba más bien a un profesor de instituto técnico que a un madero de la Criminal con quince años de experiencia a sus espaldas.

—¿Erías erme?

La pipa hacía que se tragara la mitad de las palabras. Abrí un cajón, cogí una bolsa translúcida y deslicé en ella la medalla de san Miguel.

—Quiero que indagues sobre esto —dije, lanzándole el objeto—. Consulta a los numismáticos. Quiero conocer su origen exacto.

Malaspey dio vueltas al sobre delante de sus ojos.

—¿Qué es?

—Eso es lo que quiero saber. Habla con profes. Busca en la universidad.

—Me siento como si retomara mis estudios.

Se metió la medalla de Luc en el bolsillo y desapareció. Pasé todavía una hora estudiando los documentos acumulados sobre mi escritorio. Nada interesante. A las cinco, me levanté para visitar a mi superior jerárquica.

Llamé a la puerta. Me invitaron a entrar. Atmósfera depurada, en la que flotaba un suave aroma de incienso, lo que me recordó mi guarida.

Nathalie Dumayet era del tipo brutal, pero nada en su aspecto la delataba. En la cuarentena, tez pálida, cintura de modelo; llevaba los cabellos negros con un corte cuadrado, siempre estudiadamente despeinados. Una belleza angulosa, suavizada por unos grandes ojos verdes, serenos, que se hundían con fluidez en su interlocutor. Siempre elegante, incluso a la última, vestía marcas italianas poco habituales en el quai.

Esto, en cuanto a su aspecto. En lo referente a su interior, Dumayet encajaba bien con la Brigada: dura, cínica, perseverante. Había trabajado sucesivamente en antiterrorismo y en estupefacientes con resultados ejemplares. Dos detalles la definían: para empezar, sus gafas, con monturas flexibles e irrompibles, que se podían apretar con la mano y que recuperaban su forma inicial. Muy parecidas a la misma Dumayet: bajo su apariencia flexible, no se olvidaba de nada y nunca perdía de vista su objetivo.

El otro detalle eran sus falanges. Agudas, prominentes, se parecían a los martillos ultrafinos de los diamantistas, tan duros que podían quebrar las piedras preciosas.

—¿Le hago un té Keemun? —preguntó, levantándose de su asiento.

—No, gracias.

—De todos modos prepararé uno.

Manipuló un hervidor y una tetera. Tenía gestos de estudiante pero también de gran sacerdotisa. De su ritual se desprendía algo antiguo y religioso. Pensé en un rumor que circulaba, según el cual Dumayet frecuentaba los clubes de intercambio de parejas. ¿Verdadero o falso? Desconfiaba de los rumores en general y de este en particular.

—Puede fumar, si le apetece.

Me incliné pero no saqué el paquete de Camel. No era cuestión de relajarme. Haberme convocado «urgentemente» no presagiaba nada bueno.

—¿Sabe por qué lo he hecho venir?

—No.

—Siéntese.

Colocó una taza delante de mí.

—Todos estamos conmocionados, Durey.

Me senté y guardé silencio.

—Un madero del calibre de Luc, tan sólido, ha causado un verdadero impacto.

—¿Tiene algo que reprocharme?

La brusquedad de mi pregunta la hizo sonreír.

—¿Cómo avanza el caso de Perreux?

Pensé en mis suposiciones al respecto. Pero era demasiado pronto para cantar victoria.

—Estamos en ello. Tal vez los gitanos.

—¿Tiene pruebas?

—Presunciones.

—Cuidado, Durey. Nada de prejuicios raciales.

—Por eso mantengo cerrada la boca. Deme un poco más de tiempo.

Ella asintió moviendo la cabeza distraídamente. Todo eso era solo un preámbulo.

—¿Conoce a Coudenceau?

—¿A Philippe Coudenceau?

—IGS, sección disciplina. Por lo visto, Soubeyras tenía un expediente algo delicado.

—¿Qué significa delicado?

—No lo sé. Me ha llamado esta mañana. Y acaba de llamarme de nuevo.

No dije nada. Coudenceau era uno de esos que hurgan en la mierda y solo disfrutan cuando ponen contra las cuerdas a uno de sus colegas abriéndole un expediente disciplinario. Un enchufado que disfrutaba destrozando a los polis y logrando que se tragaran su orgullo de héroes.

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