Esclavos de la oscuridad (9 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—¿Por qué?

—El acto de Luc lo condena.

Ella sonrió con acritud.

—¡Siempre con vuestros ridículos principios sin sentido! Pero tú mismo lo has dicho: Luc todavía no ha muerto.

—Eso no lo exime de su acto.

—¿Quieres decir que está condenado?

—Un momento. La Iglesia sigue ciertas normas y…

—Acabo de hablar con el cura —me cortó—. Un indo. La ceremonia tendrá lugar pasado mañana por la mañana.

Busqué algún motivo para alegrarme por la noticia. Pero no había nada que hacer. Me veía como un cristiano integrista, cerrado y retrógrado. Recordé la medalla de Luc, que lo protegía contra el diablo. Laure tenía razón: nosotros, él y yo, vivíamos en la Edad Media.

—Y tú —dijo ella—, ¿qué te ha traído por aquí esta noche?

Su tono delataba desconfianza. Siempre me había considerado un enemigo, o por lo menos, un adversario. Representaba la parte opaca de Luc, su lado místico, esa profundidad que a ella se le escapaba. Y también, por supuesto, su oficio de madero. Todo aquello que, según ella, explicaría por qué había actuado de ese modo.

—Quería hacerte algunas preguntas.

—Claro. Es tu trabajo.

Me incliné hacia ella y le hablé en un tono más cálido:

—Quiero comprender qué pasaba por su cabeza.

Ella asintió, cogió el pañuelo de papel embutido en su manga y se sonó.

—¿No ha dejado nada? ¿Una nota? ¿Un mensaje?

—Te lo habría dicho.

—¿Has mirado en Vernay?

—He ido esta tarde. No hay nada —dijo haciendo una pausa—. Siempre con sus misterios. No quería que se supiera qué hacía.

—¿Estaba enfermo?

—¿A qué te refieres?

—No sé. ¿No se hizo análisis o visitó a algún médico?

—No, en absoluto.

—¿Cómo estaba últimamente?

—Alegre, contento.

—¿Contento?

Me echó una mirada de soslayo.

—Hablaba muy fuerte, estaba inquieto. Algo había cambiado en su vida.

—¿Qué?

Después de un breve silencio, asestó el golpe.

—Creo que tenía una amante.

Casi me caí del sofá. Luc era un jansenista. No se situaba por encima de los placeres de la existencia, sino fuera de ellos. Era como sospechar que el Papa hubiera robado las reliquias del Vaticano para venderlas.

—¿Tienes pruebas?

—Suposiciones. Un puñado de ellas. —Su mirada se volvió fría—. Es así como lo llamáis vosotros, ¿no?

—¿Cuáles?

No respondió. Había bajado los ojos y rasgaba el pañuelo de papel con pequeños gestos nerviosos. Ya no era pena, era rabia.

—Su humor no era el mismo —prosiguió por fin—. Estaba entusiasmado. Las mujeres perciben ese tipo de cosas. Y además, desaparecía…

—¿Adónde iba?

—No tengo la menor idea. Desde el pasado julio. Primero los fines de semana. Se suponía que por trabajo. Y después, en agosto, me dijo que se iba a Vernay. Dos semanas. Luego viajó por Europa. Una semana cada vez. Pretendía que era por una investigación. Pero a mí no me engañaba.

—¿Cuándo dejó de hacer esos viajes?

—Siguieron hasta principios del mes de octubre.

Las sospechas de Laure eran grotescas. Luc le había dicho sencillamente la verdad: una investigación personal. Algo sobre lo que debía trabajar en secreto. Tal vez el caso que me preocupaba a mí.

—¿De verdad no tienes alguna idea de adónde iba?

Volvió a sonreír, esta vez mostrando cierta fiereza.

—No. Pero hice algunas investigaciones. Registré sus bolsillos, leí su agenda…

—Registraste…

—Todas las mujeres lo hacen. Las mujeres heridas. Tú no sabes nada de eso. —El pañuelo estaba hecho trizas—. Solo encontré un indicio. Una vez. Un billete para Besançon.

—¿Besançon? ¿Por qué?

—¡Y yo qué sé! Su furcia debía de vivir allí.

—¿Qué fecha tenía el billete?

—El 7 de julio. Esa vez se quedó por lo menos cuatro días. Europa… ¡Venga ya!

Laure me había dado una pista de oro. Una investigación había llevado a Luc hasta el Jura. Traté de hacerla entrar en razón.

—Creo que ves fantasmas. Conoces a Luc tan bien como yo. Aún mejor que yo. No era dado a flirtear.

—Vaya, no me había enterado —dijo con una risa sarcástica.

—Te dijo la verdad; llevaba a cabo una investigación y santas pascuas. Un asunto personal, fuera de sus horas de trabajo.

—No, había una mujer.

—¿Cómo lo sabes?

—Había cambiado. Había cambiado físicamente.

—No comprendo.

—No me sorprende. —Tomó aliento para luego soltar con voz neutra—: Desde que nacieron las niñas no ha vuelto a tocarme.

Me moví, incómodo, en el sofá. No me apetecía escuchar ese tipo de confidencias.

—La historia de siempre —continuó—. Yo no insistía. El sexo nunca me ha interesado. Siempre con sus investigaciones, con sus rezos. Y de repente, este verano, todo cambió. Su apetito parecía… volver. Era incluso insaciable.

—Es precisamente una señal de que se interesaba por vuestro matrimonio, ¿no crees?

—Mi pobre Mathieu. Hacíais buena pareja vosotros dos…

Lo había dicho sin la menor ternura.

—Una de las señales de adulterio es justamente ese regreso a la pasión —prosiguió—. El marido recupera el gusto por el asunto, ¿comprendes? También está la culpa. Es una especie de compensación. Como se acuesta con otra, tu maridito te da una indemnización.

Me sentía francamente incómodo. Imaginar a los Soubeyras en la cama era como levantarle la sotana a un cura. Descubrir un secreto que nadie tiene deseos de conocer. Me puse de pie para interrumpir la conversación. Por fin, confesé la razón de mi visita:

—¿Podría… puedo ver su despacho?

Ella se puso de pie a su vez, alisando su falda gris cubierta de pedacitos de pañuelo de papel.

—Te aviso que no encontrarás nada. Lo he registrado todo.

12

El despacho estaba impecable. El mismo orden artificial que en la oficina del 36. ¿Quién había limpiado? ¿Laure o Luc? Cerré la puerta, me quité la americana, me desabroché la pistolera. A priori, no había nada que descubrir. Pero nadie es infalible y yo tenía todo el tiempo del mundo.

Pasé por detrás del escritorio, donde estaba el iBook, para contemplar las fotos colocadas sobre un mueble debajo de la ventana. Amandine y Camille, en plena actividad: ponis, piscina, haciendo máscaras… Una tarjeta postal de Roma, firmada de mi puño y letra: «Conocíamos la fábrica. ¡He encontrado la empresa!». La «fábrica» —sobreentendía, de sacerdotes— era una alusión a Saint-Michel-de Sèze. «La empresa» se refería al seminario de Roma. Otra foto representaba a un hombre vestido con un mono de espeleólogo que llevaba un casco con lámpara frontal. Con gesto triunfante, enarbolaba las cuerdas y los mosquetones delante de la entrada de una gruta. Sin duda era Nicolas Soubeyras, el padre de Luc.

Luc siempre hablaba de él con admiración. Había fallecido en 1978, en el fondo de la sima de Genderer, en los Pirineos, a menos dos mil metros. En aquel entonces yo tenía celos de ese padre, de su heroísmo, hasta de su desaparición; yo, que solo tenía un padre publicista, fallecido por un infarto unos años atrás en el Harry’s Bar de Venecia después de una cena regada con demasiado vino. Se cosecha lo que se siembra.

Me agaché y traté de abrir la puerta persiana del mueble empotrado: cerrada con llave. Probé con el armario: lo mismo. Me senté detrás del escritorio y encendí el ordenador. Tecleé un poco y me di cuenta de que no necesitaba contraseña para abrir los iconos. Nada interesante. Un ordenador doméstico lleno de cuentas, registros de vencimientos, fotos de vacaciones, juegos. Abrí el buzón de correo electrónico. Los e-mails personales tampoco tenían interés alguno: pedidos por correspondencia, publicidad, historietas humorísticas… Solo algunos mensajes me llamaron la atención. Siempre enviados al mismo destinatario, aunque habían sido borrados inmediatamente después de escribirlos. Únicamente quedaba una línea en la memoria, indicando cada envío. El último databa de la víspera del intento de suicidio de Luc. La dirección era: unita16.com.

Entré los datos en Google.

Existía un sitio: www.unita16.com. Doble clic. Un logotipo. La silueta de Bernadette Soubirous, con su pequeño cinturón azul y un paisaje de Lourdes de fondo. La imagen iba acompañada por un texto redactado en italiano. Yo dominaba perfectamente ese idioma desde mis tiempos en el seminario.

La unita16 era una asociación benéfica que organizaba peregrinaciones a Lourdes. ¿Por qué había contactado Luc con esa fundación? De nuevo, la sospecha de una enfermedad mortal… Pero Laure parecía estar muy segura al respecto y los médicos del Hôtel-Dieu habrían detectado inmediatamente un cáncer o una infección. ¿Ese sitio estaba vinculado con alguna investigación? ¿Por qué contactar con él precisamente antes de sacar el billete para el otro barrio?

Pasé la página de presentación y recorrí los capítulos. La unita16 desarrollaba otras actividades: seminarios, retiros en abadías italianas. Leí la lista de conferencias. La única que podría haber atraído a Luc era un coloquio sobre «el regreso del diablo», previsto para el 5 de noviembre en Padua. Me prometí llamar a los especialistas de la policía informática. Quizá sabrían recuperar los textos de los e-mails.

Dejé el ordenador y me concentré en el escritorio. En los cajones solo descubrí fragmentos de vida administrativa. Extractos bancarios, facturas de electricidad, recibos de seguros, recetas de la seguridad social… Podría haber estudiado esos documentos pero no estaba de humor para revisar cifras. En el último cajón había una agenda: nombres, números garabateados, iniciales. Algunos me resultaban familiares, otros no y otros eran directamente ilegibles. Me metí la libreta en el bolsillo del pantalón y seguí registrando; encontré un juego de minúsculas llaves. Alcé la vista; el armario, el mueble empotrado con puerta persiana…

La puerta persiana se abrió. Archivadores grises con funda de lona, atados con una cinta y colocados en vertical sobre un estante. En los lomos, la letra «D» coronada de fechas: 1990-1999, 1980-1989, 1970-1979… Seguía así hasta principios de siglo. Cogí la carpeta del extremo derecho, titulada «2000…», la coloqué en el suelo y desaté la cinta.

Dos subcarpetas tenían las fechas de 2000 y 2001 respectivamente. Abrí la de 2001 y me encontré con las imágenes del atentado del 11 de septiembre. Las torres ardiendo, humeantes, los cuerpos cayendo al vacío, personas despavoridas cubiertas de polvo corriendo sobre un puente. Luego aparecieron otras fotos. Cadáveres con las cuencas de los ojos vacías, torsos infantiles arrancados, bajo los escombros. El comentario precisaba: «Grosnia, Chechenia». Seguí hojeando: restos de esqueletos, un cráneo con los maxilares apretados sobre una braga. No era necesario leer el título. La escena era la exhumación de las víctimas de Émile Louis, en la región de Auxerre.

¿Por qué guardaba Luc esos horrores? Volví a poner el archivador en su lugar y abrí el de los años noventa; cogí ficheros al azar. 1993: víctimas degolladas en una callejuela de un pueblo argelino. 1995: cuerpos desmembrados entre charcos de sangre y chapas carbonizadas. «Atentado suicida, Ramat Ash Kol, Jerusalén, agosto de 1995.» Mis manos empezaron a temblar. Intuía que una de aquellas carpetas estaría dedicada a mi pesadilla personal. Cuerpos negros en el barro rojo, rostros cortados, osarios que se perdían de vista en el horizonte: «Ruanda, 1994».

Cerré la carpeta antes de que las imágenes me saltaran a la cara. Tuve que hacer esfuerzos para recuperarme. Un sudor helado caía por mi rostro. El miedo, otra vez, con toda la intensidad de las peores épocas. Me levanté y aparté los estores de la ventana, escudriñando el patio de ladrillos hundido en la oscuridad. Al cabo de unos segundos me sentí mejor. Pero estaba decepcionado, humillado una vez más, al comprobar hasta qué punto Ruanda seguía allí, en mi interior, a flor de piel.

Volví a Luc. De modo que era eso lo que le ocupaba las noches y los fines de semana. Buscar, recortar, clasificar las más siniestras hazañas humanas. Inclinándome nuevamente sobre las estanterías, escogí un archivador y lo dejé aparte: «1940-1944». Esperaba un repertorio de violencia nazi pero, para empezar, me encontré con imágenes asiáticas. La vivisección de una mujer llevada a cabo por unos japoneses vestidos con batas y mascarillas quirúrgicas. El título rezaba: «Violada y fecundada por el investigador de la unidad 731, llamado Koyabashi; el mismo que está extirpando el feto que ella lleva en su seno». Las manos enguantadas del investigador, el cuerpo sangrando, los hombres vestidos de civil en un segundo plano, también con mascarillas. Todo aquello pertenecía al terror en estado puro.

La siguiente subcarpeta era la que esperaba: el nazismo y sus abominaciones. Los campos de exterminio. Los cuerpos hambrientos, consumidos, destruidos. Cadáveres arrastrados por una excavadora. Mi mirada se detuvo en una foto. Escena cotidiana en el barracón 10 de Auschwitz, 1943: una ejecución en la que los condenados, desnudos, frente al muro de azulejos, esperaban que el oficial les disparara una bala en la cabeza. La mayoría eran mujeres y niños. Un detalle me dejó petrificado: las dos trenzas negras de una niña, acentuadas por el grano fotográfico, que se destacaban sobre su espalda blanca y endeble.

Lo guardé todo; ya tenía suficiente. La cronología sobre los demás estantes retrocedía en los siglos: XIX, XVIII… Podría haberme sumergido en el horror hasta el alba. Grabados, pinturas, textos, siempre sobre lo mismo: guerras, torturas, ejecuciones, asesinatos… Una antología del mal, una taxonomía de la crueldad. Pero ¿qué significaba esa «D» escrita en el lomo de cada archivador?

De pronto comprendí.

«D» de «DIABLO» o «DEMONIO».

Pensé en
Dancing with Mister D
. de los Rolling Stones.

Las obras completas del diablo, o casi…

El timbre del móvil me sobresaltó.

—Soy Foucault. Acabo de cenar con Doudou.

Eran casi las once. Las imágenes atroces palpitaban bajo mis párpados.

—¿Cómo ha ido?

—Me ha costado una comilona pero tengo el dato. Últimamente, Luc estaba interesado en un caso en particular.

—¿Qué caso?

—El asesinato de Massine Larfaoui.

—¿El cervecero?

—El mismo.

Conocía al cabileño desde la época de la BRP, la Brigada de Represión del Proxenetismo. Era uno de los principales proveedores de bebidas para los bares, restaurantes y discotecas de París. Ni siquiera sabía que había sido asesinado.

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